BIENVENIDO A ESTE BLOG, QUIENQUIERA QUE SEAS



martes, 21 de octubre de 2014

No hay confusión cuando todo está claro (P. Alfonso Gálvez)


Como colofón de los acontecimientos que últimamente están sacudiendo a la Iglesia, y por si aún fuera poco, el borrador provisional de las conclusiones de las primeras deliberaciones del Sínodo de la Familia, ha servido de detonante para provocar una conmoción en el mundo católico.

Y tal como sucede cuando se trata de analizar las situaciones difíciles —y más aún cuando se pretende encontrar soluciones—, lo primero que se impone es el uso de la serenidad de juicio. En casos semejantes, el nerviosismo y los sentimientos precipitados son malos consejeros. En éste concretamente, y puesto que se trata de algo tan grave como la situación de la Iglesia y la salvación de las almas, es necesario además echar mano de la Fe, como única garantía de alcanzar la solución adecuada. La cual siempre es clara y siempre está ahí, al alcance de quienes quieran aprovecharse de ella. De ahí el título de este artículo, tal como ahora vamos a tratar de justificarlo.


En atención a la claridad de la exposición, vamos a intentar poner un poco de orden entre la multiforme diversidad del mundo católico de hoy. Hay muchas clases de católicos (creyentes practicantes, creyentes no practicantes, indiferentes o despreocupados, verdaderamente preocupados, tradicionalistas, neocatólicos, progresistas, miembros de reconocidas y poderosas Organizaciones, afiliados a Movimientos carismáticos o Neocatecumenales, etc, etc.), aunque aquí los vamos a reducir a dos grandes grupos: los preocupados por su Iglesia, y aquellos otros que, aunque se llaman o se consideran católicos, les importa un comino lo que suceda en Ella. Con ello conseguiremos dos importantes objetivos: el de fijar con claridad nuestra exposición…, y el de evitar volvernos locos.

Consideremos en primer lugar el grupo más numeroso. El cual, como todo el mundo ya habrá adivinado, es el de los indiferentes. Grupo por lo demás extremadamente curioso, dado que la Humanidad lleva ya siglos mofándose del avestruz (injustamente por cierto, puesto que este animal no hace lo que le atribuyen) por aquello de la teoría del avestruz, por la que todo el mundo anda convencido de que el ave esconde la cabeza cuando ve llegar al cazador, creyendo que de ese modo conjura el peligro. Cuando lo gracioso del caso es que eso es precisamente lo que hacen hoy tantos millones de católicos: mirar para otro lado y aquí no pasa nada.

Sin embargo, también para este grupo —y especialmente para él— vale lo dicho arriba de que todo está claro. Para lo cual, trataremos de explicarnos:

En el Cristianismo (y aquí quedan comprendidos todos los bautizados) no existe la actitud de la indiferencia ante la Fe. O se cree o no se cree. Bajo ningún concepto es admitida la opción de lo que algunos llamarían una vía intermedia o un tertium quid. No hay sino dos únicas salidas: la de la Salvación y la de la Condenación. Y ambas para toda la Eternidad.

Acerca de quién lo haya establecido así, o de quién lo haya afirmado sin posibilidad alguna de ser contradecido…, es nada menos que el mismísimo Jesucristo. No ha sido ningún Papa o Cardenal, ni ningún teólogo famoso, ni filósofo alguno por más que haya sido esclarecido, proclamado y trompeteado. Ha sido Jesucristo, y precisamente Él, quien dijo de Sí mismo que sus palabras no pasarían jamás:

Quien no está conmigo, está contra Mí. Y quien no recoge conmigo, desparrama (Mt 12:30; Lc 11:23).

Claro que siempre existe la posibilidad de no creer, o no hacer caso de tales palabras. Cada cual es libre de apostar por lo que quiera, aunque no estaría de más darse cuenta de lo que está en juego. El Infierno está lleno de infelices que lamentarán para siempre haber sido malos apostadores.

Aquí no vale la indiferencia ni el yo no sabía. Quien no se preocupa de lo que está sucediendo en la Iglesia, posee todos los indicios de estar predestinado a la condenación eterna.

Y ahora vamos brevemente a los del primer grupo: los preocupados por su Iglesia, de los cuales muchos se sienten confundidos, escandalizados, y sin saber qué hacer si acaso las cosas siguen así (o incluso llegan a más, como es bastante probable).

A lo que habría que decir que no hay motivo alguno para sentirse confundidos. Y ni siquiera desorientados ante posibles graves decisiones a tomar, acerca de las cuales es mejor ni siquiera hablar. Pues también aquí las cosas están extremadamente claras:

Ante la gravedad de la situación, algunos han intentado sin éxito concluir que Papa Francisco no es verdadero Papa, puesto que el procedimiento de elección no fue legítimo o al menos no estuvo claro. De lo que han concluido en excentricidades como la del sedevacantismo y demás. Sin embargo está suficientemente claro que el Pontífice actual fue legítima y válidamente elegido, por lo que no caben dudas al respecto. No hay sedevacantismo.

Sin embargo, si la situación llegara a configurarse de tal manera como para ser calificada de especialísima gravedad, hasta el punto de que pudiera considerarse la obligación de declarar al Papa como ilegítimo, tal cosa sólo sería posible en el caso de que el Pontífice incurriera en formal, clara y flagrante herejía. Puesto que cualquier hereje, sea quien sea, queda ipso facto excluido de la Iglesia. Y por lo que hace al Papa, perdería automáticamente toda su jurisdicción. Así pues, sólo en el caso de herejía o de voluntaria renuncia podría un Papa legítimo dejar de ser Papa.

Por supuesto que tal declaración de herejía no sería cosa fácil. Y ningún católico, o grupo particular de católicos, podría declararla por su cuenta. Yo no estoy cualificado para determinar las condiciones que serían necesarias para ello. Pero todo el mundo sabe que el Espíritu Santo vela por su Iglesia y que, en caso de necesidad, es seguro que dispondría de manera que las cosas quedaran suficientemente claras.

Y nadie debe hacerse ilusiones en cuanto a una feliz reposición del Papa Emérito Benedicto XVI. Pues no hay tal Emérito desde el momento en que no hay tal Papa. En la Iglesia no pueden existir dos Papas simultáneamente, lo que supondría atentar contra su misma Constitución, tal como fue dispuesta por su divino Fundador. Benedicto XVI dejó de ser Papa desde el momento en que, libre y voluntariamente (según él mismo expresó), firmó su renuncia. Y no deja de ser penoso y lamentable que persona tan respetable, como quien fue el Papa Benedicto XVI, se preste ahora con su ambiguo comportamiento a engendrar nuevas confusiones entre los fieles.

Pero, y aquí está el punto práctico y verdaderamente importante: ¿Qué hacer en el entretanto, si acaso se quisiera imponer a los católicos amantes de su Fe doctrinas claramente contrarias a ella? La respuesta está clara y ya fue dada con bastante antelación. Hela aquí:

Me sorprende que hayáis abandonado tan pronto al que os llamó por la gracia de Cristo para seguir otro evangelio. Aunque no es que haya otro, sino que hay algunos que os inquietan y quieren cambiar el Evangelio de Cristo. Pero aunque nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciásemos un evangelio diferente del que os hemos predicado, ¡sea anatema! Y como os lo que acabamos de decir, ahora os lo repito: si alguno os anuncia un evangelio diferente del que habéis recibido, ¡sea anatema!

Hasta aquí, San Pablo a los Gálatas (1: 6–9). Pero por si alguien conserva todavía alguna duda, oigamos ahora al Evangelista San Juan:

Todo el que se sale de la doctrina de Cristo, y no permanece en ella, no posee a Dios. Quien permanece en la doctrina, ése posee al Padre y al Hijo. Si alguno viene a vosotros y no transmite esta doctrina no le recibáis en casa ni le saludéis; pues quien le saluda se hace cómplice de sus malas obras. (Segunda Carta, 9–11).

Y creo que después de esto, nada queda por añadir sino la necesidad de que todo católico, ante la presente situación, se encomiende con confianza a la protección de la Virgen María. En la seguridad de que esa confianza no puede fallar.

Por último, como consigna definitiva que lo resume todo, repitamos lo que solía decir Jesucristo: Quien pueda entender, que entienda.

Padre Alfonso Gálvez