BIENVENIDO A ESTE BLOG, QUIENQUIERA QUE SEAS



miércoles, 2 de enero de 2019

El Vaticano conocía la pederastia de Maciel desde 1943 (Carlos Esteban)



La Santa Sede conocía la pederastia del fundador de los Legionarios de Cristo y la ignoró durante 63 años, ha reconocido el prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, el cardenal João Braz de Aviz.

“Quien lo tapó era una mafia, ellos no eran Iglesia”, ha asegurado Braz de Aviz en una entrevista concedida a Vida Nueva el mes pasado, cuando estuvo en Madrid hace un mes para clausurar la asamblea general de la Confederación Española de Religiosos (CONFER). “Tengo la impresión de que las denuncias de abusos crecerán, porque solo estamos en el inicio. Llevamos 70 años encubriendo, y esto ha sido un tremendo error”, dice Braz de Aviz.

La información ha saltado a las páginas de la prensa secular y la da hoy el diario español de referencia, El País, que ya en 2006 informó de la investigación a que había sido objeto Maciel entre octubre de 1956 y febrero de 1959 por encargo del cardenal Alfredo Ottaviani.

El peor caso de abusos en todos los sentidos, desde pedofilia a drogadicción, pasando por suplantación personalidad, poligamia e incesto, fue posible a lo largo de décadas y con la protección de la Curia, pese a las constantes denuncias que llegaban a Roma, algo que podría haberse atajado, quedando en un desagradable incidente menor, antes de mediados del siglo pasado.

No es precisamente un secreto que un sector notable de católicos y uno mucho mayor de la jerarquía eclesiástica aborrece InfoVaticana, específicamente por lleva a portada todo tipo de abusos y escándalos que se producen el seno de la Iglesia. Se nos acusa de solazarnos en lo malo, de contribuir al escándalo y de dejar en mal lugar a la Esposa de Cristo.

Y este comienzo de año es un momento tan bueno como otro cualquiera de recordar lo que ya hemos dicho en otras ocasiones, citando tres de las muchas razones que nos asisten para actuar así, de más a menos importante.

La primera es que lo que contamos es cierto, y es relevante. No creemos que “la verdad os hará libres” sea un lema vacío o aplicable solo a lo que otros quieran aplicarlo. Para empezar, esto es una empresa periodística, no de propaganda o catequesis, y el creyente, por lo demás, no puede temer que nada de lo que sucede en la realidad pueda contradecir su fe.

Tener miedo a la verdad es un mal síntoma, que suele traducirse en resultados desastrosos. Consideramos que negarle a nuestros lectores lo que consideramos información grave y de peso, por mal que deje a una jerarquía asustadiza y escasamente profética, sería tratarles como menores de edad, como niños a los que hay que ocultar las realidades feas de la vida.

En segundo lugar, denunciar los abusos en la información eclesial tiene exactamente la misma razón de ser que hacerlo en la prensa política: evitar que prosperen. Esos desmanes que otros se niegan a contar por “no hacer daño”, crecen y prosperan en la oscuridad, que es, al mismo tiempo, impunidad. Ocultarlos es ignorarlos, en la práctica, con lo que lo que era limitado y manejable en su origen acaba convirtiéndose en una monstruosidad.

Imaginen que, con la información de que disponía la Santa Sede en 1949 sobre la pedofilia de Marcial Maciel hubiera actuado, impidiéndole fundar la congregación que le sirvió de tapadera a una vida de abusos, cuánto dolor, cuánta pérdida de fe, cuántas vidas rotas y cuánto escándalo para la Iglesia se hubiera evitado. Y hubiera bastado un periódico que hiciera público todo eso para obligarles a actuar.

Por último, es imposible ponerle puertas al campo. Lo que ha sucedido va a acabar sabiéndose. Decíamos ayer que a veces la jerarquía católica actúa como si pensara que nos movemos en el entorno mediático de hace treinta años, con un puñado de grupos mediáticos y la posibilidad de controlar lo que se sabe y lo que no. Que una publicación católica como la nuestra no dé determinada información escandalosa ya no significa que no vaya a aparecer; significa sólo que la dará la prensa secular, casi siempre hostil a la fe. 

Dar la noticia nos permite ponerla en su marco justo, separando lo que se sabe de lo que se supone, y desde una perspectiva de fe. La alternativa es perder todo control sobre la noticia y que el lector acabe concluyendo que, leyendo medios católicos, nunca va a enterarse de verdad de lo que pasa.

Carlos Esteban

“Misa sin sacerdote, comunidad que se celebra a sí misma”



Joseph ratzinger, 29-12-2018, ad lanuovabq.it/it/messa-senza-pre…

En un libro publicado en el 2011 Benedicto XVI ya había visto los riesgos de las liturgias dominicales sin sacerdote, en ausencia de un estado de necesidad dictado por persecuciones o tierras de misión. Y ponía en alerta sobre el riesgo de encontrarse con una “comunidad que se celebra a sí misma”, anteponiendo al primado de Dios las exigencias de la parroquia: "La iglesia se convierte en un vehículo para un fin social y se hace esclava de un romanticismo anacrónico”. El punto es comprender “si aquí acontece algo que no proviene de nosotros mismos, o si por el contrario, somos solamente nosotros quienes proyectamos y plasmamos una atmósfera de comunión”.

¿Qué es más importante: la comunidad o el primado de Dios? La campaña de la Nuova BQ #salviamolamessa sobre la costumbre de recurrir cada vez más superficialmente a las liturgias de la Palabra en vez de celebrar la Santa Misa ha puesto en evidencia, a través de las indicaciones de los lectores, un problema que ahora está a la vista de todos: la comunidad es puesta en el primer lugar y paciencia si no se celebra la Misa. ¿Pero cómo están las cosas? ¿Qué comunidad cristiana podemos ser si se le quita la fuente principal de sustentación y de atracción representada por la Eucaristía? Es evidente que sería necesario comenzar a recentrar toda la cuestión para poder enmarcar también el fenómeno de las liturgias dominicales sin sacerdote en el ámbito justo, representado por un estado de necesidad objetivo y no por una incomodidad más o menos constatada.

En este sentido nos viene en ayuda un escrito reciente del papa Benedicto XVI, quien en el 2011 ya había enmarcado la problemática, denunciando la inversión entre el primado de Dios y la comunidad. Una inversión que podemos ver también en la costumbre de celebrar las Misas en forma negligente o en el abuso de iglesias utilizadas para otros fines distintos de los cultuales. Este capítulo, titulado "Liturgias domenicales sin sacerdote” y publicado en el libro de Joseph Ratzinger "Teologia della liturgia. La fondazione sacramentale dell’esistenza cristiana” (Libreria Editrice Vaticana, 2011, pp 287 – 291)[1] puede contribuir a aclarar las ideas y a estimular un debate que los lectores pueden continuar enriqueciendo, señalando cuanto ocurre en la propia comunidad parroquial aredazione@lanuovabq.it con objeto #salviamolamessa.

***

Son dos los principios que, en coincidencia con nuestras reflexiones, deben guiar nuestro obrar en la praxis.

1. Vale la prioridad del Sacramento sobre la psicología. Vale la prioridad de la Iglesia sobre el grupo.

2. Con el supuesto de este orden jerárquico, las Iglesias locales deben buscar la respuesta justa a las situaciones respectivas, sabiendo que su tarea esencial es la salvación de los hombres (salus animarum). En esa orientación de todo su trabajo se encuentran tanto su vínculo como su libertad.

Miremos ahora ambos principios más de cerca. En las tierras de misión, en la diáspora, en situaciones de persecución, no hay nada nuevo en el hecho que el Domingo la celebración eucarística sea inalcanzable y que entonces se deba intentar, en la medida de lo posible, sintonizar interiormente con la celebración dominical de la Iglesia. Para nosotros la caída de las vocaciones sacerdotales suscita cada vez más sensiblemente situaciones de tal género que hasta ahora eran en gran parte insólitas. Desafortunadamente, la búsqueda de la solución justa es muchas veces ofuscada por ideologías de impronta colectivista que son más bien un obstáculo que una ayuda a la exigencia real. Se ha dicho, por ejemplo, que toda iglesia que antes tenía un párroco o una celebración regular dominical debe seguir siendo lugar de reunión festiva de la comunidad local. Solamente así la iglesia seguiría siendo el punto central del país, solamente así la comunidad seguiría viva como comunidad. Por este motivo, sería más importante para ella reunirse precisamente allí, escuchando y celebrando la Palabra de Dios, que aprovechar la posibilidad, de por sí existente, de participar en la Celebración eucarística misma en una iglesia situada en las cercanías.

En esta argumentación hay muchos elementos plausibles e, indudablemente, también buenas intenciones. Pero se olvidan las valoraciones fundamentales de la fe. En esa visión, la experiencia del estar juntos, el cuidado de la comunidad del país, está más allá del don del Sacramento. Sin duda, la experiencia del estar juntos es más directamente accesible y más fácilmente explicable de cuanto lo es el Sacramento.

Surge entonces espontáneamente la actitud de replegarse de la dimensión objetiva de la Eucaristía hacia la dimensión subjetiva de la experiencia, de la dimensión teológica hacia la sociológica y psicológica. Pero las consecuencias de un anteponer parecido la vivencia compartida a la realidad sacramental son graves: la comunidad en tal caso se celebra a sí misma. La Iglesia se convierte en un vehículo para un fin social, pero a ello se agrega que de este modo se hace esclava de un romanticismo que en nuestra sociedad caracterizada por la movilidad es bastante anacrónica.

Ciertamente, al comienzo, las personas, llenas de alegría, se siente valorizadas por el hecho que ahora celebran ellas mismas en su iglesia, que pueden “hacerlo por sí”. Pero muy rápidamente se dan cuenta que ahora no hay otra cosa que lo que hacen ellas mismas; que no reciben más nada, sino que se celebran a sí mismas. Pero en ese caso todo se convierte en algo de lo cual se puede hacer menos, porque ahora el culto dominical, en esencia, no va más más allá de lo que se hace habitualmente y siempre. No toca más un orden diferente, ahora es solamente “producción propia”. Es entonces imposible que se le pueda insertar esa “obligación” absoluta de la que la Iglesia ha hablado siempre.

Pero esa valoración se extiende después con intrínseca lógica también a la auténtica Celebración eucarística. Puesto que si la Iglesia misma parece decir que la asamblea es más importante que la Eucaristía, entonces también la Eucaristía es, precisamente, solamente “asamblea” – por lo demás, en efecto, la equiparación no sería posible; entonces toda la Iglesia se rebaja al nivel del “hecho por ti” y al final se da la razón a la triste visión de Durkheim, según la cual la religión y el culto no son otra cosa que formas de estabilización social a través de la autopresentación de la sociedad. Pero en cuanto uno se da cuenta de esto, esa estabilización no funciona más, ya que ella se realiza sólo cuando se piensa que aquí está en juego algo más. El que eleva la comunidad a finalidad directa, es precisamente el que disuelve sus fundamentos. Lo que aparece inicialmente tan piadoso y plausible, en realidad es un desmoronamiento de la valoración y de los órdenes, desmoronamiento que llega a las raíces y con el que, después de algún tiempo, se obtiene lo contrario de lo que se quería.

Sólo si conserva su carácter de totalmente incondicionado y su prioridad absoluta sobre toda finalidad social y sobre toda intención de edificación espiritual, el Sacramento crea comunidad y “edifica” al hombre. También una celebración sacramental psicológicamente menos rica y desde el punto de vista subjetivo más bien privada de esplendor y aburrida, es a la larga (si se lo puede expresar en forma tan utilitaria) también “socialmente” más eficaz que no lo es la autoedificación psicológica y sociológicamente bien lograda de la comunidad. Se trata, en efecto, de la cuestión fundamental: si aquí acontece algo que no proviene de nosotros mismos, o si por el contrario somos solamente nosotros los que proyectamos y plasmamos una atmósfera de comunión. Si no existe “la obligación” superior del Sacramento, se torna insulsa la libertad que ahora nos tomamos, porque permanece privada de su contenido.

Pero las cosas son completamente distintas cuando se trata de un caso de verdadera necesidad. Entonces, en efecto, no es que con una celebración sin sacerdote nos veamos reducidos a la esfera únicamente humana. En ese caso ella representa más bien el gesto común con el que se tiende hacia el «dominicus», el Domingo de la Iglesia. Con esta acción nos adherimos ahora al deber y el querer comunes de la Iglesia, y en consecuencia al Señor mismo.

La pregunta decisiva es: ¿dónde está el límite entre la voluntad personal y la verdadera necesidad? Este límite no puede ser ciertamente trazado en modo abstractamente unívoco y estará también en el detalle siempre fluctuante. Ese límite debe ser encontrado en las situaciones particulares de la sensibilidad pastoral de los interesados, en sintonía con el obispo. Existen reglas que pueden ser útiles. Que no sea lícito a un sacerdote celebrar el Domingo más de tres veces no es una fijación positiva del Derecho Canónico, sino que corresponde a los límites de lo que es realmente exigible. Esta es una disposición desde el punto de vista del; en lo que se refiere a los fieles, debe plantearse la cuestión de la razonabilidad de las distancias a superar y la razonabilidad de las celebraciones en tiempos convenientes. De todo esto no se debería tanto construir una casuística prefabricada, sino más bien dejar espacio a la decisión consciente, considerando las exigencias.

Lo esencial es que se respete el orden justo del grado de importancia y que la Iglesia no se celebre a sí misma, sino al Señor que ella recibe en la Eucaristía, al cual va el encuentro en las situaciones en las que la comunidad sin sacerdote tiende hacia el don que Él constituye.

[1] Versión en español "Teología de la liturgia. El fundamento sacramental de la existencia cristiana”, publicado en el tomo XI de las Obras completas de Joseph Ratzinger,Madrid, BAC 2018.

Carta del Vaticano socava a cardenal de EEUU sobre el abuso



Celebremos con gozo la venida de la Virgen a Zaragoza (2 de enero)



La tradición de la venida de la Virgen a Zaragoza en carne mortal es el asunto central que da sentido a todo lo que rodea el mundo del Pilar. Se trata de una piadosa tradición, según la cual, el apóstol Santiago el Mayor se encontraba en Cesaraugusta, a las orillas del río Ebro, junto a un pequeño grupo de conversos que habían escuchado y creído su predicación. Pero los cesaraugustanos resultaban bastante duros de oído y de corazón, y el apóstol vio flaquear sus fuerzas y comenzaba a preguntarse si tenía sentido seguir predicando el mensaje de Jesús en esta tierra.

Cuando su flaqueza, por el desánimo, le hizo perder su entereza, vio a María, la madre de Jesús, en una gloriosa aparición, rodeada de ángeles que, desde Jerusalén (aún no había muerto María), venía para confortarle y renovar sus ánimos. La Santísima Virgen entregó a Santiago el Pilar, la Columna de jaspe que hoy sostiene su imagen, como símbolo de la fortaleza que debía tener su fe. Esto sucedía en la madrugada del día dos de enero del año cuarenta del siglo primero. María conversó con Santiago y le encargó le fuera levantado un templo en ese mismo lugar.

Según la misma tradición, la Columna (Pilar) que la Virgen diera a Santiago permanece en el mismo lugar desde entonces. Posiblemente, este relato no soportara la crítica histórica más elemental, pero creemos que ese no es el camino correcto para acercarse a la comprensión de esta tradición o de otras apariciones marianas. Es el camino de la piedad del pueblo cristiano, el camino del misterio de lo escondido y lo que es oculto a nuestros ojos, lo que produce en nosotros una apertura a la trascendencia, un intento de aceptar con el corazón lo que ha resistido el paso de los siglos y que nuestra racionalidad no logra alcanzar.

Nosotros vivimos unos años, unas décadas en el mejor de los casos, pero tradiciones como ésta perduran durante generaciones y generaciones. Y con la mínima humildad que a uno le exige la vivencia cristiana, acaba por reconocer que no es quién para negar el legado de sus padres y de sus antepasados, ni tampoco el de su comunidad cristiana. Finalmente, percibiendo el amor y la presencia de María en la propia vida personal y en la vida de la comunidad eclesial aragonesa, uno acaba dirigiendo una respuesta también de amor hacia nuestra Madre, la Madre de Dios, y, lleno de emoción y con lágrimas en los ojos, canta aquella jaculatoria cada día ante su camarín: Bendita y alabada sea la hora en que María Santísima vino en carne mortal a Zaragoza.

El día 2 de enero de cada año comienza en la Basílica del Pilar con una Vigilia Eucarística, que suele presidir el Arzobispo de Zaragoza, y que conmemora la Venida de la Virgen a esta ciudad bimilenaria. En recuerdo también de esta fecha solemne, la imagen de la Virgen del Pilar se presenta sin manto ante los fieles cada día 2 de los doce meses del año.

Desde donde contemplamos a la Virgen, en el templo del Pilar, sólo podemos ver una de las chapas de plata que recubren la Sagrada Columna. Sin embargo, la propia columna de jaspe se muestra a los fieles y es venerada en la parte de atrás de donde se erige con la imagen gótica de Santa María. El propio papa Juan Pablo II besó el Pilar de la Virgen en sus dos visitas a Zaragoza, los años 1982 y 1984, respectivamente. El Papa Wojtyla se interesó personalmente en ver la Sagrada Columna y poder contemplar a la Virgen sin manto. En su primera visita lo dijo; en la segunda se le quiso complacer.

Hasta que el templo del Pilar llegó a ser la Basílica actual, han pasado muchos siglos, muchas actuaciones y muchas edificaciones. Según las investigaciones actuales, en el siglo I hubo una capilla dedicada a la Virgen María (¿primer templo mariano del mundo cristiano?), a orillas del río y que con toda probabilidad se encontraba en el interior de una casa romana. En el siglo IV pasó a ser un templo de veneración pública. Después fue una iglesia visigótica. Finalmente, el templo barroco de la actualidad sustituyó a un templo gótico anterior en los siglos XVI y XVII.