A menudo, los pecados que más cometemos son aquellos de los que ni siquiera somos conscientes. Absuélveme de lo que se me oculta, dice por ello el Salmista. Uno de esos pecados, en mi opinión, es quitarle la gloria a Dios.
A fin de cuentas, constantemente se repite en la Escritura y la liturgia que todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos le pertenece a Dios. Cada domingo (excepto en Cuaresma y Adviento) cantamos un precioso himno dedicado precisamente a eso, a la gloria de Dios. Una de las primeras oraciones que aprendemos y una de las que más recitamos es una pequeña jaculatoria de glorificación a Dios: gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre, por lo siglos de los siglos, amén.
Estamos hechos para dar gloria a Dios y por lo tanto, quitarle la gloria a Dios es exactamente lo contrario de nuestra vocación, de nuestra misma razón para existir. Por supuesto, a Dios nadie puede quitarle la gloria que tiene en sí mismo, pero sí podemos quitarle extrínsecamente la gloria en nosotros, es decir, la gloria que debemos darle como criaturas e hijos suyos.
¿Cómo hacemos eso? De forma indirecta, cada vez que pecamos, porque nos estamos negando a reflejar la gloria de Dios en nosotros. Directamente, le quitamos la gloria a Dios quejándonos de lo que Él nos da, protestando sin parar de lo que nos pasa y murmurando por lo que tenemos que hacer o por lo que no podemos hacer.
Esto nada tiene que ver con algo tan natural y tan cristiano como es clamar a Dios. Cuando sufrimos y, en medio de la angustia, acudimos a nuestro Padre, estamos reconociendo que Él es Dios y presentándole nuestros sufrimientos y nuestra debilidad para que nos ayude. En cambio, cuando lo que hacemos es quejarnos, refunfuñar y maldecir por lo bajo, en realidad nos estamos quejando de Dios y considerando que sabemos mejor que el propio Dios lo que nos conviene. En ese sentido, quejarse es lo mismo que proclamar que Dios no ha hecho bien las cosas, que se ha equivocado en la vida que nos ha dado. Es reprocharle: ¿por qué me has dado este marido o esta mujer o estos hijos o este trabajo? Si me hubieras dado otros distintos, yo sería feliz. ¿Por qué no puedo acostarme con mi novia o mi vecina o mi compañera de trabajo? Eso lo que me haría feliz ahora mismo. ¿Es que no quieres que sea feliz? ¿Por qué me has hecho bajito o feo o pobre o poco inteligente? ¿Por qué no me ha tocado la lotería, que es lo que necesito? ¿Por qué esta enfermedad, con lo bueno que soy yo? Te has equivocado conmigo.
Quejarse así es, en definitiva, hacerse dios, ponerse por encima del mismo Dios, creyendo que sabemos mejor que Él lo que nos conviene. ¡Yo sé lo que es mejor para mí y no es lo que Dios me ha dado o lo que Dios manda! ¡Yo decido lo que es bueno y malo, no Dios! ¡Yo soy dios y no Él!
Las quejas, además, están en el origen de todos los pecados. Si incumplimos la ley de Dios es porque primero nos hemos quejado en nuestro interior de que esa ley no está bien hecha, de que Dios se ha equivocado al mandarnos lo que nos manda, de que el camino de la felicidad no pasa por hacer la voluntad de Dios, sino por hacer nuestra propia voluntad. Por la queja, entra en nosotros el deseo de hacer lo que Dios no quiere.

Así, lo primero que hizo el demonio para que Adán y Eva pecaran fue inducirles a quejarse de Dios, a quitarle la gloria. Para eso mintió a Eva, intentando meterle en la cabeza la idea que Dios no había hecho bien las cosas: Dios os ha dicho que no comáis de ninguno de los árboles del jardín. Cuando Eva respondió que podían comer de todos los árboles, menos del árbol que estaba en medio del jardín, so pena de muerte, la serpiente insistió en sus mentiras: De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal. Es decir, Dios os ha engañado, no tiene razón en lo que dice, su norma es una norma absurda y solo os la ha dado para fastidiaros, para que no seáis dioses como él, para que no podáis hacer libremente lo que os de la gana. Una vez que logró que Eva dejara entrar en su corazón la queja contra Dios y contra su voluntad, el pecado era inevitable.
Por desgracia, a pesar de que estamos hechos para dar gloria a Dios, a menudo los cristianos nos quejamos tanto o más que los demás. Yo me confieso frecuentemente de ello. Nada más despertarnos ya estamos quejándonos de que es muy pronto, de que tengo que trabajar, de que no he dormido bien, de que me duele la espalda, de que estoy muy viejo, de que mi mujer no ha hecho tal cosa o tal otra, de que es lunes o de lo que sea. Quejas y más quejas de la mañana a la noche, quitándole la gloria a Dios sin avergonzarnos de ello, en lugar de dedicar el día, desde el primer pensamiento, a glorificar a Dios.
Se puede vivir de dos formas, glorificando a Dios o quitándole la gloria. No hay forma de combinar ambas cosas, porque son contradictorias. Son dos caminos divergentes que llevan a lugares completamente distintos. Así dice el Señor: mirad que yo pongo ante vosotros el camino de la vida y el camino de la muerte. Hay que elegir uno u otro.
El que le quita la gloria a Dios quejándose una y otra vez, no tarda en descubrir que su vida se convierte en un infierno, porque todo está mal hecho en ella y la queja se realimenta a sí misma: no tengo lo que quiero tener y, en cambio, me sucede siempre lo que no quiero que me suceda; mi trabajo no es lo bastante bueno para mí y mi sueldo menos aún; mi esposa no me comprende, si tuviera otra todo me iría mejor; mis hijos son una decepción o no me quieren lo suficiente; sé lo que me haría feliz, pero no me lo dan; me merezco todo y no tengo casi nada; todo está mal, ¡todo!
En cambio, el que, en su debilidad, intenta dar gloria a Dios con todo lo que hace, va descubriendo que, en su vida, todo es bendición, todo tiene sentido, todo es por algo y todo le va llevando a Dios, incluido el sufrimiento. Incluso lo que parece malo, al final resulta ser bueno: todo sucede para bien de los que aman a Dios y muy a gusto presumo de mis debilidades. El que se decide a dar gloria a Dios con su vida, por ese mismo hecho, descansa, su corazón se esponja y empieza a gustar lo que es el cielo, en el que los santos y los ángeles dan gloria a Dios por toda la eternidad.