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viernes, 13 de septiembre de 2013

El limbo de los niños (y IV) por José Martí

Con relación a los niños que mueren en el vientre de su madre y, por lo tanto, sin bautizar... siempre queda la posibilidad de que Dios actúe, en casos concretos, por razones que sólo Él conoce, y que a algunos de ellos les conceda la gracia santificante que les permita gozar de la visión beatífica en el Cielo, junto a Él. Pero esto deja demasiado abierto el camino a la imaginación y no deja de ser una mera conjetura; lo que no ocurre, en cambio, si se admite la existencia del limbo, ya definida como cierta por la Iglesia desde hace mucho tiempo (aunque, es conveniente insistir, no se trate de ningún dogma de fe). De hecho, la Iglesia, aunque no se ha pronunciado de modo expreso en ese sentido, sí lo ha hecho, de alguna manera, desde el momento en que no afirma, de modo categórico, que el limbo no exista, pues el hacerlo supondría la no necesidad del bautismo para la salvación, lo que es una herejía. Sabia y prudente es la Iglesia...

... de modo que, en principio, lo que les espera a los niños muertos sin bautizar y con sólo el pecado original, es de suponer que es el limbo (así se ha convenido en llamar a ese lugar). La situación de estos niños allí sería la de una felicidad natural, una felicidad propia de seres humanos, pero que no han sido elevados a la condición de hijos de Dios por el bautismo y que, por lo tanto, no pueden disfrutar de la visión de Dios




No hay modo de saber si a una persona concreta Dios le va a dar la gracia de la salvación, como modo extraordinario. ¡Por supuesto que puede hacerlo! Pero puede también que no lo haga; y desde luego, sería sólo en casos excepcionales. Como se ha dicho ya hasta la saciedad, todo lo que se piense en ese sentido no dejan de ser meras hipótesis y elucubraciones piadosas de las que no se tiene la menor seguridad. En cambio, la existencia del limbo es aceptada por los Padres de la Iglesia y es doctrina común de la Iglesia, aunque aún no haya sido declarada como dogma. Y lo prudente y lo aconsejable es optar por lo seguro (máxime si se trata de algo tan serio como es la salvación eterna).


Conviene no olvidar que, al fin y al cabo, es Dios quien concede gratuitamente su gracia y lo hace a quien quiere. Nadie puede exigirle nada, en ese sentido; ni Dios es injusto por no conceder a todos la gracia santificante. Lo que es natural y propio de la naturaleza humana, eso es lo exigible por la misma naturaleza. Pero es preciso distinguir entre lo que es natural y lo que es sobrenatural. El orden de lo sobrenatural está por encima de nuestra naturaleza (ya lo dice la palabra: sobre-natural): no es algo que el hombre pueda exigir a Dios, como si tuviera derecho a ello,  y Dios tuviera necesariamente que concedérselo, puesto que es de justicia. No, no es así como funcionan estas cosas. Dios es esencialmente libre. Y si concede su gracia a alguien es porque quiere, gratuitamente. No tiene ninguna obligación, en ese sentido. 




Dicho lo cual, hay que decir que  Dios quiere (¡así lo ha querido!) dar su gracia a todos los hombres, pues quiere que todos los hombres se salven (1 Tim 2,4). Pero, y este matiz es fundamental, ha querido realizar esta concesión de su gracia condicionándola a nuestra respuesta a su Amor. Luego resulta que nuestra propia salvación va a depender, en realidad, de nosotros mismos, de que verdaderamente queramos salvarnos: de la voluntad de Dios y de su Amor por nosotros no tenemos ninguna duda. Él quiere nuestra salvación (1 Tim 2,4)... Sólo hace falta que nosotros también queramos, pero que queramos de verdad, no sólo con palabras, lo que lleva consigo, entre otras cosas, el cumplimiento de sus mandamientos, el tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús (ver Fil 2, 5), el vivir en nosotros su propia Vida y el darle nuestro corazón para que Él nos pueda dar el Suyo. 


En otras palabras, es necesario entrar por la puerta estrecha, lo que supone la negación de uno mismo, el tomar la cruz y el dejarlo todo por amor a Él. El Señor no se anda con rodeos cuando habla: "Quien ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí; y quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí. Quien quiera ganar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por Mí, la encontrará" (Mt 11,37-39).  Y también: "Quien acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama; y quien me ama será amado por mi Padre, y Yo lo amaré y me manifestaré a él" (Jn 14,21).  "Si estas cosas entendéis seréis dichosos si las ponéis en práctica" (Jn 13,17). El Señor nos lo ha dado todo, por Amor, pero también nos lo exige todo, como respuesta amorosa a su Amor: "...siendo rico se hizo pobre por vosotros para que os enriquecierais con su pobreza" (2 Cor 8,9). Y así, también nosotros, una vez enriquecidos, seríamos capaces de entregarle, por amor, todo lo que antes Él nos había dado: nos haríamos pobres por Él, pobreza que es la máxima expresión de amor posible; y que es a la que debemos aspirar todos los cristianos para parecernos así a nuestro Maestro.

  

La negación de la existencia del limbo lleva a conclusiones muy peligrosas para la fe. Por ejemplo, si se niega la existencia del limbo entonces: 


a) Aparece la duda sobre la necesidad absoluta del bautismo para salvarse (esta necesidad es dogma de fe: no se puede negar sin caer en herejía)


b) Aparece también la duda sobre la urgencia y la necesidad de ser bautizados lo más pronto posible, pues de todas maneras el niño, aunque no se bautizase se seguiría salvando igualmente.


c) Se minimiza la gravedad del aborto, porque según estas premisas al niño abortado se le estaría enviando directamente al cielo.


d) Se relativizan todos los medios ordinarios que la Iglesia ha dispuesto para nuestra salvación. Nos quedamos sólo con la primera parte de la copla, aquélla que habla de que Dios quiere que todos los hombres se salven, pero nos olvidamos de lo más importante... y es que dice el mismo Dios, por boca de San Pablo, hablando de Jesucristo que "ningún otro Nombre hay bajo el cielo, dado a los hombres, por el que podamos salvarnos" (Hech 4,12); lo que significa que la salvación sólo es posible en el seno de la Iglesia, y que no da lo mismo tener una religión u otra, o incluso no tener ninguna (en contra de la opinión, tan extendida hoy en día, de que nadie se condena)


e) Si resulta que para salvarnos no necesitamos, en realidad, ni de Jesucristo ni de su Iglesia, ¿qué sentido tiene, entonces, la venida de Jesús al mundo? El amor que demostró Jesús por todos y cada uno de nosotros, siendo obediente a su Padre hasta la muerte y muerte de cruz, para librarnos del pecado, no habría servido para nada. Y la misma existencia de Jesús sería absurda. Eso no es así, en absoluto.


Sabemos, por la fe, y con certeza, que Jesucristo, siendo, como es, verdadero hombre, es también verdadero Dios. Resucitó por Sí mismo, triunfando de la muerte y del pecado, y haciendo posible que los que, por su gracia, estemos unidos a Él y creamos en Él, podamos reunirnos definitivamente con Él y con todos los santos, en el Cielo.


Ésa es la razón, a mi entender, por la que la Iglesia no ha negado nunca, expresamente, la existencia del limbo, y aunque tampoco se haya declarado como dogma dicha existencia,  si reflexionamos un poco, de modo coherente y lógico, sobre lo dicho más arriba, llegamos fácilmente a concluir que el limbo existe realmente. Esta realidad ha sido creída durante muchos siglos por los cristianos, y es doctrina cierta de la Iglesia, pese a no haber sido declarada como dogma de fe. Ya nos referimos a esto, cuando poníamos como ejemplo el caso de la Asunción de la Virgen María en cuerpo y alma a los cielos, creencia común de todo el pueblo cristiano, y creencia cierta, hasta ser declarada dogma por el papa Pío XII el 1 de noviembre de 1950; momento a partir del cual quien no creyere en la Asunción de María, incurriría automáticamente en herejía.


Pienso sinceramente, como colofón, que lo que se oculta bajo todos estos "buenismos" de hoy en día es, ni más ni menos, que la pérdida de la fe: Ya no se cree en Dios, ni en la existencia del demonio, ni en el pecado, ni en la necesidad de salvación. No se cree que exista otro mundo que no sea éste. Jesucristo fue un mero hombre, pero no fue Dios. La resurrección de Jesús es una fábula, etc. Estamos llegando a una situación altamente preocupante, cual es la de la gran Apostasía, pues este fenómeno se está extendiendo por todo el mundo... pero éste es un tema que excede el propósito de este escrito. 

José Martí