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sábado, 20 de julio de 2019

La lección de la hermana Tierra


Duración 9:12 minutos

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Dice el cardenal peruano Pedro Barreto que el Instrumentum Laboris del Sínodo de la Amazonía es una expresión de la voz del pueblo de Dios, y creo que hacía tiempo no había leído tamaño abuso de la secreta aritmética del sensus fidelium.

Barreto tiene 75 años, es decir, pertenece a esa generación que inmovilizó la modernidad, definiéndola a su manera y para siempre, los mismos que definen como anhelos de la juventud las reivindicaciones de una minoría rica a finales de los sesenta, y como voz del pueblo las ideas trasnochadas y polvorientas de esos años.

No es solo que el documento de trabajo no sea ‘la voz del pueblo’ de Dios, que está a otras cosas más perentorias y de mayor alarma, es que incluso pretender que la evangelización de dos millones de personas en la cuenca amazónica merece un sínodo universal que no ha tenido, digamos, la apostasía de muchos millones en la propia cuna de la cristiandad es llevar el oportunismo eclesial un poco lejos.

¿He dicho ‘evangelización’? Ustedes perdonen, me he dejado llevar. Porque, según dice Barreto en La Civiltà Cattolica, no va de eso en absoluto, sino que su objetivo es “crear las condiciones que permitan a los pueblos que viven en el vasto e importante territorio amazónico vivir con dignidad y mirar al futuro con confianza, siempre en el marco del respeto mutuo y el reconocimiento de las responsabilidades diferenciadas y complementarias que corresponden a los actores sociales, políticos y religiosos”. Un funcionario de la ONU no podría haberlo dicho mejor.

¿Ven ustedes que falta algo en el farragoso párrafo, hasta arriba de retórica moderna? Pues lean, lean: “El Sínodo para la Amazonia y más ampliamente, la misión de la Iglesia en este territorio son, de hecho, expresiones de un acompañamiento significativo a la vida cotidiana de los pueblos y comunidades que viven allí”. No hay ningún ‘Cristo’ que ver aquí, sigan circulando.

De hecho, la Iglesia en la región no supone para Barreto, ni tiene como fin, el anuncio de la Buena Nueva de la Salvación, sino “un prisma que permite identificar los puntos frágiles de la respuesta de los Estados y de las sociedades como tales ante situaciones de urgencia respecto de las cuales, independientemente de la Iglesia, existen deudas concretas e históricas que no pueden ser eludidas”.

Y por eso este Sínodo supone “la oportunidad de examinar la identidad de estos pueblos y su capacidad de proteger estos ecosistemas de acuerdo con su forma cultural específica y su cosmovisión puede permitir a nuestras sociedades no amazónicas crear las condiciones adecuadas para apreciarlos, respetarlos y aprender de ellos”. Si a ustedes les sorprende que la Iglesia considere su misión este chato esquema de vaga ONG profundamente ideologizada, sepan que a nosotros también.

Habla también Barreto bastante, como lo ha hecho el Santo Padre, de ‘identidad’, de ‘respeto’ a las culturas propias de los indígenas y de la amenaza de una invasión que acabe tanto con sus formas de vida como con el control de su propio territorio, lo que contrasta de forma tan poderosa con el mensaje papal favorable a la inmigración ilegal masiva de Europa que uno solo puede concluir que conviene vivir en el Paleolítico para que la propia identidad se considere inviolable por la nueva jerarquía eclesiástica.
En todo el discurso de Su Eminencia, cardenal de la Iglesia fundada por Jesucristo, no hay apenas rastro de ese espíritu de compartir la Buena Nueva del que nuestro Salvador hizo la primera orden tras su Resurrección: “Id y anunciad por todo el mundo…”. Por el contrario, cita a Su Santidad con estas palabras: “La Iglesia no es ajena a vuestros problemas ni a vuestras vidas, no quiere ser ajena a vuestro modo de vivir y de organizar. Necesitamos que los pueblos originarios den forma cultural a las Iglesias locales amazónicas”.

¿Necesitamos que los pueblos originarios den forma cultural a las Iglesias? ¿De verdad? ¿Es esa la prioridad? Tras la publicación en lengua nahuatl, la nativa de los aztecas, del Nican Mopohua, donde se relataba la aparición de la Virgen de Guadalupe, un pueblo inconcebiblemente alejado culturalmente del europeo aceptó masivamente la fe. Estamos hablando de unos 6-8 millones de indígenas pidiendo el bautismo en apenas un lustro, para integrarse en un culto en un idioma extraño, el latín, y con ritos, formas y conceptos que les eran absolutamente ajenos.

En contraste, vive entre los yanomamis del Amazonas una misión católica desde hace 53 años que aplica con fervor el credo expresado por Barreto en las páginas de La Civiltà Cattolica, con un resultado en medio siglo de cero conversiones. Ni una sola.

Llámenme rígido y critiquen mi rostro avinagrado, pero sospecho que el que una institución de origen divino a la que le ha sido confiado por el propio Autor de la Vida un mensaje eterno de salvación, se dedique a ‘escuchar’ y aprender de unos indígenas con groseras supersticiones neolíticas es, en palabras del cardenal Müller, una idiotez, síntoma de algo mucho peor.

Carlos Esteban