Duración 4:04 minutos
Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios (1 Cor 2, 12), el Espíritu de su Hijo, que Dios envió a nuestros corazones (Gal 4,6). Y por eso predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,23-24). De modo que si alguien os anuncia un evangelio distinto del que recibisteis, ¡sea anatema! (Gal 1,9).
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viernes, 30 de diciembre de 2022
martes, 20 de septiembre de 2022
miércoles, 12 de mayo de 2021
¿Qué es una ideología? Conversando con un experto: José Ramón Ayllón
Duración 56:55 minutos
José Ramón Ayllón es licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Oviedo. Especialista Universitario en Bioética por la Universidad de Valladolid. Coordinador editorial de Nueva Revista. Ha sido profesor de Antropología Filosófica y Ética en la Universidad de Montevideo y en la Universidad de Navarra. Ha escrito las biografías «El hombre que fue Chesterton» y diversos ensayos, a saber, «El mundo de las ideologías», «10 ateos cambian de autobús», «Las raíces de Europa» y «Desfile de modelos» (finalista en el premio Anagrama de ensayo).
Entre sus novelas: «Querido Bruto», «Etty en los barracones», «Otoño azul» y «Vigo es Vivaldi».
En la presente entrevista conversaremos acerca del origen y la esencia de las IDEOLOGÍAS para,
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
martes, 30 de junio de 2020
La guillotina de la Revolución Francesa. 500 cadáveres encontrados en París
Sobre la «madre de todas las revoluciones» (la Revolución Francesa) hemos hablado ya varias veces en este sitio (ver aquí, aquí o aquí, por ejemplo).
Y hasta le hemos dedicado más de un vídeo (AQUÍ, en un claustro universitario). Pero parece que nunca es suficiente. Las divisas de «libertad, igualdad, fraternidad… o muerte», son estúpidamente enseñadas como mágicas palabras de este mundo tiránico de pensamiento único.
Pero cada tanto a alguno se le escapa la liebre y las verdades van surgiendo. Como ahora, que dos siglos después, los diarios comienzan a dar noticia de ese romántico, silencioso y económico instrumento inventado por José Ignacio Guillotin, como señala hoy, entre otros el diario ABC al decir que, tras varios años de investigaciones, se han descubierto, ocultos en la Capilla Expiatoria de París, los huesos de más de 500 franceses guillotinados en la antigua Plaza de la Revolución, la actual Plaza de la Concordia.
¡Toda una revelación! Claro, al menos para el vulgo que se ha «tragado» lo de la «democrática» y «popular» revolución de los franceses. Tan democrática y popular que según sus estadísticas dejó el siguiente saldo de guillotinados: 31 % eran obreros o artesanos; el 28% campesinos; el 20% mercaderes o comerciantes; el 9% nobles y el 7% eclesiásticos…[1]

La silenciosa máquina se estrenó el 27 de abril de 1792. El 16 de agosto se la colocó en la Plaza del Carrousel, frente a las Tullerías aunque, más adelante, en la época de Robespierre, se la trasladase frente a la antigua Bastilla, en la plaza de San Antonio. Las crónicas narran que, el hedor de la sangre coagulada era tan insoportable que apenas si uno podía pasar a varios metros de la plaza contaminada y llena de moscas.
Hoy, al menos para el gran público, estas cosas comienzan a hacerse conocidas (un muy buen libro es el del Padre Alfredo Sáenz, aquí).
Porque es así nomás: si uno no piensa, puede perder la virilidad; pero si piensa, puede perder la cabeza…
Que no te la cuenten…
P. Javier Olivera Ravasi, SE
[1] Para quien quiera desayunarse con más datos y estadísticas, basta con consultar el trabajo en conjunto sobre los crímenes de la Revolución cfr. AA.VV, Le livre noir de la Révolution Française, Cerf, Paris 2008, Pág. 882.
Algunos somos más iguales que otros. La igualdad de la Revolución Francesa (Padre Javier Olivera Ravasi)
2. La Igualdad
Aunque Rousseau era un depravado (desde su juventud se paseaba desnudo por las calles) a veces se hacía preguntas inteligentes: “¿Cómo una multitud ciega que a menudo no sabe lo que quiere, puesto que raramente sabe lo que es bueno, llevaría a cabo una empresa tan grande, tan difícil como un sistema de legislación?”[1] –decía planteando que algunos son más iguales que otros. La respuesta que él mismo se daba era aun más inteligente: hay que manejar a la población, “es necesario hacerle ver los objetivos… algunas veces tales como deben parecerles”[2], y de paso hay que transformar nada menos que la naturaleza del hombre, pues “percibía una secreta oposición entre la constitución del hombre y la de nuestras sociedades”[3], en síntesis, como no somos iguales, hay que socializar al hombre y adaptarlo al nuevo régimen. En la misma línea hay que embaucarlo fabricándole “la ilusión de la libertad” para que el pobre bobo siempre se crea el maestro aunque no lo sea jamás, como explica en su libro Emilio: “No hay dominio tan perfecto como el que conserva la apariencia de la libertad; uno cautiva así la libertad misma… Sin duda (en este caso hablaba de los alumnos del colegio) no debe hacer lo que quiere; pero no debe querer sino lo que tú quieres que haga”.
En realidad, como señala Martin:
“1789 derriba una sociedad fundamentalmente desigualitaria, y ampliamente fundada sobre privilegios de nacimiento. Pero al parecer dicha operación no se realiza sino en provecho de la burguesía, que hasta entonces se siente humillada por encontrase amalgamada al campesinado en lo bajo de la escala social, en el orden llamado “del Tercer Estado”.
La desigualdad nueva será, pues, la de la fortuna (y aun así, en cierta manera, la del nacimiento), desigualdad que la revolución consagra y consolida. La consagra por un modo electoral severamente censatario, que reservará a los más ricos el derecho de voto y elegibilidad, y ello casi continuamente desde 1791 a 1848. En la constitución de 1791, para alrededor de 6.500.000 hombres en edad de votar (25 años), la designación de los diputados, en último análisis, se reserva a unos 50.000 de entre ellos, elegidos entre los más ricos, y en razón misma de dicha opulencia (es decir, menos del 1% eran iguales)”[4].
Había que tolerar todo menos a los “distintos”; como dirían hoy algunos, “no había respeto por las minorías”. “Hay pues una profesión de fe puramente civil, cuyos artículos corresponde fijar al soberano, no precisamente como dogmas de religión, sino como sentimientos de sociabilidad, sin los cuales es imposible ser buen ciudadano ni súbdito fiel. Sin poder obligar a nadie a creerlos, puede desterrar del Estado a cualquiera que no los crea. Puede desterrarlo, no como impío, sino como insociable, como incapaz de amar sinceramente las leyes, la justicia, y de inmolar su vida, si es necesario, a su deber. Si alguien, después de haber reconocido públicamente estos mismos dogmas, se conduce como no creyéndolos, sea castigado de muerte: ha cometido el mayor de los crímenes”[5].
Pero la igualdad era difícil de conseguir aunque a veces, cuando se lograba, daba gusto, como por ejemplo cuando en 1797 el diario del progreso (Décade Philosophique) creía poder regocijarse en que la República había mejorado físicamente a la raza francesa, y que hasta las mujeres de Francia “tenían formas más bellas y rasgos más hermosos que antes”[6] (pobres, entonces, de las fuera de forma…). Sobre el antifeminismo revolucionario habría muchísimo que decir, pero solo recordemos que la idea de la inferioridad biológica e intelectual de la mujer estará al borde de ser un dogma científico durante los últimos años de la Revolución[7].
Sucede que la raza había que mejorarla tanto física como intelectualmente, mal que le pese a Voltaire, para quien “el hombre vulgar no merece que se piense en ilustrarlo (pues) la multitud de las bestias brutas llamadas hombres, comparadas con el pequeño número de los que piensan, es al menos en la proporción de cien a uno en muchas naciones”[8].
“Igualdad”, “igualdad”, ¡qué hermoso tesoro!
[1] Jean-Jacques Rousseau, Contrato Social, L. II, cap. 6. Las citas al respecto serían interminables.
[2] Jean-Jacques Rousseau, op. cit. cap. 6.
[3] Ídem.
[4] Xavier Martin, “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, en Gladius 44 (1999), 90.
[5] Jean-Jacques Rousseau, citado por Chevallier, Los grandes textos políticos, 157.
[6] Xavier Martin Libertad, Igualdad, Fraternidad, 94.
[7] A quien le interese el tema, el autor al que estamos siguiendo le ha dedicado un libro: Xavier Martin, L’homme des droits de l’homme et sa compagne, Dominique Martin Morin, Paris 2007, pp. 279.
[8] Voltaire, Dictionnaire philosophique, Paris 1764, artículo «Homme ».
«¡Te obligo a que seas libre!» La «libertad» de la Revolución Francesa (padre Javier Olivera Ravasi)
La Revolución Francesa y sus ideas (I): La liberté
Pero como todos intuimos, ni ésta ni ninguna revolución ha surgido jamás de un zapallo. Se nos ha hablado hasta el cansancio del “Siglo de las Luces”, de las “ideas” de la Revolución, de la “tolerancia”, la “igualdad”, la “fraternidad”, etc. Las revueltas no nacen solas, sino que han tenido padre y madre con nombre y apellido.
Fue el gran influjo de la Masonería[1], esa secta impía y condenada por los Papas, la que desde 1717 tenía en mente la destrucción del orden establecido y la batalla final contra la Iglesia y los valores de la tradición; de allí, varios de sus integrantes obrarían como verdaderos conjurados en un fin específico: “destruir a la Infame”, es decir, a la Iglesia.
Fue el ya citado Voltaire uno de los más grandes ideólogos de la Revolución; éste, aunque no llegó a verla en la práctica, dejó sentados los cimientos prácticos de la conjuración: “es necesario obrar como conjurados (…). Que los filósofos verdaderos hagan una cofradía como los francmasones (…). Golpeen y oculten su mano”[2].
Como vimos, un grupo selecto de intelectuales fue quien llevó adelante los ideales con gran paciencia y laboriosidad; sus gritos de “libertad”, “igualdad” y “fraternidad” quedarían esculpidos hasta el día de hoy en cuanto edificio público existiese en Francia; pero ¿qué significaban para ellos, sus mentores, estas palabras?[3]
1. La Libertad
Si alguien con seriedad intelectual se dispusiese a estudiar las teorías de los ideólogos de la revolución quedaría pasmado al ver lo difícil que es encontrar en ellos algún razonamiento favorable al hombre. Así por ejemplo, el famoso barón D’Holbach, principal sostén financiero de la gran Enciclopedia[4], afirmaba que los errores del hombre son “errores de física” y que no existe la intelección hablando estrictamente pues nuestros pensamientos “se producen sin que lo sepamos en todas nuestras acciones” (una especie de determinismo mecanicista, así como el girasol se mueve sin que lo quiera).
Diderot, por su parte decía en su “Correspondencia”: “mirad de cerca, y veréis que la palabra libertad es una palabra vacía de sentido, que no hay y no puede haber seres libres; que no somos sino lo que conviene al orden general, a la organización, a la educación y, a la cadena de acontecimientos. He aquí lo que dispone de nosotros invenciblemente”[5].
¿Pero entonces? ¿Cuál es la libertad de la que nos hablan? Quizás sea la libertad sindical…: “Uno de logros mayores de la obra revolucionaria fue la liberación económica, especialmente con la ley Le Chapelier (1791), que, después de la muerte de las corporaciones, rige las relaciones de trabajo, prohibiendo tanto la huelga como el sindicalismo obrero, como que amenazan la libertad del contrato de trabajo, es decir, la libertad del patrón. Trátase de una lógica muy particular de la libertad, hay que reconocerlo, la misma de 1789, la que hace que se prohíba la huelga y los sindicatos. Será esta misma lógica la que, durante la mayor parte del siglo XIX, favorecerá consiguientemente la cruel proletarización obrera”[6].
Más divertido y hasta más franco resultaba de nuevo Voltaire al declarar que “el bien de la sociedad exige que el hombre se crea libre”[7] (sin serlo, obvio). Somos, en su concepción, una simple máquina “que tiene, no sé cómo, la facultad de estornudar por la nariz y pensar por el cerebro” y un grupo de “autómatas pensantes donde la libertad es apenas una bella quimera”[8]. Siguiendo al gran estudioso del pensamiento revolucionario, el profesor Xavier Martin, podríamos decir que tanto Voltaire como el resto de los que prepararon la Revolución “llegan a practicar, sobre los otros y no menos sobre él mismo, un resuelto desprecio por la humanidad, cuya obsesión y agudeza toca a veces lo alucinante, y sobre lo cual no es muy raro que los conocedores arrojen el manto de Noé, lo que muestra una encantadora piedad intelectual, pero perjudica nuestra curiosidad”[9].
Rousseau, otro adalid y puntero intelectual, se las tomaba contra la libertad del ciudadano común y declaraba que “el ciudadano pasivo, estandarizado, mecánicamente dócil, es el más apropiado para satisfacer los imperativos de un ‘programa’ tan bien intencionado en su imprecisión, “porque el cristianismo –decía– enerva la fuerza del resorte político y complica los movimientos de la máquina”[10]. Y no conviene que nadie piense y menos un católico porque “el estado de reflexión es un estado contra-natura y el hombre que medita, un animal depravado”[11]. La libertad, la verdadera libertad, como dirá Rousseau, estará en obedecer al que suplanta al rey y no en seguir la monarquía: “eso es ser verdaderamente libre”[12].
Todo era permitido para quien estuviera con la Revolución y en contra del Rey y de la Iglesia, como decía Voltaire, incluso mentir:
“Hay que criticar a los autores que no piensan como nosotros –escribía sin empacho–, hay que envenenar hábilmente su conducta (…), hay que presentar sus acciones bajo una luz odiosa (…). Si los hechos nos faltan, hay que exponerlos, fingiendo callar una parte de sus faltas. Todo está permitido contra ellos (…). Mostrémoslos ante el gobierno como enemigos de la religión y de la autoridad; impulsemos a los magistrados a castigarlos. Golpeen y escondan la mano –les decía a sus adictos (…). A la menor crítica, a la menor respuesta, aun la más moderada y cortés, hay que gritar ‘calumnia, injuria, sátira atroz’, tratando a los adversarios de bribones, fugitivos de la cárcel, hipócritas, locos”[13].
La hipocresía no tenía límites. Una verdadera libertad habría exigido la abolición de todo tipo de “totalitarismo”, incluido el de la esclavitud. Pues bien, no hubo nada de esto. Recién cinco años después, cuando la Francia revolucionaria había perdido el control de sus tierras en ultramar, comenzó a promover la “libertad” para los esclavos; es decir, cuando no tenía más la posibilidad de conseguir nuevos esclavos, decretaba la libertad… Sin embargo, “el innoble tráfico fue discretamente retomado desde el Directorio y, para acabar, esta detestable institución fue oficialmente restablecida en 1802, sin oposición, por una clase política poblada de ex-revolucionarios”[14].
(continuará…)
[1] La Masonería proclama como principio básico la independencia absoluta de la razón humana frente a cualquier autoridad o enseñanza. El naturalismo y el racionalismo son su punto de partida. Consecuencia de esta radical decisión es la negación de la mayor parte de deberes con Dios y el indiferentismo Todas las enseñanzas de la Iglesia no son más que mitos de los que el hombre moderno y culto debe librarse. En la recepción de los grados supremos es obligatoria la apostasía, en el caso de ser cristiano, mediante la realización de acciones sacrílegas. Su gran enemiga es la Iglesia Católica, por lo que no es de extrañar que una de las metas más codiciadas de la secta haya sido la de “suprimir la sagrada potestad del Romano Pontífice y destruir por entero el Pontificado, instituido por derecho divino”, como enseñaba el Papa León XIII (Encíclica Humanum genus).
[2] Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades. La revolución francesa (primera parte), Gladius, Buenos Aires 2007, 117. Todo este libro del P. Sáenz y las fuentes que cita puede servir para ampliar la preparación de la Revolución Francesa.
[3] Para lo que sigue resumimos aquí lo mejor del estudioso francés Xavier Martin, Nature humaine et révolution française, DDM, Dominique Martin Morin, Bouère, Francia 1994, 277 pp.
[4] La “Enciclopedia” fue una publicación de varios tomos redactada por los pensadores revolucionarios por medio de la cual se intentó dar un nuevo significado a un sinfín de términos acuñados durante siglos de cristianismo.
[5] Ídem.
[6] Xavier Martin, “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, en Gladius 44 (1999), 90.
[7] Voltaire, Correspondance, Pléiade, Paris 1977-1993, t. 9, 873.
[8] Ibídem, 347.
[9] Xavier Martin, Nature humaine et révolution française, 39.
[10] Ibídem, 65.
[11] Ibídem, 54.
[12] Cfr. Jean-Jacques Chevallier, Los grandes textos políticos, Aguilar, Madrid 1954, 135.
[13] Citado por Alfredo Sáenz, La nave y las tempestades. La Revolución Francesa (La revolución cultural), 291-292.
[14] Xavier Martin, “Libertad, Igualdad, Fraternidad”, op. cit., 89-90.
La Revolución Francesa: ¿un levantamiento popular? (Padre Javier Olivera Ravasi)
«Si es verdad que las conjuraciones
son tramadas a veces por gentes de talento,
son siempre ejecutadas por bestias feroces»
(Antoine de Rivarol)
Muchos, muchísimos son los libros acerca de la Revolución Francesa. Ella, al decir del “sentir común”, ha sido la “culminación del proceso de liberación”, de la liberación de los reyes, de la Iglesia y de sus creencias, donde el hombre “se dio cuenta de que era libre”: libre de las jerarquías, libre de los dogmas, de la moral, de la tradición… Ni trono, ni Dios, ni culpa, ni guerras, ni cárceles, “prohibido prohibir”, jauja, paz y felicidad universal y veinte etcéteras más.
Se trata de un “dogma” conocido y repetido por los divulgadores de la historia oficial. Y si no, hagamos la prueba…; preguntémosle a un universitario medianamente “cultivado”, cuáles son las ideas que le vienen a la cabeza cuando escucha decir las palabras “Revolución Francesa”; muy seguramente responderá:
– “Democracia”.
– “Siglo de las luces”.
– “Libertad, igualdad, fraternidad”.
– “Revolución y soberanía popular”.
– “Tolerancia”.
– “Lucha por los derechos humanos”.
Etc., etc., etc…
Y no se equivoca en la repetición. Es lo que se viene explicando hace 200 años en nuestros colegios y centros de estudios.
Con el objeto de dar un pantallazo general acerca de la “gloriosa revolución” desmenuzaremos brevemente tres temas: los hechos, la ideología encarnada y la respuesta del pueblo ante “el glorioso acontecimiento”.
Rondaba el año 1789. Francia se encontraba en una situación financiera desastrosa; era, al decir de algunos historiadores, un país rico en un estado pobre, con un rey debilitado moralmente y una deuda externa demasiado grande; todo hacía pensar que la bomba de tiempo estallaría rápidamente.
Como si fuese poco, los ministros que rodeaban al monarca eran, en mayor o menor medida, contrarios a la monarquía y a la religión católica… Frente a todo ello el rey se veía en una disyuntiva y, haciéndose violencia, aumentaba los impuestos. La decisión no era fácil, lo sabía, pero no quedaba otra salida; la medida traería inmediatamente un gran descontento en la burguesía y los altos mandos militares (todavía se debían sueldos de la campañas realizadas). Por último y como cereza del postre, las malas cosechas y sequías de 1788-1789 terminarían de secar las pocas reservas del tesoro real.
Algo olía mal en Francia…
Las de arriba eran solo las causas próximas de lo que se vendría; ya desde años atrás la revolución había comenzado en las mentes de ciertos escritores, actores y propagandistas autodenominados “iluminados” que –como formadores de opinión– transmitían lo que les dictaba la “luz” de la razón, según decían. Sobre esto afirmaba el escritor francés Rivarol: “Los filósofos enseñaron al pueblo a burlarse de los sacerdotes, y los sacerdotes no estaban en condiciones de hacer respetar al rey, causa palmaria de debilitamiento de poderes. La imprenta es la artillería del pensamiento. No es lícito hablar en público, pero es lícito escribir cualquier cosa. Y si no se puede tener un ejército de oyentes, es posible tener un ejército de lectores”[1].
El fermento estaba preparado. Ante la conmoción nacional que se vivía, el rey, a petición del Parlamento, convocó a los Estados Generales en el palacio de Versalles. Esta institución era un órgano consultivo (de consejo) representado por los tres estamentos principales de la sociedad: la nobleza, el clero y el “tercer estado” o burguesía que actuaba en representación del pueblo con un voto único por estamento. En esta oportunidad la convocatoria hizo que se distribuyeran del siguiente modo: 291 por parte del clero, 270 por la nobleza y 578 por la burguesía o pueblo llano[2].
En este sentido, hay que resaltar que el pueblo no participó nunca de modo directo en las deliberaciones. La falta de educación y la poca instrucción para los asuntos públicos hacían que “delegaran” su representación en los burgueses y abogados de Francia, quienes eran los que se veían directamente afectados por la crisis y por los nuevos impuestos. De hecho, como veremos más adelante, el pueblo francés siempre había guardado un gran cariño por el rey y la monarquía.
Como señala Sévillia[3], el Tercer Estado bajo la presión de una minoría activista se declaró rápidamente mandatario de toda la población y el 17 de junio de 1789 hizo declarar la Asamblea Nacional (una especie de gobierno provisorio), jurando no separarse hasta haber dado una nueva Constitución a Francia. A partir de ese momento –decían– la soberanía ya no residiría en el monarca sino en el pueblo y sus representantes (sobre todo en sus “representantes”). La revolución política era un hecho[4].
Los opositores al régimen monárquico, aprovechando la debilidad del rey y lo caldeado de los ánimos vieron oportuno levantar a la población parisina y dirigirla hacia la antigua cárcel de la Bastilla donde se encarcelaban a los presos políticos, signo de la “tiranía monárquica y de la intolerancia feudal” –según decían.
Era el 14 de julio de 1789.
Una carta citada por Hipólito Taine que circuló por aquellos tiempos, explica cómo se propagó la rebelión e indica de dónde provenía el golpe: “¿Quieren conocer a los autores de los disturbios? Los encontrarán entre los diputados del Tercer Estado y particularmente entre los procuradores y abogados (…). Se leen sus cartas en voz alta en la plaza principal, y se envían copias a todas las aldeas. En esas aldeas, si alguien, además del cura y del señor, sabe leer, ese alguien es el abogado, enemigo nato del señor, cuyo lugar quiere ocupar”[5].
El 12 de julio se propagó la noticia de que Necker (Ministro de Economía de la corona Francesa) había sido echado. Un joven, pistola en mano, en medio de una plaza comenzó a gritar: “¡Esta noche todos los batallones de suizos y alemanes –soldados– extranjeros voluntarios al servicio de la Corona, saldrán del Campo de Marte y entrarán en la ciudad para degollarnos! ¡A las armas!”.
En la mañana del 14 de julio París se levantó agitada. Una multitud había invadido la Plaza de la Grève y todos esperaban un grito que no tardó en llegar: ¡A los Inválidos! En dicha institución se resguardaban por aquel entonces un gran número de armas. Al llegar, los manifestantes confiscaron de un saque unos 28.000 fusiles… Muchos de ellos eran alborotadores profesionales a quien el duque de Orleans, contrario a la corona, había apelado para efectuar sus golpes de mano. Ya con las armas en alto se dirigieron a La Bastilla, un lugar emblemático. Hacía tiempo que sobre ella se venían narrando las peores atrocidades: que sus celdas eran oscuras, húmedas, llenas de sapos y ratas y que hasta habría estado el famoso “hombre de la máscara de hierro”, inmortalizado por el actor Leonardo Di Caprio en un film no muy lejano. Gracias a los panfletos que circulaban se había hecho creer que existía allí otro gran arsenal para “reprimir el movimiento popular”. La verdad era muy distinta; como narra el padre Sáenz, “se trataba de una prisión de Estado para personas de clase alta, casi un hotel de tres estrellas”[6].
El populacho se volcó hacia La Bastilla y, luego de asaltarla por la fuerza y matar a su director, encontró algo muy distinto de lo que pensaba: solo habían allí cuatro presos de los cuales dos eran dementes, otro era falsificador de letras de cambio y el último un joven pervertido…
Sin embargo el acontecimiento tan minúsculo pero simbólico, adquirió una relevancia protagónica en el imaginario colectivo, al punto tal que, hasta el día de hoy, cada año Francia lo festeja como una fiesta nacional. Muy lejos está de haber sido “popular” y “espontánea”, como tres años después del suceso afirmaría el revolucionario Camille Desmoulins en el Club de los Jacobinos: “no es una paradoja decir que esta revolución –por la Bastilla–, el pueblo no la pedía, que no ha ido delante de la libertad, sino que ha sido conducido (…). El pueblo de París no ha sido sino un instrumento de la Revolución (…). Nosotros hemos sido los maquinistas”[7].
A partir de la toma de control por parte de la burguesía todo estaba dicho. Los Estados Generales convertidos ya en Asamblea Nacional comenzaron a legislar ante la mirada atónita del rey. Los revolucionarios se habían dividido en dos partidos: los jacobinos (más extremistas) y los girondinos (liberales).
Pero repasemos algunas de las medidas tomadas en esos dos o tres años posteriores a 1789:
– El poder real pasó de manos del rey a un grupo de burgueses.
– Para evitar futuras restauraciones se ejecutó en “nombre de la libertad” al rey y a su familia.
– Se introdujo el matrimonio civil.
– Se facilitó el divorcio.
– Se equipararon los hijos legítimos a los naturales.
– Se logró la subvención de las prostitutas para mantener a la plebe ocupada.
– Se procedió al asesinato liso y llano de todos los detenidos por “sospecha” contra la República.
– Se ejecutó a miles de sacerdotes, religiosos y religiosas por el solo hecho de profesar la Fe y se profanaron las tumbas y los lugares sagrados.
En contra de lo que el pueblo quería, la Asamblea Nacional, con un odio visceral contra todo lo que denotara un sesgo de tradición (Iglesia, rey o monarquía) postulaba arrasar con todo y comenzar de cero, al punto tal que llegó a sustituir el calendario gregoriano por otro republicano (pues Cristo ya no existía); los meses fueron rebautizados y las semanas se transformaron de jornadas de 7 días a jornadas de 10 días; ¡todo para suprimir el día domingo! Las fiestas se trocaron en fiestas nacionales, “Día de la Juventud”, “De la Agricultura”, “De la Naturaleza”[8] e incluso se llegó a cambiar la oración del Padre nuestro: donde decía “adveniat regnum tuum” (“venga a nosotros tu reino”) debía decirse “adveniat republicam tuam” (“venga a nosotros tu república”)…
En la Catedral de París, Notre Dame, se proclamó el culto a “la diosa razón” y, profanando el templo, se llevó a una conocida prostituta que bailó semidesnuda sobre el altar para que le rindieran culto. De las 300 iglesias que existían en París solo quedaron 37 después de pocos años, el resto fueron convertidas en cabarets, lugares de baile o simplemente destruidas (el estado francés pagaría por cada piedra proveniente de las iglesias).
En un acto de salvajismo se abolió solemnemente la Religión Católica creando para ello un nuevo culto oficial al Ser Supremo, del cual el militar Robespierre sería el sumo sacerdote.
[1] Antoine De Rivarol, Escritos políticos (1789-1800), Dictio, Bs.As. 1980, 78-79
[2] Cfr. Sáenz, Alfredo, La Nave y las tempestades. La revolución francesa desatada, Gladius, Buenos Aires 2007, 30. De todos los pertenecientes al “tercer estado” la mayoría eran abogados y burgueses.
[3] Jean Sévillia, Historiquement correct, Perrin, París 2004, 179.
[4] Cfr. Jean Tulard, Jean-François Fayard et Alfred Fierro, Histoire et dictionnaire de la Révolution française, Robert Laffont, « Bouquins », 1987.
[5] Citado por Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades. La revolución francesa desatada., Gladius, Buenos Aires 2007, 26.
[6] Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades. La revolución francesa desatada, 50.
[7] Ídem.
[8] Note el lector que hoy ocurre algo similar: entre el Día de la Mujer y el Día de los Enamorados, la gente se ha olvidado de San Juan de Dios y de San Valentín, presbítero y mártir (que, por cierto, nada tiene que ver con la festividad que se le adjudica).
[1] Antoine De Rivarol, Escritos políticos (1789-1800), Dictio, Bs.As. 1980, 78-79
[2] Cfr. Sáenz, Alfredo, La Nave y las tempestades. La revolución francesa desatada, Gladius, Buenos Aires 2007, 30. De todos los pertenecientes al “tercer estado” la mayoría eran abogados y burgueses.
[3] Jean Sévillia, Historiquement correct, Perrin, París 2004, 179.
[4] Cfr. Jean Tulard, Jean-François Fayard et Alfred Fierro, Histoire et dictionnaire de la Révolution française, Robert Laffont, « Bouquins », 1987.
[5] Citado por Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades. La revolución francesa desatada., Gladius, Buenos Aires 2007, 26.
[6] Alfredo Sáenz, La Nave y las tempestades. La revolución francesa desatada, 50.
[7] Ídem.
[8] Note el lector que hoy ocurre algo similar: entre el Día de la Mujer y el Día de los Enamorados, la gente se ha olvidado de San Juan de Dios y de San Valentín, presbítero y mártir (que, por cierto, nada tiene que ver con la festividad que se le adjudica).
martes, 8 de enero de 2019
sábado, 1 de diciembre de 2018
Éxito y fracaso del 68 (Roberto de Mattei)
Mientras concluye 2018, hay que decir una última palabra sobre la revolución cultural del 68. Una revolución cuyo éxito y cuyo fracaso podemos evaluar cincuenta años después.
El 68 se conoce también como el Mayo Francés, porque fue una revuelta estudiantil que alcanzó su cenit en la parisina universidad de La Sorbona. Pero sus raíces culturales estaban en las universidades estadounidenses de Harvard, Berkeley y San diego, donde en los años sesenta enseñaban algunos de los más destacados exponentes de la Escuela de Francfort, como Herbert Marcuse, en cuyo pensamiento confluían lo peor de Marx y de Freud. No hay que olvidar tampoco la influencia que tuvo el Concilio Vaticano II en la revolución del 68. En Italia, la primera universidad ocupada por estudiantes fue la Católica de Milán, y el principal centro difusor del movimiento contestatario fue la Facultad de Sociología de la Universidad de Trento, que era un hervidero de alumnos católicos. Mario Capanna, dirigente del movimiento contestatario por aquellos años, recuerda: «Nos pasábamos noches enteras estudiando y comentando a teólogos considerados entonces de vanguardia: Rahner, Schillebeeckx, Bultmann (…) junto a los documentos del Concilio». Renato Curcio, fundador de las Brigadas Rojas, era también un católico de vanguardia que había estudiado en la Universidad de Trento, rebosante de católicos progresistas.
El 68 no fue una revolución política, sino una revolución en las costumbres que tenía por objeto liberar al hombre de todo vínculo con la moral tradicional para construir una civilización no represora en la que la energía vital pudiese expresarse espontáneamente en una nueva creatividad social. Había que superar el marxismo porque reducía su ofensiva revolucionaria al aspecto estrictamente político sin influir en lo más propiamente familiar o personal. Era necesario trasladar la revolución a la vida diaria a fin de alterar la esencia misma del hombre sin limitarse a la apariencia externa y superficial a la que parecía condenada la perspectiva clásica marxista. El lema prohibido prohibir era expresión del rechazo a toda autoridad y toda ley en nombre de la liberación de los instintos, necesidades y deseos. La libertad sexual y la droga fueron dos ingredientes con que afirmar la nueva filosofía vital.
A lo largo de los cincuenta años que nos separan del 68 se ha ido realizando en Occidente el programa de esta revolución. El 68 ha tenido éxito porque ha transformado la mentalidad y la forma de vida del hombre occidental y porque sus artífices han ocupado puestos clave en la política, los medios de difusión y la cultura. Pero la revolución del 68 estaba condenada al fracaso a causa de la dinámica interna que caracteriza a todas las revoluciones.
La esencia del proceso revolucionario no está en lo que afirma, sino en lo que niega; no en lo que crea, sino en lo que destruye. La Revolución siempre propone un mundo nuevo que sustituya al antiguo. Así, la revolución protestante se presenta como una reforma religiosa; la Revolución Francesa, como una radical transformación política; y la del 68, como una revolución moral en la vida diaria. Siempre hay una novedad histórica por la que desenfundar las espadas. La Revolución es tensión hacia un futuro mejor.
La tensión saca fuerzas de ese carácter mesiánico y utópico de la Revolución. Se cree que es posible establecer un paraíso en la Tierra, que está al alcance de la mano. En cierto modo, se trata de una negación radical del pecado original aunque la idea subyacente a la Revolución sea propiamente otra: es la idea, típica de las doctrinas gnósticas, de que un dios malo ha privado injustamente al hombre del paraíso terrenal que por derecho le correspondía. Así pues, con la ayuda del dios bueno, la serpiente, el hombre debe vengarse, reconquistar el paraíso terrenal. En este sentido, la Revolución es reiteración de la antigua mentira de seréis como dioses. Todas las revoluciones, ya sean la protestante, la francesa, la comunista o la sesentayochista, son revoluciones fallidas. O, como dicen los revolucionarios, revoluciones incompletas, revoluciones traicionadas.
¿Qué ha sucedido en realidad? Que la familia ha sido trastornada por la oleada pansexualista y el Occidente secularizado está inmerso en el hedonismo relativista. Ahora bien, cuando el relativismo y el hedonismo alcanzan su plenitud pierden tensión hacia el futuro, todo deseo de construir un mundo nuevo: la sociedad es prisionera de sus propios vicios y se vuelve incapaz de pensar nada que trascienda el bienestar egoísta en que está sumida.
La revolución del 68 ha fracasado porque nació como una protesta contra la sociedad unidimensional, la sociedad burguesa del bienestar, pero la sociedad que ha producido el 68 –la sociedad contemporánea– es la sociedad por excelencia del consumo y el hedonismo. Es la sociedad relativista que apaga la llama de todo ideal. La filosofía de la praxis se ha llevado a la práctica en Occidente mediante una secularización absoluta de la vida social. Y cuando la filosofía de la praxis se realiza políticamente deja de ser filosofía y se convierte en pura praxis: el ámbito de los intereses egoístas y materialistas, espacio de las puras relaciones de fuerzas en una sociedad desprovista de todo ideal porque se le han extirpado sus raíces cristianas. Pero en esta sociedad consagrada a la fragmentación y la disgregación social no queda lugar para el mito revolucionario del mundo nuevo, ya que la idea de revolución pierde sentido. Hoy se entiende la realidad como una dinámica, sobre todo de fuerzas económicas, no de valores. La fuerza, una fuerza sin verdad, es el único valor de nuestro tiempo. El filósofo Augusto del Noce ha señalado que todos los valores están destinados a englobarse en la categoría de la vitalidad. Pero una sociedad que no conozca otro principio que la pura expansión está condenada a disolverse. El resultado es el nihilismo, que no es otra cosa que la autodestrucción de la sociedad.
En Italia hemos sufrido esa inversión de la Revolución con la llegada al poder de los sesentayochistas. La utopía sesentayochista ha dado una vuelta de campana cayendo en la praxis relativista, hedonista, cínica y conformista de la izquierda, a la que no le interesa otra cosa que mantener las posiciones de poder que ha conquistado.
La revolución del 68 ha fallado porque su lema era prohibido prohibir, pero la sociedad contemporánea es una dictadura sin precedentes en la historia: la dictadura del relativismo, una dictadura psicológica y moral que no destruye los cuerpos sino que aísla, discrimina y mata el alma de quien le hace frente. Sin embargo, actualmente se está dando una resistencia. Los profetas del 68 anunciaban la muerte de la familia, y hoy en día la familia está en crisis, pero no han conseguido extirpar el deseo natural que hay en el corazón del hombre de formar una familia que dure para siempre, que se caracterice por la permanencia y la fecundidad. Hoy en día surgen en Italia y por todo el mundo movimientos de defensa de la vida y de la familia.
Los profetas del 68 anunciaban la muerte del Estado y el Estado está en crisis, pero no han conseguido terminar con el deseo, innato en el hombre, de identidad nacional, de una identidad cultural arraigada en una nación y un Estado. Hoy en día empiezan a destacar en Italia y otros países de Europa partidos políticos que defienden la identidad y la soberanía de los estados nacionales.
Los profetas del 68 anunciaban la muerte de la religión, pero Dios no ha muerto, ha regresado. Mejor dicho, jamás se fue; somos nosotros los que estamos volviendo a Él. Y actualmente la cultura progresista está en crisis y los jóvenes encuentran su futuro en la Tradición perenne de la Iglesia.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)
Roberto de Mattei
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