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lunes, 7 de agosto de 2023

MILAGRO DE JIMENA Evaluación y expectativas tras la JMJ

 En ti confío


Duración 45:36 minutos


Intervención de Monseñor Munilla De 0 a15:15 minutos. A continuación habla un sacerdote y finalmente, de nuevo, habla Monseñor Munilla a partir del minuto 37 hasta el final.

lunes, 5 de septiembre de 2022

Algunas reflexiones sobre los milagros




Como dice el título de este artículo, van a ser sólo unas pocas, desde luego no todas, dejando a los lectores que incluyan las que deseen; seguro que mejores que las nuestras.

Los milagros no surgen así como así. Para que se produzcan, salvo excepciones que confirman esta regla, hay que hacer lo posible y lo imposible, humanamente hablando, claro, para merecerlos. Hay que trabajarlos.

Los milagros no son magia… «potagia», producto de una varita mágica, salvo en los casos que Dios quiera. Así pues, a veces tardan y… a veces ni siquiera se producen.

Los milagros, una vez producidos, hay que seguir, salvo excepciones, mereciéndolos, trabajándolos.

Cuando pedimos algo, y todo lo que pedimos suele ser un milagro, algo que consideramos que sin la intervención divina no lograremos, hay que poner en la petición dos cosas: fe y voluntad; o sea, a Dios rogando, sí, pero también con el mazo dando. Nada de sentarse mirando al cielo como bobos… y vagos, a esperar a que… nos caiga la breva. Si vemos los milagros de Nuestro Señor relatados en los Evangelios, todos tienen abundancia de fe pero también de voluntad por parte de sus peticionarios. No hay uno solo, además, en el que el Señor no remarque lo de la fe: «Hágase según vuestra fe», dijo a los leprosos; «Nunca he visto tanta fe en Israel», dijo a los enviados del centurión; «Tu fe te ha curado», etc.

Al mismo tiempo, en todos hay una gran voluntad de parte de los peticionarios. Los leprosos caminan, se mueven, se arriesgan a ser objeto de la ira del pueblo, pero no cejan en su empeño por acercarse a Jesús. La hemorroisa se mete entre la multitud a codazos con tal de tocar Su manto. Aquellos otros cogieron al paralítico, lo subieron a la azotea y quitan tejas y argamasa para abrir un agujero por donde descolgarle, etc.

En todos hay fe ciega en que el Señor les puede curar, pero también esfuerzo, trabajo, voluntad para… ponérselo fácil o al menos demostrar que… ¿se lo merecían?

No es el caso de la conversión de San Pablo, milagro portentoso porque ni él tenía fe, sino todo lo contrario, ni menos aún voluntad, sino todavía menos. Pero es que los designios del Señor son insondables, y Su poder absoluto para hacer con Su viña lo que quiera según Sus planes trazados con Su mente que no funciona como la nuestra porque ya dijo que nosotros no pensamos como Él.

También es muy importante considerar, además, que los milagros, una vez producidos, deben ser objeto de agradecimiento de por vida, no debemos olvidarlos, sino tenerlos muy presentes y dar gracias por ellos siempre, siempre, porque es de bien nacidos ser agradecidos. La primera forma de agradecimiento es reduciendo sustancialmente nuestros pecados; ¡que ya está bien, leche! La segunda es mediante oraciones de agradecimiento, jaculatorias o simplemente un «gracias Señor por…» cada vez que nos acordemos del milagro o lo veamos presente si fue una curación, un empleo, etc.

Asimismo, debemos ser consecuentes con el milagro y no malograrlo. Por ejemplo, ¿se han preguntado ustedes qué fue de los leprosos, de los cojos, paralíticos y endemoniados curados por Nuestro Señor, es decir, objeto de sus milagros? Pues que una vez «arreglados» su vida debió cambiar radicalmente porque debieron pasar de no hacer nada y de vivir de la limosna, a tener que… trabajar. Sí, eso tan duro como es tener que trabajar. Bien, pues debieron ser consecuentes y agradecidos y debieron ponerse a trabajar, y además a hacerlo bien, por causa de… su milagro; quien de ellos no lo hizo pecó dos veces: una por pereza y vagancia, y la otra por malgastar la gracia especial que supuso el milagro que Nuestro Señor le regaló. Ojo al parche que es importante, porque pedimos la curación de, por ejemplo, un niño y luego, una vez curado, nos quejamos de que hay que ver la lata que da. ¡Qué mal haríamos en arrepentirnos de haber pedido y más aún de que se nos concediera aquel milagro! ¡Cuidado con eso!

Pedimos milagros todos los días, porque en realidad nuestras peticiones son siempre algo que sabemos que por nosotros mismos no podemos lograr, pues bien, hagámoslo con fe y pongamos voluntad (trabajo, acción) para que se nos conceda, y, una vez concedido, pongamos agradecimiento en forma de oraciones y para que lo logrado fructifique para mayor gloria de Dios.

Ah, y no se nos olvide que los milagros que pidamos quedan siempre a la consideración de la voluntad de Dios que sabe lo que queremos, pero mucho mejor sabe lo que nos conviene, algo que nosotros no siempre sabemos. Así es que si a pesar de poner mucha fe y mucha voluntad no se nos concede (o tarda, vaya que si tarda), seguro que es porque no nos conviene (al menos en ese momento) y nada más lejos de la voluntad de Dios que hacernos una gracia que vaya a ser para nosotros, en realidad, una desgracia; así es que siempre conformémonos con la voluntad de Dios que Él sí sabe, nosotros no.

Juan Cruz

sábado, 22 de febrero de 2020

El coronavirus y los milagros en China




Tomado de Specola, 22 de febrero de 2020

Monseñor Joseph Zhu Baoyu, de noventa y ocho años, chino, obispo y católico, se ha curado del coronavirus y ya son muchos los que proclaman el «milagro». La terquedad de un casi centenario, ante una patología que parece imparable, termina por sazonar un debate, el de lo que la Iglesia Católica debe hacer en China, que está en constante evolución. Puede que no se crean los milagros, pero lo sucedido al prelado asiático es ciertamente singular, así como la fe del pueblo católico chino, ya sea subterránea o no, es única.
 

martes, 31 de diciembre de 2019

Domine, ut Videam! Una reflexión para comenzar el 2020 con algo de esperanza



Domine, ut videam! Lc XVIII, 41

El ciego que nunca ha visto la luz no sabe qué son los colores, así como el sordo que nunca ha escuchado un sonido no tiene idea de lo que sea la música o la voz de un ser querido. Pero incluso aquel que ve no sabe lo que significa estar condenados a la ceguera, privados de la visión de una puesta de sol o de la posibilidad de mirar a los ojos a quien se ama; y aquel que escucha no imagina el vacío de la ausencia de una melodía, del canto de los pájaros, del flujo del agua en un arroyo. Y a menudo sucede que dos personas no alcanzan a comunicarse porque aquel que ve intenta en vano explicar al ciego las tonalidades que inflaman las hojas de los árboles en otoño, o al sordo cuánto sean capaces despertar de sentimientos indescriptibles los maravillosos acordes de una sinfonía.
Del mismo modo, aquel que no tiene la gracia de la Fe no puede entender la luz resplandeciente que ésta proyecta en el alma, ni la sublime armonía que une admirablemente todas las verdades católicas. Pero incluso aquel que posee la Fe difícilmente alcanza a concebir las tinieblas en las que camina a tientas el incrédulo, el silencio de muerte que lo circunda. Incluso en esto puede haber incomunicabilidad, cuando aquel que considera a la Fe como algo que no requiere explicación intenta persuadir al amigo de que su ceguera espiritual y su sordera moral no tienen motivo y pueden superarse con un simple razonamiento, casi con un vistazo del alma sobre la realidad. 
Sin embargo. Sin embargo, aquel que ve puede perder la vista en un accidente, aquel que oye puede quedar sordo y descubrir lo doloroso que es verse privado de estos sentidos que se tenían por descontados, normales y obvios. Todos los hechos cotidianos se convierten en acciones complejas, algunos resultan impedidos, otros necesitan de la ayuda de otros. No hay más colores en nuestra vida, no hay más autonomía en el obrar, todo es oscuridad y silencio. Nos damos cuenta de lo que hemos perdido sólo cuando ya no lo tenemos. Y pensamos con pesar que ese amanecer, aquel sonido de campanas, esa voz amiga permanecen como un recuerdo destinado a difuminarse con el tiempo, y que quizás podríamos haber utilizado mejor nuestros días saboreando con avidez los claroscuros de una pintura, los rasgos faciales de nuestra madre, la voz de la niña que juega en el patio, el ladrido lejano de un perro.
Incluso aquel que asiste al inexorable enceguecimiento del mundo que lo rodea, a la sordera espiritual de la humanidad, termina lamentando muchos gestos pequeños y simples que hasta entonces tenía por obvios, cosas en las que ni siquiera había necesidad de detenerse porque se daban por sentado. Pienso en cuando, de niño, mi madre solía enjugar mis ojos al sonido de las campanas el Sábado Santo -entonces el Exsultet resonaba durante el día-, o cuando se recibía en casa al cura para la bendición pascual y se le ofrecía un pequeño refrigerio; cuando se instalaba el pesebre en el escaparate de la panadería, o cuando para Epifanía, los niños esperábamos no encontrar trozos de carbón en el calcetín, y nos contentábamos con un par de caramelos, con un pequeño coche de hojalata, con un trompo. Pienso en cuando se saludaba por la calle a las monjas o los clérigos con ese alabado sea Jesucristo que distinguía a los católicos de los comunistas y los liberales; cuando mi padre se arrodillaba descubriendo su cabeza si nos encontrábamos con un sacerdote que llevaba el Viático a un  moribundo. Pienso en el velo que mi madre y mi hermana se ponían para entrar a la iglesia, aunque solo fuera para decir un  Ave María mientras se iba de compras o a colocar una flor en el altar de Santa Rita. Pienso en el silencio austero de la radio el Viernes Santo, en las rosas recogidas del jardín para arrojar los pétalos al paso del Santísimo el jueves de Corpus Domini, en las telas y las alfombras puestas para decorar los balcones cuando el Señor pasaba por la avenida de la iglesia. Pienso en los paseos en bicicleta para ir a servir a las Vísperas los domingos: aquellas Vísperas de las cuales, aun de niño, conocía todos los Salmos de memoria, y el turíbulo que de jovencito le extendía al párroco en el Tantum ergo. Y la cola en el confesionario el sábado y los días previos a las fiestas. Pienso en la voz solemne de Pío XII, en su mirada hierática y serena, en su dignidad no afectada, en su dulzura con los hijos del Cardenal Ottaviani. Pienso en los cantos lejanos de las monjas detrás de las rejas, en el aroma a cera de los bancos de la sacristía, en las palabras de la Súplica a Nuestra Señora de Pompeya que mi abuela  recitaba para sí. En este día sumamente solemne de la fiesta de vuestros triunfos… Pienso en la imagen de san Antonio Abad en el negocio del carnicero, con su vela encendida, o en el cuadro de la Virgen de Fátima en la sala de la modista a la que acompañaba a mi madre. Pienso en el vestido blanco de la Confirmación, en el lazo atado en la frente, en las estampas de la Comunión de mis compañeros, en el folleto del Precepto Pascual. Pienso en las monjas sombreronas en los hospitales, en los frailes con sandalias incluso en invierno, con la alforja llena de pan viejo que el panadero guardaba aparte para ellos. En las Misas de las seis de la mañana, casi siempre de Requiem, a las que asistían alumnos y estudiantes, dependientes y damas, en silencio, con el Rosario en la mano. Pienso en mi tonsura –Dominus pars haereditatis meae– y en el rito con el que recibí las Órdenes Menores, en el sacerdote asistente en pluvial: Eminentissime Pater, postulat Sancta Mater Ecclesia… En la mesa sobre la que se ordenaba silentium, en las Precesdicendae y en la meditación diaria en el silencio de la capilla, en el canto de Completas, en la oración a Nuestra Señora de la Confianza. 
Y me veo ciego, o temo convertirme en uno tal, porque ya no veo a las monjas con la toca, siempre de a dos y con la mirada baja, ni al monseñor con medias rojas que bajaba, rodeado de clérigos en saturno, la escalera del Seminario. En su lugar, mujeres con los cabellos tratados con permanente y homúnculos con la cruz escondida en el bolsillo. No veo aquellos ojos serenos, esas sonrisas espontáneas, esa compostura educada, aquella despreocupación del repartidor que cantaba mientras iba a hacer las entregas, del albañil en el andamio, del zapatero en su tienda. 
Me siento sordo, o al menos no encuentro ya más todos aquellos sonidos queridos, aquellas voces amadas, esas melodías tan sublimes como normales para nosotros en aquellos tiempos. Música alegre, sonidos familiares, una costumbre con lo sagrado que estaba tan íntimamente ligada a nuestra vida cotidiana como para no despertar ni asombro ni vergüenza. Y también el herrero socialista, el librero judío, el médico masón respetaban y se adaptaban voluntariamente a un orden social que hacía que nuestros días fueran serenos a pesar de fatigosos, nuestra mesa feliz aunque sobria. Porque todo giraba en torno a Cristo. 
Han pasado tantos años desde aquel tiempo, que hoy parece que estemos viviendo en otro mundo. No nos dimos cuenta. No nos percatamos de que alguien había decidido trocar una civilización milenaria por los cigarrillos estadounidenses y las radios de transistores, por las minifaldas y los jeans, y luego por el referéndum sobre el divorcio, por los ataques de las Brigadas Rojas, por la ley sobre el aborto. Pero este grotesco trueque era mundano, era profano, no había tocado el alma de la Iglesia ni mucho menos la de los fieles. La verdadera venta de liquidación la hemos visto con el Concilio, con los birretes sacerdotales arrojados al Tíber, y con todo este frenesí de complacer al mundo, de mostrarse modernos, de no suscitar la impresión de quedarse atrás. Fuera con todo, y todavía no era nada: aún debía llegar Bergoglio.
Como señaló sagazmente monseñor Viganò en su última intervención (aquí), todo sucedió «sin que la mayoría repare en ello. Sí, porque el Concilio Vaticano II abrió algo peor que la Caja de Pandora: la Ventana de Overton, de un modo tan gradual que nadie se ha dado cuenta de la alteración que se ha llevado a cabo, de la auténtica naturaleza de las reformas, de sus dramáticas consecuencias, y ni siquiera se ha llegado a sospechar quién manejaba realmente los hilos de esta gigantesca operación subversiva». 
El mundo –nuestro mundo, nuestra Patria, Italia, que se enorgullecía de ser católica, apostólica y romana- se está volviendo ciego y sordo. Ya no quiere ver ni escuchar más a Dios. Y quizás Dios no quiere ver el abismo en el que se hunde en violación de Su ley, no quiere escuchar sus blasfemias. Y hay quien espera que ese mundo finalmente resulte destruido, esfumado, extinto. Es más: se alegraría de ello, porque la mera presencia de un Crucifijo o de un Niño en el pesebre provoca escándalo, ofende a los que no creen, viola la libertad de religión. Esa libertad aclamada desgraciadamente por el Concilio, y de la cual hoy vemos los frutos amargos, con las estatuas de Lucifer erigidas en las plazas y los niños inmolados al Moloch pro-choice
Pero en este mundo de imágenes y fantasmas, de estrépito y rumor, de obscenidades y herejías, hay ciegos y sordos que comienzan a entender qué es lo que han perdido, al igual que aquel que ha sido privado de la vista o del oído después de haber visto y oído. Hay quien entiende que es ciego y sordo, mientras que antes no entendía acerca del ver y del oír, o tal vez no quería hacerlo. Hay sacerdotes que, enfrentados con la sordidez calvinista de la liturgia reformada, no acertaban a tomar una decisión que hoy resulta inevitable, y vuelven -o comienzan ex novo- a celebrar los ritos antiguos y venerandos. Hay monjas que, ante la persecución de figuras como Braz de Aviz, redescubren el espíritu de la Regla y se inmolan por la Iglesia. Hay frailes que se dejan crucificar por sus Superiores, tal como Cristo se dejó prender por los Sumos Sacerdotes del templo. Hay fieles que descubren la vida cristiana precisamente cuando desde el Solio se los incita al adulterio en nombre del discernimiento. Hay pecadores que comprenden el heroísmo del arrepentimiento y de la virtud precisamente cuando los Pastores legitiman el concubinato y la sodomía. Hay Católicos tibios que se encuentran defendiendo el honor de Dios ante los eclesiásticos que vilipendian a la Virgen y adoran a los ídolos. Profesores mudos y teólogos hasta aquí silenciosos que denuncian públicamente las desviaciones doctrinales del Clero, periodistas moderados que escriben artículos en defensa de la moral tradicional, mientras que horrendos jesuitas alaban la herejía y arguyen en pro de la inmoralidad. Hay jóvenes que descubren la Sagrada Escritura y los tesoros invaluables de los Santos Padres, mientras los Obispos falsifican el Antiguo y el Nuevo Testamento. Hay políticos que aprenden a defender a la Nación y su Fe mientras desde Santa Marta se repite ad nauseam el mantra de la acogida. 
La Gracia nos toca cuando menos lo esperamos, como le sucedió al ciego al paso de Nuestro Señor. 
Los últimos tiempos que estamos viviendo nos muestran que en las buenas almas la Verdad brota límpida y cristalina y que en las almas corruptas el engaño, el fraude, la mentira que propagan es la misma que sugirió la Serpiente antigua desde su Non serviam. y desde la caída de Adán y Eva: seréis como dioses. Pero el pecado no es, en el sentido de que al no remitir a la Verdad que es Dios, no posee en sí mismo el ser, no puede ni debe existir, y como tal está destinado a desaparecer cuando la Providencia nos haya hecho comprender nuestra ceguera y nuestra sordera. Cuando nos demos cuenta de cuán verdaderas son las palabras del Salvador: “Sine me nihil potestis facere”. Por esta razón, tanto al ciego del Evangelio como a cada uno de nosotros, Él pregunta: «¿Quid vis tu faciam tibi?», porque quiere que reconozcamos nuestra enfermedad y que Lo reconozcamos como nuestro único Médico. 
En estos tiempos de tribulación vemos al Mal por lo que es, en su fealdad, en su insoportable arrogancia, en su violencia verbal y física, en su inevitable carga subversiva y revolucionaria; pero precisamente por esto -a diferencia de otras épocas en que la cizaña infestaba el campo de Dios pero aún no había sofocado la mies como lo hace hoy- es la ostentación del Mal lo que ha abierto los ojos de muchos fieles, haciéndolos comprender el engaño al que habían estado sujetos. 
Pensemos en mons. Viganò: sus palabras de fuego contra la apostasía de la secta bergogliana nunca se hubieran podido oír hace sólo diez años, aun cuando todas las premisas de esta crisis habían sido ya puestas, y de hecho remitían a una conspiración de más de cincuenta años de vigencia. Y dan ganas de decir: Viganò habla como Lefebvre. “Hago y digo lo que me han enseñado”, dice el cardenal Burke. Palabras que hacen eco al Tradidi quod et accepti de San Pablo. Es cierto: son las mismas palabras de los Apóstoles, de los Santos Padres, de los Doctores de la Iglesia, de los Papas de los siglos pasados. Debido a que la fuente de la que provienen es siempre la misma, la Verdad que los ilumina es siempre idéntica, como siempre el mismo es Dios, inmutable en el tiempo. E incluso aquellos que hasta ahora no habían entendido, hoy tienen la gracia de poder recuperar la vista. 
A los mismos errores malditos de Satanás diseminados a lo largo de los siglos, opongamos con orgullo la misma y bendita Verdad de Dios, quien nos prometió la victoria final. Pero antes de que podamos saludar ese día glorioso, todos nosotros -todos: Prelados, clérigos, fieles- clamemos al cielo: «¡Domine, ut videam!», para que finalmente caiga el velo que oscurece nuestra visión espiritual. “Domine, ut audiam!», para que nuestros oídos se abran a la voz de Cristo.  
Cesare Baronio
(Traducción: Flavio Infante. Artículo original)

martes, 25 de junio de 2019

El Papa, sobre los panes y los peces: «Esto no es magia, es confianza en Dios» (Carlos Esteban)



“Jesús no hace magia, no transforma los cinco panes en cinco mil y luego dice: ‘Ahora, distribuidlos’. No.”, dijo Su Santidad en la homilía de la Misa del Corpus Christi glosando el milagro de la multiplicación de los panes y los peces.

Es cierto que en el pasaje evangélico que siempre se ha llamado ‘milagro de la multiplicación de los panes y de los peces no aparece por ningún lado las palabras ‘multiplicar’ y ‘multiplicación’, pero es difícil comprenderlo sin esa operación milagrosa.

“Caía la tarde y los Doce se le acercaron a decirle:

–Despide a la gente que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida; porque aquí estamos en descampado.

El les contestó:

–Dadles vosotros de comer.

Ellos replicaron:

–No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío. (Porque eran unos cinco mil hombres.)

Jesús dijo a sus discípulos:

–Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta.

Lo hicieron así, y todos se echaron.

El, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos” (Lucas, 9, 12-17)

Pero Su Santidad insistió en la homilía de la Misa del Corpus Christi en que “no es verdad” que los panes y los peces se multiplicaran; “simplemente, no se acabaron”.
La interpretación de esta escena como un ‘milagro’ de la solidaridad -es decir, como un no milagro en su sentido estricto- tiene ya bastantes años y se oye con cierta frecuencia en muchas homilías, esa idea de que lo que se desprende de esa escena es la importancia de compartir. Salvo que, naturalmente, no tiene ningún sentido.

Para empezar, no hay modo humano de que cinco panes y dos peces, por muy equitativamente que se repartan, puedan saciar a cinco mil personas hambrientas, ni a quinientas, ni a cincuenta.

Su Santidad no niega explícitamente el milagro; seguiría siendo milagroso que semejante parco almuerzo deje satisfecha a una multitud sin necesidad de multiplicarse. Es una posibilidad, una modalidad de milagro que no exige la multiplicación. Pero el evangelista da el detalle final de que se recogieron doce cestos de sobras, y eso sí parece apuntar claramente a la multiplicación, porque incluso los peces y los panes cabrían holgadamente en una sola cesta.

En cualquier caso, estamos en una de esas ocasiones, deplorablemente frecuentes, en las que el Santo Padre, para acentuar una idea en sí misma buena, como es la importancia de compartir, no tiene reparo en deslizar conceptos que llevan a la confusión y la duda al pueblo cristiano.

Homilía completa del Santo Padre
La Palabra de Dios nos ayuda hoy a redescubrir dos verbos sencillos, dos verbos esenciales para la vida de cada día: decir y dar.

Decir. En la primera lectura, Melquisedec dice: «Bendito sea Abrán por el Dios altísimo […]; bendito sea el Dios altísimo» (Gn 14,19-20). El decir de Melquisedec es bendecir. Él bendice a Abraham, en quien todas las familias de la tierra serán bendecidas (cf. Gn12,3; Ga 3,8). Todo comienza desde la bendición: las palabras de bien engendran una historia de bien. Lo mismo sucede en el Evangelio: antes de multiplicar los panes, Jesús los bendice: «tomando él los cinco panes y los dos peces y alzando la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los iba dando a los discípulos» (Lc 9,16). La bendición hace que cinco panes sean alimento para una multitud: hace brotar una cascada de bien.

¿Por qué bendecir hace bien? Porque es la transformación de la palabra en don. Cuando se bendice, no se hace algo para sí mismo, sino para los demás. Bendecir no es decir palabras bonitas, no es usar palabras de circunstancia: no; es decir bien, decir con amor. Así lo hizo Melquisedec, diciendo espontáneamente bien de Abraham, sin que él hubiera dicho ni hecho nada por él. Esto es lo que hizo Jesús, mostrando el significado de la bendición con la distribución gratuita de los panes. Cuántas veces también nosotros hemos sido bendecidos, en la iglesia o en nuestras casas, cuántas veces hemos escuchado palabras que nos han hecho bien, o una señal de la cruz en la frente… Nos hemos convertido en bendecidos el día del Bautismo, y al final de cada misa somos bendecidos. La Eucaristía es una escuela de bendición. Dios dice bien de nosotros, sus hijos amados, y así nos anima a seguir adelante. Y nosotros bendecimos a Dios en nuestras asambleas (cf. Sal 68,27), recuperando el sabor de la alabanza, que libera y sana el corazón. Vamos a Misa con la certeza de ser bendecidos por el Señor, y salimos para bendecir nosotros a su vez, para ser canales de bien en el mundo.

También para nosotros: es importante que los pastores nos acordemos de bendecir al pueblo de Dios. Queridos sacerdotes, no tengáis miedo de bendecir, bendecir al pueblo de Dios. Queridos sacerdotes: Id adelante con la bendición: el Señor desea decir bien de su pueblo, está feliz de que sintamos su afecto por nosotros. Y solo en cuanto bendecidos podremos bendecir a los demás con la misma unción de amor. Es triste ver con qué facilidad hoy se hace lo contrario: se maldice, se desprecia, se insulta. Presos de un excesivo arrebato, no se consigue aguantar y se descarga la ira con cualquiera y por cualquier cosa. A menudo, por desgracia, el que grita más y con más fuerza, el que está más enfadado, parece que tiene razón y recibe la aprobación de los demás. Nosotros, que comemos el Pan que contiene en sí todo deleite, no nos dejemos contagiar por la arrogancia, no dejemos que la amargura nos llene. El pueblo de Dios ama la alabanza, no vive de quejas; está hecho para las bendiciones, no para las lamentaciones. Ante la Eucaristía, ante Jesús convertido en Pan, ante este Pan humilde que contiene todo el bien de la Iglesia, aprendamos a bendecir lo que tenemos, a alabar a Dios, a bendecir y no a maldecir nuestro pasado, a regalar palabras buenas a los demás.

El segundo verbo es dar. El “decir” va seguido del “dar», como Abraham que, bendecido por Melquisedec, «le dio el diezmo de todo» (Gn 14,20). Como Jesús que, después de recitar la bendición, dio el pan para ser distribuido, revelando así el significado más hermoso: el pan no es solo un producto de consumo, sino también un modo de compartir. En efecto, sorprende que en la narración de la multiplicación de los panes nunca se habla de multiplicar. Por el contrario, los verbos utilizados son “partir, dar, distribuir” (cf. Lc 9,16). En resumen, no se destaca la multiplicación, sino el compartir. Es importante: Jesús no hace magia, no transforma los cinco panes en cinco mil y luego dice: “Ahora, distribuidlos”. No. Jesús reza, bendice esos cinco panes y comienza a partirlos, confiando en el Padre. Y esos cinco panes no se acaban. Esto no es magia, es confianza en Dios y en su providencia.

En el mundo siempre se busca aumentar las ganancias, incrementar la facturación… Sí, pero, ¿cuál es el propósito? ¿Es dar o tener? ¿Compartir o acumular? La “economía” del Evangelio multiplica compartiendo, nutre distribuyendo, no satisface la voracidad de unos pocos, sino que da vida al mundo (cf. Jn 6,33). El verbo de Jesús no es tener, sino dar.

La petición que él hace a los discípulos es perentoria: «Dadles vosotros de comer» (Lc 9,13). Tratemos de imaginar el razonamiento que habrán hecho los discípulos: “¿No tenemos pan para nosotros y debemos pensar en los demás? ¿Por qué deberíamos darles nosotros de comer, si a lo que han venido es a escuchar a nuestro Maestro? Si no han traído comida, que vuelvan a casa, es su problema, o que nos den dinero y lo compraremos”. No son razonamientos equivocados, pero no son los de Jesús, que no escucha otras razones: Dadles vosotros de comer. Lo que tenemos da fruto si lo damos —esto es lo que Jesús quiere decirnos—; y no importa si es poco o mucho. El Señor hace cosas grandes con nuestra pequeñez, como hizo con los cinco panes. No realiza milagros con acciones espectaculares, no tiene la varita mágica, sino que actúa con gestos humildes. La omnipotencia de Dios es humilde, hecha sólo de amor. Y el amor hace obras grandes con lo pequeño. La Eucaristía nos los enseña: allí está Dios encerrado en un pedacito de pan. Sencillo y esencial, Pan partido y compartido, la Eucaristía que recibimos nos transmite la mentalidad de Dios. Y nos lleva a entregarnos a los demás. Es antídoto contra el “lo siento, pero no me concierne”, contra el “no tengo tiempo, no puedo, no es asunto mío”; contra el mirar desde la otra orilla.

En nuestra ciudad, hambrienta de amor y atención, que sufre la degradación y el abandono, frente a tantas personas ancianas y solas, familias en dificultad, jóvenes que luchan con dificultad para ganarse el pan y alimentar sus sueños, el Señor te dice: “Tú mismo, dales de comer”. Y tú puedes responder: “Tengo poco, no soy capaz para estas cosas”. No es verdad, lo poco que tienes es mucho a los ojos de Jesús si no lo guardas para ti mismo, si lo arriesgas. También tú, arriesga. Y no estás solo: tienes la Eucaristía, el Pan del camino, el Pan de Jesús. También esta tarde nos nutriremos de su Cuerpo entregado. Si lo recibimos con el corazón, este Pan desatará en nosotros la fuerza del amor: nos sentiremos bendecidos y amados, y querremos bendecir y amar, comenzando desde aquí, desde nuestra ciudad, desde las calles que recorreremos esta tarde. El Señor viene a nuestras calles para decir-bien, decir bien de nosotros y para darnos ánimo, darnos ánimo a nosotros. También nos pide que seamos don y bendición.

Carlos Esteban

jueves, 13 de diciembre de 2018

El obispo de Buffalo ordena que destruyan las pruebas de un posible milagro eucarístico



Una Hostia consagrada que cayó accidentalmente al suelo en una iglesia de la diócesis de Buffalo, en Estados Unidos, empezó a sangrar después de que el sacerdote la dejara en agua para su disolución, pero el obispo Richard Malone, avisado del caso, ordenó que se deshicieran de la forma.

Durante una misa a finales de noviembre en la Iglesia de San Vicente de Springbrook, en la diócesis de Buffalo, en el estado de Nueva York, una Hostia consagrada cayó accidentalmente al suelo. El párroco, padre Karl Loeb, encarga a un diácono que la recoja y la sumerja en agua en un caliz de ablución para que se disuelva naturalmente, y la guarda en el sagrario. El 30 de noviembre, el padre Loeb descubre que de la Hostia emana un líquido rojizo. ¿Milagro? Nunca lo podremos saber.

Y es que, avisados inmediatamente por el padre Loeb, el obispo titular, Richard Malone, y su auxiliar, Edward Grosz, acuden a contemplar el caso e inmediatamente ordenan al párroco que se deshaga de la forma. “Cristo ya no está presente aquí”, dijo Su Ilustrísma para justificar su orden, que el sacerdote cumplió con marcada reticencia, no sin antes fotografiar el cáliz con la Hostia sangrante. Esa es, al menos, la historia que ha compartido una feligresa, Mary Ellen Sanfilippo, con Church Militant.

Los milagros eucarísticos no son frecuentes, pero tampoco absolutamente insólitos en la Historia de la Iglesia. Se supone que son una extraordinaria gracia para fortalecer la fe en la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía, verdadero pilar de la práctica católica. Desde el milagro, en el siglo VIII, acaecido en Lanciano, donde la Hostia se convirtió en Carne viva y el vino consagrado en Sangre viva delante de los asombrados ojos del sacerdote -Hostia y vino sometidos en la actualidad a rigurosos análisis-, hasta el de Chirattakonam, en la India, se han dado numerosos de estos prodigios.

Por eso resulta sorprendente, por decir poco, que el obispo se haya negado, al menos, a investigar el incidente y, en su caso, descartar al menos la posibilidad del milagro. ¿Qué puede provocar este escandaloso desprecio por lo sobrenatural, o por la posibilidad de lo sobrenatural?

La Diócesis de Buffalo en general y el obispo Malone en particular han estado en el foco de los medios durante la crisis de la pedofilia clerical, como una de las diócesis menos transparentes en el manejo de los casos de abusos, y se acusa a Malone de haber mantenido en ejercicio a sacerdotes acusados de forma creíble de haber protagonizado abusos a menores.

Carlos Esteban