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miércoles, 26 de octubre de 2022

El relator sinodal despeja dudas (Bruno Moreno)



En artículos anteriores sobre el Sínodo de la Sinodalidad, hablábamos de algunos aspectos sinodales, como el tema o las aportaciones solicitadas, que hacen sospechar que sus reuniones estarán dañadas de raíz. En consecuencia, es de temer que, en el mejor de los casos, esas reuniones serán una forma de perder el tiempo pareciendo que estamos muy ocupados y, en el peor, podrían ser la puerta para intentar cambiar la enseñanza de la Iglesia como desean, por ejemplo, tantos obispos alemanes y belgas.

Nos queda por analizar, sin embargo, a los encargados del Sínodo. A fin de cuentas, aunque fuera con los materiales más pobres e inadecuados, unos responsables con fe y valentía podrían tomar firmemente las riendas de la reunión sinodal y conseguir algo bueno en ella. ¿Será eso lo que ocurra con el Sínodo? A falta de un milagro, habría que decir que parece que no. Al menos a juzgar por las declaraciones que hizo ayer el cardenal Jean-Claude Hollerich en una entrevista publicada por L’Osservatore Romano, el periódico del Vaticano.

Este cardenal jesuita, además de ser arzobispo de Luxemburgo y Presidente de la Comisión de Conferencias Episcopales de la Unión Europea, ha sido nombrado relator general del Sínodo por el Papa Francisco. Es, pues, a la vez un peso pesado de la Iglesia y la voz más autorizada en cuestiones sinodales, después del propio Papa. Haríamos bien, por lo tanto, en prestarle atención.

¿Qué tiene que decirnos el relator general del Sínodo? Por lo visto, que el sexto mandamiento y toda la doctrina de la Iglesia sobre las relaciones sexuales fuera del matrimonio y las relaciones entre personas del mismo sexo siempre han estado equivocados.
“¿Parejas gay? Dios no las maldice. ¿Cree que Dios pueda alguna vez ‘decir-mal’ sobre dos personas que se aman? En el Reino de Dios ninguno está excluido: ni siquiera los divorciados vueltos a casar, ni siquiera los homosexuales, todos. El Reino de Dios no es un club exclusivo. Abre sus puertas a todos, sin discriminaciones. Muchos de nuestros hermanos y hermanas nos dicen que, sea cual sea el origen y la causa de su orientación sexual, ciertamente no la han elegido. No son manzanas podridas”.
Y a continuación añadió:
“No creo que haya lugar para un matrimonio sacramental entre personas del mismo sexo, porque no hay un objetivo procreativo que lo caracterice, pero esto no quiere decir que su relación afectiva no tenga ningún valor”.
Antes de que alguien lo pregunte, conviene señalar que no se trata de una expresión imprecisa o puntual. En febrero declaró algo similar en otra entrevista en Alemania, en la que afirmó, con respecto a la doctrina sobre las relaciones entre personas del mismo sexo que creía que “el fundamento sociológico-científico de esta doctrina ya no es correcto”, indicando que debía revisarse la doctrina de la Iglesia y sugiriendo que la forma de hablar del Papa Francisco sobre la homosexualidad podría llevar a un cambio de la doctrina.

El cardenal dijo otras muchas cosas, sin que faltaran la patética y ya casi obligatoria adulación al Papa, pero creo que las frases citadas son suficientes para que nos hagamos una idea de cómo piensa este purpurado. No sé qué es más llamativo, que un cardenal arzobispo niegue frontalmente la doctrina de la Iglesia en público, que ese cardenal precisamente haya sido elegido relator del nuevo sínodo o que las “razones” que da para sus heterodoxias sean de un nivel intelectual ínfimo, que cualquier seminarista de primero de Teología o incluso cualquier catequista parroquial con dos dedos de frente podría rebatir sin ninguna dificultad.

Veamos sus argumentos uno por uno. Primero, sugiere que Dios bendice las parejas del mismo sexo (ya que, si no dice mal de ellas, es evidente que tendrá que decir bien). Por supuesto, Su Eminencia es muy libre de afirmar lo que quiera, aunque no tenga nada que ver con la fe católica, pero quizá habría sido una buena idea tener la cortesía de preguntar primero al propio Dios, que dejó muy clara esta cuestión: hombre y mujer los creó, los bendijo (Gn 5,1). El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne (Gn 2, 24). Y, por si había dudas, Cristo repitió exactamente esas frases. Es decir, lo que bendijo fue la pareja de hombre y mujer, no la pareja del mismo sexo. ¡Qué olvido tan extraño! Menos mal que el cardenal Hollerich ha venido a recordarle al mismo Dios su omisión y a corregir el Génesis, porque sabe mejor que Dios mismo lo que Dios quiere y bendice.

También podría haber acudido al Magisterio y a la Tradición de la Iglesia, que afirman unánimemente que las relaciones entre personas del mismo sexo no solo son un pecado, sino algo aún más grave: uno de los pecados que claman al cielo (Catecismo 1867), por vulnerar la naturaleza y el orden creado de forma radical. Las afirmaciones de papas, concilios, santos y doctores de la Iglesia sobre el particular son clarísimas y, a menudo, terribles (véanse, entre innumerables otros ejemplos, el Concilio de Elvira del año 306, el Concilio de Nablús de 1120, el tercer Concilio de Letrán de 1179, San Pío V, San Agustín, San Buenaventura, Santo Tomás de Aquino, San Bernardino de Siena, Santa Catalina de Siena, San Pedro Damián, San Alfonso María de Ligorio, etc.).

No hace falta decir, aunque por si acaso lo recordaremos, que esto no supone decir que las personas que se sienten atraídas por personas del mismo sexo sean en ningún sentido malas en sí mismas, inferiores en dignidad a las demás ni nada por el estilo. Son hijas de Dios o están llamadas a serlo (y no existe dignidad más alta que esa) y, como señala el Catecismo, son dignas de respeto y están llamadas a “realizar la voluntad de Dios en su vida” y a unir sus dificultades al “sacrificio de la cruz del Señor” (Catecismo 2358). En una palabra, están llamadas a ser santas, como los demás.

La afirmación del purpurado, en cambio, produce vergüenza ajena desde el punto de vista teológico. Pregunta el cardenal: “¿Cree que Dios pueda alguna vez ‘decir-mal’ sobre dos personas que se aman?”. La más básica Teología moral, que nuestro cardenal tuvo que estudiar alguna vez, enseña que por supuesto que Dios puede decir mal de dos personas que se aman. Por la sencilla razón de que absolutamente todos los pecados se producen “por amor”, ya que el ser humano está creado por Dios y solo puede moverse por amor. El problema en el caso de los pecados es que ese amor es un amor desordenado.

Por ejemplo, cuando un chico y una chica que no están casados se acuestan juntos, están cometiendo un pecado grave por mucho que digan que se quieren, porque se trata de un amor desordenado, un amor que no es conforme al plan de Dios para el hombre en la entrega total del matrimonio, un amor que no respeta al otro como debe y un amor que encubre, en realidad, un enorme egoísmo y utilización del otro. Como recuerda el Catecismo, “la sexualidad está ordenada al amor conyugal del hombre y de la mujer” (Catecismo 2360). Luego cualquier uso de la sexualidad al margen del matrimonio es, por su propia naturaleza, desordenado, contrario al plan de Dios y un pecado grave, ya se trate de la masturbación, la fornicación, el adulterio o las relaciones entre personas del mismo sexo.

Veamos la siguiente afirmación del cardenal, también de una osadía sorprendente:
“En el Reino de Dios ninguno está excluido: ni siquiera los divorciados vueltos a casar, ni siquiera los homosexuales, todos. El Reino de Dios no es un club exclusivo. Abre sus puertas a todos, sin discriminaciones”. 
Uno está tentado de pensar que el purpurado lleva toda su vida padeciendo un problema de ceguera y sordera completas, porque de otro modo habría escuchado o leído los cientos de pasajes de la Escritura que muestran que eso no es cierto.

Bastará dar como ejemplo el más pertinente, en el que la Palabra de Dios dice expresamente que los pecados graves, incluido el de las relaciones sexuales con personas del mismo sexo, excluyen del Reino de los Cielos: “No os engañéis: Ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los sodomitas, poseerán el reino de Dios” (1 Co 6, 9-10; cf. 1Tim 1,10). ¿Será que Dios no sabía que nadie está excluido del Reino de Dios? ¿O será que el cardenal desconoce o rechaza la doctrina básica de la Iglesia sobre el pecado mortal? Lejos de ser una discriminación injusta, esta realidad es la base misma de la justicia. El que peca, por su propio pecado, se excluye del Reino de Dios. Si Dios tratase igual a buenos y malos, entonces sí que sería injusto y nos estaría enseñando que es lo mismo la bondad que la maldad.

Consideremos otra afirmación del cardenal: “no creo que haya lugar para un matrimonio sacramental entre personas del mismo sexo, porque no hay un objetivo procreativo que lo caracterice, pero esto no quiere decir que su relación afectiva no tenga ningún valor”. Con esta afirmación, Mons. Hollerich niega directamente el sexto mandamiento, porque reconoce que no hay matrimonio entre personas del mismo sexo, pero afirma que sus relaciones sexuales tienen “valor”, en lugar de ser un pecado mortal, como todas las relaciones sexuales fuera del matrimonio. Es difícil no ver aquí una continuación del razonamiento de Amoris Laetitia, porque, si el adulterio a veces es lo que Dios quiere para nosotros, ¿por qué no decir lo mismo sobre las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo, como pretende el cardenal? El pecado mortal se convierte en más o menos bueno y el sexto mandamiento, aparentemente, queda obsoleto.

Además de ser directamente contrario a lo que enseña la Palabra de Dios, lo que dice el cardenal también es contrario a la doctrina expresa de la Iglesia, que enseña que este tipo de relaciones “no pueden recibir aprobación en ningún caso”, porque “cierran el acto sexual al don de la vida” y “no proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual” (Catecismo 2357). Al contrario de lo que nos dice el relator del Sínodo, la Iglesia enseña que las personas homosexuales, tan amadas por Dios, “están llamadas a la castidad” (Catecismo 2359), como lo estamos todas las personas, cada una según sus circunstancias y precisamente por el amor que Dios nos tiene.

Observemos también que el cardenal Hollerich, en lugar de aclarar la cuestión, intenta ofuscarla y reducirla al sentimentalismo, diciendo que “muchos de nuestros hermanos y hermanas nos dicen que, sea cual sea el origen y la causa de su orientación sexual, ciertamente no la han elegido. No son manzanas podridas”. ¿Qué tiene eso que ver con nada? Por supuesto que las personas que sienten atracción por otras del mismo sexo no son, en sí mismas, “manzanas podridas”. Como un casado que siente atracción por su secretaria no es, por ese hecho, una “manzana podrida” y tampoco ha “elegido” esa atracción, pero, si engaña a su mujer con la secretaria, está actuando mal consciente y libremente en una materia grave y se excluye de la comunión con Dios y de la vida eterna. Exactamente igual que cualquier otra persona, incluidas las que sienten atracciones homosexuales. Los seres humanos somos seres racionales y, a diferencia de los animales, estamos llamados a controlar nuestras pasiones de conformidad con la ley natural, que es la ley que Dios ha puesto en nuestra conciencia. Recordar esto no es un ataque contra los casados ni contra los solteros ni contra las personas homosexuales, sino lo contrario: reconocer su dignidad humana y su capacidad de hacer libremente el bien o de elegir el mal, con las consecuencias que tiene cada una de esas elecciones.

Por último, es fácil ver que la explicación que dio el cardenal de su rechazo de la enseñanza de la Iglesia en una entrevista anterior no era más que una excusa: “creo que el fundamento sociológico-científico de esta doctrina ya no es correcto”. Digo que se trataba de una excusa porque, a poco que lo haya pensado, Mons. Hollerich tiene que ser consciente de que eso no significa nada, ya que la doctrina sobre las relaciones entre personas del mismo sexo no tiene ningún “fundamento sociológico-científico”. La ciencia y la sociología no tienen nada que ver con el tema. El fundamento de la doctrina es teológico: la Revelación del mismo Dios, transmitida por la Escritura y la Tradición y preservada por el Magisterio. Eso es lo que niega el purpurado, pero, como decirlo queda feo en todo un cardenal, intenta desviar la cuestión hacia la sociología y la ciencia, que, por su propia naturaleza, no tienen nada que ver con este tema moral y teológico.

En fin, después de ver que Su Eminencia afirma repetidas veces con toda claridad y literalmente lo contrario que la Palabra de Dios, el Magisterio y la Tradición, no hace falta decir mucho más. Nadie que piensa así puede ser firme en otros aspectos de la fe, porque, como enseñaba Santo Tomás, quien rechaza una parte de la fe en realidad rechaza la fe entera. En efecto y a modo de ejemplo, el cardenal también ha afirmado en el pasado, contra la doctrina irreformable de la Iglesia, que las mujeres podrían recibir la ordenación sacerdotal en el futuro. Mons. Hollerich parece haber reducido la revelación divina a una simple enseñanza de carácter sociológico y en permanente transformación, según vayan cambiando los deseos del mundo.

¿Qué sentido tiene que un prelado que rechaza públicamente la fe católica sobre multitud de cuestiones sea el relator general del Sínodo? Son afirmaciones hechas, además, en el periódico oficial del propio Vaticano, L’Osservatore Romano, luego es imposible que la Santa Sede las desconozca. Este hecho, junto con otros como la tolerancia para los errores públicos de obispos alemanes y belgas o la aceptación de aportaciones contrarias a la fe de la Iglesia en las primeras etapas sinodales, lleva a pensar que el Sínodo podría estar destinado a abandonar discretamente las doctrinas de la Iglesia que son molestas para el mundo.

Recemos, recemos, recemos.

Bruno Moreno

El obispo Schneider defiende la «desobediencia de una orden papal que cambia o debilita la integridad de la fe, la Constitución Divina de la Iglesia y la liturgia»



El obispo Athanasius Schneider ha escrito una reflexión en LifeSiteNews sobre los límites de la obediencia al Papa. Cabe señalar, que el obispo auxiliar de Astaná hace referencia a un concepto a veces muy olvidado o desconocido para muchos católicos. Ante cualquier duda, en última instancia por encima de la autoridad papal siempre ha de estar la conciencia recta y bien formada de cada uno.

Compartimos el artículo publicado por el prelado de Kazajistán ene LifeSiteNews:

El significado correcto de la obediencia al Papa

La santa Iglesia es ante todo y en lo más profundo una institución divina, y es un misterio en su sentido sobrenatural. En segundo lugar, tiene también la realidad humana y visible, los miembros visibles y la jerarquía (Papa, obispo, sacerdote).

Cuando la Madre Iglesia está pasando por una de las crisis más profundas de su historia, como la está pasando en nuestro tiempo, donde la crisis toca todos los niveles de la vida de la Iglesia de manera espantosa, la Divina Providencia nos está llamando a amar a nuestra Madre Iglesia, que es humillada y burlada no en primer lugar por sus enemigos, sino desde dentro por sus pastores. Estamos llamados a ayudar a nuestra Madre Iglesia, cada uno en su lugar, a ayudarla a una verdadera renovación a través de nuestra propia fidelidad a la inmutable integridad de la fe católica, a través de nuestra fidelidad a la constante belleza y sacralidad de su liturgia, la liturgia de todos los tiempos, a través de nuestra intensa vida espiritual en unión con Cristo, y a través de actos de amor y caridad.

El misterio de la Iglesia es más grande que el Papa o el obispo. A veces los papas y los obispos hicieron daño a la Iglesia, pero al mismo tiempo Dios usó otros instrumentos, a menudo los simples fieles, simples sacerdotes o algunos obispos, para restaurar la santidad de la fe y la vida dentro de la Iglesia.
Ser fiel a la Iglesia no significa obedecer interiormente todas las palabras y actos de un Papa o de un obispo, ya que el Papa o el obispo no son idénticos a toda la Iglesia. Y si un Papa o un obispo apoya un camino que daña la integridad de la fe y de la liturgia, de ninguna manera está obligado a seguirlo interiormente, porque tenemos que seguir la Fe y las normas de la Iglesia de todos los tiempos, de los apóstoles y de los santos.
La Iglesia Católica es la única Iglesia que Cristo fundó, y es voluntad expresa de Dios que todos los hombres lleguen a ser miembros de Su única Iglesia, miembros del Cuerpo Místico de Cristo. La Iglesia no es propiedad privada de un Papa; más bien, él es sólo el vicario, el servidor, de Cristo. Por lo tanto, uno no puede hacer que convertirse en católico completo dependa del comportamiento de un Papa en particular. Seguramente hay que obedecer al Papa cuando propone infaliblemente la verdad de Cristo, cuando habla ex cathedra, que es muy raro. 

Tenemos que obedecer al Papa cuando nos ordena obedecer las leyes y mandamientos de Dios, [y] cuando toma decisiones administrativas y jurisdiccionales (designaciones, indulgencias, etc.). Sin embargo, si un Papa crea confusión y ambigüedad con respecto a la integridad de la fe católica y de la sagrada liturgia, entonces no hay que obedecerle, y hay que obedecer a la Iglesia de todos los tiempos y a los Papas que, durante dos milenios, enseñaron constantemente y claramente todas las verdades católicas en el mismo sentido. Y estas verdades católicas las encontramos expresadas en el Catecismo. Hay que obedecer el Catecismo y la liturgia de todos los tiempos, que siguieron los santos y nuestros antepasados.

Junto a otras reflexiones se presenta en las siguientes líneas un breve resumen de la magistral conferencia del Prof. Roberto de Mattei, “Obediencia y resistencia en la historia de la Iglesia”, pronunciada en Roma Life Forum, el 18 de mayo de 2018.
Es una falsa obediencia cuando una persona diviniza a hombres que representan autoridad en la Iglesia (Papa u obispo), cuando esta persona acepta órdenes y consiente afirmaciones de sus superiores, que evidentemente dañan y debilitan la claridad e integridad de la fe católica.
La obediencia tiene un fundamento, un propósito, condiciones y límites. Sólo Dios no tiene límites: es inmenso, infinito, eterno. Toda criatura es limitada, y ese límite define su esencia. Por lo tanto, ni la autoridad ilimitada ni la obediencia ilimitada existen en la tierra. La autoridad se define por sus límites, y la obediencia también se define por sus límites. La conciencia de estos límites conduce a la perfección en el ejercicio de la autoridad ya la perfección en el ejercicio de la obediencia. El límite insuperable de la autoridad es el respeto a la ley divina de la integridad y claridad de la fe católica, y el respeto a esta ley divina de la integridad y claridad de la fe católica es también el límite insuperable de la obediencia.

Santo Tomás plantea la pregunta: «¿Están los súbditos obligados a obedecer a sus superiores en todo?» ( Suma teológica, II-IIae, q. 104, a. 5); su respuesta es negativa. Como él explica, las razones por las que un súbdito no puede estar obligado a obedecer a su superior en todas las cosas son dos. En primer lugar: por mandato de una autoridad superior, dado que se debe respetar la jerarquía de autoridades. En segundo lugar, si un superior manda a un súbdito a hacer cosas ilícitas, por ejemplo, cuando los hijos no están obligados a obedecer a sus padres en materia de contraer matrimonio, conservar la virginidad o cosas semejantes. Santo Tomás concluye: “El hombre está absolutamente sujeto a Dios, y en todas las cosas, internas y externas: por tanto, está obligado a obedecer a Dios en todas las cosas. Sin embargo, los súbditos no están obligados a obedecer a sus superiores en todas las cosas, sino sólo en ciertas cosas. (…) Por lo tanto, se pueden distinguir tres tipos de obediencia: la primera, siendo suficiente para la salvación, obedece sólo en lo obligatorio; el segundo, siendo perfecto, obedece en todo lo lícito; el tercero, estando desordenado, obedece también en lo ilícito” (Summa theologica , II-IIae, q. 104, a. 3).
La obediencia no es ciega ni incondicional, sino que tiene límites. Donde hay pecado, mortal o de otro tipo, no solo tenemos el derecho, sino el deber de desobedecer. 
Esto también se aplica en circunstancias en las que a uno se le ordena hacer algo perjudicial para la integridad de la fe católica o la santidad de la liturgia. La historia ha demostrado que un obispo, una conferencia episcopal, un Concilio, [e] incluso un Papa pronunciaron errores en su Magisterio no infalible. ¿Qué deben hacer los fieles en tales circunstancias? En sus diversas obras, Santo Tomás de Aquino enseña que, cuando la fe está en peligro, es lícito, incluso adecuado, resistir públicamente a una decisión papal, como hizo San Pablo con San Pedro, el primer Papa. En efecto, “San Pablo, que estaba sujeto a San Pedro, lo reprendió públicamente por un riesgo inminente de escándalo en materia de fe.Summa theologica , II-II, q. 33, a. 4, anuncio 2).

La resistencia de San Pablo se manifestó como una corrección pública de San Pedro, el primer Papa. Santo Tomás dedica una pregunta entera a la corrección fraterna en la Summa . La corrección fraterna también puede ser dirigida por los súbditos a sus superiores, y por los laicos contra los prelados. “Sin embargo, dado que un acto virtuoso necesita ser moderado por las debidas circunstancias, se sigue que cuando un súbdito corrige a su superior, debe hacerlo de manera decorosa, no con descaro y dureza, sino con dulzura y respeto” ( Suma teológica , II-II, q. 33, a. 4, ad 3). Si hay peligro para la fe, los súbditos están obligados a reprender a sus prelados, incluido el Papa, incluso públicamente: “Por lo tanto, debido al riesgo de escándalo en la fe, Pablo, que de hecho estaba sujeto a Pedro, lo reprendió públicamente. ” (ibídem ).
La persona y el oficio del Papa tiene su significado en ser sólo el Vicario de Cristo, un instrumento y no un fin, y como tal, este significado debe ser utilizado, si no queremos torcer la relación entre el medio y el terminar boca abajo. Es importante subrayar esto en un momento en que, especialmente entre los católicos más devotos, hay mucha confusión al respecto. Y también, la obediencia al Papa o al obispo es un instrumento, no un fin.
El Romano Pontífice tiene autoridad plena e inmediata sobre todos los fieles, y no hay autoridad en la tierra superior a él, pero no puede, ni por declaraciones erróneas ni por ambiguas, cambiar y debilitar la integridad de la fe católica, la constitución divina de la Iglesia, o la constante tradición de la sacralidad y el carácter sacrificial de la liturgia de la Santa Misa. Si esto sucede, existe la legítima posibilidad y deber de los obispos e incluso de los fieles laicos no sólo de presentar llamamientos privados y públicos y propuestas de correcciones doctrinales, sino también para actuar en “desobediencia” de una orden papal que cambia o debilita la integridad de la fe, la Constitución Divina de la Iglesia y la liturgia. Esta es una circunstancia muy rara, pero posible, que no viola, sino que confirma, la regla de devoción y obediencia al Papa que es llamado a confirmar la fe de sus hermanos. Tales oraciones, llamados, propuestas de corrección doctrinal y una llamada “desobediencia” son, por el contrario, una expresión de amor al Sumo Pontífice para ayudarlo a convertirse de su peligroso comportamiento de descuidar su deber primario de confirmar toda la Iglesia sin ambigüedades y vigorosamente en la fe.
Se debe recordar también lo que enseñó el Concilio Vaticano I: “El Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro no para que, por medio de su revelación, dieran a conocer alguna nueva doctrina, sino para que, con su asistencia, pudieran guardar y guardar religiosamente exponer fielmente la revelación o depósito de la fe transmitido por los apóstoles” (Concilio Vaticano I, Constitución Dogmática Pastor aeternus , cap. 4).

Durante los últimos siglos, prevalece en la vida de la Iglesia un positivismo jurídico, combinado con una especie de papolatría. Tal actitud apunta a reducir los órdenes exteriores del superior y la ley a un mero instrumento en manos de quienes detentan el poder, olvidando el fundamento metafísico y moral de la ley misma. Desde este punto de vista legalista, que ahora impregna a la Iglesia, lo que la autoridad promulga es siempre justo.

Los tratados espirituales tradicionales nos enseñan cómo obedecer a la Iglesia y al Papa, o al obispo. Sin embargo, aquéllos se refieren a los tiempos de normalidad, cuando el Papa y los obispos valientemente y sin ambigüedades defendían y protegían la integridad de la fe y la liturgia. Estamos viviendo ahora, obviamente, en el tiempo excepcional de una crisis global de la fe en todos los niveles de la Iglesia. Un fiel católico tiene que reconocer la autoridad suprema del Papa y su gobierno universal. Sin embargo, sabemos que, en el ejercicio de su autoridad, el Papa puede cometer abusos de autoridad en perjuicio evidente de la fe católica y de la sacralidad de la liturgia de la Santa Misa, como lamentablemente ha ocurrido en la historia. Deseamos obedecer al Papa: a todos los Papas, incluido el Papa actual, pero si, en la enseñanza de cualquier Papa, encontramos una contradicción evidente, se impone la desobediencia.

Según el Padre Enrico Zoffoli, los peores males de la Iglesia no provienen de la malicia del mundo, de la intromisión o persecución de los laicos por parte de otras religiones, sino sobre todo de los elementos humanos que forman el Cuerpo Místico: los laicos y el clero. “Es la desarmonía producida por la insubordinación de los laicos al trabajo del clero y del clero a la voluntad de Cristo” ( Potere e obbedienza nella Chiesa , Milano 1996, p. 67):

Tales momentos son muy raros en la historia de la Iglesia, sin embargo, han ocurrido, como es evidente a la vista de todos, también en nuestro tiempo.

Muchos, en el curso de la historia, han manifestado un comportamiento heroico, resistiendo las leyes injustas de la autoridad política. Mayor aún es el heroísmo de quienes han resistido la imposición por parte de la autoridad eclesiástica de doctrinas que se apartan de la constante Tradición de la Fe y de la Liturgia de la Iglesia. La resistencia filial, devota, respetuosa, no lleva al alejamiento de la Iglesia, sino que multiplica el amor a la Iglesia, a Dios, a su Verdad, porque Dios es el fundamento de toda autoridad y de todo acto de obediencia.

Debido al amor por el ministerio papal, el honor de la Sede Apostólica y la persona del Romano Pontífice, algunos santos, por ejemplo, Santa Brígida de Suecia y Santa Catalina de Siena, no dudaron en amonestar a los Papas, a veces incluso en términos algo fuertes. , como podemos ver a Santa Brígida relatando las siguientes palabras del Señor, dirigidas al Papa Gregorio XI: “Comienza a reformar la iglesia que compré con mi propia sangre para que sea reformada y reconducida espiritualmente a su estado prístino de santidad Si no obedecéis esta mi voluntad, entonces podéis estar bien seguros de que seréis condenados por Mí ante toda mi corte celestial con la misma clase de sentencia y justicia espiritual con que se condena y castiga a un prelado mundano que ha de ser despojado de su rango. Es despojado públicamente de su ropaje pontificio sagrado, derrotado, y maldito. Esto es lo que te haré. Te enviaré lejos de la gloria del cielo. Sin embargo, Gregorio, hijo mío, te exhorto de nuevo a que te conviertas a mí con humildad. Escucha mi consejo” (Libro de las Revelaciones , 4, 142).

Santa Catalina de Siena, Doctora de la Iglesia, dirigió la siguiente amonestación contundente al Papa Gregorio XI, exigiéndole que reformara vigorosamente la Iglesia o, si no lo hacía, renunciara al papado: “Santísimo y dulce padre, tu pobre e indigna hija Catalina en Cristo dulce Jesús, se encomienda a ti en Su Preciosa Sangre. La Verdad Divina exige que hagáis justicia sobre la abundancia de muchas iniquidades cometidas por los que se alimentan y apacientan en el jardín de la Santa Iglesia. Ya que Él te ha dado autoridad y tú la has asumido, debes usar tu virtud y poder; y si no estáis dispuestos a usarlo, más os vale que renunciéis a lo que habéis asumido; más honra a Dios y salud a tu alma sería.”

Cuando los que tienen autoridad en la Iglesia (Papa, obispos), como es el caso en nuestro tiempo, no cumplen fielmente con su deber de guardar y defender la integridad y la claridad de la fe católica y de la liturgia, Dios llama a los subordinados, a menudo los pequeños y sencillos de la Iglesia, para suplir los defectos de los superiores, mediante llamamientos, propuestas de corrección y, con mayor fuerza, mediante sacrificios vicarios y oraciones.

Durante la profunda crisis de la Iglesia en el siglo XV, donde el alto clero a menudo daba mal ejemplo y fracasaba gravemente en sus deberes pastorales, el Cardenal Nicolás de Cusa (1401-1464) fue profundamente conmovido por un sueño en el que se le mostraba que realidad espiritual del poder de la ofrenda de sí mismo, la oración y el sacrificio vicario. Vio en un sueño la siguiente escena: Más de mil monjas estaban orando en la pequeña iglesia. No estaban arrodillados sino de pie. Estaban de pie con los brazos abiertos, las palmas hacia arriba en un gesto de ofrenda. En manos de una monja delgada, joven, casi infantil, Nicolás vio al Papa. Podías ver cuán pesada era esta carga para ella, pero su rostro irradiaba un brillo alegre. Esta actitud debemos emularla.