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sábado, 24 de junio de 2017

Reflexiones ante la Crisis de la Iglesia (Marcelo González)



La Iglesia está descalabrada, el mundo está descalabrado y crujen por todas partes. Naturalmente lo estamos los hombres (el género humano, entiéndase).

Dentro de la Iglesia, en virtud de la obligación natural de todo bautizado de defender la Fe en caso de peligro y de confesarla en todo momento, hay una reacción fuerte, más virulenta que nunca bajo el pontificado de Francisco, fruto de su modo dialéctico extremo de provocar y también, aunque muchos piensen lo contrario, por la coherencia casi extrema también de su gobierno con los principios que lo inspiran, a saber, los del Concilio Vaticano II. Posiblemente sea el papa más conciliar, el que ha llevado sus novedades a las últimas consecuencias.

Él lleva a la práctica con más consistencia los falsos principios liberales que cualquiera de los otros papas conciliares, quienes esquivaron no la teoría sino sus consecuencias naturales. Juan Pablo II defendió la subversión de los fines del matrimonio, pero concluyó en que la contracepción era un mal y en la indisolubilidad del vínculo, pobre defensa por más entusiasta que fuese, ya que se fundaba en un cimiento minado por el error. La moral personalista, fuertemente condenada ya por Pío XII, guió su magisterio en materia familiar.

Sin embargo, el papa Woytila ya había concluido coherentemente en otros aspectos de la neodoctrina del Vaticano II. Asís es uno de los ejemplos más elocuentes. Asís, sin embargo, no levantó olas de indignación, salvo entre los tradicionalistas. 
De modo que este estallido contra la doctrina de Francisco, que incluye a algunos clérigos de algo rango, no se explica más que en el desengaño de muchos, quienes sin ver las causas que estaban (y están) minando la Iglesia desde mucho antes, parecen descubrir ahora que proceden de la cabeza terrenal del Cuerpo Místico, del Vicario de Cristo, no en cuanto tal, obviamente, sino en virtud de sus errores doctrinales. Un papa que, consideran estos desengañados, es un extraño en la cátedra de Pedro y cuyas ideas no tienen antecedentes…

Pero sí tienen, múltiples y terribles antecedentes. Omitir este análisis de la situación de la Iglesia conduce a una situación peligrosa: si antes estas personas no ejercían ningún tipo de juicio objetivo sobre las desviaciones doctrinales, o eran particularmente benignos con ellas, ahora lo ejercen por demás. Van más allá de juicio de la doctrina y se meten en el pantano otros juicios…

¿Qué juicio se puede realizar sobre esta cuestión?

El primero, obligatorio y al alcance de todo bautizado que no ha naufragado en su Fe, es el de reconocer la contradicción entre lo que la Iglesia ha enseñado siempre y lo que se viene enseñando desde hace ya muchos años. No se necesita una gran fineza teológica pero sí un sentido de la Fe alerta y eficaz, no demolido por la indiferencia, el nulo ejercicio de la práctica religiosa o la ignorancia supina. Pero no es que este privilegio de ejercer el sentido de la Fe sea para los sabios y les esté vedado a los sencillos. Con frecuencia son estos quienes rechazan las novedades porque sospechan, con intuición cierta, que esto no es lo que les fue enseñado o no es la forma de vivir que la Iglesia ha ponderado siempre como fruto de las virtudes cristianas.

También están los católicos cultivados, que pueden elevar su juicio a un nivel de fundamentación más explícito que el de los sencillos. A estos les afecta con frecuencia (nos afecta, por mejor decir) la tentación de llevar el juicio que nos es lícito, es decir, sobre qué es católico y qué no lo es conforme a lo que la Iglesia ha sostenido siempre, al campo del juicio sobre la autoridad de la Iglesia. Esta frontera se cruza con mucha facilidad. Parece poco decir “lo que Francisco predica en esta homilía contiene errores (y también horrores)” y cruzamos a un terreno donde no nos es posible pisar con seguridad: “esto lo convierte en antipapa, en hereje, queda depuesto, etc.”.

Pero, ¿cómo no decir algo así si vemos y oímos cosas escandalosas, que nos conmueven en nuestra fibra más profunda de católicos? Bien, aquí comienza una tarea de discernimiento de las cosas que no puede pasar por las reacciones de ira o de indignación.
Así como la Caridad (como virtud sobrenatural) se asocia a la verdad en el orden del ser, así parece que deben asociarse en la vida cristiana para que se pueda llegar a cierto grado de perfección espiritual, necesario para salvar el alma. Así como nuestro juicio o sentido de la Fe debe estar alerta para no ser llevados al error por los heretizantes, así nuestra disposición frente al escándalo no puede prescindir del ejercicio de las virtudes cristianas. No solo la Fe, sino también la Esperanza y la Caridad, para no derrapar inclusive en cuestiones de Fe.

La Esperanza nos ata a las promesas de Cristo y nos recuerda que la Iglesia no puede sucumbir y es indefectible. Las lacras que la afean son parte de su pasión, como las llagas de Cristo, que repugnan a los sentidos pero no afectan la indemne divinidad del Redentor. Y así como El anticipó a sus discípulos lo que iba a padecer, también nos anticipó a los cristianos de los últimos tiempos lo que estamos viviendo, tanto en sus profecías canónicas como en las apariciones de la Santísima Virgen que la Iglesia ha hecho suyas, honrándolas extraordinariamente.

Caridad y Verdad, reaseguros del buen camino

La Caridad es con la verdad un anverso y un reverso. No sólo porque se debe predicar la verdad por amor a las almas; no sólo porque esta prédica debe ser caritativa también en el modo, sino además porque sin caridad se obnubila el sentido de la Fe. Ante realidades tan violentas para el espíritu católico como las que vemos a diario, el alma necesita sostenerse en un equilibrio difícil. Cuando abunda el pecado sobreabunda la gracia. Las gracias están, pero ¿las aceptamos con las mejores disposiciones? 

Si nuestra vida espiritual se centra en una obsesiva denuncia o lamentación de los males que padece la Iglesia olvidamos que la causa de esos males es el pecado, que nosotros integramos [también] el elenco de los pecadores y que reparar ese pecado con oración y penitencia es más importante y efectivo que cualquier otra cosa. Podremos y también deberemos defender la Fe que está claramente en peligro, en donde tengamos la posibilidad de hacerlo. Pero con un espíritu de verdad informado por la Caridad.

De otro modo nuestro esfuerzo se vuelve meramente humano (caemos en cierto modo en el naturalismo que condenamos), se agota en la denuncia contra la perversión de la Fe

Es necesario el ejercicio de la virtud. Primero, la humildad, que nos pone en nuestro lugar; luego la moderación del espíritu crítico, porque su exacerbación nos aleja de la defensa de la Fe y nos acerca al celo amargo; finalmente la mansedumbre que nos da la paz del espíritu, sin la cual no seremos ni buenos confesores de la Fe ni tampoco, llegado el caso, mártires.

Dependemos de los sacramentos. Y sin embargo, tantas veces en lugar de buscarlos en su forma más tradicional, aun a costa de sacrificios, optamos por abandonarnos a la ira contra el espanto del Novus Ordo. ¿Para qué? El ejercicio de la abnegación (tan necesaria para evitar el orgullo), el ejercicio puntual de los deberes de estado, que no pocas veces descuidamos bajo pretexto de sostener “causas más importantes” son el primer acto de restauración de la Iglesia. Buscar la Misa, y en torno a ella fundar o preservar la familia. Esa pequeña cristiandad es la verdadera resistencia contra el Modernismo, las sectas, los poderes ocultos…

Presunción y desesperación

¿Cómo podremos ver con claridad (y obrar con Caridad) si estamos cegados por la indignación que con frecuencia no es un puro celo por la gloria de Dios sino mezcla de nuestras pasiones y resentimientos? ¿Cómo podremos ver con claridad la justa medida si vivimos en y contribuimos a producir un ambiente donde el despellejamiento sistemático del prójimo es casi un deporte, y realizamos juicios temerarios con absoluta naturalidad? Esto, sin duda, es un grave obstáculo, un impedimento para recibir la gracia que necesitamos en estos tiempos de gravísimas tentaciones y pruebas.

Hacia arriba juzgamos la cobardía, la traición, la entrega, la estupidez de los que tienen responsabilidades jerárquicas en la Iglesia. No está en nosotros juzgar al prójimo en este sentido. “No juzguéis y no seréis juzgados” significa esto, precisamente, que del fuero interno no se puede emitir juicio, está reservado solo a Dios. Y de lo externo, si juzgar no significa discernir lo que está bien de lo que está mal, fundados en lo que la Iglesia nos ha enseñado, ¿qué significa? Advertir a los engañados de esos peligros, sin duda. Pero también de que Dios está al mando de las cosas y lo que no se encamina es porque Él lo permite, seguramente porque no merecemos todavía esta restauración.

Asumir una responsabilidad que no nos ha sido dada por Dios, erigirnos en jueces sin que nadie nos haya puesto en ese oficio: ¿puede haber algo más contrario a la Caridad, más presuntuoso y soberbio? Por algo en las letanías del Espíritu Santo, no me canso de recordarlo, pedimos que se nos libre de la presunción y de la desesperación conjuntamente. Y esto es porque de la primera nace la segunda, que se puede manifestar en engañosas iluminaciones, en las que nos sintamos intérpretes proféticos de las situaciones profundamente misteriosas y salgamos a proclamar soluciones o a deponer autoridades. Ridículo, patético y trágico. Obramos como pobres locos creyéndonos lo que no somos y pronunciando “verdades” que no pasan de opiniones endebles y no pocas veces absurdas.

Hacia abajo no somos mejores: conminamos a los demás a despertar de su estúpido letargo, a advertir de que nosotros decimos la verdad de las cosas. Y aun cuando digamos muchas verdades fundados en la autoridad de la Iglesia, no pocas veces las decimos como escupiéndolas, no precisamente de un modo evangélico. Ni que hablar cuando se demuestra que teníamos razón en tal o cual punto: la alegría de que otro haya visto la verdad se opaca con nuestro espíritu de recriminación: “ya te lo dije y no me escuchaste”. ¿Llegamos incluso a alegrarnos de la probable condena eterna de los pecadores? A veces lo temo. Recordemos que Nuestra Señora en Fátima nos pidió rezar permanentemente por los “pobres pecadores”. Y los santos pastorcitos dedicaron su vida a sacrificarse por ellos del modo más admirable.

La crítica es un necesario ejercicio de la razón, en cuanto se haga según la prudencia. No sobre materias o personas que nos exceden en rango o calidad intelectual. No sobre intenciones ocultas. No basados en nuestra propia autoridad. Sino más bien, sobre temas en los que tenemos la obligación de discernir, allí donde tenemos competencia y nuestro juicio puede ayudar, a modo de canal de transmisión de la Verdad que atesora la Iglesia, pisando con prudencia para no confundir nosotros mismos lo que es de la Iglesia con nuestra opinión. Porque también hay que tener una formación sólida para intervenir con provecho de los propios y ajenos en ciertos debates, y algunos no deben darse fuera de un contexto adecuado, porque hacen más daño que bien. Conviene limitarnos humildemente a lo que sabemos. Admitiendo que muchas cosas, la mayoría, nos superan. Esto hará más a favor de la verdad que cualquier perorata caprichosa.

Porque hoy en día, ¿quién puede decir honestamente que tiene certezas sobre lo que pasa o pasará en la Iglesia y en el mundo, más allá de sus lineamientos generales? Dios tiene planes que no conocemos más que borrosamente. Las certezas absolutas son simples y con frecuencia las olvidamos: Nuestro Señor Jesucristo estará con nosotros hasta el fin de los siglos. Las puertas del Infierno no prevalecerán. El Corazón Inmaculado de María triunfará en esta instancia histórica, en un tiempo no lejano pero indeterminable.

Sobre lo demás ¿qué podemos hacer sino sufrirlo y ofrecerlo? Hablar cuando sea de provecho, y el resto del tiempo mantenernos en silencio y oración.