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sábado, 1 de noviembre de 2025

San John Henry Newman, Doctor de la Iglesia




En la Solemnidad de Todos los Santos, y al cierre del Jubileo del Mundo de la Educación, el Papa León XIV proclamó a San John Henry Newman Doctor de la Iglesia. En una homilía centrada en la dignidad humana y la misión educativa de la Iglesia, el Pontífice presentó al cardenal inglés como una luz para los tiempos de incertidumbre y oscuridad.

Una proclamación con sentido profético

En una Plaza de San Pedro colmada de fieles, el Papa León XIV elevó a Newman al rango de Doctor de la Iglesia Universal, el número 38 en la historia. La ceremonia coincidió con la clausura del Jubileo del Mundo de la Educación, dedicado a la reflexión sobre el papel de la Iglesia en la formación integral de la persona.

“Newman nos enseña —dijo el Papa— que el conocimiento sin fe se vuelve estéril, y que la educación verdadera florece cuando está al servicio de la verdad y de la santidad.”

«Formar personas que brillen como estrellas»

En su homilía, León XIV destacó que la educación cristiana no se mide por el éxito económico, sino por la capacidad de ayudar a cada persona a descubrir su vocación. “En el corazón del camino educativo —afirmó— no hay estadísticas, sino personas reales. Estamos llamados a formar personas para que brillen como estrellas en su plena dignidad.”

Nuevo Copatrono de la educación católica

Durante la Misa, el Papa anunció que San John Henry Newman será Copatrono de la misión educativa de la Iglesia, junto a Santo Tomás de Aquino. Ambos, dijo, representan la unión entre la razón que busca la verdad y la conciencia iluminada por la fe.

“Su figura será un faro para las nuevas generaciones que tienen sed de infinito y que, por el camino del estudio, buscan el rostro de Dios”, afirmó el Santo Padre.

Las universidades como laboratorios de profecía

León XIV describió la educación como “una semilla indispensable de esperanza”. “Cuando pienso en escuelas y universidades —añadió— las imagino como laboratorios de profecía, donde la esperanza se estudia, se discute y se alimenta.”

Pidió a los docentes que vivan su vocación con alegría, brillando “como estrellas en el mundo” a través de su servicio a la verdad y su entrega a los jóvenes, especialmente a los más pobres.

Contra la oscuridad del nihilismo

El Papa advirtió contra “la enfermedad más peligrosa de nuestro tiempo: el nihilismo, que amenaza con cancelar la esperanza”. Recordó el himno de Newman Lead, Kindly Light (“Guíame, Luz amable”), compuesto cuando aún era pastor anglicano, como símbolo de esa fe que ilumina incluso en la noche más oscura.

“La educación cristiana —dijo— consiste en aprender a seguir esa Luz amable, aun cuando no veamos todo el camino.”

Educar para la santidad

León XIV concluyó recordando que “educar, desde la mirada cristiana, es ayudar a cada persona a hacerse santa”. Citó a Benedicto XVI en la beatificación de Newman: “Lo que Dios quiere más que nada para cada uno de vosotros es que seáis santos”.

El Papa cerró su homilía evocando a San Agustín, tan admirado por Newman: “Somos condiscípulos con un solo Maestro; su escuela está en la tierra, pero su cátedra está en el cielo”.

El legado de un converso

San John Henry Newman (1801–1890) fue sacerdote, teólogo y cardenal inglés. Convertido del anglicanismo al catolicismo, dejó una profunda huella en la teología moderna con su pensamiento sobre la conciencia, la fe y la educación. Su proclamación como Doctor de la Iglesia por León XIV reconoce su influencia duradera y su ejemplo de fidelidad a la verdad.

«Guíame, Luz amable» resonó en el ofertorio de la Misa, como eco del espíritu de Newman y de la misión educativa de la Iglesia: conducir las almas hacia la luz de Cristo.



TRIBUNA: La Doctrina de la Iglesia, ¿evolución o desarrollo?





Por una católica (ex) perpleja

Con motivo de la proclamación de San John Henry Newman Doctor de la Iglesia por parte de León XIV, recordemos esta importantísima contribución suya a la comprensión del desarrollo doctrinal correctamente entendido, con el fin de superar la confusión modernista.

Nuestro contexto es el del desarrollo de la “iglesia sinodal”. En este marco, el domingo 27 de octubre de 2024 finalizó la segunda sesión de la XVI Asamblea General del Sínodo de los Obispos. Infovaticana ofreció un interesante análisis al respecto del documento final del Sínodo, que reemplazó a la habitual exhortación apostólica postsinodal.

Como bien señaló el canal de Youtube La fe de la Iglesia analizando el citado artículo de InfoVaticana, el documento parece apuntar a una fundación eclesial cuando afirma que “una verdadera conversión hacia una Iglesia sinodal es indispensable para responder a las necesidades actuales”. Responder a la pregunta recurrente sobre qué es la sinodalidad parece una empresa vana: puesto que un sínodo es una reunión, la sinodalidad sería “el hecho de reunirse”; por tanto, sería una reunión sobre el hecho de reunirse. Lo que sí está claro es que, siendo el de “sinodalidad” un concepto vacío en sí, es preciso rellenarlo de contenido. Y en eso está la jerarquía eclesial: en dotar a esta iglesia sinodal de nuevos dogmas (ecologismo, fraternidad universal masónica, fomento de la invasión islámica y la sustitución poblacional) y pecados (contra la sinodalidad, contra la ecología, etc).

Una frase del documento llega a afirmar, para referirse a roles de liderazgo que considera que deberían desempeñar las mujeres en la Iglesia, que “no se podrá detener lo que viene del Espíritu Santo”. Del Espíritu de Dios, empero, del Espíritu Santo, ¿puede provenir algo que sea contrario a lo que contienen las fuentes de la Revelación, es decir, la Sagrada Escritura y la Tradición? Además de una miserable apelación a un espíritu que no es el de Dios, porque Él no se contradice, que vigilen estos innovadores vaticanos no estar incurriendo en pecado contra el mismo Espíritu, que no tiene perdón, como dijo Nuestro Señor. Porque resulta que los modernistas encaramados a la más alta jerarquía eclesiástica cometen un error propio de la herejía en la que han incurrido, y que es la confusión de la evolución con el desarrollo.

Han olvidado el principio de no contradicción del catolicismo: la Iglesia no se puede contradecir. Y han caído en el culto al progreso como algo positivo per se, refiriéndose continuamente a “las necesidades de los tiempos actuales” (¿recuerdan el “aggiornamento” del Concilio Vaticano II?), pensando que la doctrina católica puede “evolucionar” (cambiar) según los signos de los tiempos, aunque eso implique contradecir a lo que la Iglesia dijo con anterioridad.

Resulta por todo lo dicho dramático que el papa Francisco incurriese en el nefasto error de pensar que la doctrina no se desarrolla sin contradicción, sino que evoluciona con cambios. Es la consecuencia del pensamiento modernista que domina el actual razonamiento eclesial. En la consideración indistinta por parte del anterior Papa de los conceptos de progreso, evolución y desarrollo yace el origen del problema. Por eso creyó que podía inventar pecados nuevos y cambiar el Catecismo. En este sentido, pensemos en el cambio producido en el Catecismo sobre la pena de muerte: puesto que Francisco consideraba que la Iglesia ha tenido hasta ahora una visión equivocada del depósito de la fe como algo estático (como era habitual en él, creaba un problema que no existía – en este caso, la consideración de la doctrina como algo estático – para luego resolverlo de manera confusa y heterodoxa), argumentaba que “la Palabra de Dios no se puede conservar en naftalina como si se tratase de una vieja manta que debe protegerse de los parásitos. No. La Palabra de Dios es una realidad dinámica y viva que progresa y crece porque tiende hacia un cumplimiento que los hombres no pueden detener”. Por lo tanto – decía -, “la doctrina no puede preservarse sin progreso, ni puede estar atada a una lectura rígida e inmutable sin humillar la acción del Espíritu Santo”.

Este error en el pensamiento de Francisco – y por lo visto parece que de León XIV también: primero, cambio de mentalidades; luego, cambio de doctrina – no es nuevo. Alfred Loisy (1857 – 1940), principal representante del modernismo en tiempos de san Pío X, juzgaba necesaria una “adaptación del Evangelio a la condición cambiante de la humanidad”, y pretendía “el acuerdo del dogma y la ciencia, de la razón y la fe, de la Iglesia y la sociedad”. Esta “adaptación” y este “acuerdo” llevaban necesariamente, según Loisy – como indica Yves Chiron en su obra “Historia de los tradicionalistas”- al cuestionamiento de ciertos dogmas y a nuevas interpretaciones de las Sagradas Escrituras (p. 15).

Se observa claramente el error, al referirse Francisco al “progreso” de la Doctrina, y no a su desarrollo. En esta línea, su discurso era el de un continuo enfrentamiento entre lo que se hizo y dijo, que ya no es válido hoy, y las posturas contrarias desarrolladas, necesarias para que la Iglesia viva al ritmo del mundo y sus modas, aunque eso contradiga lo que dijo siempre. En definitiva, una hermenéutica de la discontinuidad o de la ruptura contra la que tanto luchó Benedicto XVI: una interpretación del Concilio Vaticano II y su fiel o abusiva implementación como un nuevo comienzo de la Iglesia. Una discontinuidad que Francisco parecía haberse propuesto convertir en ruptura y reinicio con esta especie de Concilio camuflado que es el sínodo de la sinodalidad.

Sin embargo, es necesario insistir en que la doctrina de la Iglesia no evoluciona a la manera en que plantean los modernistas, sino que se desarrolla, de la manera que puede desarrollarse un árbol desde una semilla: todo el árbol que llegaría a ser estaba ya contenido en la semilla, como brillantemente explicó el cardenal John Henry Newman. En su obra de 1845 “Un ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana”, Newman expone cómo el problema no es el hecho de que la doctrina se hubiera desarrollado a lo largo de los siglos – lo cual parecía innegable—, sino los criterios para el desarrollo. ¿Cómo se pueden distinguir los desarrollos que son auténticos de los que son falsos? En términos más explícitos, ¿cómo se puede distinguir la doctrina genuina de la herejía?

A este respecto, John Senior sintetizó de manera brillante la exposición de Newman en “La muerte de la cultura cristiana”, para el autor, “el evolucionismo religioso es confundido con frecuencia con la idea exactamente contraria de Newman acerca del desarrollo de la doctrina – en el cual toda la creación está para siempre contenida en su propio petardo. Evolución, dice Newman, no es desarrollo: en el desarrollo, lo que es dado una vez y para siempre al comienzo es meramente explicitado. Lo que fue dado de una vez y para siempre en la Escritura y la Tradición ha sido clarificado en generaciones sucesivas, pero sólo por adición, nunca por contradicción; por el contrario, la evolución funciona mediante la negación. Newman dedica un capítulo entero de su ´Ensayo sobre el desarrollo de la doctrina cristiana´ a refutar la idea de que algo contrario al dogma o que no se encuentre en el consenso de los dogmas de los Padres pueda ser desarrollado alguna vez apropiadamente. Concebido positivamente, el desarrollo es radicalmente conservador, permitiendo sólo aquel cambio que ayude a la doctrina a seguir siendo verdadera al definir los errores que aparecen en cada edad”.

Lo que ocurre es que, como suele suceder, Francisco inventó que la Iglesia ha creído que la doctrina era estática, cuando resulta que el mismo Cristo dijo a los Apóstoles que el Espíritu Santo les ayudaría a comprender con el tiempo la verdad completa. Les ayudaría, y de hecho les ayudó, con el desarrollo de la doctrina, que no tiene nada que ver con un supuesto “progreso” o “evolución”. En un muy interesante artículo en InfoCatólica, Jorge Soley destacaba las siete notas que deben poseer los desarrollos auténticos de la doctrina según el cardenal Newman, en su obra citada, de las que carecen los que, aun presentándose como un mero desarrollo, no son más que corrupciones de la doctrina. De estas siete notas, me gustaría destacar aquí cuatro:

1) la continuidad de los principios: los principios son generales y permanentes, mientras que las doctrinas se relacionan con los hechos y crecen. Escribe Newman, “la continuidad o alteración de los principios sobre los que se ha desarrollado una idea es una segunda marca de distinción entre un desarrollo fiel y una corrupción”.

2) la sucesión lógica: Un proceso de desarrollo auténtico sigue las reglas de la lógica: “la analogía, la naturaleza del caso, la probabilidad antecedente, la aplicación de los principios, la congruencia, la oportunidad, son algunos de los métodos de prueba por los que el desarrollo se transmite de mente a mente y se establece en la fe de la comunidad”. Lo que le hace decir a Newman que una doctrina será un desarrollo verdadero y no una corrupción, en proporción a cómo parezca ser el resultado lógico de su enseñanza original.

3) la Acción conservadora de su pasado: escribe Newman que, “así como los desarrollos que están precedidos por indicaciones claras tienen una presunción justa a su favor, así también los que contradicen e invierten el curso de la doctrina que se ha desarrollado antes que ellos y en la cual tuvieron su origen son ciertamente corrupciones”. Si un desarrollo contradice la doctrina anterior está claro que no es desarrollo, sino corrupción. En este importante punto, Newman aclara que “un desarrollo verdadero se puede describir como el que conserva la trayectoria de los desarrollos antecedentes… es una adición que ilustra y no oscurece, que corrobora y no corrige el cuerpo de pensamiento del que procede”.

4) El “vigor perenne”: “la corrupción no puede permanecer mucho tiempo y la duración constituye una prueba más de un desarrollo verdadero”. Resulta interesante otro comentario que Newman desliza aquí y en el que se nos muestra como un fino observador: “la trayectoria de las herejías siempre es corta, es un estado intermedio entre vida y muerte, o lo que es como la muerte. O si no acaba en la muerte, se divide en alguna trayectoria nueva y tal vez opuesta que se extiende sin pretender estar unida a ella… mientras que la corrupción se distingue de la decadencia por su acción enérgica, se distingue de un desarrollo por su carácter transitorio”.

El desarrollo, pues, es conservador; no es rupturista ni innovador. La Iglesia afirma que la Revelación acabó en la era apostólica, con la muerte del último apóstol. Lo que se ha desarrollado – de manera orgánica y sin contradicciones – es la comprensión y exposición de la misma. Sin embargo, si la doctrina cristiana o católica progresara, tal como la entendía Francisco, en contradicción con postulados de tiempos anteriores al nuestro, eso significaría que la Iglesia erró al predicar que la Revelación se había terminado con la muerte del último apóstol y que, en realidad, la doctrina estaría incompleta y necesitaría ser completada. Se observa perfectamente el catastrófico error epistemológico, la ignorancia de la lógica católica y la intoxicación modernista. Si hablamos de desarrollo quiere decir que toda la doctrina está ahí, y lo que se hace es des-enrollarla, descubrirla, conocerla, abrirla. El desarrollo no añade nada nuevo, sino que descubre lo escondido; mientras que el progreso es todo lo contrario: un salto y, por lo tanto, algo nuevo. Dicho de otra manera: progreso es discontinuidad y desarrollo es continuidad. La doctrina de la Iglesia se desarrolla; no evoluciona. Por tanto, estemos atentos: allí donde haya contradicciones no existe un sano desarrollo doctrinal, sino corrupción y error.

Debido a la utilización manipulada que el progresismo en el Concilio Vaticano II hizo de la figura del Cardenal Newman, Peter Kwasniewski ha realizado aclaraciones muy necesarias sobre él tras el anuncio de León XIV de su proclamación como Doctor de la Iglesia. Aclaraciones que el bloguero Wanderer tradujo al español en un extenso artículo presentado en tres partes que recomiendo leer, en la que Kwasnieweski comenta cómo “es irónico que se mencione a Newman junto a los defensores de las tendencias reformistas de la Iglesia moderna, cuando —al menos en cuestiones relativas a la teología fundamental, la moral cristiana y la liturgia sagrada— arguyó enérgica y constantemente a lo largo de su carrera contra el racionalismo, el emocionalismo, el liberalismo y la «tinkeritis» litúrgica, es decir, la creencia de que podemos construir un culto mejor si modificamos lo suficiente lo que hemos heredado.

En el ámbito de la liturgia en particular, se opuso firmemente a las modificaciones y modernizaciones rituales destinadas a «encontrar a las personas donde están» o a «adaptarse a la mentalidad actual» (como dijo Pablo VI en su Constitución Apostólica del 3 de abril de 1969, que promulgaba el Novus Ordo).

Newman no era solo antiliberal (lo dice expresamente de sí mismo, y más de una vez); no era sólo un conservador que detestaba los planes revolucionarios. Era lo que hoy se llama un tradicionalista en materia dogmática y litúrgica, alguien que habría criticado duramente todo el proyecto conciliar, y sin duda la reforma litúrgica llevada a cabo en su nombre, por errónea y condenada al fracaso”.

sábado, 30 de agosto de 2025

Newman sobre el rol irremplazable de los laicos en tiempos de crisis




por Peter KWASNIEWSKI

La canonización de John Henry Newman elevó a los honores del altar a uno de los mayores defensores de la ortodoxia dogmática, el antiliberalismo y la primacía de lo sobrenatural en el cristianismo; y su próxima elevación al estatus de Doctor de la Iglesia confirma el valor simultáneamente atemporal y oportuno de su sabia enseñanza. En otras palabras, Newman tiene algo que ofrecer a cualquiera en cualquier momento; pero tiene algo de especial importancia que ofrecer a usted y a mí hoy.

Newman fue un firme defensor del lugar central de los laicos en la vida de la Iglesia, no en la vena posconciliar del populismo de los consejos parroquiales y las multitudes en el altar, sino en el llamado noble y digno propio de ellos en el Cuerpo Místico de Cristo, que no puede confundirse con el del clero y que, en su misma «mundanidad», les permite hacer un inmenso bien en su propio ámbito. El célebre predicador P. Richard Cipolla expone lúcidamente este punto:

Es obvio que la visión del [Segundo Concilio Vaticano] para el apostolado de los laicos se centra principalmente en el mundo en el que viven los laicos: en sus hogares, en el trabajo, entre sus amigos, en sus muchos encuentros con el mundo en sus vidas como laicos. Deben ser testigos en su matrimonio, con sus hijos, con sus amigos, con las muchas y variadas personas que conocen, en su vida política, en su vida intelectual. Deben asumir su rol adecuado no solo en el testimonio de la fe católica, sino también en la lucha contra esas fuerzas reales en la cultura contemporánea que son contrarias a la fe cristiana.

Pero observe que no se menciona que los laicos asuman roles específicos en la liturgia que la Sagrada Tradición nunca les concedió, entendiendo aquí la Tradición no como una canción de Fiddler on the Roof, sino como lo que fue transmitido desde los Apóstoles mismos a la Iglesia y hasta la Iglesia de nuestro propio tiempo. Entonces, lo que sucedió prácticamente es que los laicos después del Concilio se clericalizaron, se convirtieron, en una maravillosa palabra italiana para los monaguillos, en chierichetti, «pequeños clérigos», como lectores, ministros eucarísticos, miembros de comités litúrgicos, etc. La clericalización de los laicos después del Concilio ha sido un desastre para los laicos y la Iglesia en general. Y esto se debe a que su clericalización les ha impedido cumplir su misión en el mundo como laicos. (Sermón para la Misa Solemne de Acción de Gracias por la Canonización de John Henry Newman, 9 de octubre de 2019, publicado en Rorate Caeli, 13 de octubre de 2019.)

El P. Cipolla continúa señalando que los laicos a los que Newman admiraba más en la historia de la Iglesia eran los innumerables y anónimos fieles del siglo IV que, simplemente basándose en aferrarse firmemente a la fe que habían recibido en el Bautismo y de manos de la Iglesia, se opusieron a la herejía arriana cuando la mayoría de sus obispos habían pasado al lado del error o simplemente mantenían la boca cerrada por temor a las repercusiones imperiales:

Pero hay una segunda y más importante razón para una laicado educado, especialmente educado en la fe católica. Vivimos en un tiempo en el que la naturaleza misma de la Tradición, lo que nos ha sido transmitido desde Jesús y los Apóstoles, en las Escrituras y a través de los Padres de la Iglesia y los antiguos Credos, está bajo ataque. Está bajo ataque no por el mundo de The New York Times, que está bastante contento de que haya disensión dentro de la Iglesia, ya que eso hace que la Iglesia sea una amenaza mucho menos formidable para el mundo de la secularidad estridente. El ataque proviene de aquellos que son ordenados por Dios para ser fieles a la Tradición de la Iglesia y guiar a su rebaño durante estos tiempos de tormentas en el mundo. Estos hombres, en su mayoría clérigos, reclaman el derecho a cambiar la Tradición, incluyendo el testimonio de las Escrituras. Lo hacen en nombre de la misericordia, pero esta comprensión de la misericordia tiene poco que ver con la misericordia de Dios. Y es aquí y ahora donde un laicado educado, educado tanto en la Fe como intelectualmente, debe ser un testigo de la Fe transmitida a la Iglesia desde los Apóstoles en las Escrituras y la Tradición. Así como los laicos fueron fieles a la fe católica en el terrible tiempo de la apostasía arriana en el siglo IV y más allá, cuando la mayoría de los obispos se convirtieron en herejes, así en este tiempo los laicos deben ser fieles a la fe católica de una manera que sea humilde, firme y llena de alegría. (Ibid.)

Es sorprendente y aleccionador leer el relato de Newman sobre la crisis arriana, a la que dedicó un libro entero. Escribe el cardenal:

El episcopado, cuya acción fue tan rápida y concordante en Nicea ante el surgimiento del arrianismo, no jugó, como clase u orden de hombres, un buen papel en los problemas consecuentes al Concilio; pero los laicos sí lo hicieron. El pueblo católico, en la longitud y amplitud de la cristiandad, fueron los obstinados campeones de la verdad católica, y los obispos no lo fueron. Por supuesto, hubo grandes e ilustres excepciones; primero, Atanasio, Hilario, el Eusebio latino y Phoebadius; y después de ellos, Basilio, los dos Gregorios y Ambrosio. Pero en general, tomando una visión amplia de la historia, estamos obligados a decir que el cuerpo gobernante de la Iglesia se quedó corto, y los gobernados fueron preeminentes en fe, celo, coraje y constancia. (Apéndice, Nota V, en The Arians of the Fourth Century, (Notre Dame, IN), 445.

Newman, siempre teólogo además de historiador, se pregunta por qué el Señor permitió tal prueba para asolar la Iglesia, por qué se permitió que los pastores se convirtieran en lobos por un tiempo, por qué los obispos buenos y santos eran una pequeña minoría, y por qué el pueblo fue llamado a aferrarse incluso contra sus «superiores». Dice:

Tal vez fue permitido, para impresionar a la Iglesia en ese mismo momento en que pasaba de su estado de persecución a su larga ascendencia temporal, la gran lección evangélica de que, no los sabios y poderosos, sino los desconocidos, los iletrados y los débiles constituyen su verdadera fuerza. Fue principalmente por el pueblo fiel que el paganismo fue derrocado; fue por el pueblo fiel, bajo el liderazgo de Atanasio y los obispos egipcios, y en algunos lugares apoyados por sus obispos o sacerdotes, que la peor de las herejías fue resistida y eliminada del territorio sagrado. (Newman, Arians, 445–46)

De hecho, Newman llega tan lejos como para afirmar:

En ese tiempo de inmensa confusión, el dogma divino de la divinidad de Nuestro Señor fue proclamado, impuesto, mantenido y (humanamente hablando) preservado, mucho más por la «Ecclesia docta» [es decir, los laicos] que por la «Ecclesia docens» [es decir, la jerarquía]; que el cuerpo del Episcopado fue infiel a su comisión, mientras que el cuerpo de los laicos fue fiel a su bautismo; que en un momento el Papa, en otros tiempos un patriarca, metropolitano u otro obispo importante, en otros tiempos concilios generales, dijeron lo que no deberían haber dicho, o hicieron lo que oscurecía y comprometía la verdad revelada; mientras que, por otro lado, fue el pueblo cristiano, quien, bajo la Providencia, fue la fuerza eclesiástica de Atanasio, Hilario, Eusebio de Vercelli y otros grandes confesores solitarios, que habrían fallado sin ellos. (Newman, Arians, 465–66).

Pero ¿cómo sobrevivieron los laicos durante la crisis arriana? ¿Qué acciones tomaron para preservar la Fe y resistir a los obispos heterodoxos? La respuesta es corta: fue extremadamente difícil, pero con la gracia de Dios, hicieron lo que fue necesario.

Para empezar, los fieles ortodoxos taparon sus oídos contra las zalamerías y amenazas de los obispos arrianos y semi-arrianos, quienes sin duda intentaron manipularlos y «culparlos», como hacen hoy los malos obispos como los de Detroit y Charlotte, para hacerles creer que estaban siendo «desobedientes» al no seguir el liderazgo de sus pastores. Dado que la liturgia a menudo estaba en manos de los herejes, los laicos se vieron obligados en ocasiones a dejar de ir a sus iglesias locales y reunirse al aire libre o en secreto. Newman nos relata que San Basilio el Grande, alrededor del año 372, escribió estas palabras desgarradoras:

Las personas religiosas guardan silencio, pero toda lengua blasfema se suelta. Las cosas sagradas son profanadas; aquellos de los laicos que son firmes en la fe evitan los lugares de culto como escuelas de impiedad, y levantan sus manos en soledades, con gemidos y lágrimas al Señor en el cielo. (EpisEpístola 92, in Newman, Arians, 459).

Cuatro años después, Basilio escribiría:

Las cosas han llegado a este punto: el pueblo ha dejado sus casas de oración y se reúne en desiertos, un espectáculo lamentable; mujeres y niños, ancianos y hombres de otra manera débiles, sufriendo miserablemente al aire libre, en medio de las lluvias más profusas y tormentas de nieve y vientos y heladas del invierno; y nuevamente en verano bajo un sol abrasador. A esto se someten, porque no tendrán parte en la malvada levadura arriana. (Epísttola 242, in Newman, Arians, 459–60).

Y en su siguiente carta:

Solo un delito se castiga ahora vigorosamente: la observancia precisa de las tradiciones de nuestros padres. Por esta causa, los piadosos son expulsados de sus países y transportados a desiertos. El pueblo está en lamentación, en lágrimas continuas en casa y en el extranjero. Hay un llanto en la ciudad, un llanto en el campo, en los caminos, en los desiertos. La alegría y la alegría espiritual ya no existen; nuestras fiestas se convierten en luto; nuestras casas de oración están cerradas, nuestros altares privados del culto espiritual. (Epístola 243, in Newman, Arians, 460).

Uno no puede evitar recordar con estas palabras a los muchos católicos que, durante los últimos cincuenta y cinco años, han tenido que invitar a sacerdotes a sus hogares, buscar capillas oscuras o viajar largas distancias para continuar practicando la fe católica tradicional en sus ritos apostólicos. Aunque en algunos aspectos la situación ha mejorado en partes del mundo, y en general el control de la ideología «Vaticano II a toda costa» se debilita año tras año, al mismo tiempo la situación se ha deteriorado notablemente en ciertos lugares, y el futuro cercano puede resultar turbulento.

Los sacerdotes que deseen permanecer fieles a Nuestro Señor Jesucristo deben estar mentalmente preparados para un día en que, habiendo sido expulsados por negarse a colaborar con (o renunciando para no colaborar con) la Mafia Lavanda, la Comisión Litúrgica diocesana, una directiva de la cancillería para dar la Comunión a cualquiera que se presente (incluyendo a los «divorciados y recasados» y parejas homosexuales), etc., no tendrán otra opción que dejar su puesto e ir a la clandestinidad. Deben tener un conjunto completo de vestiduras, misal de altar y otros elementos requeridos listos, para que ellos también puedan ser dignos de escribir cartas como las que San Basilio el Grande escribió una vez, mientras transmitían la fe «recibida y aprobada» de los Padres. Podrían, de la noche a la mañana, convertirse en misioneros en la Inglaterra isabelina, excepto con este giro siniestro: puede que no sea el gobierno secular el que los persiga, sino el eclesiástico.

Y los laicos deben estar preparados para apoyarlos en cada paso del camino: apoyo financiero, apoyo moral, edificios, libros, logística, lo que sea necesario.

Todos nosotros —laicos, clérigos, religiosos— deseamos estar en paz con los miembros de la jerarquía. Amamos sus almas, redimidas por la Sangre de Cristo, y oramos por su conversión como por la nuestra, ya que ningún hombre vivo está sin pecado. Les obedeceremos en todo lo que pertenezca a su oficio y se nos requiera, pero nunca si se oponen a la Fe, y nunca si trabajan directamente contra el bien de los fieles reunidos por y para el culto divino transmitido a través de las edades.

Hay tiempos en que los tímidos murmullos de dudas deben ceder a la confrontación abierta. En este punto, ya no es posible negar que estamos viviendo en una era de conflicto sin precedentes entre los laicos y la jerarquía. El eminente historiador de la Iglesia Roberto de Mattei habla de lo que con demasiada frecuencia es necesario en la situación actual, así como de lo que siempre permanecerá verdadero:

No es suficiente denunciar a los pastores que demuelen —o favorecen la demolición de— la Iglesia. Debemos reducir al mínimo indispensable nuestra cohabitación eclesiástica con ellos, como ocurre en un acuerdo de separación matrimonial. Si un padre ejerce violencia física o moral hacia su esposa e hijos, la esposa, aunque reconozca la validez del matrimonio en sí, y sin solicitar una anulación, puede solicitar una separación para protegerse a sí misma y a sus hijos. La Iglesia lo permite. En nuestro caso, renunciar a vivir habitualmente juntos significa distanciarse de las enseñanzas y prácticas de los malos pastores, negándose a participar en los programas y actividades promovidos por ellos.

Pero no debemos olvidar que la Iglesia no puede desaparecer. Por lo tanto, es necesario apoyar el apostolado de los pastores que permanecen fieles a las enseñanzas tradicionales de la Iglesia, participando en sus iniciativas y animándolos a hablar, actuar y guiar al rebaño desorientado. Es hora de separarnos de los malos pastores y unirnos a los buenos, dentro de la única Iglesia en la que tanto el trigo como la cizaña viven en el mismo campo (Mt 13:24–30), recordando que la Iglesia es visible y no puede salvarse aparte de sus pastores legítimos. (Love for the Papacy and Filial Resistance to the Pope in the History of the Church,Brooklyn, NY: Angelico Press, 2019, 153–54).

San John Henry Newman elogió a los laicos en el tiempo de la herejía arriana por apoyar a la verdadera Iglesia tradicional a pesar de las muchas dificultades que enfrentaron como resultado. Que interceda por nosotros mientras pasamos por lo que el obispo Athanasius Schneider ha descrito como la cuarta y mayor crisis que la Iglesia Católica ha experimentado jamás. (Véase Athanasius Schneider, con Diane Montagna, Christus Vincit: Christ’s Triumph Over the Darkness of the Age (Brooklyn, Nueva York: Angelico Press, 2019), cap. 11, «The Fourth Great Crisis» (La cuarta gran crisis).