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jueves, 24 de abril de 2025

La muerte del papa Francisco (2013-2025): ¿el final de una era? (Roberto De Mattei)



A las 7:35 horas del 21 de abril pasado, lunes de Pascua, el alma de Jorge Mario Bergoglio se separó de su cuerpo mortal para comparecer ante el juicio de Dios. Hasta el día del Juicio Universal no sabremos cuál habrá sido para Francisco la sentencia del tribunal supremo al que un día todos tendremos que presentarnos. Roguemos por su alma, como hace la Iglesia en sus novendiales. Y, dado que la Iglesia es una sociedad pública, unamos nuestras plegarias a una tentativa de evaluación histórica de su pontificado.

Jorge Mario Bergoglio, 266º Romano Pontífice y primero en elegir el nombre de Francisco, ha sido durante doce años el Vicario de Cristo, si bien prefirió en lugar de este el título de Obispo de Roma. Pero el Obispo de Roma se convierte en tal en el momento en que, tras la elección, acepta el cargo petrino. Al aceptar el pontificado, el Papa acepta igualmente los títulos, que se recogen en el Anuario pontificio, de Obispo de Roma, Vicario de Jesucristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Primado de Italia, Arzobispo y Metropolitano de la Provincia Romana, Soberano de la Ciudad del Vaticano, Siervo de los siervos de Dios y Patriarca de Occidente (este último título, que había sido eliminado en 2006 por Benedicto XVI, fue recuperado en 2024).

Estos títulos ameritan unos honores especiales, sobre todo el de Vicario de Cristo, que hace del Papa no el sucesor, sino el representante en la Tierra de Jesucristo, Dios y hombre, Redentor de la humanidad. No se honra al Papa por su persona, sino por la dignidad de la misión que Cristo le encomendó a San Pedro. Del mismo modo que en los sacramentos cristianos un gesto expresa una gracia invisible, también los honores (títulos, vestiduras, ceremonias) son signos sensibles de realidad espirituales, e incluso institucionales. La autoridad es una realidad espiritual e invisible, pero para que sea reconocida, es preciso que se manifieste de un modo visible, por medio de gestos y ritos. Sin ellos, la instituciones corren el riesgo de volverse invisibles, y la sociedad religiosa, al igual que la política, se sumiría en el caos. El cristianismo se basa en este principio: que el Dios invisible ha asumido un rostro, un cuerpo y un nombre: «El Verbo se hizo carne» (Jn.1,14). «Nadie ha visto jamás a Dios; el Dios, Hijo único, que es en el seno del Padre, Ése le ha dado a conocer» (Jn.1, 18). Entre los autores del Nuevo Testamento, es San Juan Evangelista quien desarrolla más a fondo en su Evangelio –y sobre todo en el Apocalipsis– una teología de la visibilidad de lo invisible. En ella el símbolo se transforma en visión profética a fin de demostrar el accionar oculto de Dios en la historia.

El papa Francisco no ha demostrado respeto por el decoro del papado. Desde el primer «Buenas tardes, hermanos y hermanas» que dirigió desde el balcón de la logia de San Pedro el día de su elección, hasta la aparición pública del pasado 9 de este mes, cuando se presentó en la Basílica sentado en silla de ruedas vistiendo una manta a rayas que parecía una especie de poncho sin nada que indicara su dignidad pontificia. Bergoglio sustituyó el simbolismo sagrado por un simbolismo mediático a base de imágenes, palabras y encuentros, que en muchos casos llegaron a ser mensajes mucho más elocuentes que los de los documentos oficiales: del ¿quién soy yo para juzgar?, pasando por el lavado de pies de mujeres y musulmanes, hasta su participación en el Festival de Sanremo de este año a través de un videomensaje. Hay quienes han afirmado que al hacer esas cosas el papa Francisco ha humanizado el papado, pero en realidad lo que ha hecho es banalizarlo y mundanizarlo. Es la institución del papado, y no la persona de Jorge Mario Bergoglio, la que sido deshonrada con estos y muchísimos otros gestos que han secularizado el lenguaje y los signos de los que siempre se ha servido la Iglesia para expresar el misterio divino.

Ahora bien, el primero que despojó a la Iglesia de su majestad no fue Francisco sino Pablo VI, que renunció a la tiara y el 13 de noviembre de 1964 la depuso sobre el altar del Concilio, después de lo cual abolió el uso de la silla gestatoria, la guardia noble y la Casa Pontificia, que no eran pompas superfluas, sino manifestaciones de la honra que corresponde a la Iglesia Católica Romana en cuanto institución humana y divina a la vez fundada por Jesucristo. Desde esta perspectiva, el pontificado de Bergoglio no supone, como piensan algunos, una ruptura con los anteriores, sino más bien la culminación de una línea pastoral introducida por el Concilio Vaticano II, a la que apenas parcialmente Benedicto XVI intentó dar marcha atrás.

La exhortación apostólica Amoris laetitia del 19 de marzo de 2016 creó sin duda alguna desorientación en vista de su apertura hacia los divorciados vueltos a casar y parejas en situación irregular. El Documento sobre la fraternidad humana suscrito con el gran imán de la mezquita Al Azhar el 4 de febrero de 2019 inició una nueva etapa en la vía del falso ecumenismo; el fomento de la inmigración, la promoción de la agenda global, la proclamación del sinodalismo, la discriminación de los tradicionalistas y la posibilidad de bendecir a las parejas de homosexuales y la posibilidad de que laicos de ambos sexos puedan llegar a presidir un dicasterio han suscitado legítimas reacciones en el mundo católico. Gracias a esta resistencia, objetivos a los que apuntaban obispos progres, como la ordenación de diaconisas, el matrimonio para los sacerdotes o la atribución de autoridad doctrinal a las conferencias episcopales no se han alcanzado con el papa Francisco, y esto ha decepcionado a sus más ardientes partidarios. El aspecto más revolucionario de su pontificado sigue siendo con todo la larga serie de palabras y actos que han transformado, mundanizándola y debilitándola, la manera en que se entiende el primado petrino.

Se cierra una época, y nos preguntamos cuál será la nueva que se abra. El próximo papa podrá ser más conservador o más progresista que Francisco, pero no será bergogliano, porque el bergoglianismo no ha sido un proyecto ideológico, sino un estilo de gobierno pragmático, autoritario y con frecuencia improvisado. Al no dejar un legado, las grandes tensiones y polarizaciones que se han dado con Francisco podrían estallar ya desde el cónclave.

Hay que recordar que Francisco proclamó el Año de San José en 2021; consagró Rusia y Ucrania al Corazón Inmaculado de María el 25 de marzo de 2022; dedicó al su cuarta encíclica, Dilexit nos, del 24 de octubre de 2024, al culto al Sagrado Corazón de Jesús. Todas estas cosas se ajustan a la espiritualidad tradicional de la Iglesia y son muy distintas del culto pagano a la Pachamama, a la que el mismo Papa llegó a venerar en el Vaticano. Como vemos, lo que ha caracterizado a la era bergogliana han sido las contradicciones. Entre otras cosas, Francisco negó a la Virgen el título de Corredentora y la calificó de mestiza del Misterio de la Encarnación, pero escribió en su testamento que siempre había confiado su vida y su ministerio «a la Madre de Nuestro Señor, María Santísima». Por eso, pidió que sus restos mortales «descansen esperando el día de la resurrección en la Basílica Papal de Santa María la Mayor». «Deseo –añadió– que mi último viaje terrenal concluya precisamente en este antiquísimo santuario mariano, al que acudía para rezar al comienzo y al final de cada viaje apostólico, para encomendar con confianza mis intenciones a la Madre Inmaculada y darle las gracias por su dócil y maternal cuidado».

Su último viaje queda, pues, encomendado a la Santísima Virgen María mientras la Iglesia afronta un momento de extraordinaria gravedad y complejidad en su historia. Y en María también, Madre del Cuerpo Místico de Cristo, ciframos hoy todas nuestras esperanzas, con la certeza de que a los días de sufrimiento de la Iglesia sigan cuanto antes los de su resurrección y su gloria.

Roberto De Mattei

En la muerte del papa Francisco (Michael Matt)



Algunas personas me han preguntado cómo es que no he hecho ningún comentario todavía sobre la muerte de Francisco el pasado 21 de abril. La verdad es que sí lo he hecho: pocas horas después de su muerte posteé una oración por el eterno descanso de su alma.

¿Nada más? Sí. Por el momento. Ahora Francisco ha comparecido ante el temible tribunal de Dios Todopoderoso. No hace falta que diga más. Además, mi irlandesa madre que paz descanse se revolvería en la tumba si me oyera hablar mal de un difunto ya antes del funeral. Yo soy de los antiguos, y en otros tiempos, cada vez que alguien se moría –fuera bueno o malo, te cayera bien o mal–, un católico reaccionaba siempre de la misma manera: rezaba por su alma y dejaba pasar algún tiempo antes de recordar a otros los pecados del finado.

Enseguida estarán intentando canonizar a Francisco en virtud de supuestos milagros, reescribirán malamente la historia y muchos harán política a costa del fallecido. Yo no lo pienso hacer. ¿Por qué? Porque no soy como ellos.

Recuerdo cuando vi el funeral de Pablo VI en el pequeño televisor en blanco y negro de la sala de mi casa cuando era niño. Pocos periodistas católicos habían sido más críticos con el programa del modernista Montini que mi padre. Metí la pata haciendo algunas observaciones negativas sobre el difunto papa a una de mis hermanas, y mi padre me regañó por ello. Y para recalcar más la idea, luego nos puso a toda la familia a rezar un rosario por el alma de Pablo VI.

Huelga decir que la enseñanza se me quedó grabada. Al igual que Pablo VI aquel día, Francisco comparece ante Dios ahora y necesita nuestras oraciones. Ya habrá tiempo de hablar de su pontificado en las próximas semanas. Pero yo prefiero aprovechar estos momentos para reaccionar a la muerte de Francisco lanzando un pedido urgente de oración por su eterno descanso. Jesús dijo: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen; ROGAD por los que os calumnian» (Lucas 6,27). Si tal es nuestro deber para con nuestros adversarios del mundo, es indudable que el Señor también quiere que hagamos lo mismo (¡y con más razón!) cuando se muere un modernista.

Yo no quiero la condenación eterna para Francisco; ni para nadie. No tengo manera de saber qué le haya podido decir a Dios en sus últimas horas en este mundo, cómo pueda haber respondido a su gracia en sus últimos momentos. Lo único que puedo hacer es rezar porque se arrepintiera, que Dios haya tenido misericordia y Francisco se haya salvado. Esa es la gran ventaja que tenemos los católicos: que a los hechos consumados podemos seguir empeñados en lograr aparentes imposibles. Mi madre decía que quien pide misericordia al caerse del caballo la encuentra antes de llegar al suelo. Las monjas del colegio nos enseñaban que no diéramos nada por sentado, y que un día nos llevaríamos una gran sorpresa al ver quién había llegado al Cielo y quién no.

El de presunción es uno de los grandes pecados contra el Espíritu Santo, y otro es el de desesperación. Según lo entiendo yo, el católico fiel ni presume de la salvación ni pierde la esperanza en ella; ni canoniza ni condena a los muertos. Se limita a rogar por ellos, sobre todo en los días inmediatamente posteriores a su muerte, contentándose con dejar el destino definitivo en manos del supremo Juez. Eso se hacía cuando yo era niño, y espero que siga siendo así. El mundo hará lo que quiera, pero tenemos que seguir comportándonos como católicos ante la misteriosa y sobrecogedora realidad de la muerte, el juicio, el Cielo y el Infierno.

Por último, no creo que ningún lector de The Remnant ni nadie que vea mis videos tenga la menor duda en cuanto a mi postura en lo que se refiere al pontificado del último papa. Ya habrá tiempo de publicar críticas en las próximas semanas. De momento, recemos por Francisco y por su sucesor, para que Dios bendiga a la Iglesia haciendo que el próximo sea verdaderamente católico.

Michael Matt

Con estos bueyes

ESPADA DE DOBLE FILO


“Con estos bueyes hay que arar” es un antiguo refrán castellano que indica la necesidad de aceptar la realidad o por desagradable que sea: estos son los bueyes que tienes y deberás arar el campo con ellos o dejarlo sin arar.

En ese espíritu de aceptar la realidad, creo que conviene reconocer que una buena parte de los cardenales que están participando en el cónclave son heterodoxos, es decir, no creen en la doctrina o la moral de la Iglesia. No es algo que diga yo. No hace falta, porque son abiertamente heterodoxos. Solo hay que revisar un poco las hemerotecas para descubrir cardenales favorables al divorcio, los anticonceptivos, la inseminación artificial, la ordenación de mujeres, la fornicación, la disolución del orden sacerdotal en el sacerdocio común de los fieles, la inexistencia de actos intrínsecamente malos, la idea blasfema de que Dios a veces quiere que pequemos o no nos da siempre la gracia necesaria para no pecar, la reducción de los milagros de Cristo a mera psicología, las relaciones del mismo sexo (una heterodoxia extrañamente frecuente), etcétera. O, dicho de otra manera y para resumirlo en una sola heterodoxia paradigmática, en lo que creen es en la revisibilidad perpetua de la doctrina católica para adecuarla a la mentalidad mundana de cada época.

El de la foto, por ejemplo, es el cardenal Timothy Radcliffe OP, antiguo Maestro General de la Orden de Predicadores, vulgo dominicos, y conocido por lo defender lo contrario que la doctrina de la Iglesia en relación con las relaciones entre personas del mismo sexo, en las que, según él, “Dios está presente” y que deben “respetarse y estimarse y protegerse”, porque son “eucarísticas” y “expresión de la autodonación de Cristo”.


Solo es uno entre muchos. Desgraciadamente, aunque esta situación se ha agravado en gran medida en el último pontificado, no es exclusiva de él. Por alguna razón, tanto Pablo VI, como Juan Pablo II o Benedicto XVI nombraron y toleraron a cardenales y obispos heterodoxos, que no creían en lo que ellos enseñaban. Lo que ha sucedido en los últimos doce años es que esas heterodoxias se han hecho más claras, más desvergonzadas y más desafiantes ante el clima general de impunidad.

Esto debería hacernos pensar, porque la lógica indica que los cardenales heterodoxos harán todo lo posible por que no sea elegido nadie que ose defender la fe de la Iglesia y denunciar sus errores. En casi cualquier otra época, habrían sido disciplinados, pero, en la nuestra, se pone en sus manos la elección del Sumo Pontífice, el encargado de velar por la fe de la Iglesia. Es el colmo del disparate y del absurdo. Si un reino está dividido contra sí mismo, no puede subsistir. Una cosa es que sea necesario arar con los bueyes que se tienen y otra es esta situación en que, en vez de bueyes, algunos son más bien jirafas, camellos o cabras.

Por otro lado, también es cierto todo esto es algo que Dios permite, por razones que Él conocerá. El cardenal Radcliffe, por ejemplo, fue nombrado cardenal cuando solo le quedaban ocho meses hasta la fecha en que ya no podría votar en un conclave. Eso fue hace cuatro meses. De algún modo, la Providencia ha querido permitir que participe y vote en la elección de un nuevo Papa, cosa que solo cuatro meses después ya no habría sido posible.

Sabemos que, si Dios permite algo, por muy absurdo, terrible o malo que pueda ser, también será capaz de transformarlo para bien de los que permanecen fieles, porque todo sucede para el bien de los que aman a Dios. La única conclusión posible, pues, es que debemos permanecer fieles contra viento y marea. Y también, supongo, que debemos agarrarnos bien para no caernos, porque si uno pretende arar con jirafas, camellos y cabras, puede suceder cualquier cosa.

Bruno Moreno