Todavía no dimensionamos lo que significa el pontificado de León XIV por una cuestión sencilla: apenas ha comenzado, y sólo podemos tomar detalles y pocas palabras para elaborar hipótesis. Sin embargo, sí podemos comenzar a dimensionar lo que significó el pontificado de Francisco. Yo lo estoy sintiendo de un modo casi físico; como si una enorme piedra me hubiese sido quitada de encima. Pero es necesario que pase el tiempo para terminar de digerir lo que significó la pesadilla de doce años por la que atravesó la Iglesia y todos nosotros.
Sin embargo, sí podemos, de a poco, volver a lo que era este blog antes de que Bergoglio se asomara a la loggia vaticana: un lugar de reflexión y discusión sobre el cristianismo y la Iglesia, y no un medio de repercusión y de amortiguamiento emocional de los estropicios constantes del Porteño en Roma. Eso implicará, claro, que el número de lectores disminuya y que el número de enemigos aumente. Porque lamentablemente los católicos nos caracterizamos por pelearnos a muerte por cuestiones que son opinables y tendemos a ver la Iglesia desde nuestro propio y muy limitado espacio.
Y para empezar quisiera reflexionar y proponer la discusión acerca de un punto que señalé en el post del viernes y del que un avisado comentarista se hizo cargo. Y lo titulo así: con Francisco murió la generación del Concilio. Él fue la flor más colorida y perfumada del Vaticano II, el que llevó hasta la exacerbación lo que dejó el Concilio o, si se quiere, la interpretación rupturista con la que invariablemente fue leído. Pero la flor —era un amorphophallus titanum— se marchitó y murió, como todo lo que transita por el mundo sublunar. Prevost es de otra generación; formado por cierto en los 80 y 90, es decir, en el posconcilio, pero es de una generación que no tiene compromiso emocional con el Concilio y esto, en mi opinión, exige un cambio de lógica para analizar su incipiente pontificado.
El primer ejercicio que deberemos hacer, complejo y difícil, es dejar de lado las categorías “preconciliar” y “posconciliar” y, consecuentemente, “hermenéutica de la continuidad” o “hermenéutica de la ruptura”. La Iglesia de 2025, es decir, la Iglesia que comienza a ser pastoreada por León XIV ya no es la Iglesia posconciliar, porque esta categoría es del pasado y pertenece a otra lógica. Lo es ciertamente desde el punto de vista cronológico, tanto como es postridentina o posnicena, pero es una Iglesia que comienza a reconfigurar un nuevo rostro, cosa que hubiese ocurrido aunque el elegido hubiese sido otro cardenal. No importa el nombre; importa el tiempo. Esta es mi hipótesis, y sé que puede ser urticante para muchos de mis amigos más tradicionalistas. Sin embargo, creo que debemos recordar que, a lo largo de su historia bimilenaria, la Iglesia cambió muchas veces de rostro, porque la Iglesia es siempre joven y nunca envejece. Si cualquier de nosotros pudiese retroceder en el tiempo y vivir una semana en una ciudad cristiana del siglo XII, se sentiría ciertamene en casa, pero vería un rostro de la Iglesia destinto que al pudiera ver en el siglo XVIII o en el siglo XX.
Un cambio rotundo fue con Nicea y luego con Calcedonia, y también lo fue después de Letrán IV y de Trento. El rostro de la Iglesia post tridentina era muy diferente al de la Iglesia del siglo XIV. Y esa “iglesia tridentina” tuvo momentos gloriosos e hizo un bien enorme no solamente a los católicos sino a toda la humanidad. Pero esa Iglesia y ese rostro se agotaron, necesariamente, porque las cosas humanas se agotan. Y aunque esta afirmación pueda ser cuestionada por algunos, creo que es bueno recordar que la Iglesia no se fundó en Trento, ni en Letrán, ni en Calcedonia ni en Nicea. Se fundó en Cesarea de Filipo, al norte de Galilea, en algún día del año 30. Lo que vino después fue la obra del Espíritu Santo, que engrandeció y embelleció a la Iglesia, a través de todos sus concilios, de sus Papas, de sus doctores y de sus santos. Todo eso —desde Cesarea de Filipo hasta Francisco— es la Iglesia católica, con sus luces y sus sombras; pero es todo eso. No se trata de “borrar” el Vaticano II y volver a la “iglesia preconciliar”; la solución no está en volver a la iglesia de 1940, y pretender la «restauración» de esa iglesia es un error.
Por eso mismo no valen los reduccionismos ni de un lado ni de otro. No vale, como dicen los progresistas, que debamos poner entre paréntesis la Iglesia posterior Nicea hasta el Vaticano II, porque todo lo que ocurrió en el medio fueron corrupciones de la filosofía griega o de los poderes políticos. Y tampoco lo que dicen mis queridos amigos los tradicionalistas enragés, que debemos borrar los paréntesis solamente a la Iglesia que surgió en Trento y culminó en 1962, porque todo lo demás “no es doctrina segura”.
La Iglesia —insisto— nos guste o no, a lo largo de su historia ha ido adoptando diversos rostros, lo que no significa de ninguna manera, como pretendió Francisco y los suyos, que ese nuevo rostro implicaba una nueva persona. Como
decía en 2023 el entonces cardenal Robert Prevost: “No es tan simple como decir: ‘¿Sabes qué?, en esta etapa vamos a cambiar la tradición de la Iglesia después de dos mil años en cualquiera de esos puntos’”. Hay puntos que no se pueden cambiar y son precisamente los puntos que constituyen a la persona. Y los puntos son muy sencillos: no se puede cambiar la Revelación de Dios, y a la Revelación la encontramos en las Sagradas Escrituras y en la Tradición, que se expresa fundamentalmente en los cánones de los concilios ecuménicos. Por eso mismo, no pueden venir eruditos biblistas a decirnos que lo que escribieron San Juan o San Lucas en sus evangelios no quiere decir lo que siempre la Iglesia dijo que quería decir, y tampoco pueden venir los sabiondos patrólogos a explicarnos que en realidad el bueno era Arrio y que el concilio de Nicea fue un fraude porque así lo descubrieron en un par de textos (lo que, por cierto, les permite acumular publicaciones, fama e invitaciones a disertar herejías por todas las facultades del teología del mundo). Esos son los puntos que no se cambian, y eso incluye, por si ha pasado desapercibido, también a la liturgia, que es la expresión más bella, pura y simbólica de la Tradición y no puede ser, como decía el Papa Benedicto XVI, el fruto de la elaboración de eruditos de escritorio.
¿Cuáles serán los cambios que poco a poco la Iglesia deberá ir definiendo para configurar su nuevo rostro, luego de los traumáticos años del posconcilio y del pontificado de Francisco? Creo que constituirán una buena ocasión para ir discutiéndolos en esta página en los meses por venir, si así Dios lo quiere. Pero adelanto uno, con apenas algunas palabras que deberemos profundizar más adelante: la defensa de la liturgia tradicional, que es inclaudicable, debe encontrar otros argumentos. Porque la lógica cambió, debemos ya dejar de lado el Breve examen crítico y toda la maraña de razones que sabemos casi de memoria y que nos fueron tan importantes y tan útiles para un tiempo que ya pasó. Por lo pronto, deberemos aceptar que el novus ordo se quedará varios años más entre nosotros [creo que la restuaración litúrgica será posible sólo cuando el Papa y los obispos sean los nacidos a partir de los años 90] y que deberemos convivir con él por un buen tiempo; nos guste más o menos. Y que los que a él asisten o lo celebran, no son siempre herejes, ni malvados ni confundidos. Yo, como la mayoría de los que leen estas páginas, conocemos a decenas de sacerdotes que celebran el nuevo rito porque no tiene otra opción o porque no conocen o aprecian el rito tradicional, y lo hacen con devoción y piedad, y del mejor modo que pueden. Y son hombres virtuosos, de vida ejemplar y edificante. Ya no podemos seguir con condenas a diestras y siniestras; defendamos la misa tradicional —insisto que es un principio inclaudicable— pero no condenemos a los hermanos —sí, hermanos— que asisten a ella sólo ocasionalmente, o que asisten a la misa de Pablo VI porque no tienen otra opción. Esa lógica sólo nos llevará a sectarizarnos.
Termino con un texto que me parece apropiado. Pertenece a El pastor de Hermas, uno de los primeros textos de los Padres de la Iglesia, escrito a fines del siglo I y que durante algunos siglos fue considerado canónico:
Y levantando una especie de vara reluciente, me dijo: «¿Ves algo muy grande?» Y yo le dije: «Señora, no veo nada.» Ella me dijo: «Mira, ¿no ves enfrente de ti una gran torre que es edificada sobre las aguas, de piedras cuadradas relucientes?» Y la torre era edificada cuadrada por los seis jóvenes que habían venido con ella. Y muchísimos otros traían piedras, y algunos de ellos de lo profundo del mar y otros de la tierra, y las iban entregando a los seis jóvenes. Y éstos las tomaban y edificaban. Las piedras que eran arrastradas del abismo las colocaban, en cada caso, tal como eran, en el edificio, porque ya se les había dado forma; y encajaban en sus junturas con las otras piedras; y se adherían tan juntas la una a la otra que no se podía ver la juntura; y el edificio de la torre daba la impresión como si fuera edificado de una sola piedra. Pero, en cuanto a las otras piedras que eran traídas de tierra firme, algunas las echaban a un lado, otras las ponían en el edificio, y otras las hacían pedazos y las lanzaban lejos de la torre. Había también muchas piedras echadas alrededor de la torre, y no las usaban para el edificio; porque algunas tenían moho, otras estaban resquebrajadas, otras eran demasiado pequeñas, y otras eran blancas y redondas y no encajaban en el edificio. Y vi otras piedras echadas a distancia de la torre, y caían en el camino y, con todo, no se quedaban en el camino, sino que iban a parar a un lugar donde no había camino; y otras caían en el fuego y ardían allí; y otras caían cerca de las aguas y, pese a todo, no podían rodar dentro del agua, aunque deseaban rodar y llegar al agua”. [Tercera visión, c. 2]
La torre que construyen los seis jóvenes es la Iglesia. Y la construyen con piedras disímiles, traídas de diferentes sitios y que poseen diferentes formas, pero que luego de ser colocadas en el edifico, calzan perfectamente, a punto tal, que la torre parece construida de una sola piedra. No se trata del “poliedro irregular” del que hablaba y pretendía el Papa Francisco. Son muchas piedras, sí, pero se convierten en una sola. La Iglesia se construye con una enorme diversidad de hombres, de diferentes colores y nacionalidades, y de diferentes formas: es la diversidad. Sin embargo, el Espíritu Santo los une en un solo edificio de modo tal que conforman la unidad. Es lo que expresa el lema del Papa León XIV: “En el Uno [es decir, en Cristo] somos uno”. Somos una sola Iglesia unidos en el Uno, que es su Esposo.
Pero también dice El pastor que hay otras piedras que no sirven para construir el edificio, y que son abandonadas, y arrojadas fuera o que arden en el fuego. Esas piedras son las que no aceptan conformar la unidad que se establece en los puntos que vimos antes: Sagradas Escrituras y Tradición. Quienes se rehusan a ser formados por las enseñanzas que siempre sostuvo la Iglesia, y nos vienen con fantasías tales como el sacerdocio femenino, el adulterio santificado o la sodomía bendecida, son piedras que jamás podrán formar parte de la torre. Son las piedras que “tienen moho, están resquebrajadas, son demasiado pequeñas, y otras son blancas y redondas y no encajan en el edificio” y, por eso mismo, son arrojadas lejos.
WANDERER