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domingo, 31 de octubre de 2010

ACERCA DEL PROGRESO

Cuando el hombre intenta representarse el pasado de la especie humana e imaginar el futuro de la humanidad, casi siempre aparece en su mente la idea de progreso. Hay una fe inquebrantable en que el progreso constituye la ley por la que se rige la evolución humana.

El hombre de hoy no solo cree que la humanidad ha progresado: cree también que seguirá progresando. Si hay algo en lo parece que todo el mundo está de acuerdo es precisamente en querer progresar. Pero, ¿a qué nos referimos exactamente cuando usamos esa palabra?

Sin pretender hacer aquí un análisis exhaustivo -pues no se trata de eso- sí diremos lo nos parece que es esencial cuando se habla de “progreso”, rectamente entendido. Progresar supone “ir a más”, “ir a mejor”.

Todo progreso conlleva un cambio, de modo que sin cambio no hay progreso posible, pero no en todo cambio hay progreso, por el mero hecho de ser cambio. Todos los cambios no tienen el mismo valor.

Cuando vemos una cosa percibimos en ella “algo” que nos atrae, que polariza nuestra atención y nuestro deseo hacia esa cosa, y que la hace preferible a otras cosas. Por ejemplo: la cultura es preferible “en sí” a la ignorancia, y esta preferencia razonable no es subjetiva, sino objetiva: la superioridad del conocimiento al desconocimiento es indiscutible.

Ese atractivo que distingue unas cosas de otras y las hace preferibles, es lo que llamamos valor. A cada valor se le opone un disvalor, un antivalor. Y la elección es ineludible, por el simple hecho de vivir. Hay que definirse. En buena lógica, lo propio sería elegir siempre aquello que (en sí mismo) es mejor  frente a lo que no lo es: elegir el valor y no el antivalor. Pero la vida no suele ser lógica.

Nos encontramos con el hecho –sorprendente, pero real- de que el ser humano elige con bastante frecuencia la mentira, la fealdad y la maldad, y las prefiere a la verdad, a la belleza y a la bondad. ¿Cómo explicar semejante irracionalidad?

El problema, por otra parte, no es nuevo, sino que es tan antiguo como la humanidad. Ya en el siglo I antes de Cristo escribía el poeta romano Ovidio: "Video meliora proboque; deteriora sequor", lo que significa: "Veo lo mejor y lo apruebo; pero elijo lo peor". Lo razonable sería elegir los valores. Por lo tanto, el no preferir los auténticos valores y decidirse por los antivalores es un problema de la voluntad y no de la razón. El hombre puede optar libremente por aquello que no es bueno, ignorando –e incluso rechazando- lo que la razón le hace ver que es lo mejor.

Ahora bien: lo que el hombre no puede elegir es la consecuencia de sus actos; si tiene una pelota en la mano, puede elegir entre soltarla o no; pero no puede decidir acerca del movimiento de la pelota. Si suelta la pelota, ésta caerá de modo inevitable, por más que él le dijera a la pelota que se quede donde está y que no se caiga. El movimiento de la pelota responde a unas leyes, impresas en la naturaleza, que son independientes de las preferencias del sujeto. Esas leyes están ahí; y es preciso conocerlas lo mejor posible.

Un ejemplo, de todos conocido, es la ley de la gravedad, según la cual los cuerpos se atraen. Dicha ley fue descubierta experimentalmente por Newton en 1687. Esta ley ya se cumplía (estaba impresa en la naturaleza de las cosas, por así decirlo), pero aún no se conocía. Su conocimiento supuso un verdadero progreso.

De modo análogo, el ser humano se rige también por unas leyes impresas en su naturaleza, unas leyes que no dependen de su voluntad. El hombre debe procurar por todos los medios conocerlas y actuar conforme a ellas, con la particularidad de que, al ser libre, puede optar por no hacerlo así. Sin embargo, esas leyes, impresas en su corazón, son las únicas que, siguiéndolas, le pueden proporcionar la verdadera felicidad.

Teniendo en cuenta lo dicho, ¿podemos afirmar, con verdad, que se está dando hoy un progreso real en la sociedad? Para contestar a esta pregunta debemos matizar:

Desde un punto de vista científico sí existe tal progreso, puesto que hay un mejor conocimiento de la realidad y de sus aplicaciones prácticas en todas las ciencias experimentales: Física, Química, Biología, Medicina, Informática, etc…. Esto es innegable y nadie lo pone en duda.

Pero no se debe olvidar que cuando se habla de progreso, esta palabra debe ser entendida en su totalidad. Una ciencia que tratase al hombre como una cosa no supondría un progreso, sino un enorme retroceso, por muy avanzada que estuviera la ciencia tecnológicamente.

La realidad es muy profunda y requiere, para su conocimiento, de la conjunción de muchas ciencias, no sólo las experimentales. De ahí la necesidad de las ciencias filosóficas y teológicas (que, además, son anteriores, en el tiempo, a las experimentales). Eso sí: hay que decir que no toda filosofía es ciencia filosófica, ni toda teología es ciencia teológica: lo son únicamente en la medida en que acerquen a la verdad.

Los auténticos científicos, en el sentido más amplio de la palabra ciencia, tienen en común el amor a la verdad, dondequiera que ésta se encuentre, aunque no pueda ser demostrada usando el método científico experimental que, al fin y al cabo, es solo un medio (muy importante, pero no único) de acceso a la realidad.

El hombre debe limitarse a descubrir la realidad; y actuar sobre ella, transformándola para su propio bien y el de sus semejantes. Y en la medida en que lo consigue, -y sólo en esa medida - se puede hablar de un auténtico progreso. Esto siempre ha estado claro.

El gran problema del hombre de finales del siglo XX y comienzos del siglo XXI es que se ha decantado “voluntariamente” por la oscuridad. Ha decidido que la verdad es algo subjetivo, que cada uno posee su propia verdad, pero que no existe ninguna verdad que sea verdad para todos.

Veamos: si una persona dice “la verdad no existe” está afirmando "algo". Nos está comunicando un mensaje. Si el mensaje es falso significa que la verdad existe. Y si el mensaje es cierto, significa que "es verdad" que "la verdad no existe", luego hay una verdad; una verdad que, además, contradice lo que se dice en el mensaje, pues no es posible que la verdad exista y que, al mismo tiempo, no exista.

Queda clara la falacia (el engaño) que supone decir que cada uno tiene su verdad; a menos que se entienda por “verdad” a las distintas opiniones acerca de las cosas. Pero entonces hay que expresarse con rigor: no es "mi verdad", sino que es "mi opinión", que no es lo mismo. Cuando la opinión se acerca a la verdad, en esa misma medida, deja de ser opinión y se transforma en verdad; y ésta es la misma para todos.

A veces nos quedamos con la idea de que la objetividad de la verdad es sólo para las ciencias experimentales, pero que en la moral sí cabe la subjetividad. Y sin embargo, no es así. El progreso científico debe estar al servicio del ser humano. Una ciencia cuyos resultados se utilicen para dominar al hombre, una ciencia inhumana, no supone ningún progreso, como ya hemos dicho.El progreso debe ser entendido en su totalidad y tomando siempre, como referencia, el bien común.

El aborto, la eutanasia, el matrimonio entre homosexuales, la experimentación con embriones humanos, la libre elección de sexo y cosas por el estilo, se oponen a la verdad sobre el ser humano. Y suponen, por lo tanto, un enorme retroceso, una marcha atrás, hacia los antivalores.

¿Cómo se puede hablar, por ejemplo, de derecho al aborto? ¿Cómo se va a tener derecho a lo que es intrínsecamente malo? ¿Cómo se puede tener derecho a matar a otra persona –pequeñita, pero persona- sencillamente porque me molesta que exista?

Por la misma regla de tres, también se tendría derecho a robar. Todo, por horrible que fuera, estaría justificado, si el hombre –varón o mujer- decidiera que eso es la correcto. La verdad pasaría a un segundo plano, en aras de una mal llamada "libertad", que pretende pontificar acerca del ser de las cosas, según la propia conveniencia".

Los pretendidos “derechos” a lo antinatural son una tremenda mentira que, por desgracia, está calando hoy en la sociedad, debido, sobre todo, a la influencia de muchos medios de comunicación, que dicen verdades a medias (mucho peores que las mentiras declaradas) y que producen gran confusión entre la gente.

Hitler lo decía claramente: “Repite cien veces una mentira y se convertirá en verdad”. Y Stalin: “Miente fuertemente que, cuanto mayor sea la mentira, más se lo creerá la gente”. Hitler y Stalin estaban locos, pero no eran tontos.

Y lo que comenzó siendo una “democracia” acabó con la exterminación de millones de judíos en los campos de concentración nazis; y con la exterminación de más millones de personas todavía en el caso de los GULAG, los campos de concentración comunistas. Y todo ello con el asentimiento implícito (o incluso explícito) de la gente, cuya mente se había oscurecido. ¿Acaso podía ser justo obedecer esas leyes, promulgadas por hombres, y claramente injustas? Desde luego que no. La obligación de los ciudadanos era la desobediencia, aunque se jugaran su propia vida en ello. "Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres". Pero ahí están los hechos históricos para mostrar lo que ocurrió, desgraciadamente.

Curiosamente, hoy se habla de suprimir todo lo que se refiera a Dios, en “beneficio” del hombre. Es un gran engaño, un engaño demoníaco. No hay tal beneficio: querer suprimir a Dios equivale a querer eliminar el amor del mundo, puesto que “Dios es Amor”. Y un mundo sin amor no es humano.

¿Dónde está el beneficio? ¿Dónde el progreso? La lucha contra Dios acaba siendo lucha contra el hombre, porque nunca el hombre es más humano que cuando se parece a Dios, que es quien lo ha creado a su imagen y semejanza. Jesús enseña al hombre cómo es el hombre, cómo ha de ser el hombre; y lo puede hacer porque, además de ser Dios, es también verdadero hombre; y ha venido para que seamos verdaderamente felices, porque ha venido a enseñarnos aquello en lo que consiste el Amor, que es la entrega total de la propia vida a Dios (y a los demás hombres, en Dios).

Y junto al amor siempre va unida la alegría, según las palabras del mismo Jesús: "Hay más dicha en dar que en recibir" (Hch, 20,35), de las que dio testimonio con su propia vida. Él es nuestro modelo a imitar. No hay otro. En Jesucristo la humanidad ha llegado a su perfección. En la medida en que nos asemejemos a Él progresamos. En la medida en la que nos separemos de Él retrocedemos y nos perdemos.

(Nota: algunas de las ideas escritas en este artículo acerca del progreso están basadas en un ensayo con el mismo título del doctor Manuel García Morente)