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martes, 7 de julio de 2020

Viganò: “No creo que haya nada censurable en sugerir que hay que olvidar el Vaticano II”



Carlo María Viganò fue objetivo de un reciente artículo del veterano vaticanista Sandro Magister. Este artículo no sentó bien a algunos seguidores del ex nuncio de Estados Unidos ya que el propio Magister lo tituló: Viganò al borde del cisma”, por su posición acerca del Concilio, y donde le contraponía a Benedicto XVI. Viganò ha contestado a Magister en un escrito –publicado en Settimo Cielo– que a continuación les ofrecemos:

Estimado Sandro:

Permítame replicar a su artículo titulado: “El arzobispo Viganò al borde del cisma”, publicado en Settimo Cielo el 29 de junio.

Soy consciente de que haber osado expresar una opinión tan contundentemente crítica sobre el Concilio basta para despertar el espíritu inquisitivo que, en otros casos, es objeto de execración por parte de los bienpensantes. No obstante, en una disputa respetuosa entre eclesiásticos y laicos competentes, no me parece inapropiado plantear problemas que siguen, hoy en día, sin solución. El primero de todos, la crisis que aflige a la Iglesia desde el Concilio Vaticano II, que la ha llevado a su devastación.

Hay quien habla de distorsión del Concilio; quien de la necesidad de volver a una interpretación en continuidad con la Tradición; quien de la oportunidad de corregir probables errores, o de interpretar en sentido católico los puntos equívocos. En el lado opuesto, están los que consideran al Vaticano II como un borrador a partir del cual continuar la revolución, cambiando y transformando la Iglesia en una entidad nueva, moderna, al paso con los tiempos. Esto forma parte de las dinámicas normales de un diálogo que se invoca demasiado a menudo, pero que raramente se pone en práctica: quien hasta ahora ha expresado su opinión contraria a lo que yo he afirmado nunca ha entrado en el mérito de la cuestión, y se ha limitado a colgarme etiquetas que ya merecieron algunos hermanos míos más ilustres y venerables.

Es curioso que, tanto en el campo doctrinal como en el político, los progresistas reivindican para sí un primado, un estado de elección que sitúa apodícticamente al adversario en una posición de inferioridad ontológica, como si fuera indigno de que se le preste atención y reciba una respuesta, fácil de liquidar al tacharlo, de manera simplista, de lefebvriano desde un punto de vista eclesial, o fascista desde el social. Sin embargo, la falta de argumentos no los legitima a dictar las reglas, ni a decidir quién tiene derecho a la palabra, sobre todo cuando la razón, antes que la fe, demuestra dónde está el engaño, quién es el artífice del mismo y cuál es su objetivo.

Inicialmente, me pareció que el contenido de su artículo había que considerarlo, más bien, como un tributo comprensible al Príncipe, ya sea que este se encuentre en la Tercera Logia o en los despachos de diseño del editor. Sin embargo, al leer todo lo que usted me atribuye, he observado una inexactitud -llamémosla así- que, espero, sea fruto de un equívoco. Le pido, por tanto, que me conceda espacio de réplica en Settimo Cielo.

Usted afirma que yo habría acusado a Benedicto XVI «de haber “engañado” a toda la Iglesia haciendo creer que el Concilio Vaticano II era inmune a herejías; es más, que había que interpretarlo en perfecta continuidad con la doctrina verdadera de siempre». 

Creo que nunca he escrito algo así sobre el Santo Padre, más bien al contrario: he dicho, y lo reitero, que todos -o casi todos- hemos sido engañados por quien ha utilizado el Concilio como un “contenedor” dotado de una autoridad implícita y de la autoridad de los Padres que en él tomaron parte, alterando sin embargo el final. Y quien ha caído en este engaño lo ha hecho porque, al amar a la Iglesia y al papado, no podía convencerse que, en el Vaticano II, una minoría de conspiradores organizadísimos pudieran utilizar un Concilio para demoler a la Iglesia desde dentro, y que al hacerlo pudieran contar con el silencio y la inacción de la Autoridad, o incluso su complicidad. Éstos son hechos históricos, sobre los que me tomo la libertad de dar una lectura personal, pero que puede ser compartida por otros.

Me permito recordarle que, si fuera el caso, las posturas de reinterpretación crítica moderada del Concilio en sentido tradicional por parte de Benedicto XVI forman parte de un loable pasado reciente, mientras que en los formidables años setenta la posición del entonces teólogo Joseph Ratzinger era muy distinta. Estudios autorizados sostienen las mismas afirmaciones del profesor de Tubinga, confirmando el arrepentimiento parcial del papa emérito. 

Tampoco veo la «temeraria acusación que Viganò ha lanzado contra Benedicto XVI por sus “intentos fracasados de corrección de los excesos conciliares invocando la hermenéutica de la continuidad”», puesto que esta es una opinión ampliamente compartida, no sólo en ambientes conservadores, sino también y sobre todo en los progresistas. Habría que decir que lo que los innovadores han obtenido mediante el engaño, la astucia y el chantaje es el resultado de una visón que hemos vuelto a encontrar, aplicada en grado máximo, en el “magisterio” bergogliano de Amoris laetitia. El propio Ratzinger admite la intención dolosa: «Aumentaba cada vez más la impresión de que no había nada que fuera estable, que todo podía ser objeto de revisión. El Concilio se parecía cada vez más a un enorme parlamento eclesial, que podía cambiarlo todo y revolucionarlo todo según él quisiera» (cfr. J. Ratzinger, La mia vita, traducción del alemán de Giuseppe Reguzzoni, Cinisello Balsamo, Edizioni San Paolo, 1997, pág. 99). Pero esto lo vemos aún más en las palabras del dominico Edward Schillebeecks: «Ahora lo decimos diplomáticamente, pero después del Concilio sacaremos las consecuencias implícitas» (“De Bazuin”, n. 16, 1965).

Tenemos la confirmación de que la voluntaria ambigüedad de los textos tenía como fin, precisamente, mantener juntos, en nombre de una utilidad y en detrimento de la Verdad revelada, puntos de vista opuestos e irreconciliables. Una Verdad que, cuando es proclamada enteramente, no puede no dividir, como divide Nuestro Señor: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división» (Lc 12, 51).

No creo que haya nada censurable en sugerir que hay que olvidar el Vaticano II: sus fautores supieron ejercer, con total desenvoltura, esa damnatio memoriae no sólo con un Concilio, sino con todos, llegando a afirmar que el suyo era el primero de una nueva iglesia, y que a partir de su concilio se acababa la vieja religión y la misa antigua. Usted me dirá que estas son las posiciones de los extremistas y que la virtud está en el centro, es decir, entre los que consideran que el Vaticano II es sólo el último de una serie ininterrumpida de eventos en los que habla el Espíritu Santo por boca del Magisterio único e infalible. Si así fuera, se debería explicar por qué la Iglesia conciliar se concedió a sí misma una nueva liturgia y un nuevo calendario y, en consecuencia, una nueva doctrina -“nova lex orandi, nova lex credendi“-, distanciándose con desdén de su pasado.

La idea de arrinconar el Concilio escandaliza también a los que, como usted, reconocen la crisis de los últimos años, pero se obstinan en no querer reconocer el vínculo de causalidad entre el Vaticano II y sus efectos lógicos e inevitables. Usted escribe: «Atención: no una mala interpretación del Concilio, sino el Concilio en cuanto tal, todo en bloque». Le pregunto: ¿cuál sería la interpretación correcta del Concilio? ¿La que da usted o la que daban -mientras escribían sus decretos y declaraciones- sus activísimos artífices? ¿O tal vez la que da el episcopado alemán? ¿O la de los teólogos que enseñan en las universidades pontificas y que vemos publicadas en los periódicos católicos de mayor difusión del mundo? ¿O la de Joseph Ratzinger? ¿O la de mons. Schneider? ¿O la de Bergoglio? Bastaría esto para comprender cuánto daño ha causado el hecho de haber adoptado deliberadamente un lenguaje tan confuso a fin de legitimar interpretaciones opuestas y contrarias, sobre cuya base ha surgido la famosa primavera conciliar

Ésta es la razón por la que no dudo en decir que habría que olvidarse de esta asamblea «en cuanto tal y en bloque», y reivindico mi derecho a afirmarlo sin, por este motivo, ser acusado del delito de cisma por haber atentado a la unidad de la Iglesia. La unidad de la Iglesia es inseparable de la Caridad y la Verdad; y donde reina, o incluso sólo serpentea, el error, no puede haber Caridad.

La hermosa fábula de la hermenéutica -aun cuando autorizada por su Autor-, sigue siendo sin embargo un intento de querer dar dignidad de Concilio a una verdadera emboscada contra la Iglesia, para no desacreditar a los pontífices que quisieron, impusieron y volvieron a proponer dicho Concilio. Tanto es así que estos mismos pontífices, uno tras otro, han sido elevados a los honores de los altares por haber sido los “papas del Concilio”.

Me permito citar una frase del artículo que doña Maria Guarini, en reacción a su artículo de Settimo Cielo, publicó el 29 de junio en Chiesa e postconcilio, titulado: “Mons. Viganò no está al borde del cisma. Todo está saliendo a la luz”: «Es precisamente de aquí, y por esto corre el riesgo de continuar -sin resultados (hasta ahora, salvo el debate lanzado por mons. Viganò)- el diálogo entre sordos, porque los interlocutores utilizan pautas de interpretación de la realidad distintas: el Vaticano II, al cambiar el lenguaje, también ha cambiado los parámetros de enfoque de la realidad. Y sucede que se habla de la misma cosa pero dando significados distintos.

Además, la característica principal de los jerarcas actuales es el uso de afirmaciones apodícticas, sin tomarse nunca la molestia de demostrarlas, o lo hacen con demostraciones incompletas y sofistas. Pero tampoco necesitan demostraciones, porque el nuevo enfoque y el nuevo lenguaje han subvertido todo ab origine. Y todo lo que no es demostrado en relación a la pastoralidad anómala carente de principios teológicos definidos es, precisamente, lo que elimina la materia prima del hecho de debatir. Es el avance del fluido cambiante e informe que todo lo disuelve, en lugar del constructo claro, inequívoco, definitorio y verdadero: la firmeza incandescente y perenne del dogma contra los líquidos pútridos y las arenas movedizas del neomagisterio transeúnte».

Es mi deseo que el tono de su artículo no haya estado dictado por el simple hecho de haberme atrevido a abrir de nuevo el debate sobre ese Concilio que muchos, demasiados en la plantilla eclesial, consideran un “unicum” en la historia de la Iglesia, casi un ídolo intocable.

Le aseguro que, a diferencia de muchos obispos, como los del “camino sinodal alemán”, que han ido mucho más allá del cisma -promoviendo y pretendiendo descaradamente imponer a la Iglesia universal ideologías y prácticas aberrantes-, no es mi intención en absoluto separarme de la Madre Iglesia, por la exaltación de la cual renuevo, cada día, la ofrenda de mi vida.


“Deus refugium nostrum et virtus,

populum ad Te clamantem propitius respice;

Et intercedente Gloriosa et Immaculata Virgine Dei Genitrice Maria,

cum Beato Ioseph, ejus Sponso,

ac Beatis Apostolis Tuis, Petro et Paulo, et omnibus Sanctis,

quas pro conversione peccatorum,

pro libertate et exaltatione Sanctae Matris Ecclesiae,

preces effundimus, misericors et benignus exaudi”.


Reciba, estimado Sandro, mi saludo y bendición con el deseo de todo bien, en Jesucristo.

Carlo Maria Viganò

3 de julio de 2020

San Ireneo, obispo y mártir

Publicado por Sandro Magister en Settimo Cielo.

Traducción de Verbum Caro para InfoVaticana