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lunes, 9 de mayo de 2022

El sínodo y los frutos del Espíritu (Carlos Esteban)



Su Santidad insiste siempre, y con frecuencia, en la etimología de la palabra ‘sínodo’, en ese “caminar juntos” que debe ser la Iglesia. Y eso hace especialmente alarmante la escasísima participación de los fieles en un sínodo que trata, básicamente, de esa participación.

Hay algo sonrojantemente soviético en ese contraste abismal entre el entusiasmo manufacturado de la propaganda oficial y la realidad tibia e indiferente de la recepción entre los supuestamente interesados.

Madrid es el caso que tengo más cercano, del que escribe aquí nuestro inestimable Diego Lanzas. No hay interés; no hay participación en el sínodo de la participación. Si todo sínodo tiene cierta tendencia a convertirse en una reunión de especialistas, con su propio lenguaje y sus propias formas alejadas de las del común, este parece suscitar menos interés aún que la media entre los fieles, precisamente cuando trata específicamente de escucharles.

¿A qué responde esta apatía? Su hipótesis es tan buena como la mía, pero sospecho que tiene algo o mucho que ver con la percepción, después de años, de que el jaleado ‘diálogo’ y la omnipresente ‘escucha atenta’ no son exactamente universales. 
Que, por primera vez en la historia de la Iglesia, la Curia presuma de que en el nuevo sínodo se va a escuchar incluso a los no católicos, los no cristianos e incluso los no creyentes en religión alguna, como muestra de apertura total, no consigue ocultar el hecho evidente de que hay un grupo al que no se está dispuesto a escuchar: los motejados de ‘rígidos’, es decir, quienes ven con recelo unos aires renovadores en sospechosa connivencia con los intereses del mundo secular y sienten un comprensible apego a la tradición de la Iglesia.
Con estos no hay diálogo o, por lo menos, no se fomenta la escucha atenta. Por el contrario, han sido tan a menudo denunciados en los discursos papales (muy recientemente) que se dirían más allá de cualquier acercamiento posible.
Pero aquí está el problema: los ‘rígidos’ (eufemismo para designar a los tradicionalistas) son muy pocos, pero su crecimiento es exponencial. La Iglesia abierta al mundo se queda sin vocaciones en una ‘primavera’ que se parece al más crudo de los inviernos, mientras que las diócesis donde estos grupos son más activos alientan un verdadero auge vocacional. Lo que se presenta como el brillante futuro se agosta, mientras que lo que se denuncia como reliquia muerta de un muerto pasado no hace más que crecer y dar fruto.

Carlos Esteban 

Monseñor Viganò: Reflexiones sobre la reforma de la Semana Santa de 1955



8 de mayo de 2022

Estimado señor:

Le agradezco que me haya planteado la pregunta del padre… a propósito de la reforma de la Semana Santa.

Estoy de acuerdo en que puede considerarse una especie de globo sonda mediante el que los artífices de la sucesiva reforma conciliar introdujeron una serie de modificaciones –a mi juicio totalmente discutibles y arbitrarias– al Ordo Maioris Hebdomadæ hasta entonces vigente.

Es más. Yo diría que estas modificaciones pueden parecer casi inocuas, aunque extravagantes, porque la mente que las concibió todavía no se había manifestado ni con la reforma de Juan XXIII ni con la mucho más devastadora inaugurada por la constitución Sacrosanctum Concilium y más tarde agravada por Consilium ad exsequemdam. Claro que aunque a un párroco de 1956 le podía parecer una simplificación dictada por las exigencias de adaptar la complejidad de los ritos de la Semana Santa al ritmo de la modernidad –y probablemente fue presentada como tal al propio Pío XII sin revelarle su potencia destructora–, cobra a nuestros ojos un sentido muy diferente, porque ante todo vemos en ella en acción la desenvuelta mentalidad rupturista de los modernistas y los discípulos de la nunca suficientemente reprobada renovación litúrgica. Y en segundo lugar porque reconocemos en la elección de la supuesta simplificación de las ceremonias la misma ideología de las más osadas innovaciones del Novus Ordo. Por último, entre los personajes que se asoman en la mencionada reforma aparecen los protagonistas de la reforma conciliar, promovidos a los más altos cargos precisamente por su notoria aversión a la solemnidad del culto; cuesta pensar que todo lo que pusieron en marcha entre 1951 y 1955 no fuera concebido como un primer paso hacia los trastornos que habrían de venir menos de veinte años después.

Cierto es que el aire que se respira en ciertas partes del rito de Pío XII –por ejemplo, el Padrenuestro recitado a la vez por el celebrante y por los fieles– es el mismo que encontramos en el Novus Ordo: se percibe algo extraño, forzado, típico de las obras que no son inspiradas por el Señor sino que son patentemente humanas, imbuidas de un racionalismo que no tiene nada que sea verdaderamente litúrgico, sino que hiede a aquella presunción gnóstica que justamente condenó Pío XII en su inmortal encíclica Mediator Dei. Causa estupor que los mismos errores que fueron providencialmente condenados en 1947 resurjan precisamente en la reforma que él promulgó; pero no olvidemos que el Pontífice ya tenía una edad muy avanzada y estaba bastante afectado física y anímicamente por el reciente conflicto mundial. Incluir por tanto a Pío XII entre los demoledores sería injusto a más no poder.

Planteada esta premisa, hay que evaluar si al rito que promulgó Pío XII mediante el decreto Maxima Redemptionis nostrae mysteria del 16 de noviembre de 1955 se le pueden aplicar las mismas excepciones que al Novus Ordo Missae promulgado por Pablo VI con la constitución apostólica Missale Romanum del 3 de abril de 1969. O mejor aún: considerando que el motu proprio Summorum Pontificum reconoce a los católicos el derecho de hacer uso del rito anterior por su especificidad ritual, doctrinal y espiritual; y considerando que el motu proprio no examina la ortodoxia del Novus Ordo y se ciñe a una cuestión, por así decirlo, de gusto litúrgico, ¿podríamos extender ese principio a los ritos anteriores al motu proprio Rubricarum instructum de Juan XXIII y el propio decreto Maxima Redemptione nostrae mysteria, manifestando nuestra preferencia por el rito llamado de San Pío X?

En realidad, no se trata de una provocación. En primer lugar porque no estoy de acuerdo con la coexistencia simultánea de dos formas del mismo rito en la Iglesia de rito romano. Y en segundo lugar porque considero el rito reformado gravemente deficiente y sin duda alguna favens haeresim (que favorece la herejía), y me uno tanto a la denuncia de los cardenales Ottaviani y Bacci como a la de monseñor Marcel Lefebvre; estoy convencido además de que el Novus Ordo debe sencillamente ser abrogado y prohibido, en tanto que el tradicional debería ser declarado único rito romano en vigor. De hecho, sostengo que sólo desde esta perspectiva es posible impugnar también canónicamente el Ordo Hebdomadae Sanctae instauratus. Y, si nos ponemos quisquillosos, también el motu proprio Rubricarum instructum, sobre todo en vista de su coherencia con la línea del Novus Ordo y su evidente ruptura con la del Misal Romano anterior.

Ahora bien, teniendo en cuenta el vacío legal en que nos encontramos, creo que si la FSSPX considera legítimo remitirse al misal de Juan XXIII porque reconoce la misma mentalidad dolosa en todas las reformas sucesivas que condujeron al de Pablo VI –de naturaleza ante todo prudencial–, podría aplicarse el mismo principio a la reforma de la Semana Santa, aunque en ésta –como en el Misal de Juan XXIII– no hay nada heterodoxo ni que tienda remotamente a la herejía.

A mí me parece que fue ese el motivo por el que monseñor Lefebvre escogió precisamente el rito de 1962. Por otra parte, teniendo como tenía mentalidad jurídica gracias a su sólida formación, era consciente de que no sería posible aplicar una especie de libre examen a la liturgia, ya que ello habría autorizado a cualquiera a adoptar el rito que se le antojase. Al mismo tiempo, no dejaba de ver –como tampoco dejamos de verlo nosotros hoy– la naturaleza subversiva de la reforma conciliar, declaradamente abierta a derogaciones y experimentos, permitiendo aplicar infinidad variedades a voluntad del celebrante so pretexto de recuperar una presunta pureza original al cabo de siglos de sedimentación ritual. Precisamente por eso monseñor Lefebvre decidió volver al rito menos arriesgado, o sea el de 1962, sin entender tal vez algunos aspectos polémicos de las reformas de Pacelli y de Roncalli que sólo un experto en liturgia podía captar, sobre todo en los turbulentos años setenta. No olvidemos tampoco que la renovación litúrgica se produjo en Francia mucho antes que en Italia, así como que muchas innovaciones que más tarde se convirtieron en norma de la Iglesia universal se experimentaron en diócesis francesas ya a partir de los años veinte, empezando por el uso de la casulla gótica y el altar orientado versus populum. Todo en nombre de aquel arqueologismo que se proponía borrar de un plumazo un milenio entero de vida de la Iglesia. Supongo que a un prelado italiano celebrar coram populo con una casulla de estilo medieval le parecería una extravagancia, mientras que para un arzobispo francés ya era una costumbre adquirida y en ciertos aspectos ya se promovía.

Es necesario comprender además –y creo que ya lo he expresado ampliamente– que la intencionalidad de la reforma que se inició a nivel local mucho antes de Pío XII y que poco a poco se fue difundiendo por el orbe católico es totalmente antijurídica; sus artífices abusaron de su autoridad como legisladores para imponer con fuerza de ley un rito que había ser todo menos una aplicación al pie de la letra del texto litúrgico, una especie de esbozo que permitiese las peores excentricidades e introducir progresivamente en la Iglesia una inexorable pérdida del sentido de lo sagrado. Eso todavía no se observa en el Ordo Hebdomadae Sancte instauratus ni en el Misal de Juan XXIII; pero ya se había abierto el camino hacia el carácter perpetuamente mudable del rito y su descarado aggiornamento, unido a la errónea idea de que se había corrompido con el paso de los siglos y era necesario por tanto podarlo de añadidos innecesarios, cuando lo cierto es que era fruto de un desarrollo armónico fruto de las circunstancias, del tiempo y de los lugares. Y desde luego la alteración del Canon Romano por parte de Roncalli al insertar el nombre de San José iba por el mismo camino, afectando de paso a la oración más antigua y sagrada del Santo Sacrificio.

Para finalizar, señalaré que muchas comunidades que se benefician del motu proprio Summorum Pontificum celebran los ritos de la Semana Santa según el Misal anterior a la reforma pacelliana; la propia Comisión Ecclessia Dei concedió esa excepción al considerar legítimas las motivaciones de quienes la solicitaban. Por eso, no entiendo por qué la Fraternidad, que en lo que se refiere a la custodia de la Misa Tradicional estuvo a la vanguardia en tiempos bien difíciles, no puede hacer otro tanto. Ciertamente, cuando la Iglesia se reencuentre a sí misma, todo habrá de reconducirse por cauces legales; con leyes, esperamos, que tengan prudentemente en cuenta las críticas que se han hecho.

Espero que estas consideraciones hayan sido útiles al reverendo padre…

Aprovecho la ocasión para impartir a todos, queridos amigos, mi bendición paternal.

+Carlo Maria Viganò, arzobispo

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

Rosario de hombres (una cruzada que llega a la Argentina)



Las imágenes que llegan desde el exterior son impactantes: decenas, o incluso cientos, de hombres que de pronto se ponen de rodillas en las plazas y empiezan a rezar el Rosario a la Virgen María. Esta demostración de fe pública que se viene extendiendo por diferentes países de tradición católica, comenzó a replicarse ahora en la Argentina gracias a la iniciativa de un grupo de laicos de diferentes parroquias. En Buenos Aires, la cita es el próximo sábado 28, a las 11, en la Plaza de Mayo.

La idea de sumarse a la cruzada del Rosario, que nació en Polonia y se repitió en Irlanda, España, entre otros lugares, surgió en nuestro país hace una semana y en algunas ciudades se puso en marcha más rápido de lo previsto. En Mendoza, por ejemplo, sin tomarse demasiado margen para la difusión, convocaron a un encuentro que tuvo lugar ayer. Y lo mismo hicieron otros grupos en Malargüe, Bariloche y Tigre.

Según una reconstrucción de la productora Faro Films, en Mendoza la ocurrencia de hacer algo así fue de Sebastián Ríos. "Escribió de forma espontánea un mensaje de WhatsApp con lo que era un deseo, sin imaginar que se iba a replicar y organizar tan rápido", contó a Faro Films Fabian Brandelise, colaborador y administrador del grupo inicial.

"Dijimos: aunque vayamos 2, 3 o 5 es necesario comenzar, pensando en la promesa de Cristo, que donde hay dos o más reunidos en mi nombre ahí estoy yo", continuó Brandelise. Enseguida comenzaron a recibir llamados, que "vertiginosa y providencialmente empezaron a multiplicar esta iniciativa por otras ciudades", asegura.

Sin conexión con esa iniciativa, en Buenos Aires surgía por esa fecha la misma idea entre un grupo de amigos y sacerdotes, inspirados en la cercana experiencia española. El contacto con los otros grupos del interior del país solo fue posterior. Aquí, los impulsores de la idea pronto le cedieron la posta a Segundo Carafí para que se encargara de la organización.

En diálogo con La Prensa, Carafí cuenta que él también se sorprendió de la rápida y favorable respuesta que obtuvieron, señal de que era un anhelo compartido en silencio. "Lanzamos un flyer en las redes y explotó", asegura.

Carafí aclara que la convocatoria en Buenos Aires es impulsada por un grupo de jóvenes laicos que pertenecen a diferentes parroquias y que no responde a ninguna organización. Acompañan, sí, grupos provida, estudiantiles y sacerdotes.

"Ese día habrá sacerdotes guiando la oración", precisa también. "Son varios los que invitamos y muchos los que nos escribieron a partir de la convocatoria", añade.

¿Cuál es la propuesta? En primer lugar, "seguir el mandato de la Virgen María que nos dice: conviértanse, recen el Rosario. Y luego "que los hombres tomen el lugar que les corresponde como cabezas y líderes espirituales de sus familias, den testimonio y dirijan el rezo del Rosario en plazas públicas", responde.

"Queremos revalorizar el papel de los hombres en la sociedad", explica Carafí a la pregunta de por qué solo varones. "El hombre hoy está castigado por los medios, por la clase política, culpabilizado por su condición de hombre y discutido su papel como padre de familia".

"Pediremos por la protección de la familia de los ataques de ideologías anticristianas y su restitución como célula básica de la sociedad; por nuestra Santa Madre Iglesia y por nuestra patria, para que Argentina recupere la fe y vuelva a Dios", apunta.

En una Argentina sofocada por el secularismo, donde a los católicos se los quiere hacer sentir avergonzados de su fe y de sus valores, que no son otros que los que fundaron esta nación, y donde los políticos hace rato que se alejaron de esa fe, la cruzada mundial del "Rosario de hombres" puede ser un bálsamo. "Acá lo que venimos a decir es: no tengamos vergüenza de expresar lo que somos", coincide Carafí.

La cruzada del Rosario quiere ser, en primer lugar, una invocación a la Virgen María por la conversión personal de nuestros corazones, y en segundo lugar un testimonio de fe.

"Por eso tiene sentido salir a recuperar las calles, defender la fe en tiempos hostiles hacia la cruz, resistir la presión de que la fe debe ser vivida puertas adentro de nuestros hogares o iglesias", dice Carafí, quien, además, recuerda: "la fe se acrecienta cuando se comparte"..

Seguros en la Fe, mal que le pese a Roma (Mons. Héctor Aguer)



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[InfoVaticana/FVN] Es causa de asombro, desconcierto y preocupación de muchísimos fieles la persistencia del máximo exponente del magisterio eclesial en criticar -burlonamente a veces- a quienes están seguros de la identidad de la fe y se afirman en ella con alegría, agradecidos a Dios por hallarse enraizados en la gran Tradición de la Iglesia. Estos cristianos son vituperados como rigurosos fariseos. La insólita postura de la Santa Sede contradice la enseñanza de San Juan Pablo II y de Benedicto XVI, que tanto amaron y glorificaron el esplendor de la verdad.
El moralismo relativista que actualmente profesa Roma, hunde la realidad de la fe y sus consecuencias éticas y espirituales en el ámbito kantiano de la Razón práctica. Peor aún: los “nuevos paradigmas” propuestos por el pontificado se someten a los dictados de un Nuevo Orden Mundial, manejado por la masonería y financiado por el imperialismo internacional del dinero. Desde hace tiempo se sabe que el Vaticano es una cueva de masones, que se ayudan a trepar a los cargos más influyentes, según los pactos secretos que desde sus orígenes caracterizan a la secta; los cuales han sido repetidas veces denunciados por los pontífices, que alertaron sobre el peligro que la tradicional enemiga de la Santa Iglesia implica para el orden social basado en la ley natural, y para el sostén y desarrollo de la fe en la vida de los pueblos. Soy consciente de la verdad y exactitud de lo que acabo de escribir, por eso no temo que mi libertad sea coartada por medidas que nadie se atreverá a tomar.
Los errores y las herejías pueden procesarse y difundirse ampliamente, ante el silencio cómplice de quienes deberían condenarlos, según fue hecho desde los tiempos apostólicos. El testimonio del Nuevo Testamento es por demás elocuente: “Conviene que haya herejías, para que se manifieste quiénes son fieles” (1 Cor 11, 19: hina kai hoi dokimoi phaneroi genontai). El sínodo alemán, ante el silencio de Roma, distingue en ese pueblo germánico a los verdaderos creyentes de los atrapados por los errores, que deben hacer sonreír a Martín Lutero (allí donde se encuentre). En la misma carta que citamos, el Apóstol Pablo recuerda a los fieles el Evangelio que les ha predicado, el que ellos recibieron, en el cual estamos firmes (estekate: 1 Cor 15, 1) por el cual son salvados si permanecen firmes (ei katechete: 1 Cor 15, 2), porque de lo contrario han creído en vano (ektos ei me eike episteusate). Lo fundamental, que Pablo les recuerda, es lo que él les ha entregado. Resulta escandaloso que Roma descalifique la tradición. San Pedro, en su Segunda Carta, hace notar a sus lectores -¡y a nosotros!- que su propósito es asegurarlos, hacerlos más firmes, esterigmenous (2 Pe 1, 12); les advierte contra los maestros mentirosos (pseudodidáskaloi) que se introducen en la Iglesia, como los falsos profetas en el pueblo de Israel; por ellos es blasfemado el camino de la verdad (2 Pe 2, 2).

Las epístolas pastorales del Apóstol Pablo describen una situación que se ha verificado periódicamente en la historia de la Iglesia: se precipitan “tiempos peligrosos” (kairoi chalepoi, 2 Tim 3, 1) por la introducción de errores que debilitan la fe y la seguridad de los fieles, respecto de la tradición en la que se apoyan. Por eso anima a sus discípulos y colaboradores a resistir. Muchas veces he citado el pasaje de 2 Tim 4, 1 ss: los pastores de la Iglesia deben predicar incansablemente la verdad, deben argüir e increpar (epitimeson: 2 Tim 4, 2). El problema era, y es, el de los falsos maestros que halagan los oídos que buscan actualidad, procuran reubicarse en un mundo más amplio, de aquellos que se entregan a los mitos abandonando la verdad (apo men tes aletheias… epi de tous mythous, ib 4, 4). Como los textos asumidos en estas citas, se encuentran numerosos pasajes en los que se expresa todo lo contrario de la orientación del actual pontificado. El contraste aparece en la simple comparación.

He señalado una causa en el predominio del moralismo, que despoja a la doctrina de la fe del dinamismo que la orienta hacia su dimensión mística. La fe es contemplativa; su aplicación al obrar depende de aquel reposo fruitivo y seguro en la verdad que es su objeto: es theoría antes que praxis; y la segunda acierta con lo que hay que hacer, en cada circunstancia, porque es iluminada por esta lumbre superior que permite discernir con sabiduría. El moralismo es necesariamente pragmático y relativista. La crítica que dirijo a esta corriente hoy día oficial incluye la observación de que ya no se predica íntegramente la doctrina de la fe. San Juan Pablo II nos ha dejado en el Catecismo de la Iglesia Católica una síntesis actualizada de lo que hoy debemos creer y difundir. En ese corpus que abarca dogma, moral y espiritualidad se halla la identidad del catolicismo, en la cual los cristianos en este “tiempo peligroso” podemos asegurarnos, dirigiendo la mirada de nuestro espíritu al Señor que está con nosotros “todos los días” (pasas tas hemeras, Mt 28, 20).

Parece mentira -pero es una penosa realidad- que, después de más de medio siglo, se cumplan aquellas palabras de Pablo VI: “Por alguna rendija entró el humo de Satanás en la Casa de Dios”. El sedicente “espíritu del Concilio”, contra el cual reaccionó tan sabiamente Jacques Maritain en “El campesino de Garona”, asoma nuevamente, esta vez desde la mismísima Colina vaticana. Los discursos pontificios eluden expresamente las verdades que habría que recordar con claridad, con magnanimidad y paciencia; y se detienen exclusivamente en aquellos “nuevos paradigmas”, que golpean en vano a los verdaderamente fieles, que intentan vivir con fidelidad lo que han recibido. El cristiano es alguien que ha recibido lo que cree y que, merced a los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía, procura ordenar su vida de hombre nuevo según el ejemplo de Cristo.

No debe extrañarnos que en los programas pastorales que se alientan desde la usina de la sinodalidad, los sacramentos no tengan lugar. Sacramentum traduce el griego mysterion; el moralismo pragmático relativista es incapaz de percibir los misterios de la fe, y tiende espontáneamente a descartar la dimensión sobrenatural de una pastoral de los sacramentos, que asegura el don de la gracia ofrecido a todos: la liberación del pecado y expansión de la vida nueva de participación de la naturaleza divina. Somos participantes de la naturaleza divina, theias koinonoi physeos (2 Pe 1, 4). Lo que constituye la vida de un cristiano es mantenerse en lo que ha recibido, en el “mandato viejo”, que dice San Juan en su Primera Carta, la entolen palaiàn (1 Jn 2, 7), es decir la recepción de la luz que aleja la tiniebla: he skotia paragetai (1 Jn 2, 8).

Un hecho histórico que permite apreciar hasta dónde se extiende el “peligro” de este tiempo oscuro, ha sido el silencio, o quizá el repudio, que ha merecido la presentación respetuosa de dudas sobre el alcance de la innovación semi-disimulada en la Exhortación Amoris laetitia; obra de cuatro eminentes cardenales, Burke, Caffarra, Brandmüller y Meisner. La cuestión de la posibilidad de admitir a los sacramentos a las personas divorciadas que han pasado a una nueva unión, fue un globo de ensayo del moralismo relativista; para el cual ya no hay actos intrínsecamente malos. Es una estafa contra los mismos posibles beneficiarios de esa permisión el propósito de trazar un camino alternativo al que indica la Tradición; equívoco que no puede ser considerado un gesto de misericordia. La justicia -la justificación por la gracia- es la verdadera misericordia. No es algo menor la objetividad con que la praxis eucarística se inscribe en la vida cristiana contra el mero deseo subjetivo de comulgar; en este orden la Tradición católica, con el reconocimiento de la sana teología, es fiel a los orígenes, tal como inequívocamente aparece en el Nuevo Testamento. La seguridad que proporciona el abrazo a la verdad conocida y amada, no implica de ninguna manera desprecio de quienes vacilan o han sido ya ganados por el relativismo; al contrario, expresa la fraterna preocupación para hacerles participar de la alegría que brinda la integridad de la fe, recibida humildemente como un don inmerecido.

La inquietud que provoca la actual postura del magisterio se agrava al considerar el sistema de promociones al Episcopado y a la dignidad Cardenalicia, por su abundancia y su orientación. En efecto, ¿qué sentido tiene que una diócesis que carece de vocaciones y cuenta con un número insuficiente de sacerdotes para cubrir las necesidades pastorales, disponga de dos obispos auxiliares? Me refiero a lo que ocurre en la Argentina, aunque la misma actitud puede verificarse en otros países. 

No es un pecado de suspicacia pensar que existe el propósito expreso de reformar la Iglesia, y difundir el criterio moralista y relativista que, como ya he dicho, se ha convertido en una política oficial. Desearía liberarme de tal inquietud y estar equivocado en el juicio que hago de la orientación impuesta desde Roma. Como muchos otros que en el mundo entero comparten esta inquietud mía, sólo puedo reposar en la confianza y el amor de Cristo, Señor y Esposo de la Iglesia; y en la intercesión de la Virgen Santísima, a la que invoco de corazón. No deseo caer en la pretensión de tener la razón en la crítica que no puedo menos que hacer, aunque las declaraciones y los hechos reseñados crévent mes yeux me producen un dolor amargo, que inducen a pensar y a juzgar. ¡Que el Señor tenga piedad de nosotros, y alivie la duración de este “tiempo peligroso” que vivimos! Insisto en lo que observo al comienzo de esta nota: asombro, desconcierto, preocupación: ¿qué otros sentimientos podría suscitar el extraño fenómeno de apalear a los verdaderos católicos, y acariciar a los herejes? Nuestra sencilla gente de campo diría: “cosa ´e mandinga”; el “humo de Satanás que por una rendija se ha metido en la Casa de Dios”, según confesaba un desengañado Pablo VI.

+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).


Buenos Aires, martes 3 de mayo de 2022.
Fiesta de los Santos Felipe y Santiago, apóstoles.