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martes, 28 de octubre de 2014

El Cristianismo, sin misterios, no es nada (1 de 2)

No debemos olvidar que cuando hablamos de la Religión católica nos estamos moviendo en el terreno de lo sobrenatural. El cristianismo entró en el mundo como una Religión llena de misterios: la Creación, el Pecado, la Encarnación, la Trinidad, Jesús como verdadero Dios y verdadero hombre, María como madre de Dios, la Cruz, la Resurrección real de Jesús, en cuerpo y alma, y su Ascensión a los Cielos, la Eucaristía con Cristo realmente presente bajo las especies del pan y del vino, la Iglesia como Cuerpo místico de Cristo (santa y pecadora a un tiempo), la existencia real del cielo y del infierno,  etc... Evidentemente, y como misterios que son, no podemos comprenderlos


El sepulcro vacío
Lejos de rechazar al Cristianismo por sus misterios, son éstos los que lo hacen más creíble. Como está escrito: "Lo que ni ojo vio, ni oído oyó, ni llegó al corazón del hombre, eso preparó Dios para los que le aman" (1 Cor 2, 9).  Además, si "nadie conoce lo que hay en Dios sino el Espíritu de Dios" (1 Cor 2, 11b) "que lo penetra todo, hasta las profundidades de Dios" (1 Cor 2, 10), "y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios, para que conozcamos los dones que Dios nos ha concedido" (1 Cor 2, 12)

Entonces, si tenemos su Espíritu, ¿no es lógico esperar que ese Espíritu nos enseñe lo sublime, lo grandioso, lo inconcebible, lo inexplicable, lo maravilloso, lo misterioso que hay en Dios? Y esto no lo digo yo. Son palabras de Nuestro Señor: "El Espíritu Santo que el Padre enviará en mi Nombre, Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho" (Jn 14, 26). Poco cuadraría a la divinidad de Jesús el habernos enseñado únicamente cosas que podíamos aprenderlas por nosotros mismos o de algún otro hombre


Los misterios son verdades que se sustraen a nuestra mirada, no porque sean oscuros en sí mismos, que no lo son, [al contrario: son verdades luminosas y sublimes] sino porque nuestros ojos no son capaces de alcanzarlos por sus propias fuerzas: nos sobrepasan. Sólo el Espíritu Santo nos puede ayudar a vislumbrar algo de estos misterios, en esta vida terrena. Y, además, lo está deseando. Pero sólo lo hará si se lo pedimos a Dios con fe. También esto nos lo dejó dicho Jesús: "si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden?" (Lc 11, 13). 

¿A qué o a quién nos estamos refiriendo cuando hablamos del Espíritu Santo?  En las Sagradas Escrituras se lee lo siguiente: "el Amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado" (Rom 5, 5). Y también:  "¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?" (1 Cor 3, 16). 


Teniendo esto en cuenta, al decir que el Espíritu Santo habita en nosotros [porque gratuitamente Dios nos ha concedido ese Don que no podríamos conseguir de ninguna manera por nosotros mismos], estamos afirmando que es Dios mismo quien habita en nosotros [el Amor de Dios, que se identifica con Dios, puesto que "Dios es Amor" (1 Jn 4, 8], supuesto que nos encontremos en estado de gracia. El conocimiento de esta sublime realidad es lo que nos hace capaces de enfrentarnos, sin miedo, a cualquier situación, por dura y difícil que sea, pues "si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?" (Rom 8, 31). "No temáis a los que matan el cuerpo -decía Jesús- pero no pueden matar el alma; temed, ante todo, al que puede hacer perder alma y cuerpo en el infierno" (Mt 10, 28). 


Tal vez ahora podamos entender algo mejor estas palabras de San Pablo: "cuando soy débil entonces soy fuerte" (2 Cor 12, 10). Y también estas otras: "Vivo, pero no yo, sino que es Cristo quien vive en mí(Gal 2, 20). Vienen a significar que es precisamente en su debilidad cuando se manifiesta con mayor eficacia la fuerza de Dios. Esto me recuerda aquellas palabras de san Juan Bautista cuando, hablando de Jesús, decía: "Es necesario que Él crezca y yo disminuya" (Jn 3, 30). También me vienen a la mente otras palabras del Señor: "Cuando hagáis todo lo que se os ha mandado, decid: somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer" (Lc 17, 10).  "Guardaos de practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de otro modo no tendréis recompensa de vuestro Padre que está en los cielos" (Lc 6, 1). Lo que no significa que tengamos que escondernos al obrar: "Brille vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre, que está en los Cielos" (Mt 5, 16).  


La clave, como siempre, se encuentra en el Amor de Dios. Desde el momento en que "hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene" (1 Jn 4, 16), ninguna otra cosa nos importa ya sino mantenernos en ese Amor; no pensamos en ser reconocidos ni alabados por nuestras buenas obras; tan solo nos interesa que el mundo conozca a Jesucristo y lo ame: "El amor de Cristo nos urge" (2 Cor 5, 14)  Nuestra vida ya no es nuestra, porque se la hemos entregado a Él; pero tenemos, en cambio, la Suya, que Él nos ha dado. "Para mí la vida es Cristo" (Fil 1, 21), decía san Pablo.

(Continuará)