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domingo, 16 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (6 de 10)

El amor que Dios ha querido tener para con los hombres es del mismo tipo que el que se tienen entre sí los enamorados, pero en un grado infinitamente mayor. Como decíamos, la segunda razón (¡o tal vez la primera!) de que Dios se haya hecho hombre es porque así Él lo ha querido. En términos coloquiales diríamos "porque le ha dado la gana": Nos quiere porque quiere querernos. En Dios el Amor (de amar) y la Libertad (de querer) son una y la misma cosa. En otras palabras: no estando Dios obligado a amarnos -como no lo estaba-, de hecho nos amó, y no con un amor de palabra -que no es tal amor- sino con un amor verdadero, hasta el extremo de dar su propia Vida por nosotros. Y no lo hizo forzadamente: "Yo doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita sino que Yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla. Éste es el mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10, 17-18)

Por supuesto que todo verdadero amor -y máxime entre enamorados- espera una respuesta amorosa por parte del amado, de aquel a quien se ama. La reciprocidad o bilateralidad es un componente esencial del amor. Sin él no puede hablarse de amor verdadero. 

En el caso concreto del amor divino-humano, que es el que ahora nos ocupa - y que es una referencia segura para conocer cuándo el amor que se dicen tener dos personas es auténtico- la idea de reciprocidad o de bilateralidad aparece como condición "sine qua non" para que pueda hablarse, con verdad, de enamoramiento entre Dios y el hombre

En lo que se refiere a Dios esto es patente: haciéndose hombre, en la Persona del Hijo, y dando su Vida para salvarnos, nos ha demostrado la veracidad de su amor: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Su amor hacia nosotros (hacia todos y cada uno) llegó hasta el máximo posible. Siendo Dios no pudo amarnos más de lo que nos amó, pues lo dio todo, se dio a Sí mismo. "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13, 1). 


Falta ahora por comprobar la respuesta del hombre a esos requerimientos amorosos de Dios hacia él. De no existir esa respuesta, no podría hablarse de perfección en el amor, no podría hablarse de amor, en realidad; porque sin reciprocidad no puede concebirse el amor, que es siempre bidireccional. En realidad, Dios no espera otra cosa de nosotros (de todos y de cada uno): "He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y abre la puerta, Yo entraré a él, y cenaré con él y él cenará conmigo" (Ap 3, 20). Si se lee con atención se observa la relación interpersonal yo-tú existente entre Dios y cada uno de nosotros, pues no se dice "cenaremos juntos" sino "Yo cenaré con él y él cenará conmigo". Intimidad y reciprocidad son exigencias propias del verdadero amor.




Ya hemos oído lo que dice Jesús acerca del amor como entrega de la propia vida. San Pablo, en concreto, estaba muy seguro, y era muy consciente, del amor que Jesús le tenia: "Me amó y se entregó a Sí mismo por mí" (Gal 2, 20) y su respuesta 
a Jesús fue la que cabe esperar en los casos de amor verdadero, como era el suyo; a saber, una respuesta total, completa y definitiva : "Para mí la vida es Cristo" (Fil 1, 21). Sin el contacto con Jesús san Pablo no entendía su propia vida. Percibió el Amor personalísimo de Jesús hacia él: "Yo mismo he sido alcanzado por Cristo Jesús" (Fil 3, 12) y le correspondió del único modo posible que se puede corresponder en estos casos; haciendo de la Vida de Jesús su propia vida"Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20).   


Otro punto importante a tener en cuenta es que, aunque es cierto que Jesús murió por todos los hombres para salvarlos (Redención objetiva genérica) no a todos les llega la salvación, sino sólo a aquellos que son sus amigos (Redención subjetiva concreta). Éstas son sus palabras:: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). Y añade:  "Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que Yo os mando".(Jn 15, 14). 


¿Estamos nosotros incluidos en ese grupo de amigos de Jesús? ¿Estamos haciendo también de su Vida nuestra vida, de su voluntad la nuestra, de sus pensamientos los nuestros, de sus pasos nuestros pasos? Porque si no hacemos esto es que estamos aún muy lejos de ser sus amigos; nuestra respuesta amorosa es todavía muy imperfecta. Pensemos en cómo procedió Jesús con relación a su Padre, a quien amaba y con quien se identificaba: "Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra" (Jn 4, 34). Pues así debemos proceder también nosotros con relación a Jesús. Eso es lo único que puede dar sentido a nuestra vida.


[La salvación es un vivir en Dios, que es Amor. Si voluntaria y libremente renunciamos al Amor de Dios y nos mantenemos así hasta el fin de nuestra existencia humana; si no deseamos saber nada de Dios porque hemos decidido que no existe o bien que somos nosotros quienes "creamos" las normas de nuestra vida y no permitimos que nadie "externo" a nosotros pueda influir en nuestras decisiones; si procedemos así, estaríamos hablando del peor de los pecados, que es el de soberbia; un pecado, que es contra el Espíritu Santo, y que no puede ser perdonado. Y no porque Dios no quiera perdonar sino porque el pecador no reconoce su pecado como tal pecado y huye de la Verdad. No hay más "verdad" que la que él mismo se fabrica. Si esto es así, Dios no puede menos que respetar nuestra decisión, pues para eso nos creó libres. Aunque quiera y aunque su Poder sea infinito, dicho Poder está limitado por el principio de no contradicción, pues no se puede estar unido a Dios por amor si, al mismo tiempo se le odia y se le rechaza. Se trata de una imposibilidad metafísica. De tal modo que, en realidad de verdad, no es Dios quien nos castiga, cuando actuamos así, sino que somos nosotros quienes, al renegar de Dios y no arrepentirnos, hacemos imposible que Él pueda amarnos y hacemos imposible, por lo tanto, nuestra salvación eterna



(Continuará)