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lunes, 10 de febrero de 2025

Trump y el espinazo de la modernidad



Parece que el presidente Trump nos despierta cada día con alguna nueva iniciativa, cada una más sorprendente que la anterior, desde la eliminación de organismos de subsidios turbios y la deportación de inmigrantes ilegales a la creación de un departamento de eficiencia gubernamental (un oxímoron donde los haya) o la marcha atrás en temas de transexualidad. Sus iniciativas y planes, además, no se limitan al interior de los Estados Unidos, sino que afectan a lugares tan dispares como Groenlandia, Gaza, Canadá, México o Panamá.

Sus enemigos políticos no esperaban esta vorágine de medidas y la nueva situación les ha pillado con el pie cambiado. Lo que más me interesa a mí, sin embargo, es la reacción de los católicos. Algunos están (con cierta razón) encantados con Trump y consideran desleal o desagradecido oponerle cualquier crítica. Otros (también con cierta razón) se empeñan en señalar que, en muchas cosas, las políticas de Trump y su conducta personal se apartan considerablemente de la moral católica, por lo que cualquier católico debe condenar públicamente al personaje.

A pesar de tener ambos su parte de razón, como ya he dicho, creo que ni unos ni otros aciertan en el diagnóstico general. Y tampoco lo hacen los que piensan que la verdad está en el término medio. Lo cierto es que la importancia de Trump no está en sus políticas concretas, algunas de las cuales son estupendas y otras absurdas o inmorales. Es necesario ir más allá. Lo importante de Trump es que es una señal, un signo de victoria que, de un solo golpe, ha roto el espinazo de la modernidad.

Me explico. La esencia de la modernidad, su ideología fundamental o, mejor dicho, su religión oficial es el progresismo. Se trata de una religión implícita e inconsciente para la gran mayoría de sus adeptos, pero no por eso menos real. Esa es la razón por la que izquierdas y derechas, conservadores o progresistas, ecologistas o nacionalistas, a la postre coinciden en promover o al menos conservar siempre el progresismo. Sus diferencias son meramente de detalle, envoltorios distintos para atraer a los diversos grupos o velocidades diferentes en una misma y única dirección.

El progresismo, a su vez, tiene un único dogma fundamental, que es el progreso continuo: lo nuevo siempre es mejor que lo viejo, hoy siempre es mejor que ayer, los hijos siempre saben más que los padres y los nietos más que los hijos. Eso es lo determinante y no los detalles. En concreto y en cada momento, lo “progresista” puede ser cualquier cosa e incluso lo contrario que lo progresista de ayer, porque lo que importa no es la cosa en sí, sino el mero hecho de ser lo nuevo, de ser un progreso, de diferenciarse del pasado.

La modernidad considera que, por su propia naturaleza, ese progreso es imparable e irreversible. A fin de cuentas, ¿quién querría retroceder, involucionar y volver al pasado, que es la suma de todos los males? Solo un loco o un malvado y esas son las categorías en las que se encuadra a cualquiera que rechace el último progreso inventado hace tres días. Los locos y los malvados enemigos del progreso deben ser, y generalmente son, acallados y marginados de la sociedad, de las instituciones y de todos los grupos sociales (incluidos los religiosos) implacablemente.

La mejor muestra de lo debilitado moral e intelectualmente que está Occidente es que durante décadas y décadas ha soportado este despropósito irracional y evidentemente manejado (o al menos aprovechado) por élites sin escrúpulos. Lo mismo, pero de forma más sangrante aún, se puede decir de una gran parte de los católicos, incluida la jerarquía, que se han rendido con armas y bagajes a la religión anticatólica del nuevo imperio mundial y le ofrecen alegremente incienso en toda ocasión. Como la clase política, unánimemente progresista, se ha asegurado además de debilitar también la familia, que era el otro ámbito de resistencia que quedaba, el dominio de la modernidad y su religión oficial ha sido casi absoluto durante toda mi vida.

En los últimos cincuenta o sesenta años no ha habido verdadera resistencia contra el progresismo, porque prácticamente el mundo entero se ha rendido o se ha pasado con entusiasmo al bando progresista vencedor. Inesperadamente, sin embargo, el más insólito campeón se ha presentado a hacer batalla: un setentón amigo del dinero, de moralidad dudosa, muy dado a las fanfarronadas y, además, con un historial político reducido y bastante decepcionante. En su contra, la práctica totalidad de la clase política mundial, la práctica totalidad de los medios de comunicación y, en apariencia, la práctica totalidad de la población de Occidente.

Más inesperadamente aún, el campeón setentón ha vencido arrolladoramente y, en vez de desaprovechar su victoria como hizo la vez anterior, la ha emprendido a mandoble limpio contra el edificio progresista en su país como si no hubiera mañana. Diversos “progresos” que parecían intocables y nadie se atrevía a cuestionar seriamente, sobre diversidad, transexualidad, multiculturalidad, fronteras abiertas y otros, han sido borrados de la faz de la tierra con una simple firma. Esto es un golpe terrible no tanto por su materialidad, porque las conquistas progresistas son legión y su eliminación requerirá décadas o siglos, sino por su carácter de signo visible: el progresismo, lejos de ser irreversible, se derrumba a poco que se le haga frente. Es posible y conveniente volver atrás en muchas cosas, en las que el camino tomado era claramente erróneo. El rey estaba desnudo, el gigante tenía los pies de barro y su aura de invencibilidad ha desaparecido, porque un estrafalario político norteamericano ha bailado sobre sus ruinas. El espinazo de la modernidad se ha roto.

En efecto, las fuerzas progresistas, al menos por el momento, parecen estar en desbandada y, para mayor humillación, se ha demostrado que su poder necesitaba apoyarse en una tupida trama de subvenciones ocultas. Sin ellas no tienen ninguna fuerza. Sin la percepción de que es invencible y cuando se corta el caudal interminable de dinero, el progresismo se disipa como un mal sueño. Los reyes, los ejércitos van huyendo, van huyendo; las mujeres reparten el botín.

Algo parecido han conseguido otros campeones menores, como Miléi, Bukele, en menor medida Orban y alguno más, cada uno a su estilo. La mayoría de ellos con grandes defectos personales o en cuanto a sus políticas concretas. De hecho, al igual que Trump, todos están más o menos infectados de progresismo, porque apenas hay nadie hoy que no lo esté. Por eso no hay nada de extraño en que muchas de sus políticas sean erradas, disparatadas o inmorales. ¿Cómo no van a serlo, si también ellos son progresistas? Pero lo importante es que, ellos también, han mostrado en sus países que el progresismo ateo, relativista, inmoral y anticatólico no es irreversible. No lo es y ese pequeño triunfo basta para cambiarlo todo.

Aunque sea doloroso, hay que señalar que, debido a la postración actual de la Iglesia, ninguno de esos campeones es católico. Hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados. Por eso el campeón de la lucha contra el progresismo no ha podido ser un San Luis, un Carlomagno y ni siquiera un Constantino, porque de haberlo sido se habría tenido que enfrentar con toda probabilidad a la misma jerarquía católica. Tampoco ha podido serlo un gran teólogo, un San Agustín o un Santo Tomás. Porque nos lo merecemos, Dios nos ha dado la humillación de que los vencedores hayan sido otros, cuando era a la Iglesia a la que le tocaba por vocación liderar la lucha contra la hidra progresista y anticatólica. Como consuelo podemos fijarnos en que varios de los colaboradores cercanos de esos líderes son católicos, pero en conjunto, hay que reconocerlo, el catolicismo no ha estado a la altura.

En cualquier caso, el colmo de lo inesperado es que gran parte de la población norteamericana parece estar encantada con lo que está haciendo Trump, al igual que sucede, mutatis mutandis, en El Salvador, Argentina, Hungría et al. Y también en la población de otros países que mira a estos con apenas disimulada envidia. La reacción más frecuente ha sido el alivio: ya no hay que fingir que uno cree cien cosas imposibles y absurdas antes del desayuno, que los hombres son mujeres y las mujeres hombres, que la emergencia climática acabará con todos nosotros a pesar de que las predicciones al respecto no se cumplen nunca, que los delincuentes son honrados y los hombres honrados son el problema, que todo lo antiguo fue malo y todo lo nuevo es bueno por el hecho de ser nuevo, y un larguísimo etcétera. Lejos de ser algo inevitable e irrefutable, la cosmovisión progresista es claramente absurda y contradictoria y solo se puede mantener en el cerebro a base de una vigilancia política, legal, mediática y moral constante. Cuando la vigilancia cesa, los hombres normales rechazan ese absurdo.

Todo esto, sin embargo, no es la victoria, sino más bien un punto de inflexión en la batalla. Ni Trump ni sus versiones en otros países son en ningún sentido soluciones permanentes ni la victoria final puede venir de meras políticas humanas. Lo que se ha producido es, simplemente, un toque de trompeta esperanzador, que nos anuncia que no hace falta seguir huyendo, que la bestia no es invencible, que la victoria es posible y, para nosotros los católicos, que la fe y la moral de la Iglesia no son una carga obsoleta y oscurantista de la que convenga desembarazarse. Nada más y nada menos que eso.

Queda saber cómo vamos a reaccionar más allá del alivio inicial. El progresismo parece estar en desbandada, pero no sabemos si esta situación durará. ¿Retomaremos la iniciativa que hace tanto tiempo que habíamos perdido? ¿Aprovecharemos la victoria del insólito campeón norteamericano y sus no menos insólitos adláteres de otros países? ¿Osaremos dar el golpe de gracia a la bestia herida y, al menos por el momento, paralizada? ¿O seremos lo suficientemente estúpidos como para desaprovechar la ocasión, dejando que el progresismo se convierta de nuevo en el amo de Occidente? Hemos probado la libertad, ¿volveremos a la esclavitud de una ideología inhumana e irracional? Ante todo, ¿sabrá la Iglesia recuperar convicción de que solo Cristo tiene palabras de vida eterna y de que sus palabras no pasarán? El tiempo lo dirá.

Bruno Moreno

domingo, 17 de septiembre de 2023

¿Más sabio que Santo Tomás? (Bruno Moreno)



Hace tiempo, escribí un artículo titulado “Mejores que Jesucristo”, sobre la plaga de eclesiásticos que, claramente, consideran que son más misericordiosos, inteligentes y avanzados que el mismo Hijo de Dios encarnado. Generalmente, como es lógico, no se atreven a decirlo con esas palabras, pero sí lo hacen con los hechos cuando defienden que habría que cambiar el Evangelio o la fe y la moral reveladas por Cristo, que es lo mismo que defender que ellos saben mejor que nuestro Señor lo que debe hacer el ser humano, o cuando pretenden que permitir el divorcio y demás inmoralidades es mucho más misericordioso que ser fieles a lo que Jesucristo enseñó.

En ese contexto, no es extraño que también hayamos terminado por tener a un Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe que da por hecho que es más sabio que Santo Tomás. Era inevitable que sucediera antes o después. Lo digo con todo el respeto debido a su dignidad episcopal y reconociendo que, por supuesto, Mons. Fernández no lo expresa así, ni será consciente de que piensa así, pero los hechos son los hechos y lo cierto es que propone exactamente lo contrario que Santo Tomás y espera que le creamos a él en lugar de al santo y Doctor de la Iglesia, algo que solo se explicaría si fuese más sabio que él.

En efecto, Mons. Fernández nos asegura que los obispos no deben pretender corregir nunca al Papa en materia de fe, porque “si me dicen que algunos obispos tienen un don especial del Espíritu Santo para juzgar la doctrina del Santo Padre, entraremos en un círculo vicioso (en el que cualquiera puede pretender tener la verdadera doctrina) y eso sería herejía y cisma”.

¿Es eso cierto? ¿Los obispos deben quedarse calladitos y no criticar nunca algo que ha dicho el Papa, porque hacerlo sería caer en la herejía y el cisma? 

Veamos qué decía Santo Tomás sobre el tema (al igual que toda la Iglesia anterior y posterior): “en el caso de que amenazare un peligro para la fe, los superiores deberían ser reprendidos incluso públicamente por sus súbditos” (S. Th., II-II, 33, 4). El inferior no solo puede, sino que debe reprender públicamente a un superior si habla contra la fe católica. Y esto es un principio universal en la Iglesia, de manera que no solo los obispos, sino también los simples sacerdotes o incluso los fieles pueden y deben rechazar cualquier error de fe, lo defienda quien lo defienda, aunque sea un papa. Pero está claro que Mons. Fernández debe de ser más sabio que Santo Tomás y habrá que hacerle caso a él y no al Doctor de la Iglesia.

¿Y qué dijo San Pablo? “Pero si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciara otro evangelio contrario al que os hemos anunciado, sea anatema” (Gal 1,8). Parece que está muy claro: si alguien dice algo contra la fe, aunque sea un ángel o un Apóstol o, presumiblemente, un Papa, no hay que hacerle el más mínimo caso. San Pablo no dijo, “bueno, si lo digo yo que soy Apóstol, entonces sí vale”. Nadie, sea quien sea, puede afirmar nada contra la fe en la Iglesia y, si lo hace, hay que rechazarlo.

Pero, si nos queda alguna duda, preguntémonos: ¿qué hizo San Pablo? Exactamente lo que había dicho que debía hacerse. Cuando el primer Papa llevaba a error a los fieles al volver a las prácticas del judaísmo, San Pablo reprendió en público a San Pedro: “dije a Cefas en presencia de todos…” (Gal 2,14). ¿Por qué públicamente? Porque su conducta había sido públicamente escandalosa y estaba extraviando a los fieles. Y no solo reprendió públicamente al Papa, sino que contó que lo había hecho en la Carta a los Gálatas, que es Palabra de Dios. Santo Tomás explicó este hecho diciendo que así San Pedro dio humildemente ejemplo a los superiores para que aceptaran la corrección de sus inferiores si se habían apartado del buen camino. O quizá debamos concluir que Mons. Fernández es más obediente que el Apóstol San Pablo y más humilde que San Pedro, además de saber más sobre la Iglesia que la propia Palabra de Dios.

¿Y qué han dicho los concilios? El III Concilio de Constantinopla, por ejemplo, condenó al Papa Honorio por haber coqueteado con las ideas de los herejes monotelitas, condena que fue confirmada por el Papa San León y por los Concilios II de Nicea y IV de Constantinopla. ¿Será que no sabían que no se puede corregir a un Papa en materia de fe? El Concilio Vaticano I como es sabido, definió las circunstancias en que el magisterio del Santo Padre es infalible. No hace falta pensar mucho para darse cuenta de que eso implica que hay otro magisterio papal que no es infalible y, por lo tanto, puede estar equivocado si se aparta de la Tradición y la Escritura. Y, si está equivocado, ¿no habrá que rechazarlo como nos recordaba San Pablo en el párrafo anterior? Bueno, supongo que Mons. Fernández sabrá más que cuatro Concilios ecuménicos.

El Concilio Vaticano I, por cierto, refuta otra teoría de Mons. Fernández expresada en la misma entrevista, en la que nos asegura que: “Cuando hablamos de obediencia al magisterio, esto se entiende al menos en dos sentidos, que son inseparables e igualmente importantes. Uno es el sentido más estático, de un «depósito de la fe» que debemos custodiar y preservar incólume. Pero, por otro lado, existe un carisma particular para esta salvaguardia, un carisma único, que el Señor ha dado sólo a Pedro y a sus sucesores. En este caso no se trata de un depósito, sino de un don vivo y activo, que actúa en la persona del Santo Padre. Yo no tengo este carisma, ni usted, ni el cardenal Burke. Hoy sólo lo tiene el Papa Francisco.”

Este doble carisma es algo completamente ajeno a lo definido por el Concilio Vaticano I, que además lo negó expresamente: “Así el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe” (Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Pastor Aeternus, 18 de julio de 1870). 

¿Cuál es, por tanto, el carisma de Pedro? El de guardar santamente y exponer fielmente el depósito de la fe. Ese otro carisma del que habla Mons. Fernández, que “no se trata de un depósito” y que “actúa en la persona del Santo Padre” parece ser, pues, una invención, es decir una de esas nuevas doctrinas que el Concilio rechazó expresamente.

¿Y qué nos dice la historia de la Iglesia? Cuando el Papa Juan XXII afirmó que las almas de los justos solo verían a Dios después del Juicio Final, es decir, una herejía, los teólogos de París, sus propios cardenales y varios príncipes católicos se volvieron contra él e incluso le amenazaron con la hoguera hasta que el Papa se retractó de sus errores antes de morir. Su sucesor, Benedicto XII, definió como dogma de fe la doctrina que había negado su predecesor, para que no hubiera ninguna duda. ¿Será que no sabían que no se puede corregir a un Papa? El Papa Adriano VI enseñó que un Papa podía errar en materia de fe e incluso enseñar una herejía. Inocencio III dijo que la fe es algo tan importante que, como Papa, solo podría ser juzgado si se apartara de ella. ¿Les haremos caso? Claro que no, habrá que creer más bien que Mons. Fernández sabe más de historia de la Iglesia que la propia Iglesia y más teología que el Papa Benedicto XII o Adriano VI.

¿Y qué han hecho y dicho los santos? Hay multitud de ejemplos. Santa Catalina de Siena, con mucho cariño, echaba unas broncas terribles al Papa de la época. San Roberto Belarmino, Doctor de la Iglesia, en De Romano Pontifice, habló de la posibilidad de que un Papa cayera en la herejía (citando el caso de Juan XXII como herejía material) y consideró la opinión contraria como una mera “creencia piadosa”. San Alfonso María de Ligorio dijo que, si el Papa incurriera en herejía, por eso mismo quedaría privado del pontificado. ¿Y los teólogos? Multitud de los mejores teólogos han enseñado que el Papa podía caer en herejía, como mínimo material, pero también en muchos casos formal. Por ejemplo, el Cardenal Cayetano, Melchor Cano, Francisco Suárez, Domingo Báñez, Billuart, Juan de Torquemada, Billot, Ballerini o Juan de Santo Tomás, por citar solo unos pocos. Sus opiniones sobre cómo podía solucionarse ese problema fueron muy diversas, pero el reconocimiento de que el problema de hecho podía darse es habitual entre los teólogos y todos defendían que la herejía también debía combatirse si era afirmada por un Papa, porque eso es lo que siempre ha enseñado la Iglesia sobre el tema. El Decreto de Graciano, en el siglo XII, afirmaba que el papa no es juzgado por nadie, “a no ser que se desvíe de la fe”. En fin, supongo que ya podemos tirar los escritos de santos y teólogos a la papelera, ahora que Mons. Fernández nos ha explicado las cosas mucho mejor.

Todo esto (y otros muchos ejemplos más que podrían darse), por supuesto, no decide el tema de si conviene corregir a un Papa en concreto o no, que es una cuestión prudencial y en la que conviene ser muy humildes y cautelosos, pero muestra sin lugar a dudas que la idea de que los obispos no deben corregir nunca al Papa en materia de fe es completamente ajena a la enseñanza de la Iglesia a lo largo de los siglos.

Sería injusto centrarnos demasiado en el pobre Mons. Fernández, que simplemente es hijo de una época en que la mala formación es habitual y se encuentra en un cargo que le supera, porque el problema, como decíamos está mucho más extendido. Tiendo a pensar que los católicos del futuro se maravillarán al pensar en nosotros y dirán que vivimos en una época asombrosa, en la que no solo tenemos clérigos que son más misericordiosos que el mismo Jesucristo, sino también son más sabios que Santo Tomás, más obedientes que San Pablo y más santos que San Roberto Belarmino o San Alfonso María de Ligorio y conocen mejor la fe que los Concilios Ecuménicos que la definieron o que la propia Palabra de Dios. Todo un portento.

¿Qué debemos hacer en una época así? Lo que siempre han hecho los católicos: amar a la Iglesia, rezar mucho por el Papa y los obispos, ser fieles a la Tradición recibida y a la fe de la Iglesia, rechazar humildemente pero con firmeza todo lo que sea contrario a ellas y confiar en Cristo, que es el único Señor de la Historia.

martes, 25 de abril de 2023

¡ESTÁN PERVIRTIENDO A LOS NIÑOS EN LOS COLEGIOS! por Agnus Dei Prod

AGNUS DEI PROD


DURACIÓN 19:10 MINUTOS


El PROGRESISMO que tanto se cacarea en los medios de comunicación y en la política está llevando a las sociedades a la mayor época de PERVERSIÓN MORAL de todos los tiempos a nivel global. 

Se trata de un pensamiento que busca inculcar la destrucción de la Iglesia Católica (donde se encuentra la verdadera libertad) para pasar a una sociedad atea, laica y sin compromiso religioso, es decir, autodestructiva. 

lunes, 9 de mayo de 2022

Seguros en la Fe, mal que le pese a Roma (Mons. Héctor Aguer)



También en INFOVATICANA


[InfoVaticana/FVN] Es causa de asombro, desconcierto y preocupación de muchísimos fieles la persistencia del máximo exponente del magisterio eclesial en criticar -burlonamente a veces- a quienes están seguros de la identidad de la fe y se afirman en ella con alegría, agradecidos a Dios por hallarse enraizados en la gran Tradición de la Iglesia. Estos cristianos son vituperados como rigurosos fariseos. La insólita postura de la Santa Sede contradice la enseñanza de San Juan Pablo II y de Benedicto XVI, que tanto amaron y glorificaron el esplendor de la verdad.
El moralismo relativista que actualmente profesa Roma, hunde la realidad de la fe y sus consecuencias éticas y espirituales en el ámbito kantiano de la Razón práctica. Peor aún: los “nuevos paradigmas” propuestos por el pontificado se someten a los dictados de un Nuevo Orden Mundial, manejado por la masonería y financiado por el imperialismo internacional del dinero. Desde hace tiempo se sabe que el Vaticano es una cueva de masones, que se ayudan a trepar a los cargos más influyentes, según los pactos secretos que desde sus orígenes caracterizan a la secta; los cuales han sido repetidas veces denunciados por los pontífices, que alertaron sobre el peligro que la tradicional enemiga de la Santa Iglesia implica para el orden social basado en la ley natural, y para el sostén y desarrollo de la fe en la vida de los pueblos. Soy consciente de la verdad y exactitud de lo que acabo de escribir, por eso no temo que mi libertad sea coartada por medidas que nadie se atreverá a tomar.
Los errores y las herejías pueden procesarse y difundirse ampliamente, ante el silencio cómplice de quienes deberían condenarlos, según fue hecho desde los tiempos apostólicos. El testimonio del Nuevo Testamento es por demás elocuente: “Conviene que haya herejías, para que se manifieste quiénes son fieles” (1 Cor 11, 19: hina kai hoi dokimoi phaneroi genontai). El sínodo alemán, ante el silencio de Roma, distingue en ese pueblo germánico a los verdaderos creyentes de los atrapados por los errores, que deben hacer sonreír a Martín Lutero (allí donde se encuentre). En la misma carta que citamos, el Apóstol Pablo recuerda a los fieles el Evangelio que les ha predicado, el que ellos recibieron, en el cual estamos firmes (estekate: 1 Cor 15, 1) por el cual son salvados si permanecen firmes (ei katechete: 1 Cor 15, 2), porque de lo contrario han creído en vano (ektos ei me eike episteusate). Lo fundamental, que Pablo les recuerda, es lo que él les ha entregado. Resulta escandaloso que Roma descalifique la tradición. San Pedro, en su Segunda Carta, hace notar a sus lectores -¡y a nosotros!- que su propósito es asegurarlos, hacerlos más firmes, esterigmenous (2 Pe 1, 12); les advierte contra los maestros mentirosos (pseudodidáskaloi) que se introducen en la Iglesia, como los falsos profetas en el pueblo de Israel; por ellos es blasfemado el camino de la verdad (2 Pe 2, 2).

Las epístolas pastorales del Apóstol Pablo describen una situación que se ha verificado periódicamente en la historia de la Iglesia: se precipitan “tiempos peligrosos” (kairoi chalepoi, 2 Tim 3, 1) por la introducción de errores que debilitan la fe y la seguridad de los fieles, respecto de la tradición en la que se apoyan. Por eso anima a sus discípulos y colaboradores a resistir. Muchas veces he citado el pasaje de 2 Tim 4, 1 ss: los pastores de la Iglesia deben predicar incansablemente la verdad, deben argüir e increpar (epitimeson: 2 Tim 4, 2). El problema era, y es, el de los falsos maestros que halagan los oídos que buscan actualidad, procuran reubicarse en un mundo más amplio, de aquellos que se entregan a los mitos abandonando la verdad (apo men tes aletheias… epi de tous mythous, ib 4, 4). Como los textos asumidos en estas citas, se encuentran numerosos pasajes en los que se expresa todo lo contrario de la orientación del actual pontificado. El contraste aparece en la simple comparación.

He señalado una causa en el predominio del moralismo, que despoja a la doctrina de la fe del dinamismo que la orienta hacia su dimensión mística. La fe es contemplativa; su aplicación al obrar depende de aquel reposo fruitivo y seguro en la verdad que es su objeto: es theoría antes que praxis; y la segunda acierta con lo que hay que hacer, en cada circunstancia, porque es iluminada por esta lumbre superior que permite discernir con sabiduría. El moralismo es necesariamente pragmático y relativista. La crítica que dirijo a esta corriente hoy día oficial incluye la observación de que ya no se predica íntegramente la doctrina de la fe. San Juan Pablo II nos ha dejado en el Catecismo de la Iglesia Católica una síntesis actualizada de lo que hoy debemos creer y difundir. En ese corpus que abarca dogma, moral y espiritualidad se halla la identidad del catolicismo, en la cual los cristianos en este “tiempo peligroso” podemos asegurarnos, dirigiendo la mirada de nuestro espíritu al Señor que está con nosotros “todos los días” (pasas tas hemeras, Mt 28, 20).

Parece mentira -pero es una penosa realidad- que, después de más de medio siglo, se cumplan aquellas palabras de Pablo VI: “Por alguna rendija entró el humo de Satanás en la Casa de Dios”. El sedicente “espíritu del Concilio”, contra el cual reaccionó tan sabiamente Jacques Maritain en “El campesino de Garona”, asoma nuevamente, esta vez desde la mismísima Colina vaticana. Los discursos pontificios eluden expresamente las verdades que habría que recordar con claridad, con magnanimidad y paciencia; y se detienen exclusivamente en aquellos “nuevos paradigmas”, que golpean en vano a los verdaderamente fieles, que intentan vivir con fidelidad lo que han recibido. El cristiano es alguien que ha recibido lo que cree y que, merced a los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía, procura ordenar su vida de hombre nuevo según el ejemplo de Cristo.

No debe extrañarnos que en los programas pastorales que se alientan desde la usina de la sinodalidad, los sacramentos no tengan lugar. Sacramentum traduce el griego mysterion; el moralismo pragmático relativista es incapaz de percibir los misterios de la fe, y tiende espontáneamente a descartar la dimensión sobrenatural de una pastoral de los sacramentos, que asegura el don de la gracia ofrecido a todos: la liberación del pecado y expansión de la vida nueva de participación de la naturaleza divina. Somos participantes de la naturaleza divina, theias koinonoi physeos (2 Pe 1, 4). Lo que constituye la vida de un cristiano es mantenerse en lo que ha recibido, en el “mandato viejo”, que dice San Juan en su Primera Carta, la entolen palaiàn (1 Jn 2, 7), es decir la recepción de la luz que aleja la tiniebla: he skotia paragetai (1 Jn 2, 8).

Un hecho histórico que permite apreciar hasta dónde se extiende el “peligro” de este tiempo oscuro, ha sido el silencio, o quizá el repudio, que ha merecido la presentación respetuosa de dudas sobre el alcance de la innovación semi-disimulada en la Exhortación Amoris laetitia; obra de cuatro eminentes cardenales, Burke, Caffarra, Brandmüller y Meisner. La cuestión de la posibilidad de admitir a los sacramentos a las personas divorciadas que han pasado a una nueva unión, fue un globo de ensayo del moralismo relativista; para el cual ya no hay actos intrínsecamente malos. Es una estafa contra los mismos posibles beneficiarios de esa permisión el propósito de trazar un camino alternativo al que indica la Tradición; equívoco que no puede ser considerado un gesto de misericordia. La justicia -la justificación por la gracia- es la verdadera misericordia. No es algo menor la objetividad con que la praxis eucarística se inscribe en la vida cristiana contra el mero deseo subjetivo de comulgar; en este orden la Tradición católica, con el reconocimiento de la sana teología, es fiel a los orígenes, tal como inequívocamente aparece en el Nuevo Testamento. La seguridad que proporciona el abrazo a la verdad conocida y amada, no implica de ninguna manera desprecio de quienes vacilan o han sido ya ganados por el relativismo; al contrario, expresa la fraterna preocupación para hacerles participar de la alegría que brinda la integridad de la fe, recibida humildemente como un don inmerecido.

La inquietud que provoca la actual postura del magisterio se agrava al considerar el sistema de promociones al Episcopado y a la dignidad Cardenalicia, por su abundancia y su orientación. En efecto, ¿qué sentido tiene que una diócesis que carece de vocaciones y cuenta con un número insuficiente de sacerdotes para cubrir las necesidades pastorales, disponga de dos obispos auxiliares? Me refiero a lo que ocurre en la Argentina, aunque la misma actitud puede verificarse en otros países. 

No es un pecado de suspicacia pensar que existe el propósito expreso de reformar la Iglesia, y difundir el criterio moralista y relativista que, como ya he dicho, se ha convertido en una política oficial. Desearía liberarme de tal inquietud y estar equivocado en el juicio que hago de la orientación impuesta desde Roma. Como muchos otros que en el mundo entero comparten esta inquietud mía, sólo puedo reposar en la confianza y el amor de Cristo, Señor y Esposo de la Iglesia; y en la intercesión de la Virgen Santísima, a la que invoco de corazón. No deseo caer en la pretensión de tener la razón en la crítica que no puedo menos que hacer, aunque las declaraciones y los hechos reseñados crévent mes yeux me producen un dolor amargo, que inducen a pensar y a juzgar. ¡Que el Señor tenga piedad de nosotros, y alivie la duración de este “tiempo peligroso” que vivimos! Insisto en lo que observo al comienzo de esta nota: asombro, desconcierto, preocupación: ¿qué otros sentimientos podría suscitar el extraño fenómeno de apalear a los verdaderos católicos, y acariciar a los herejes? Nuestra sencilla gente de campo diría: “cosa ´e mandinga”; el “humo de Satanás que por una rendija se ha metido en la Casa de Dios”, según confesaba un desengañado Pablo VI.

+ Héctor Aguer
Arzobispo Emérito de La Plata
Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.
Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).


Buenos Aires, martes 3 de mayo de 2022.
Fiesta de los Santos Felipe y Santiago, apóstoles.

martes, 5 de junio de 2018

La Despenalización del Aborto: ¿Progreso o Barbarie? (Carlos Daniel Lasa)

Lasa es Doctor en Filosofía por la Universidad Católica de Córdoba. Fue Decano del Instituto de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional de Villa María y fue Profesor Titular de Metafísica en la Licenciatura en Filosofía de la Universidad Católica de Córdoba. Investigador Independiente y Miembro de la Comisión Asesora en Filosofía del CONICET (2010-2011). Profesor–Investigador con Categoría I del Programa Nacional de Incentivos del Ministerio de Educación de la Nación Argentina. Autor de siete libros y más de cincuenta artículos de filosofía publicados en revistas especializadas de Argentina, Chile, México, España, Italia, Francia y Alemania.


[Fuera los Metafísicos/Centro Pieper] El progresismo, fiel a su principio de “amar siempre lo nuevo”, no es más que la expresión de un sociologismo, producto derivado de la descomposición del marxismo. El progresismo es la manifestación de aquella conciencia para la cual toda afirmación es expresión de un tiempo determinado: nada posee un valor intemporal (excepto, claro está, su propia afirmación la cual tiene un carácter dogmático y eterno).

En la actual circunstancia, el hecho de sostener la despenalización del aborto sería la expresión de una conciencia puramente epocal que está dispuesta siempre a asumir lo nuevo como sinónimo de progreso. Legalizar el aborto equivaldría a una “conquista” en el camino de la conciencia humana hacia la total emancipación, la cual coincidiría con la entronización de un sujeto absolutamente auto-referente que ha llegado al cenit en su desvinculación con todo lo que no sea él mismo.

En este camino hacia la pura libertad negativa como ideal de vida, todo (incluida la mismísima vida humana) debe ser considerado como un obstáculo a ser superado. De esta manera, un ser humano en el vientre de su madre puede ser considerado un obstáculo para que esa mujer ejerza sus derechos sobre su propio cuerpo (léase: mi voluntad, auto-referente, no debe nada a nadie).

Este narcisismo en estado puro, potenciado por el poder de la tecno-ciencia, se manifiesta hoy en la elección del ser de mi hijo, al cual puedo elegir “a la carta”; o también en el deseo de prolongar mi vida biológica más allá de lo esperable, etc. Dado, entonces, que el querer se considera una instancia sagrada, todo debe ser sometido a sus dictámenes, incluida la sentencia de muerte dada a una vida inocente. De allí se entiende, entre otras cosas, la desaparición del uso del término “deber”. Un ser absolutizado, acaso, ¿puede ser deudor de alguien? La vida buena, por lo tanto, no consiste ya en obrar conforme a un modelo previo a la voluntad, sino, primordialmente, en la generación del modelo mismo por parte de mi voluntad. El hombre carece de naturaleza, de un ser y una finalidad dadas: su ser es lo que él mismo quiere hacer de sí.

La lógica del denominado “sentido histórico” que sustituye la distinción ética bueno-malo por la de nuevo-viejo, nada nos enseña acerca de los valores. En consecuencia, el abandono de un verdadero principio moral hace que los juicios de valor queden privados de todo soporte objetivo. En este caso, como muy bien lo señala el gran filósofo de la política Leo Strauss, llevando la tesis referida al absurdo, “los valores de la barbarie y del canibalismo serían tan defendibles como los de la civilización” [1]. La lógica nihilista pretende, una vez más, servir de fundamento a una organización jurídica “progresista”, consistiendo el progreso, en este caso, en la materialización, en nuestro orden jurídico, de la pérdida del sentido de la dignidad de la persona humana.

¿Qué posición toman los partidos políticos frente a esta situación? Los mayoritarios sostienen que, en estas cuestiones, debe permitirse que cada legislador obre de acuerdo a sus propias convicciones. Como puede advertirse, detrás de esta formulación se esconde la afirmación siguiente: para el partido son más importantes, en lo que hace al bien común de la Argentina, los impuestos que deben cobrársele a los granos que la mismísima vida humana. Sólo respecto de esas cuestiones el partido debe tener una posición unánime y no sobre problemas ajenos al bien de la ciudad (¡sic!). ¿Cómo resulta posible que un partido no asuma una posición clara frente a las grandes cuestiones de la vida de la polis?, ¿cómo puede, un partido político, quedar al margen del gran problema de la vida política, cual es el de la vida buena?

Todos sabemos que los ciudadanos estamos representados, en la República, por los legisladores. También sabemos que cada ciudadano tiene, explícita o implícitamente, una concepción global de la realidad y, como consecuencia de ello, una visión del hombre, de la ética, de la política, etc. Ahora bien, pareciera que algunos ciudadanos tienen pleno derecho para hacer valer sus concepciones en la discusión de las leyes; por el contrario, otros no gozan de las mismas facultades. En este sentido, el hecho de expresar que el aborto es dar muerte a un inocente (y que, por lo tanto, jamás debiera ser legalizado), es visto como una maniobra de imposición de una perspectiva, aplicable sólo a los católicos o creyentes en general. Los creyentes, en consecuencia, deberían abstenerse de defender su posición, calificada de provinciana y anticuada; los laicistas (y digo laicismo, no laicidad), sin embargo, tienen todo el derecho para imponer urbi et orbi su posición a la que auto-califican de universal.

Respecto de esta curiosa forma de justicia y de apertura democrática, el mismo Jürgen Habermas, quien negaba la necesidad de la fundación del Estado en valores éticos, advertía al totalitarismo laicista: “La neutralidad cosmovisiva del poder estatal, que garantiza las mismas libertades éticas para todos los ciudadanos, es incompatible con la generalización política de una visión del mundo laicista. Los ciudadanos secularizados, en cuanto que actúan en su papel de ciudadanos del Estado, no pueden negar por principio a los conceptos religiosos su potencial de verdad, ni pueden negar a los conciudadanos creyentes su derecho a realizar aportaciones en lenguaje religioso a las discusiones públicas” [2].

El sociologismo relativista, pues, ha llevado a que el derecho pierda su fundamento. El desplazamiento de la razón moral trae como consecuencia un hecho: el derecho ya no puede referirse a una idea fundamental de justicia, sino pasa a convertirse en el espejo de las ideas dominantes. Por eso, sostenía el por entonces Card. Joseph Ratzinger, “la cuestión fundamental acerca de la restauración de un consenso moral fundamental en nuestra sociedad es una cuestión de supervivencia de la sociedad y del Estado” [3]. Por el momento, vivimos dentro de aquel mundo vislumbrado por Charles Péguy: el “mundo de los que no creen en nada, que se glorían y enorgullecen de ello”.

Lo nuevo no es sinónimo de bueno y, por eso, no equivale necesariamente a progreso. El imperativo de la Escritura “No matarás al inocente” significó un progreso fundamental para la conciencia moral de la humanidad. Y esto fue posible gracias a que el yo fue capaz de alcanzar, mediante su inteligencia, una perspectiva universal, abandonando la idea de una razón instrumental al servicio de los instintos de un empobrecido yo.

Lamentablemente, la barbarie retorna periódicamente: el siglo XX, y el nuestro propio, son testigos de la misma. Y cuando esta barbarie se entroniza en el individuo y en la sociedad, reinan el exceso, la esterilidad y la ruina. Su furor la conduce a destruir todo lo que es elevado: no trata de recrear la cultura sino, más bien, de sumergirla en la nada de los valores. Como refiere Mattei, “A imagen del búho de la sabiduría, dedicado a Atenea, que no se levanta más que a la caída del día, la barbarie despliega sus alas por la noche; pero son las alas de un ave de rapiña” [4].

Notas

[1] ¿Progreso o retorno? Bs. As., Paidós, 2005, p. 171.

[2] ¿Fundamentos prepolíticos del Estado democrático? En Dialéctica de la secularización. Sobre la razón y la religión. Madrid, Ediciones Encuentro, 2006, pp. 46-47.

[3] Église, Oecuménisme et Politique. París, Lib. Arthème Fayard, 1987, p. 276.

[4] Jean-François Mattéi. La barbarie interior. Ensayo sobre el inmundo moderno. Bs. As., Ediciones Del Sol, 2005, pp. 43-44.


sábado, 17 de marzo de 2018

HABRA QUE BUSCAR OTRA TEORIAS (Capitán Ryder)



Andan los católicos neocon un tanto revueltos con la carta laudatoria de Benedicto XVI sobre el Papa Francisco.

Les ha pasado un poco como a los judíos, esperaban un caudillo que les liberase de Francisco y se han encontrado con un aliado de este.

Toca rehacer las teorías por las que Benedicto sigue siendo Papa, maniatado y secuestrado por unos poderes oscuros. Algunos ya están pidiendo un análisis grafológico, firma original a estudiar etc

Lo siento pero Benedicto sería el último hombre en embarcarse en un proyecto de esos, ni por carácter, ni por historia.

Creo que el catolicismo debería hacer más hincapié en las verdades de la Fe, si siguen estando claras, y menos en seguir los dichos y hechos de este o aquel Papa. Más en los tiempos actuales y cercanos en el pasado, en que los propios Papas han promocionado teorías, cuando menos chocantes, en relación a la Tradición de la Iglesia.

Sirva como muestra todo lo dicho y hecho en el tema ecuménico y de lo que hemos dado buena cuenta en el blog. Continuaremos, pues aún no hemos terminado con el tema.

El párrafo que más ha escocido de la carta es aquel en el que dice 
«Los pequeños volúmenes muestran con razón que el Papa Francisco es un hombre de profunda formación filosófica y ayudan, por lo tanto, a ver la continuidad interior entre los dos pontificados, si bien con todas las diferencias de estilo y temperamento».
Más allá de la puya, no sé si involuntaria, de llamar “pequeños volúmenes” a lo que el Vaticano está intentando vender como la obra de un Santo Tomás reencarnado, lo cierto es que legitima las ideas y el Papado de Francisco.

Como digo, no es sorprendente, pues el año pasado ya despachaba con gran indiferencia la semilla que trajo a Francisco, su actuación (la de Ratzinger) y la de los suyos en el Vaticano II.

Para los que los desconozcan diremos que el Vaticano II estuvo dominado de cabo a rabo por lo que se dio en llamar la alianza del Rhin, de la que formaban parte la mayoría de los obispos alemanes, austríacos, holandeses, belgas, suizos, junto con otro tipo de alianzas.

¿Y quiénes marcaban el paso en esa alianza? Los teólogos Ratzinger, Rahner, Küng o Schillebeeckx. Ya sabemos cómo acabaron: Küng fuera de la Iglesia, El Santo Oficio intervino 4 veces la obra de Schillebeeckx, que tanto daño causó a la Iglesia católica con el Catecismo holandés, etc

Bien, con estos antecedentes, en el libro-entrevista a Benedicto de Peter Seewald del año 2017, y con una oportunidad de oro para impugnar todos los errores que llevaron a la Iglesia a este laberinto y que él conoce bien, el Papa manifiesta lo siguiente:
«En aquella época, ser progresista no significaba todavía romper con la fe, sino aprender a comprenderla mejor y vivirla de manera más adecuada, volviendo a los orígenes. Entonces creía todavía que todos nosotros queríamos esto. También progresistas famosos como De Lubac, Daniélou y otros tenían una idea similar. El cambio de tono se percibió ya el segundo año del Concilio y se perfiló con claridad en el curso de los años sucesivos»(1).
«La voluntad de los obispos era renovar la fe, hacerla más profunda. Sin embargo, hicieron sentir cada vez más su influencia también otras fuerzas, especialmente la prensa (2), que dio una interpretación totalmente nueva a muchas cuestiones. En un cierto momento, la gente se preguntó: ¿si los obispos lo pueden cambiar todo, por qué no podemos hacerlo nosotros?(3). La liturgia comenzó a resquebrajarse deslizándose hacia la discrecionalidad y muy pronto quedó claro que aquí, las intenciones positivas eran empujadas en otra dirección. Desde 1965, por tanto, sentí que era tarea mía poner en claro lo que verdaderamente queríamos y lo que no queríamos» (p. 135).
«Es cierto, nos preguntábamos si habíamos actuado correctamente. Era una pregunta que nos hacíamos, especialmente cuando todo se desordenó. El cardenal Frings tuvo más tarde fuertes remordimientos de conciencia. Yo, en cambio, he mantenido siempre la conciencia de que lo que habíamos dicho y hecho aprobar era correcto y no podía ser de otro modo. Actuamos de modo correcto, aunque no valoramos correctamente las consecuencias políticas y los efectos concretos de nuestras acciones. Pensamos demasiado como teólogos y no reflexionamos sobre las repercusiones que nuestras ideas habrían tenido en el exterior»(4) (pp. 135-136).
«Entonces, hasta este momento, ¿usted está satisfecho con el ministerio del papa Francisco?», «Sí. Hay un nuevo frescor en el seno de la Iglesia, una nueva alegría, un nuevo carisma que se dirige a los hombres, es ya una buena cosa» (p. 47).
Lo dicho, más allá del cariño que cada uno le tengamos, de que valoremos el intento de restauración de la liturgia, poco enérgico por otro parte, lo cierto es que no ha impugnado, ni entonces ni ahora, muchas de las ideas que nos trajeron hasta aquí. Es más, parece no darle mayor importancia a lo que pasó. Viene a ser una especie de “sí, se fue todo a paseo, pero la intención era buena…”. Hablando, como lo estamos haciendo, de la salvación de las almas, no deja de ser, al menos para mí, bastante desasosegante.

Aunque parece que el segundo año del Concilio ya había un cambio de tono eso no impidió que la Alianza del Rhin siguiese machaconamente con su programa de demolición. Los remordimientos de Frings, y otros, parece que vinieron bastante más tarde.

¿Seguro que sólo la prensa?

Una pregunta que se podían hacer muy legítimamente los fieles a tenor de lo que oían en el aula conciliar.

Lo dicho, todo se hizo de maravilla, con la mejor intención, buscando lo mejor para la Iglesia y todo se ha ido a paseo

Bueno, no pasa nada, pasemos a otro tema.

Capitán Ryder

P.D: Mañana hablaremos del denominado “Caso Siri”

jueves, 8 de febrero de 2018

Addressing Mass Rumors



“And you shall hear of wars and rumors of wars. See that ye be not troubled. For these things must come to pass, but the end is not yet.” Matthew 24:6

For several months now, rumors have been circulating about Pope Francis and his intentions for the traditional Roman Mass. Though originating in July 2017, nevertheless these supposedly credible “insider-reports” continue to be repeated—and often as fact—thus the importance to address them even now.

The rumors have been of two kinds:

(1) Pope Francis intends to rescind Summorum Pontificum and allow only the Society of St. Pius X to offer the traditional Mass, but only a) after an agreement had been made between the SSPX and Rome, or b) after Benedict XVI has passed away.

(2) Pope Francis is creating a revised or hybrid missal for the traditional Mass that will include elements from the Novus Ordo Missae. The SSPX will not initially be required to use this problematic missal edition, but it will be imposed on the priestly society after it has been regularized.

The sources of these contradicting reports have also been of two kinds:

(1) From an anonymous and well-informed Vaticanist (supposedly a priest, but as far we actually know, possibly the Papal Gardener).

(2) From an overheard conversation in a Vatican corridor between liberal prelates who are known to hate the Immemorial Mass—while this news itself was related by a journalist who also dislikes the traditional Roman Liturgy.

Of course, when these rumors were publicized, panic and dread ensued among a good portion of traditionally and conservative-minded Catholics, which has yet to subside.

But let’s take a step back for a moment and examine what is being rumored about and if such assertions are logical, let alone practical. A fortiori, let us also consider why we should simply ignore such rumormongering.

To set the background, readers might remember when in late 2012 it was “authoritatively” reported the Vatican was working on a “hybrid missal” for the traditional Mass which was due to appear by mid-2013—and yet, we’re still waiting for it five years later! So what can we say of the present-day circulating rumors?

Firstly, it is important to note that the rumors are contradictory and cannot be traced to a verifiable source. Furthermore, the supposed informants are themselves antagonistic to the traditional Mass—so can we really trust what they are saying as Gospel truth?

Secondly, in each scenario that Pope Francis is supposedly cooking up, it is stated that the SSPX will be initially exempted from his Mass plans, but after signing a regularization agreement with Rome this priestly society will be expected to comply!

Can anyone who is even remotely familiar with the Society of St. Pius X seriously entertain the idea that their priests (and adhering faithful) would agree—let alone desire—such a “pre-nuptial agreement” with the Vatican? It’s positively unthinkable. Furthermore, another rumored scenario has Pope Francis forbidding the traditional Mass to everyone but the priests of the SSPX—again, does such a situation even seem plausible?

And what would become of the priests of the Ecclesia Dei Commission groups or even diocesan priests who are genuinely dedicated to the traditional Mass, often for the same theological reasons famously represented by Archbishop Marcel Lefebvre? Isn’t it more probable that they would either (a) simply ignore this unlawful papal command, or (b) “jump ship” either to function as “independent priests” or even into the arms of the SSPX! Pope Francis is certainly smart enough to consider these outcomes, thus would he actually risk them?

As for the supposed forthcoming “hybrid missal”, examination of this point will have to be delayed until my next piece on this topic. But suffice it to say for the moment (and with the authority of experience in liturgical printing), that such a project is rather impractical, not only from a manufacturing standpoint, but even a financial one, let alone in enforcing its acceptance.

Another important facet to these “Mass rumors” needs to be mentioned before concluding this segment: the ongoing disinformation campaign being waged against the Traditional Movement. For over a decade I have observed how the radicals (whether inside or outside the Vatican) have cleverly spun the rumor mill and craftily-planted stories in the news that cast Tradition in a negative light. Upon closer examination, the methods being employed are strangely reminiscent of Cold War intelligence tactics of sowing fear, doubts, and internal division within the Traditionalist Movement.

Thus, when hearing of such “Mass rumors” we should avoid becoming Chicken Littles who panic that “the end is near” (again). Rather, we should continue to place our hope and confidence in Almighty God“Qui fecit caelum et terram”Who has upheld and protected the traditional Roman Mass during the last 50 years of the liturgical crisis.


Catholic Family News

jueves, 11 de enero de 2018

Neolengua: 5 métodos de manipular palabras que se usan para que no te atrevas a discrepar



Si el progresismo goza de una posición hegemónica en Occidente no es por su fuerza de convicción. El adoctrinamiento escolar tampoco sería capaz de garantizar por sí solo es dominio.

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Indudablemente, el papel de los medios de comunicación en ese escenario ha sido fundamental, pero con manipular los hechos no habría bastado para que el progresismo alcanzase sus objetivos. A la hora de transmitir ideas y blindarlas frente a cualquier crítica, el progresismo ha utilizado formidablemente el poder de las palabras, manipulándolas. 

En su famosa novela “1984”, George Orwell escribía: 
"La intención de la neolengua no era solamente proveer un medio de expresión a la cosmovisión y hábitos mentales propios de los devotos del Ingsoc, sino también imposibilitar otras formas de pensamiento". 
Ésta es la misma finalidad de la neolengua progresista de hoy en día. Veamos algunos ejemplos:

1. Disfrazar la verdad

Este método se ha utilizado a menudo en cuestiones como el aborto. La organización polaca Instytut Ordo Iuris‏ recordaba este lunes lo ocurrido en ese país eslavo durante la dictadura comunista: “la doctrina comunista sobre la interpretación de la ley del aborto subrayó que el bien legalmente protegido en lugar del ‘niño concebido’ se convirtió en un ‘estado de embarazo’ y, por lo tanto, no la persona humana con derecho a la vida.” La organización polaca también señalaba la forma con que los comunistas quebraron el estrecho vínculo entre toda madre y el niño que lleva en el vientre: evitando referirse a las mujeres embarazadas como “madres”, pues la propia palabra indica la presencia del hijo. Catalina Adair, antigua empleada del lobby abortista estadounidense Planned Parenthood, señalaba hace unos años: “Me recordaban continuamente que en lo referido al bebé, la terminología adecuada era ‘grupo de células’ o ‘el contenido del útero’.“ El objetivo es claro: cosificar e invisibilizar a los seres humanos a los que se propone liquidar, y de paso ridiculizar a quienes defienden los derechos de esos seres humanos, caracterizándoles como “defensores de fetos” o como personas más preocupadas por un “puñado de células” que por seres humanos propiamente dichos. Curiosamente, es un método de estigmatización ya usado por movimientos racistas, que han presentado despectivamente a defensores de ciertas minorías raciales como “amigos de los negros” o “amigos de los judíos”.

2. Blanquear el mal

Para ocultar el hecho objetivo de matar a un ser humano inocente e indefenso, en la Segunda Guerra Mundial los nazis promovieron el aborto en países como Polonia usando la expresión “auswahl-freiheit” (libertad de elección). Con esta expresión se buscaba que las madres pensasen que no estaban haciendo algo tan horrendo como deshacerse del hijo que llevaban en su vientre, sino que se limitaban a hacer algo tan legítimo como elegir sobre su propio cuerpo, aunque el hijo por nacer no sea parte del cuerpo de la madre y aunque los nazis buscasen, en realidad, la desaparición de la población nativa de los países ocupados: “sólo nos puede satisfacer que las niñas y las mujeres tengan tantos abortos como sea posible”, escribió Hitler en una carta a Martin Bormann sobre Ucrania en 1942. El progresismo actual ha copiado esas técnicas de manipulación, usando términos como “aborto libre” o “interrupción voluntaria del embarazo”, de forma que se oculta la realidad del aborto y, de paso, los provida quedan como personas autoritarias que rechazan la libertad de las mujeres. En esta retorcida forma de manipulación, la libertad de los hijos por nacer y su derecho a vivir son totalmente ignorados.

3. Si discrepas eres una mala persona

Es otro método que el progresismo ha usado con gran eficacia. Con él consigue que el hecho de opinar distinto te convierta en una persona odiosa. Por ejemplo, defender el matrimonio como la unión de un hombre y una mujer -lo que ha sido históricamente y sigue siendo en la mayor parte del mundo- ya no es algo legítimo: te convierte en culpable de “homofobia”, es decir, odio contra los homosexuales y, con ello, te arriesgas incluso a ser multado en algunos sitios. De igual forma, discutir los disparates de la ideología de género y afirmar el origen biológico de las diferencias entre hombres y mujeres ya ha dejado de ser una opción legítima en medio de un debate de ideas: ahora lo llaman “transfobia”. En la misma línea de impedir el libre debate de ideas, en Occidente puedes criticar cualquier otra religión, pero si criticas el Islam te acusan de “islamofobia”, término que equiparan con el racismo, aunque no estemos hablando de una raza. Curiosamente, estos términos han sido aceptados por medios de comunicación que teóricamente tienen líneas editoriales opuestas, y algunos de los cuales consideraban ridículo que en el franquismo se llamase “antiespañoles” a quienes se oponían a la dictadura. Sin embargo, esos mismos medios nunca llaman hispanofobia o cristianofobia ni a las más claras manifestaciones de odio a España o a los cristianos.

4. El cebo de la tolerancia

La dictadura del relativismo ha socavado el reconocimiento de la verdad. Para el progresismo lo importante no es la verdad, sino una idea tramposa de la tolerancia, que consiste en tolerar únicamente aquellas ideas o hechos que esa ideología considera positivos, aunque luego sus partidarios se muestren intolerantes hacia quienes discrepan de ellos. Un ejemplo de estas manipulaciones lo tenemos en España en los sondeos de opinión del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Bajo diversos gobiernos (se hizo, por ejemplo, en diciembre de 2000, con el PP en el poder, y en junio de 2004, ya gobernando el PSOE), el CIS ha planteado a sus encuestados preguntas en las que se les animaba a pronunciarse cómo eran de “tolerantes” ante diversas cuestiones, metiendo en el mismo saco a otras ideologías y religiones, por un lado, y a atrocidades como el aborto. Era una forma de condicionar al encuestado, haciéndole sentirse intolerante si no daba una respuesta satisfactoria desde un punto de vista progresista. A pesar de ello, la mayoría de los encuestados se mostraron poco o nada tolerantes con el aborto (un 49,3% en 2000 y un 48,6% en 2004). Cabe preguntarse si el porcentaje habría sido mayor de haber preguntado a los encuestados -sin eufemismos- si están de acuerdo con que se mate a hijos por nacer.

5. Sólo eres extremista si discrepas del progresismo

Un método de manipulación del que ya he hablado en este blog y que ha sido muy eficaz, pero que cada vez lo es menos, consiste en presentar como radicales a los que discrepan, pero negando todo extremismo en las filas afines al progresismo, incluso cuando hablamos de elementos totalitarios como los comunistas. Los medios de distintas tendencias hablan a menudo de “ultraderecha”, pero no de “ultraizquierda”. De igual forma, ciertos medios hablan de “ultracatólicos” pero nunca de “ultraateos” o “ultramusulmanes”, o afirman que hay “ultraconservadores”, pero nunca se les ha visto hablando de “ultraprogresistas”. Es como si el hecho de ser de izquierdas te hiciese inmune a ese prefijo tan poco favorecedor. Curiosamente, este método de manipulación ha funcionado durante décadas, mientras sembraban el terror bandas terroristas de ultraizquierda como ETA, los GRAPO y otras. ¿Cómo es posible? La propia izquierda moderada se encargaba de borrar el carácter de ultraizquierdista de esos criminales tachándoles de “fascistas”, aunque en realidad fuesen partidarios del marxismo-leninismo. Estos últimos años, el auge de los populismos de extrema izquierda ha empezado a cambiar las tornas. Paradójicamente, ahora más gente reconoce la existencia de esa ultraizquierda, pero al mismo tiempo planteamientos surgidos de ese sector, concretamente del marxismo cultural, están más extendidos que nunca: ideología de género, corrección política, ecologismo radical, etc.

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