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miércoles, 8 de diciembre de 2021

Acto de veneración con motivo de la Solemnidad de la Inmaculada Concepción (Cardenal Carlo María Viganò)




Plaza de España, Roma, 8 de diciembre de 2021

Ab initio et ante sæcula creata sum, et usque ad futurum sæculum non desinam:

et in habitatione sancta coram ipso ministravi.

Et sic in Sion firmata sum, et in civitate sanctificata similiter requievi, et in Jerusalem potestas mea.

Et radicavi in populo honorificato, et in parte Dei mei hæreditas illius,

et in plenitudine sanctorum detentio mea.

Eclo. 24, 14-16

Estas palabras solemnes con las que la Sagrada Escritura habla de la Sabiduría divina las aplica la liturgia a la Santísima Virgen. Quien habla es la Inmaculada: 

«Desde el principio y antes de los siglos me creó y hasta el fin no dejaré de ser. En el tabernáculo santo, delante de él ministré. Y así tuve en Sion morada fija y estable, reposé en la ciudad de Él amada y en Jerusalén tuve la sede de mi imperio. Eché raíces en el pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad».

Elegida desde antes de todos los tiempos y establecida en la Iglesia, Nuestra Señora intercede por nosotros en la morada santa, habita entre nosotros y es nuestra Reina. Resulta significativo que, por una singular simetría, el himno para la dedicación de una iglesia, Caelestis urbs Jerusalem, compuesto por San Ambrosio –cuya festividad celebramos ayer– puede aplicarse a la Virgen: O sorte nupta prospera, dotata Patris gloria, respersa Sponsi gratia, Regina formosissima, Christo jugata principi, cœli corusca civitas. Desposada por un destino providencial, honrada con gloria por el Padre, unida a Cristo Príncipe y esplendorosa ciudad del Cielo.
En esta fecha bendita conmemoramos la proclamación del Dogma de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, preservada de toda mancha de pecado original para que pudiera ser tabernáculo viviente e impoluto del Altísimo. Y mientras el mundo corrompido y esclavo del pecado erige en modelo una feminidad corrompida y viciosa despreciando la virginidad, la pureza y la maternidad, honramos a la siempre Virgen Madre de Dios, a Aquella que con toda razón es también Madre de la Iglesia y Madre nuestra.
Somos hijos de María Santísima e hijos de la Iglesia, porque la Virgen nos engendra en Cristo al Padre mediante el Bautismo, y al pie del altar Él nos ha encomendado como hijos a Ella mientras el agua y la Sangre que brotaron del costado del Señor se derraman en abundancia en sus sacramentos y en la Santa Misa mostrándonos el amor del divino Esposo por la Esposa, la Caridad de su jefe Cristo en el Cuerpo Místico.
No olvidéis, queridos hermanos, que del mismo modo que no es posible ir al Padre si no se va a través de su único Hijo, tampoco es posible ir al Hijo sino por medio de María Santísima, que es nuestra Reina, nuestra Abogada, nuestra Mediadora ante el trono de Dios, vida, dulzura y esperanza nuestra. No hay iglesia donde no esté María, Madre nuestra y Madre de la Iglesia, Reina nuestra y Reina de la Iglesia.
Honremos, pues, a Nuestra Señora, que ha hecho de la nueva Jerusalén –la Santa Iglesia– su habitación y ha escogido «echar raíces en un pueblo glorioso», como dice el Eclesiástico. Un pueblo que es glorioso y digno de honor no por su propia virtud, sino porque es santificado por la Gracia de Dios y porque pertenece a la Ciudad Santa a la que todos somos llamados. Un pueblo que hoy tiene que recuperar el orgullo de su propia identidad, el orgullo de pertenecer a Cristo, el honor de alistarse baja la santa bandera del Rey de reyes. Un pueblo que a lo largo de los siglos ha sabido construir una sociedad cristiana actualmente menospreciada y excluida por quienes, rebelados contra Cristo, no toleran que se pronuncie siquiera el bendito nombre de su Santísima Virgen María.

Congregados en la Plaza de España ante la estatua de la Inmaculada que erigieron las autoridades civiles en honor de su propia Madre y Reina, renovamos nuestro homenaje y nos proponemos reconstruir a partir de las ruinas de un mundo apóstata el Ordo christianus, único orden social que puede garantizar paz a la humanidad, concordia entre los pueblos, prosperidad para las naciones y salud para las almas. Esta reconstrucción, este resurgimiento espiritual y moral que todos anhelamos, sólo será posible si sabemos reconocer la realeza social de Nuestro Señor y vivimos de forma coherente la Fe que profesamos.

Esto lo que pedimos e imploramos con fe firme y confiada a la Madre de Dios: Salve Regina, Mater misericordiæ…

Carlo Mª Viganò

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)