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martes, 7 de julio de 2020

NOTICIAS VARIAS 7 de Julio de 2020





ADELANTE LA FE

Monseñor Viganò: «No creo que el Concilio fuera inválido, pero fue gravemente manipulado»

SPECOLA

Las pobres leyes humanas, información decadente del Vaticano, el homófobo Papa Francisco, la belleza nos lleva a Dios.

INFOVATICANA

Cardenal Zen: “Parolin está manipulando al Santo Padre”

THE WANDERER



IL SETTIMO CIELO

Padre patrón. El fundador del Movimiento Apostólico de Schönstatt abusaba de sus religiosas

Selección por José Martí

Algunas reflexiones sobre el Concilio Vaticano II y la crisis actual de la Iglesia (Monseñor Schneider)



S. E. Mons. Athanasius Schneider publicó hoy un documento titulado “Algunas reflexiones sobre el Concilio Vaticano II y la crisis actual de la Iglesia” a fin de esclarecer su posición sobre el Concilio y disipar toda confusión entre los fieles. En algunos temas, Mons. Schneider profundiza algunas de las reflexiones ya presentadas en su libro-entrevista Christus Vincit: Christ’s Triumph Over the Darkness of the Age.

Mons. Schneider dio la versión oficial del documento en exclusividad a Corrispondenza Romana en italiano, a Correspondencia Romana en español, a The Remnant en inglés y al Blog de Jeanne Smits en francés. Todos los derechos reservados.

En las últimas décadas no únicamente algunos modernistas declarados sino también teólogos y fieles que aman a la Iglesia han tenido una actitud que se parecía a una suerte de defensa ciega de todo aquello que había sido dicho en el Concilio Vaticano II. Tal actitud a veces parece requerir verdaderas acrobacias mentales y una “cuadratura del círculo”. También hoy la mentalidad de los buenos católicos lleva a considerar como totalmente infalible cada palabra del Concilio Vaticano II y cada palabra y gesto del Pontífice. Este género de malsano centralismo papal estaba ya presente en varias generaciones de católicos de los últimos dos siglos. Una crítica respetuosa y un debate teológico sereno, sin embargo, estuvieron siempre presentes y permitidos en el interior de la Iglesia, en conformidad con su gran tradición, ya que es la Verdad y la fidelidad a la revelación divina como también la tradición constante de la Iglesia lo que se debe buscar, lo que de suyo implica el uso de la razón y de la racionalidad evitando acrobacias mentales. Algunas explicaciones de ciertas expresiones obviamente ambiguas que inducen al error, contenidas en textos del Concilio, parecen artificiales y poco convincentes, especialmente cuando se reflexiona sobre los mismos, de un modo intelectualmente más honesto, a la luz de la doctrina ininterrumpida y constante de la Iglesia.

Instintivamente, se ha reprimido todo argumento razonable que pudiera, incluso mínimamente, colocar en discusión cualquier expresión o palabra en los textos del Concilio. Sin embargo, un comportamiento semejante no es sano y contradice la gran tradición de la Iglesia, como se observa en los Padres de la Iglesia y en los grandes teólogos de la Iglesia a lo largo de dos mil años. Una opinión diferente de la que ha enseñado el Concilio de Florencia sobre la materia del sacramento del Orden, es decir de la traditio instrumentorum, se permitió en los siglos posteriores a este Concilio y dio lugar al pronunciamiento del Papa Pío XII en el año 1947 en la Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis, con la cual corrigió la enseñanza no infalible del Concilio de Florencia, estableciendo que la única materia estrictamente necesaria par la validez del sacramento del Orden es la imposición de las manos del Obispo. Con este acto, Pío XII hizo no un acto de hermenéutica de la continuidad sino, precisamente, una corrección, porque esta doctrina del Concilio de Florencia no reflejaba la doctrina constante y la praxis litúrgica de la Iglesia universal. Ya en el año 1914 el Cardenal G.M. van Rossum había escrito respecto a la afirmación del Concilio de Florencia sobre la materia del sacramento del Orden, que aquella doctrina del Concilio es reformable y que incluso hay que abandonarla (cfr. De essentia sacramenti ordinis, Freiburg 1914, p. 186). Entonces,, en este caso concreto no había margen para una hermenéutica de la continuidad en este caso concreto.

Cuando el Magisterio Pontificio o un Concilio Ecuménico han corregido alguna doctrina no infalible de Concilios Ecuménicos precedentes– aunque esto ha ocurrido raramente–, con ese acto no han minado los fundamentos de la fe católica ni tampoco opusieron el magisterio de mañana al de hoy, como lo demuestra la historia. Con una Bula del año 1425 Martín V aprobó los decretos del Concilio de Constanza e incluso el decreto “Frequens” de la 39a sesión (del 1417), un decreto que afirma el error del conciliarismo, es decir, de la superioridad del Concilio sobre el Papa. Sin embargo, su sucesor, el Papa Eugenio IV, declaró en el año 1446 que aceptaba los decretos del Concilio Ecuménico de Constanza excepto aquellos (de las sesiones 3, 5 y 39) que perjudican los derechos y el primado de la Sede Apostólica” (absque tamen praeiudicio iuris, dignitatis et praeeminentiae Sedis Apostolicae). El dogma del Concilio Vaticano I sobre el primado del Papa rechazó definitivamente el error conciliarista del Concilio Ecuménico de Constanza. El Papa Pío XII, como ya fue mencionado, corrigió el error del Concilio de Florencia respecto a la materia del sacramento del Orden. Con estos no frecuentes actos de corrección de precedentes afirmaciones del Magisterio no infalible no fueron minados los fundamentos de la fe católica, no se han minado los fundamentos de la fe católica, precisamente porque dichas afirmaciones concretas (como por ejemplo las del Concilio de Constanza y de Florencia) no habían tenido carácter infalible.

Algunas expresiones del Concilio no pueden ser tan fácilmente reconciliables con la constante tradición doctrinal de la Iglesia, como por ejemplo las expresiones del Concilio sobre el tema de la libertad religiosa (en el sentido de un derecho natural y por lo tanto positivamente querido por Dios, de practicar y difundir una religión falsa, que puede abarcar también idolatrías o cosas peores), sobre una distinción entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica (el problema del “subsistit in” da la impresión de la existencia de dos realidades: por una parte la Iglesia de Cristo y por otra la Iglesia Católica), de la conducta ante la confrontación de las religiones no cristianas y de la conducta frente a las confrontaciones del mundo contemporáneo.

Aunque la Respuesta la Congregación para la Doctrina de la Fe a estos aspectos acerca de la doctrina sobre la Iglesia (29 de junio de 2007) dio una explicación del “subsistit in”, lamentablemente ha evitado decir con toda claridad que la Iglesia de Cristo es verdaderamente la Iglesia Católica, o sea, ha evitado declarar explícitamente la identidad entre la Iglesia de Cristo y la Iglesia Católica. Permanece, de hecho, un tono de indeterminación.

También se observa una actitud que rechaza a priori todas las posibles objeciones a las discutibles afirmaciones de los textos conciliares. Se presenta, en cambio, como única solución el método llamado “hermenéutica de la continuidad”. Desafortunadamente no se toman en serio las dudas con respecto a los problemas teológicos inherentes a aquellas afirmaciones conciliares. Debemos de tener siempre presente el hecho de que la principal finalidad del Concilio era de carácter pastoral y que el Concilio no tenía la intención de proponer sus propias enseñanzas de un modo definitivo.

Las declaraciones de los Papas antes del Concilio, también aquellos del siglo XIX y del siglo XX, reflejan fielmente a sus predecesores y a la constante tradición de la Iglesia de un modo ininterrumpido. Los Papas de dos siglos, decimonoveno y veinte, es decir después de la Revolución Francesa, no representan un período “exótico” con relación a la tradición bimilenaria de la Iglesia. No se puede reivindicar ninguna ruptura en las enseñanzas de aquellos Papas respecto al Magisterio anterior. En lo que dice respecto a la realeza social de Nuestro Señor Jesucristo y a la objetiva falsedad de las religiones no cristianas, por ejemplo, no se puede encontrar una significativa ruptura entre las enseñanzas de los Papas desde Gregorio XVI a Pío XII por un lado y las enseñanzas del Papa Gregorio el Grande (siglo VI) y sus predecesores y sucesores por el otro.

Verdaderamente se puede ver una línea continua sin ninguna ruptura desde la época de los Padres de la Iglesia hasta Pío XII, especialmente en temas como la realeza también social de Cristo, la libertad religiosa y el ecumenismo en el sentido de que existe un derecho natural positivamente deseado por Dios de practicar exclusivamente la única verdadera religión que es la fe católica. Antes del Concilio Vaticano II no existía la necesidad de hacer un esfuerzo colosal para presentar voluminosos estudios a fin de demostrar la perfecta continuidad de la doctrina entre un Concilio y otro, entre un Papa y sus predecesores, pues la continuidad era evidente. El hecho en sí de la necesidad, por ejemplo, de la “Nota explicativa previa” al documento Lumen Gentium demuestra que el mismo texto de la Lumen Gentium en el nº 22 es ambiguo respecto al tema de las relaciones entre el primado y la colegialidad episcopal. Los Documentos esclarecedores del Magisterio en la época post-conciliar, como por ejemplo las encíclicas Mysterium Fidei, Humanae Vitae, il Credo del Popolo di Dio de Paulo VI fueron de gran valor y ayuda, pero los mismos no aclararon las afirmaciones ambiguas del Concilio Vaticano II antes mencionadas.

Frente a la crisis que surgió con Amoris Laetitia y con el documento de Abu Dhabi estamos obligados a profundizar estas consideraciones sobre el necesario esclarecimiento o rectificaciones de algunas de las afirmaciones conciliares anteriormente mencionadas. En la Suma Teológica Santo Tomás presentaba siempre objeciones (“videtur quod”) y contra-argumentaciones (“sed contra”). Santo Tomás era intelectualmente muy honesto; las objeciones deben ser permitidas y tomadas en serio. Deberíamos utilizar su método respecto a algunos puntos controvertidos de los textos del Concilio Vaticano II que fueron discutidos durante casi sesenta años. La mayor parte de los textos del Concilio está en continuidad orgánica con el Magisterio anterior. En última instancia, el Magisterio Pontificio debe esclarecer de modo convincente algunas expresiones específicas de los textos del Concilio, lo que hasta ahora no siempre fue hecho de una manera intelectualmente honesta y convincente. Si fuera necesario, un Papa o un futuro Concilio Ecuménico deberían agregar explicaciones (algo así como notas explicativas posteriores) o presentar incluso modificaciones de esas expresiones controvertidas dado que no fueron presentadas por el Concilio como una enseñanza infalible y definitiva, como lo declaró también Paulo VI diciendo que el Concilio “evitó dar definiciones dogmáticas solemnes, empeñando la infalibilidad del magisterio eclesiástico” (Audiencia General, 12 de enero de 1966).

La historia nos lo dirá a distancia. Estamos a solo cincuenta años del Concilio. Seguramente lo veremos más claramente después de otros cincuenta años. Sin embargo, desde el punto de vista de los hechos, de las pruebas, desde un punto de vista global, el Vaticano II no ha traído un verdadero florecimiento espiritual en la vida de la Iglesia. Y aun cuando antes del Concilio ya existían problemas en el Clero, sin embargo, honestamente y por amor a la justicia, se debe reconocer que los problemas morales, espirituales y doctrinales del Clero antes del Concilio no estaban difundidos en una escala tan vasta y con una intensidad tan grave como lo fue en el período postconciliar hasta los días de hoy. Tomando en cuenta que ya antes del Concilio existían algunos problemas, la primera finalidad del Concilio Vaticano II debería haber sido, precisamente, establecer normas y doctrinas lo más claras posibles e incluso privadas de toda ambigüedad, como lo hicieron en el pasado todos los Concilios empeñados en reformas. El plan y las intenciones del Concilio eran principalmente pastorales, sin embargo, a pesar de su propósito pastoral, le siguieron consecuencias desastrosas que aún hoy estamos viendo. Ciertamente, el Concilio tiene varios textos hermosos. Pero las consecuencias negativas y los abusos cometidos en nombre del Concilio fueron tan significativos que obscurecieron los elementos positivos que se encuentran en él.

He aquí los elementos positivos que aportó el Vaticano II: es la primera vez que un Concilio Ecuménico hizo un solemne llamamiento a los laicos a tomar en serio sus votos bautismales para aspirar a la santidad. El capítulo de Lumen Gentium sobre los laicos es bello y profundo. Los fieles son llamados a vivir su bautismo y su confirmación como valientes testigos de la fe en la sociedad secular. Este llamamiento fue profético. Sin embargo, después del Concilio, este llamamiento a los laicos fue utilizado de un modo abusivo por el establishment progresista en la Iglesia y también por muchos funcionarios y burócratas eclesiásticos. Frecuentemente los nuevos burócratas laicos (en determinados países europeos) no eran ellos mismos testigos sino que ayudaban a destruir la fe en los consejos parroquiales y diocesanos y en otros consejos oficiales. Desafortunadamente estos burócratas laicos eran a menudo engañados por el Clero y los Obispos.

El período después del Concilio nos dio la impresión de que uno de los principales frutos del mismo fuera la burocratización. Esta burocratización mundana en las décadas posteriores al Concilio a menudo paralizó el fervor espiritual y sobrenatural en una considerable medida y, en lugar de la primavera anunciada, llegó un momento de invierno espiritual. Bien conocidas e inolvidables permanecen las palabras con las cuales Paulo VI diagnosticó honestamente el estado de la salud espiritual de la Iglesia después del Concilio: “Se creía que, después del Concilio, el sol habría brillado sobre la historia de la Iglesia. Pero en lugar del sol, han aparecido las nubes, la tempestad, las tinieblas, la incertidumbre. Predicamos el ecumenismo y nos distanciamos cada vez más de los otros. Buscamos cavar abismos en vez de colmarlos.” (Homilía del 29 de junio de 1972).

En este contexto, el Arzobispo Marcel Lefebvre, en particular, fue quien a una escala más amplia y con una franqueza comenzó (si bien no fue el único que lo hizo) en un ámbito más vasto y con una franqueza similar a la de algunos de los grandes Padres de la Iglesia, a protestar contra el debilitamiento y la dilución de la Fe católica, particularmente en lo que dice respecto al carácter sacrificial y sublime del rito de la Santa Misa, que se estaba difundiendo en la Iglesia, sustentado, o al menos tolerado, también por las autoridades de alto rango de la Santa Sede. En una carta dirigida al Papa Juan Pablo II al comienzo de su Pontificado, el Arzobispo Lefebvre describe de manera realista y apropiada en una breve síntesis la verdadera magnitud de la crisis de la Iglesia. Impresiona la perspicacia y el carácter profético de la siguiente afirmación: “El diluvio de novedades en la Iglesia, aceptado y alentado por el Episcopado, un diluvio que devasta todo en su camino: la fe, la moral, la Iglesia institución: no podían tolerar la presencia de un obstáculo, de una resistencia. Tuvimos entonces la oportunidad de dejarnos llevar por la corriente devastadora y de unirnos al desastre, o de resistir al viento y a las olas para salvaguardar nuestra fe católica y el sacerdocio católico. No podemos dudar. No podíamos dudar. Las ruinas de la Iglesia están aumentando: el ateísmo, el abandono de las iglesias, la desaparición de las vocaciones religiosas y sacerdotales son de tal magnitud que los Obispos están comenzando a despertarse” (Carta del 24 diciembre de 1978). Estamos ahora asistiendo a la culminación del desastre espiritual en la vida de la Iglesia que el Arzobispo Lefebvre ya señaló tan vigorosamente hace cuarenta años.

Al acercarnos a cuestiones relativas al Concilio Vaticano II y a sus documentos se deben evitar interpretaciones forzadas o el método de la “cuadratura del círculo”, manteniendo naturalmente todo el respeto y el sentir eclesiástico (sentire cum ecclesia). El principio de la hermenéutica de la continuidad no puede ser utilizado ciegamente a los efectos de eliminar a priori eventuales problemas evidentemente existentes o para crear una imagen de armonía, mientras persisten en la hermenéutica de la continuidad matices de incertidumbre. En efecto, tal enfoque transmitiría de manera artificial y no convincente el mensaje de que cada palabra del Concilio Vaticano II es inspirada por Dios, infalible y a priori en perfecta continuidad con el Magisterio precedente. Dicho método infringiría la razón, la evidencia y la honestidad y no rendiría honor a la Iglesia.

Tarde o temprano – tal vez después de cien años – la verdad será declarada tal como es. Existen libros con fuentes documentadas y demostrables que suministran profundizaciones históricamente más realísticas y reales sobre los hechos y las consecuencias respecto al evento del mismo Concilio Vaticano II, a la redacción de sus documentos y al proceso de interpretación y aplicación de sus reformas en las últimas cinco décadas. Son por ejemplo recomendables los siguientes libros que pueden ser leídos con provecho: Romano Amerio, Iota Unum: un estudio sobre los cambios en la iglesia católica en el siglo XX (1996); Roberto de Mattei, El Concilio Vaticano II: una historia nunca escrita (2010); Alfonso Gálvez, El invierno Eclesial (2011).
Los temas siguientes: el llamado universal a la santidad, el papel de los laicos en la defensa y el testimonio de la fe, la familia, como iglesia doméstica y la enseñanza sobre María Santísima– son los que se pueden considerar contribuciones verdaderamente positivas y duraderas del Concilio Vaticano II.
En los últimos 150 años la vida de la Iglesia fue sobrecargada con una insana papolatría a tal punto que ha surgido una atmósfera en la cual se atribuye un papel de centralidad a los hombres de la Iglesia en lugar de a Cristo y a Su Cuerpo Místico, y esto representa a su vez un antropocentrismo escondido. De acuerdo con la visión de los Padres de la Iglesia, la Iglesia es únicamente la luna (mysterium lunae), y Cristo es el sol. El Concilio fue una demostración de un rarísimo “Magisterio-centrismo”, pues con el volumen de sus prolijos documentos superó de lejos a todos los otros Concilios. Sin embargo, el Concilio Vaticano II también suministró una bellísima descripción de lo que es el Magisterio, que nunca antes había sido dada en la historia de la Iglesia. Está en el documento Dei Verbum, n. 10, donde está escrito: “Este Magisterio, evidentemente, no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve”

Por “Magisterio-centrismo” se entiende a los elementos humanos y administrativos, especialmente la producción excesiva y continua de documentos y frecuentes forums de discusión (con la consigna de la “sinodalidad”) que fueron colocados en el centro de la vida de la Iglesia. Si bien los Pastores de la Iglesia deben siempre ejercitar con celo el munus docendi, la inflación de los documentos y con frecuencia de los documentos prolijos, se reveló sofocante. Documentos menos numerosos, más breves y concisos habrían tenido un mejor efecto.

Un ejemplo clarísimo del malsano “Magisterio-centrismo”, donde representantes del Magisterio no se comportan como siervos sino como dueños de la tradición, es la reforma litúrgica de Paulo VI. En cierto sentido, Paulo VI se colocó por encima de la Tradición -no de la Tradición dogmática (lex credendi), sino de la gran Tradición litúrgica (lex orandi). Paulo VI se atrevió a iniciar una verdadera revolución en la lex orandi. Y en cierta medida, actuó en desacuerdo con la afirmación del Concilio Vaticano II, el cual, en Dei Verbum, n. 10, afirma que el Magisterio sólo es el servidor de la Tradición. Debemos colocar a Cristo en el centro, Él es el sol: lo sobrenatural, la consistencia de la doctrina y de la liturgia y toda la verdad del Evangelio que Cristo nos ha enseñado.

A través del Concilio Vaticano II, y ya con el Papa Juan XXIII, la Iglesia comenzó a presentarse al mundo, a coquetear con el mundo y a manifestar un complejo de inferioridad con relación a él. Sin embargo, los clérigos, en particular los Obispos y la Santa Sede, tienen el deber de mostrar a Cristo al mundo, no a sí mismos. El Vaticano II dio la impresión de que la Iglesia Católica había comenzado a mendigar simpatía al mundo. Esto ha continuado en los pontificados postconciliares. La Iglesia pide la simpatía y el reconocimiento del mundo; eso no es digno de ella y no ganará el respeto postconciliar. La Iglesia pide la simpatía de quienes verdaderamente buscan a Dios. Debemos pedir simpatía a Cristo, a Dios y al cielo.
Algunos que critican al Concilio Vaticano II afirman que, si bien tiene aspectos buenos, es como una torta con un poco de veneno, y entonces todo el pastel tiene que ser desechado. Pienso que no podemos seguir ese método y ni siquiera el método de «tirar al bebé con el agua sucia». Con relación a un Concilio Ecuménico legítimo, aunque existían puntos negativos, debemos mantener una actitud global de respeto. Debemos valorar y estimar todo aquello que es verdadero y verdaderamente bueno en los textos del Concilio, sin cerrar irracionalmente y deshonestamente los ojos de la razón a aquello que es objetiva y evidentemente ambiguo en algunos de los textos y a aquello que puede inducir al error. Es necesario recordar siempre que los textos del Concilio Vaticano II no son la inspirada Palabra de Dios, ni son juicios dogmáticos definitivos o declaraciones infalibles del Magisterio, porque el mismo Concilio no tenía esa intención.
Otro ejemplo es Amoris Laetitia. Ciertamente existen muchos puntos que deben criticarse doctrinalmente. Pero existen algunas secciones que son muy útiles, verdaderamente buenas para la vida familiar, como por ejemplo sobre los ancianos en la familia: de suyo son muy buenos. No se debe rechazar todo el documento sino recibir aquello que es bueno. Lo mismo vale para los textos del Concilio.

Aunque antes del Concilio todos tenían que hacer el juramento anti-modernista, promulgado por el Papa Pío X, algunos teólogos, sacerdotes, obispos e incluso cardenales lo hicieron con reservas mentales, tal como lo demostraron los hechos históricos posteriores. Con el pontificado de Benedicto XV, comenzó una lenta y cauta infiltración de eclesiásticos, con un espíritu mundano y parcialmente modernista, a altos cargos en la Iglesia. Esta infiltración creció, sobre todo entre los teólogos, a tal punto que después el Papa Pío XII debió intervenir condenando algunas ambigüedades y errores de importantes teólogos de la llamada “nouvelle théologie” (Chenu, Congar, De Lubac, etc.), publicando en 1950 la encíclica Humani generis. Sin embargo, del pontificado de Benedicto XV en adelante, el movimiento modernista estaba latente y en continuo crecimiento. Y así, en la vigilia del Concilio Vaticano II, una parte considerable del episcopado y de los profesores en la facultad teológica y de los seminarios estaba embebida de una mentalidad modernista, que es esencialmente relativismo doctrinal y moral, como así también mundanismo, amor por el mundo. En la vigilia del Concilio, estos cardenales, obispos y teólogos adoptaron la “forma” – el modelo de pensamiento– del mundo (cfr. Rm. 12, 2), queriendo complacer al mundo (cfr. GAL. 1, 10). Demostraron un claro complejo de inferioridad con relación al mundo.

También el Papa Juan XXIII demostró una suerte de complejo de inferioridad con relación al mundo. No tenía una mentalidad modernista, pero tenía un estilo político de ver al mundo y extrañamente mendigaba simpatía al mundo. Tenía seguramente buenas intenciones. Convocó el Concilio que después abrió un enorme portón hacia el interior de la Iglesia al movimiento modernista, protestantizante y mundano. Muy significativa es la aguda observación hecha por Charles de Gaulle, Presidente de Francia desde 1959 a 1969, respecto al Papa Juan XXIII y al proceso de reformas iniciado con el Concilio Vaticano II: “Juan XXIII abrió las puertas y aún no ha podido cerrarlas. Era como si un dique se hubiera derribado. Juan XXIII fue superado por aquello que desencadenó.” (ver Alain Peyrefitte, C’était de Gaulle, París, 1997, 2, 19).

El discurso de “abrir las ventanas” antes y durante el Concilio era una suerte de ilusión y una causa de confusión. Estas palabras causaron en mucha gente la impresión de que el espíritu de un mundo no creyente y materialista, ya evidente en aquel tiempo, podía transmitir algunos valores positivos para la vida de la Iglesia. Por el contrario, la autoridad de la Iglesia en aquellos tiempos habría debido declarar expresamente el verdadero significado de la expresión “abrir las ventanas”, que consiste en abrir la vida de la Iglesia al aire fresco de la belleza y de la claridad inequívoca de la verdad divina, a los tesoros de la santidad siempre joven, a la luz sobrenatural del Espíritu Santo y de los Santos, a una liturgia celebrada y vivida con un sentido siempre más sobrenatural, sacro y reverente. A lo largo del tiempo, durante la era post-conciliar, los portones parcialmente abiertos dejaron espacio para un desastre que provocó daños enormes a la doctrina, a la moral y a la liturgia. Hoy, el agua de la inundación que entró está alcanzando niveles peligrosos. Estamos viviendo el auge del desastre.

Hoy el velo fue levantado y el modernismo reveló su verdadero rostro, que consiste en la traición a Cristo y en el volverse amigo del mundo, adoptando al mismo tiempo su modo de pensar. Una vez terminada la crisis en la Iglesia, el Magisterio tendrá el deber de rechazar formalmente todos los fenómenos negativos de las últimas décadas en la vida de la Iglesia. La Iglesia lo hará porque es divina. Lo hará con precisión y corregirá los errores que se han acumulado, comenzando con algunas expresiones ambiguas en los textos del mismo Concilio Vaticano II.

El modernismo es como un virus escondido, escondido en parte también en algunas afirmaciones del Concilio, pero que ahora se ha manifestado plenamente. Después de la crisis, después de esta grave infección espiritual, la claridad y la precisión de la doctrina, la sacralidad de la liturgia y la santidad de la vida del Clero resplandecerán más intensamente. La Iglesia lo hará de un modo inequívoco, como lo ha hecho en épocas de grave crisis doctrinal y moral en los últimos dos mil años. Enseñar claramente la verdad del depósito divino de la fe, defender a los fieles del veneno del error y conducirlos de un modo seguro a la vida eterna pertenece a la misma esencia de la misión divinamente confiada al Papa y a los Obispos.

El documento Sacrosanctum Concilium del Concilio Vaticano II nos ha recordado la genuina naturaleza de la verdadera Iglesia, “de suerte que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos. ” (n. 2).

S. E. Mons. Athanasius Schneider

Obispo Auxiliar de Astana

Viganò insiste: los conspiradores utilizaron el Vaticano II para demoler la Iglesia



El arzobispo Carlo Maria Viganò respondió el 6 de julio en el sitio web MarcoTosatti.com a Sandro Magister, quien afirmó que la crítica del prelado al Vaticano II está “al borde del cisma”.

Viganó lamenta que a él no se le habla, sino que “se le endilgan epítetos”, y advierte que en la Iglesia la etiqueta utilizada para poner al adversario en una posición de inferioridad, no merecedora de atención o respuesta, es “lefebvriano”, mientras que en el frente social y político es “fascista”.

Viganò reafirma que todos fuimos “engañados” por los que utilizaron el Vaticano II como un “contenedor equipado con su propia autoridad implícita”, si bien “distorsionando sus propósitos”.

Los engañados no imaginaron – explica Viganò – que en el Vaticano una minoría de conspiradores bien organizados utilizaron un Concilio “para demoler la Iglesia desde adentro”.

Viganò dice que la “ambigüedad intencional” en los textos tenía como objetivo mantener juntas visiones opuestas e irreconciliables, “en el nombre de una evaluación de la utilidad y en detrimento de la Verdad revelada”. Por eso él sugiere nuevamente “olvidar” en bloque el Vaticano II.

Él observa que los partidarios del Vaticano II sabían cómo practicar una damnatio memoriae, no simplemente con un Concilio, sino “con todo”, al punto de afirmar que “su concilio fue el primero de la nueva Iglesia” y que al comenzar con eso “se terminaron la vieja religión y la Misa antigua”.

Pero interpretaciones contradictorias del Vaticano II muestran para Viganò cuánto daño se hizo mediante la deliberada adopción de un lenguaje “que fue tan turbio que legitimó interpretaciones opuestas y contrarias, sobre la base de las cuales ocurrió después la famosa primavera conciliar”.

Viganò: “No creo que haya nada censurable en sugerir que hay que olvidar el Vaticano II”



Carlo María Viganò fue objetivo de un reciente artículo del veterano vaticanista Sandro Magister. Este artículo no sentó bien a algunos seguidores del ex nuncio de Estados Unidos ya que el propio Magister lo tituló: Viganò al borde del cisma”, por su posición acerca del Concilio, y donde le contraponía a Benedicto XVI. Viganò ha contestado a Magister en un escrito –publicado en Settimo Cielo– que a continuación les ofrecemos:

Estimado Sandro:

Permítame replicar a su artículo titulado: “El arzobispo Viganò al borde del cisma”, publicado en Settimo Cielo el 29 de junio.

Soy consciente de que haber osado expresar una opinión tan contundentemente crítica sobre el Concilio basta para despertar el espíritu inquisitivo que, en otros casos, es objeto de execración por parte de los bienpensantes. No obstante, en una disputa respetuosa entre eclesiásticos y laicos competentes, no me parece inapropiado plantear problemas que siguen, hoy en día, sin solución. El primero de todos, la crisis que aflige a la Iglesia desde el Concilio Vaticano II, que la ha llevado a su devastación.

Hay quien habla de distorsión del Concilio; quien de la necesidad de volver a una interpretación en continuidad con la Tradición; quien de la oportunidad de corregir probables errores, o de interpretar en sentido católico los puntos equívocos. En el lado opuesto, están los que consideran al Vaticano II como un borrador a partir del cual continuar la revolución, cambiando y transformando la Iglesia en una entidad nueva, moderna, al paso con los tiempos. Esto forma parte de las dinámicas normales de un diálogo que se invoca demasiado a menudo, pero que raramente se pone en práctica: quien hasta ahora ha expresado su opinión contraria a lo que yo he afirmado nunca ha entrado en el mérito de la cuestión, y se ha limitado a colgarme etiquetas que ya merecieron algunos hermanos míos más ilustres y venerables.

Es curioso que, tanto en el campo doctrinal como en el político, los progresistas reivindican para sí un primado, un estado de elección que sitúa apodícticamente al adversario en una posición de inferioridad ontológica, como si fuera indigno de que se le preste atención y reciba una respuesta, fácil de liquidar al tacharlo, de manera simplista, de lefebvriano desde un punto de vista eclesial, o fascista desde el social. Sin embargo, la falta de argumentos no los legitima a dictar las reglas, ni a decidir quién tiene derecho a la palabra, sobre todo cuando la razón, antes que la fe, demuestra dónde está el engaño, quién es el artífice del mismo y cuál es su objetivo.

Inicialmente, me pareció que el contenido de su artículo había que considerarlo, más bien, como un tributo comprensible al Príncipe, ya sea que este se encuentre en la Tercera Logia o en los despachos de diseño del editor. Sin embargo, al leer todo lo que usted me atribuye, he observado una inexactitud -llamémosla así- que, espero, sea fruto de un equívoco. Le pido, por tanto, que me conceda espacio de réplica en Settimo Cielo.

Usted afirma que yo habría acusado a Benedicto XVI «de haber “engañado” a toda la Iglesia haciendo creer que el Concilio Vaticano II era inmune a herejías; es más, que había que interpretarlo en perfecta continuidad con la doctrina verdadera de siempre». 

Creo que nunca he escrito algo así sobre el Santo Padre, más bien al contrario: he dicho, y lo reitero, que todos -o casi todos- hemos sido engañados por quien ha utilizado el Concilio como un “contenedor” dotado de una autoridad implícita y de la autoridad de los Padres que en él tomaron parte, alterando sin embargo el final. Y quien ha caído en este engaño lo ha hecho porque, al amar a la Iglesia y al papado, no podía convencerse que, en el Vaticano II, una minoría de conspiradores organizadísimos pudieran utilizar un Concilio para demoler a la Iglesia desde dentro, y que al hacerlo pudieran contar con el silencio y la inacción de la Autoridad, o incluso su complicidad. Éstos son hechos históricos, sobre los que me tomo la libertad de dar una lectura personal, pero que puede ser compartida por otros.

Me permito recordarle que, si fuera el caso, las posturas de reinterpretación crítica moderada del Concilio en sentido tradicional por parte de Benedicto XVI forman parte de un loable pasado reciente, mientras que en los formidables años setenta la posición del entonces teólogo Joseph Ratzinger era muy distinta. Estudios autorizados sostienen las mismas afirmaciones del profesor de Tubinga, confirmando el arrepentimiento parcial del papa emérito. 

Tampoco veo la «temeraria acusación que Viganò ha lanzado contra Benedicto XVI por sus “intentos fracasados de corrección de los excesos conciliares invocando la hermenéutica de la continuidad”», puesto que esta es una opinión ampliamente compartida, no sólo en ambientes conservadores, sino también y sobre todo en los progresistas. Habría que decir que lo que los innovadores han obtenido mediante el engaño, la astucia y el chantaje es el resultado de una visón que hemos vuelto a encontrar, aplicada en grado máximo, en el “magisterio” bergogliano de Amoris laetitia. El propio Ratzinger admite la intención dolosa: «Aumentaba cada vez más la impresión de que no había nada que fuera estable, que todo podía ser objeto de revisión. El Concilio se parecía cada vez más a un enorme parlamento eclesial, que podía cambiarlo todo y revolucionarlo todo según él quisiera» (cfr. J. Ratzinger, La mia vita, traducción del alemán de Giuseppe Reguzzoni, Cinisello Balsamo, Edizioni San Paolo, 1997, pág. 99). Pero esto lo vemos aún más en las palabras del dominico Edward Schillebeecks: «Ahora lo decimos diplomáticamente, pero después del Concilio sacaremos las consecuencias implícitas» (“De Bazuin”, n. 16, 1965).

Tenemos la confirmación de que la voluntaria ambigüedad de los textos tenía como fin, precisamente, mantener juntos, en nombre de una utilidad y en detrimento de la Verdad revelada, puntos de vista opuestos e irreconciliables. Una Verdad que, cuando es proclamada enteramente, no puede no dividir, como divide Nuestro Señor: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división» (Lc 12, 51).

No creo que haya nada censurable en sugerir que hay que olvidar el Vaticano II: sus fautores supieron ejercer, con total desenvoltura, esa damnatio memoriae no sólo con un Concilio, sino con todos, llegando a afirmar que el suyo era el primero de una nueva iglesia, y que a partir de su concilio se acababa la vieja religión y la misa antigua. Usted me dirá que estas son las posiciones de los extremistas y que la virtud está en el centro, es decir, entre los que consideran que el Vaticano II es sólo el último de una serie ininterrumpida de eventos en los que habla el Espíritu Santo por boca del Magisterio único e infalible. Si así fuera, se debería explicar por qué la Iglesia conciliar se concedió a sí misma una nueva liturgia y un nuevo calendario y, en consecuencia, una nueva doctrina -“nova lex orandi, nova lex credendi“-, distanciándose con desdén de su pasado.

La idea de arrinconar el Concilio escandaliza también a los que, como usted, reconocen la crisis de los últimos años, pero se obstinan en no querer reconocer el vínculo de causalidad entre el Vaticano II y sus efectos lógicos e inevitables. Usted escribe: «Atención: no una mala interpretación del Concilio, sino el Concilio en cuanto tal, todo en bloque». Le pregunto: ¿cuál sería la interpretación correcta del Concilio? ¿La que da usted o la que daban -mientras escribían sus decretos y declaraciones- sus activísimos artífices? ¿O tal vez la que da el episcopado alemán? ¿O la de los teólogos que enseñan en las universidades pontificas y que vemos publicadas en los periódicos católicos de mayor difusión del mundo? ¿O la de Joseph Ratzinger? ¿O la de mons. Schneider? ¿O la de Bergoglio? Bastaría esto para comprender cuánto daño ha causado el hecho de haber adoptado deliberadamente un lenguaje tan confuso a fin de legitimar interpretaciones opuestas y contrarias, sobre cuya base ha surgido la famosa primavera conciliar

Ésta es la razón por la que no dudo en decir que habría que olvidarse de esta asamblea «en cuanto tal y en bloque», y reivindico mi derecho a afirmarlo sin, por este motivo, ser acusado del delito de cisma por haber atentado a la unidad de la Iglesia. La unidad de la Iglesia es inseparable de la Caridad y la Verdad; y donde reina, o incluso sólo serpentea, el error, no puede haber Caridad.

La hermosa fábula de la hermenéutica -aun cuando autorizada por su Autor-, sigue siendo sin embargo un intento de querer dar dignidad de Concilio a una verdadera emboscada contra la Iglesia, para no desacreditar a los pontífices que quisieron, impusieron y volvieron a proponer dicho Concilio. Tanto es así que estos mismos pontífices, uno tras otro, han sido elevados a los honores de los altares por haber sido los “papas del Concilio”.

Me permito citar una frase del artículo que doña Maria Guarini, en reacción a su artículo de Settimo Cielo, publicó el 29 de junio en Chiesa e postconcilio, titulado: “Mons. Viganò no está al borde del cisma. Todo está saliendo a la luz”: «Es precisamente de aquí, y por esto corre el riesgo de continuar -sin resultados (hasta ahora, salvo el debate lanzado por mons. Viganò)- el diálogo entre sordos, porque los interlocutores utilizan pautas de interpretación de la realidad distintas: el Vaticano II, al cambiar el lenguaje, también ha cambiado los parámetros de enfoque de la realidad. Y sucede que se habla de la misma cosa pero dando significados distintos.

Además, la característica principal de los jerarcas actuales es el uso de afirmaciones apodícticas, sin tomarse nunca la molestia de demostrarlas, o lo hacen con demostraciones incompletas y sofistas. Pero tampoco necesitan demostraciones, porque el nuevo enfoque y el nuevo lenguaje han subvertido todo ab origine. Y todo lo que no es demostrado en relación a la pastoralidad anómala carente de principios teológicos definidos es, precisamente, lo que elimina la materia prima del hecho de debatir. Es el avance del fluido cambiante e informe que todo lo disuelve, en lugar del constructo claro, inequívoco, definitorio y verdadero: la firmeza incandescente y perenne del dogma contra los líquidos pútridos y las arenas movedizas del neomagisterio transeúnte».

Es mi deseo que el tono de su artículo no haya estado dictado por el simple hecho de haberme atrevido a abrir de nuevo el debate sobre ese Concilio que muchos, demasiados en la plantilla eclesial, consideran un “unicum” en la historia de la Iglesia, casi un ídolo intocable.

Le aseguro que, a diferencia de muchos obispos, como los del “camino sinodal alemán”, que han ido mucho más allá del cisma -promoviendo y pretendiendo descaradamente imponer a la Iglesia universal ideologías y prácticas aberrantes-, no es mi intención en absoluto separarme de la Madre Iglesia, por la exaltación de la cual renuevo, cada día, la ofrenda de mi vida.


“Deus refugium nostrum et virtus,

populum ad Te clamantem propitius respice;

Et intercedente Gloriosa et Immaculata Virgine Dei Genitrice Maria,

cum Beato Ioseph, ejus Sponso,

ac Beatis Apostolis Tuis, Petro et Paulo, et omnibus Sanctis,

quas pro conversione peccatorum,

pro libertate et exaltatione Sanctae Matris Ecclesiae,

preces effundimus, misericors et benignus exaudi”.


Reciba, estimado Sandro, mi saludo y bendición con el deseo de todo bien, en Jesucristo.

Carlo Maria Viganò

3 de julio de 2020

San Ireneo, obispo y mártir

Publicado por Sandro Magister en Settimo Cielo.

Traducción de Verbum Caro para InfoVaticana