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sábado, 19 de marzo de 2022

LOS SUEÑOS DE SAN JOSÉ



Hoy es san José, lo celebramos como solemnidad. 

San José fue instruido en un sueño por un ángel para despejar cualquier duda sobre su esposa. 

María está llamada a cumplir la voluntad divina hacia la serpiente envidiosa, que hizo perder a la humanidad el paraíso: "Pondré enemistad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y la descendencia de ella: esta te aplastará la cabeza mientras tú le herirás en el talón" (Gen 3, 15). 

José se entera en un sueño que Jesús, el hijo, salvará al pueblo de sus pecados y despertado del sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado y se llevó consigo a su María. 

¡San José estuvo en Fátima! En la aparición del 13 de octubre de 1917, la del sol danzante, sor Lucía cuenta que vio a San José con el niño y la Virgen vestida de blanco con un manto azul junto al sol.

Specola

LOS SEMINARIOS DIOCESANOS SON NECESARIOS



¿Qué hacer con la disminución de seminaristas en España, y en general en Europa? La Congregación para el Clero ha venido insistiendo ante los obispos en la necesidad de programar una reducción de seminarios, proponiendo una reagrupación de seminaristas y sugiriendo la posibilidad de crear algunos seminarios interdiocesanos o reagrupar las pocas vocaciones de dos o más diócesis. Los obispos siempre se han mostrado reticentes a una solución que en gran parte se asemeja a un atajo que no parece conducir fácilmente a la solución, ya que las pocas experiencias que conocemos de los seminarios que nos recomiendan no siempre han resultado todas exitosas. La propuesta de agrupación de seminaristas se haría con miras a los siguientes elementos de valoración de cada caso y según la propia Ratio formativa que gobierna los seminarios: 1) la formación que ofrece el seminario; 2) la calidad de los estudios eclesiásticos; y 3) la apertura al crecimiento de la vocación sacerdotal que puede significar la convivencia más numerosa de seminaristas en un centro regional, o en el seminario que tiene pocos seminaristas más que las diócesis que tienen menos.

Si nos detenemos primero en el centro académico, ya regional o sencillamente de otra diócesis, sobre todo si ambos centros cuentan con un Instituto Superior que imparte con garantía universitaria los estudios de Filosofía y Teología preceptivos, no siempre es mejor el centro regional o de reagrupación que el centro diocesano. Es un hecho objetivo la variedad de profesores que todo claustro lleva consigo, y los alumnos están prestos a evaluar a sus miembros, concluyendo por su cuenta que unos profesores son mejores que los propios de casa y otros notablemente peores y a veces científicamente menos preparados. Hoy son bastantes las diócesis que cuentan con nuevas generaciones de sacerdotes bien formados, que han cursado sus estudios en Universidades nacionales y de otros países, sobre todo en las Universidades romanas, pero también en Universidades civiles nacionales o extranjeras. Estos sacerdotes han cursado con éxito notable estudios de humanidades y ciencias, necesarias y complementarias de los estudios específicamente eclesiásticos. Los centros superiores diocesanos son centros afiliados e incluso integrados en Universidades y Facultades, centros que tienen hoy que pasar los estándares universitarios establecidos por las Facultades que los afilian o patrocinan conforme a norma. Estos centros no sólo cuentan con profesores sacerdotes, también con profesores laicos, hombres y mujeres, catedráticos y docentes en universidades civiles y que, con grande generosidad, son profesores de los claustros de los seminarios.

Por otra parte, cuando los obispos quieren pedir a alguien que complete o se especialice en estudios de postgrado suelen pensar en jóvenes sacerdotes más que en seminaristas, para enviarlos a una Universidad o Facultad. Esto no excluye que algunos seminaristas sean enviados a una determinada Universidad o Facultad de la Iglesia, a veces como residentes de un colegio o convictorio para seminaristas de distintas procedencias. Pasaron los años ochenta del pasado siglo que tan mal recuerdo nos traen y que a algunas diócesis dejaron sin ordenaciones durante años, hasta que los obispos devolvieron de nuevo los seminaristas a sus diócesis de origen.

Si ahora consideramos la necesaria formación humana, espiritual y pastoral que debe acompañar a la formación académica, y que los seminaristas han de recibir como candidatos al ministerio sacerdotal, como lo prescribe la Iglesia, no cabe la menor duda que esa formación encuentra en la propia diócesis un encaje natural que no suele darse del mismo modo fuera de ella. Es así precisamente por la variedad que los seminarios receptores tienen de pequeños grupos de seminaristas de otras diócesis, por lo que se ven obligados a orientar la formación, aun siguiendo las pautas generales de la Iglesia, de modo más genérico y sin el contexto y la referencia natural a la comunidad diocesana propia de cada grupo de seminaristas. Se puede decir que para eso ya está la diócesis, pero los seminaristas no pueden estar yendo y viniendo de un lugar a otro a lo largo del curso académico; y más si, por añadido, tienen que cumplir con el régimen pastoral que les ocupe el fin de semana, sin dejar espacios convenientemente tranquilos para el estudio personal prolongado y el tiempo que requieren las lecturas.

Más todavía, si se alejan del desarrollo que la vida litúrgica tiene en la propia diócesis, para la cual se preparan en el Seminario diocesano, vinculados a la celebración del Obispo en la catedral de la diócesis y en las parroquias a criterio del propio Obispo. Una liturgia más doméstica, sin duda bien realizada correcta, les recortará la experiencia fundamental de la celebración de la fe como meta a la que conduce la vocación al sacerdocio. La introducción en la vida pastoral, aconsejada especialmente para los últimos cursos de formación del candidato al sacerdocio, es inseparable de esta experiencia celebrativa y solemne en aquellos tiempos y festividades que la reclaman. Esta experiencia de litúrgica que acompaña la misma introducción en la acción pastoral, a la que introduce el Seminario, es el ámbito en el que se aprende a vivir la imposibilidad de separar práctica pastoral y celebración de la fe, como lo ha clarificado para quienes padecen confusiones indeseadas la Comisión Teológica Internacional en el documento «La reciprocidad entre fe y sacramentos», que sancionó con su aprobación el papa Francisco el 19 de diciembre de 2019.

Falta en esta reflexión aludir al Seminario diocesano como la plataforma determinante de la pastoral vocacional, continuada y no eventual, que constituye la comunidad del Seminario diocesano para los adolescentes y jóvenes que sientan la llamada de Jesús que les invita a seguirle; y para aquellos a los que se les comunique por contagio deseable la inquietud y la pasión de la vocación sacerdotal. Una pastoral vocacional sin contexto pierde enteros a la hora de su concreción cotidiana y de su programación a lo largo del año pastoral en la diócesis.

Por todo ello, la reagrupación de seminaristas sólo puede darse por necesidad perentoria, sin que la opción por ella contribuya a disminuir aún más el número de seminaristas. Donde se cierra el Seminario será muy difícil volverlo a abrir durante años, como pone de manifiesto la experiencia. No enumeramos los cierres que esta experiencia nos proporciona, para que nadie piense que menoscabamos cualquier situación de emergencia, porque las emergencias acontecen contra nuestra voluntad. Sin embargo, hemos de contar con que los prejuicios han sido siempre malos consejeros, porque deforman la realidad, y algunas soluciones que se postulan pueden ser necesarias en las emergencias reales, pero a veces ni siquiera, cuando sobre su realidad se suscita la crítica sospecha de que se pueden crear primero las emergencias para aplicar después las soluciones.

Estas reflexiones que me sugiere la fiesta de San José, custodio del primer Seminario de la historia, la casa y la familia de Nazaret, quieren ayudar a poner en común la preocupación que la disminución de las vocaciones sacerdotales suscita, y a no cesar en suplicar de Dios las vocaciones que necesitamos, sin tranquilizar nuestra conciencia con la vana ilusión de que se puede paliar esta pérdida de vocaciones con el compromiso pastoral de los laicos. Esta resignación parece a veces esconder falta de fe en que Dios escucha siempre nuestras súplicas y, como único Señor de la mies, no dejará de enviar obreros a su mies, porque los campos, la mies y los obreros son siempre y sólo suyos.

En la Fiesta de San José
Patrono de la Iglesia y de las vocaciones sacerdotales
19 de marzo de 2022

Monseñor Adolfo González Montes
Obispo emérito de Almería

sábado, 26 de diciembre de 2020

El Año de San José: una gran oportunidad para la Iglesia (Roberto De Mattei)

 CORRESPONDENCIA ROMANA


La escena a la que asistimos a finales de 2020 es muy diferente de la que puso fin a 2019. Hace un año, la inexorable decadencia del pontificado de Francisco confirmaba los resultados del Sínodo Panamazónico, que no había conseguido satisfacer ninguna de las esperanzas de los progresistas, desde la abolición del celibato eclesiástico al sacerdocio femenino. En el terreno de la política internacional, la victoria de Donald Trump en las elecciones del año siguiente parecía asegurada sin la sombra de ningún tejemaneje electoral que pudiese ponerla en peligro. La resistencia contra las fuerzas revolucionarias que dominan el mundo se manifestaba de múltiples formas: desde los grandes actos pro vida a las manifestaciones anticomunistas de Hong Kong y despliegues católicos de Acies Ordinata. Las organizaciones más vinculadas a la Tradición estaban a la ofensiva con una sustancial unidad de propósitos.

A un año de distancia, la escena no es la misma. El aspecto más preocupante del panorama que tenemos a la vista no es la pandemia de covid ni el Gran Reinicio del que tanto se habla, ni siquiera la inesperada derrota del presidente Trump, sino la falta de unidad que se observa entre los defensores de la Iglesia y del orden natural cristiano. Los aspectos en que se manifiesta esa desunión no son de índole teórica, sino práctica, y son consecuencia del coronavirus. El acalorado debate sobre la existencia de una conspiración sanitaria o sobre la licitud de vacunarse afectan de hecho la vida cotidiana y suscitan por tanto entre los católicos sentimientos de emoción, rabia y depresión. Nos sentimos oscuramente amenazados y se propaga un ambiente de sorda rebelión contra todo y contra todos.

Inquieto y agitado, el mundo atribuye cuanto sucede a los gobiernos o a las fuerzas ocultas sin remitirse a las causas últimas, que son los pecados de los hombres. Los castigos divinos no son reconocidos como tales, y la Gracia divina no entra donde hay agitación y actividad febril. La Gracia exige calma, reflexión y orden, de los cuales es modelo la Sagrada Familia. Por eso, nada mejor en estos días de Adviento que alzar la mirada a San José, que en el frío y la oscuridad de un tortuoso camino llevó con prudencia y ánimo a Belén a la Sagrada Familia que le había sido confiada.

Cuenta San Lucas que en aquellos días se proclamó un edicto del emperador «ut describeretur universus orbis», a fin de que se describiese el mundo entero por medio de un censo, para el cual «todos iban a hacerse empadronar, cada uno a su ciudad» (Lc. 2,3). Y como José era «de la ciudad de Nazaret, [subió] a Judea, a la ciudad de David, que se llama Belén» (Lc.2,4). El censo ordenado por Augusto obedecía a la soberbia de un emperador que ambicionaba dominar el mundo. Muchos judíos acariciaban la idea de una rebelión estéril e ineficaz. Como recuerda el P. Faber, miraban en todas direcciones en vez de orientarse hacia el Portal de Belén; y cuando nació el Mesías, se convirtió en piedra de tropiezo para ellos (Betlemme, tr. it., SEI, Turín 1949, p. 143).

La Santísima Virgen María y San José no se rebelaron. Por el contrario, como señala el venerable Luis de la Puente, se declararon vasallos de Augusto y quisieron pagarle el tributo apropiado para confundir con su ejemplo la soberbia y la codicia del mundo (Meditazioni, tr. it., Giacinto Marietti, Turín 1835, vol. II, p, 145). Dios quiere de hecho que obedezcamos a quienes gobiernan aunque lo hagan con mala intención, en tanto que lo que nos pidan no sea en sí ilícito y contrario a la Ley divina.

En varias lenguas, la palabra autoridad deriva del latín augere, crecer. San José significa filius accrescens (Génesis 49,22), el que aumenta, encarna el principio de autoridad, entendida ésta ante todo como servicio en provecho del prójimo. Era el padre putativo del Dios-hombre y el castísimo esposo de la Madre de Dios, pero ejercía su autoridad sobre Jesús y María, y Ellos le obedecían. Y nadie como él obedeció los decretos divinos emprendiendo el camino a Belén.

El 8 de diciembre de 1870, mediante el decreto Quemadmodum Deus, el beato Pío IX declaró a San José patrono de la Iglesia católica. Este decreto dio expresión canónica a la verdad según la cual San José vela por la Iglesia del mismo que durante su vida protegió con su autoridad a la Sagrada Familia.

Con ocasión del sesquicentenario del decreto de Pío Nono, el papa Francisco ha proclamado el Año de San José, a celebrar desde el 8 de diciembre este año y la misma fecha del año entrante. En esta ocasión, la Penitenciaría Apostólica, tribunal supremo de la Iglesia, ha concedido a los fieles el obsequio extraordinario de unas indulgencias especiales. Es más, por un decreto del cardenal Mauro Piacenza, penitenciario mayor de la Iglesia, promulgado en conformidad con la voluntad del papa Francisco, la Penitenciaría Apostólica concede «indulgencia plenaria en las condiciones habituales (confesión sacramental, comunión eucarística y oración según las intenciones del Santo Padre) a los fieles que, con espíritu desprendido de cualquier pecado, participen en el Año de San José en las ocasiones y en el modo indicado por esta Penitenciaría Apostólica».

Los modos indicados para lucrar la indulgencia plenaria son muy variados. Entre otros, el rezo del Santo Rosario en familia, el rezo de las Letanías a San José o cualquier otra oración legítimamente aprobada en honor de San José, como la oración A ti, bienaventurado San José, sobre todo en las fechas del 19 de marzo y el 1º de mayo, en la festividad de la Sagrada Familia, el 19 de cada mes y todos los miércoles, día dedicado a la conmemoración del Santo.

Pocos han entendido la importancia de este decreto de la Sagrada Penitenciaría. Sabemos ciertamente que la indulgencia consiste en la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya remitidos en cuanto a la culpa, y que el fiel adquiere por intervención de la Iglesia, que tiene autoridad para dispensar el tesoro de las satisfacciones hechas por Cristo y por los santos. La Iglesia no es una realidad invisible, sino una sociedad jurídicamente perfecta y provista de todos los medios para actuar con miras al cumplimiento de su misión. Se puede criticar, incluso severamente, al papa Francisco, pero en tanto que está considerado el Vicario legítimo de Cristo, sus actos jurídicos son válidos siempre y cuando no contravengan la Tradición de la Iglesia, y las indulgencias que como pontífice tiene derecho a otorgar en virtud de las llaves concedidas a San Pedro y a sus sucesores no la contravienen. «A ti te daré las llaves del reino de los cielos: lo que atares sobre la tierra, estará atado en los cielos, lo que desatares sobre la tierra, estará desatado en los cielos» (Mt.16,19).

Quien niega la validez de estas indulgencias acepta, al menos de facto, la tesis de que Francisco es un papa falso o ilegítimo, jefe de una iglesia distinta a la católica. Y quien, aun considerándolo papa, no hace caso de este acto jurídico o minimiza su importancia, se hace responsable de la falta de aumento de gracia y gloria en muchas almas y de que no se liberen otras almas que están en el Purgatorio. De hecho, cualquier fiel puede lucrar para sí mismo las indulgencias, ya sean parciales o plenarias, o aplicarlas en sufragio por los difuntos, ya que es necesaria una disposición del ánimo que excluya todo afecto al pecado así sea venial. Eso sí, toda indulgencia, aunque sea parcial, supone un gran regalo de la Iglesia, precisamente porque borra total o parcialmente las penas correspondientes a las culpas, ya sea en la Tierra como en el Purgatorio.

No podemos juzgar las intenciones del papa Francisco, pero debemos reconocer que con su decreto brinda una ayuda valiosísima a los fieles católicos que necesitan de un auxilio especial de la Gracia en los tiempos convulsos en que vivimos. Después de la Bienaventurada Virgen María, ninguna criatura ha tenido la fe de San José ni ha sido más lógica y reflexiva que él. En el año a él dedicado, rogamos al santo patriarca que nos conceda el sentido de la fe y el uso de razón necesario para orientarnos y no extraviarnos en el camino a la cueva divina de Belén.

Roberto De Mattei