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lunes, 8 de febrero de 2016

Diez consejos para sobrevivir a un papado calamitoso y permanecer católico (Por el Dr. Francisco José Soler Gil)


Artículo sacado de Adelante la Fe (pinchar aquí). Sobre este tema he escrito ya en varias entradas del blog. Coloco aquí las que recuerdo: Se puede disentir del papa y ser un buen católico ( 1, 2 y 3); Lo ha dicho el Papa (1 y 2); ¿Es importante lo que el Papa piensa? ¿Hasta qué punto? (1 y 2). Su relectura puede ser provechosa. 





¿Puede un católico pensar que un Papa es calamitoso? Por supuesto que sí. ¿Pues acaso no debe creer un buen católico que es el Espíritu Santo el que está detrás de la elección del Papa? Evidentemente no. Quizá baste al respecto recordar la respuesta que el por entonces cardenal Ratzinger dio a su entrevistador, el profesor August Everding, en una famosa entrevista concedida en 1997. 

Le había preguntado el profesor Everding al cardenal, si de verdad creía que el Espíritu Santo interviene en la elección del Papa. La respuesta de Ratzinger fue sencilla y clarificadora, como de costumbre: “Yo diría que no en el sentido de que el Espíritu Santo elija un papa en particular, puesto que hay demasiadas pruebas en contra de esto; ha habido muchos Papas en los que es por completo evidente que el Espíritu Santo no los habría elegido. Pero que Él, en conjunto, no renuncia del todo al control; que, por decirlo así, nos da mucha cuerda, como un buen educador, nos deja mucha libertad, pero no deja que se rompa por completo, eso sí lo diría. Por tanto habría que entender esto en un sentido mucho más amplio, y no que Él dice: ahora tienen que votar a éste. Lo que Él permite, sin embargo, está limitado al hecho de que todo no pueda ser completamente arruinado”.

Ahora bien, aunque un católico dé por supuesto que ningún Papa podrá llegar a destruir del todo la Iglesia, la historia muestra que, en materia de pontífices, ha habido de todo: buenos, regulares, malos, y realmente malos, o calamitosos.

¿Cuándo podemos decir que un Papa es calamitoso? Desde luego, no basta para eso que el pontífice sostenga opiniones falsas sobre tales o cuales temas. Pues un Papa, como cualquier otro hombre, ha de desconocer necesariamente muchas materias, y poseer convicciones erróneas en otras tantas. Y así podría resultar que un Papa aficionado a hablar de filatelia o numismática, sostuviera graves errores sobre el valor o la fecha de ciertos sellos o monedas. 

Al opinar sobre materias que no son de su competencia, un Papa tiene más posibilidades de equivocarse que de acertar. Exactamente igual que usted y yo, estimado lector. Por eso, si un Papa mostrara cierta propensión a hacer públicas sus opiniones sobre el arte de la colombofilia, la ecología, la economía o la astronomía, el especialista católico en tales materias hará bien en sobrellevar con paciencia tales ocurrencias del romano pontífice sobre asuntos que, por supuesto, son ajenos a su cátedra. El especialista podrá, desde luego, lamentar los eventuales errores, y más generalmente la falta de prudencia que algunas declaraciones manifiestan. Pero un Papa imprudente y locuaz no es ya, por eso, un Papa calamitoso.

Sí lo es, en cambio, o puede llegar a serlo, el que causa de palabra y obra daños en el legado de la fe de la Iglesia, oscureciendo temporalmente aspectos de la imagen de Dios y de la imagen del hombre que la Iglesia tiene el deber de custodiar, transmitir y profundizar.

¿Puede darse un caso así?… Bien, de hecho se ha dado ya varias veces en la historia de la Iglesia. Cuando el Papa Liberio (s. IV) ―el primer Papa no canonizado― cediendo a las fuertes presiones arrianas, aceptó una posición ambigua con respecto a esta herejía, haciendo tambalear a los defensores del dogma trinitario como San Atanasio; cuando el Papa Anastasio II (s. V) coqueteó con los defensores del cisma acaciano; cuando el Papa Juan XXII (s. XIV) enseñaba que la visión de Dios por los justos no ocurre antes del Juicio Final; cuando los Papas del periodo conocido como «Gran Cisma de Occidente» (s. XIV-XV) se excomulgaban mutuamente; cuando el Papa León X (s. XVI) no sólo pretendía costear sus lujos mediante la venta de indulgencias, sino defender teóricamente su potestad de hacerlo, etc. etc., una parte del legado de la fe quedó oscurecido durante un tiempo más o menos largo por sus acciones y omisiones, generando así momentos de enorme tensión interna en la Iglesia. A los Papas responsables de tales hechos sí que cabe denominar con propiedad como «calamitosos».

La pregunta es, entonces, qué se puede hacer en tiempos de un Papa calamitoso. Qué actitud conviene adoptar en tiempos así. Pues bien, ya que últimamente se han puesto de moda las listas de consejos para la felicidad, para controlar el colesterol, para ser más positivos, para dejar de fumar y para adelgazar, me voy a permitir proponer al lector una serie de consejos, para sobrevivir a un Papa calamitoso sin dejar de ser católico. Ni que decir tiene que no se trata de una lista exhaustiva. Pero tal vez resulte útil, de todos modos. Comencemos:

(1) Mantener la calma.

En momentos de angustia, la tendencia a la histeria es muy humana, pero no ayuda a resolver nada. Mantener la calma. Pues únicamente desde la paz se pueden tomar las decisiones convenientes en cada caso, y evitar dichos y hechos de los que uno tenga luego que lamentarse.

(2) Leer buenos libros de historia de la Iglesia y de historia del papado.

Acostumbrados a una serie de grandes Papas, la vivencia de un pontificado calamitoso puede resultar traumática, si uno no alcanza a ponerla en su contexto. Leer buenos tratados de historia de la Iglesia y de historia del papado ayuda a valorar mejor la situación presente. Sobre todo porque en estos libros se nos muestran otros casos ―numerosos por desgracia o por ser así la naturaleza humana― en los que las aguas de la fuente romana bajaban turbias. La Iglesia sufre tales flaquezas, pero no se hunde por ellas. Así ha ocurrido en el pasado, y así esperamos que ocurra también en el presente y en el futuro.

(3) No entregarse a discursos apocalípticos.

Experimentando los estragos de un pontificado calamitoso, algunos lo toman como indicios del inminente fin de los tiempos. Esta es una idea que surge siempre en tales circunstancias: textos apocalípticos motivados por males semejantes pueden leerse también en autores medievales. Pero precisamente este hecho debería servirnos de advertencia. No tiene mucho sentido interpretar cada tormenta como si fuera ya la última tribulación. El fin de los tiempos llegará cuando tenga que llegar, y no nos toca a nosotros averiguar ni el día ni la hora. Lo nuestro es luchar el combate de nuestra época, pero la visión global de las cosas le corresponde a Otro.

(4) No quedarse en silencio, ni mirar para otro lado.

Durante un pontificado calamitoso, el defecto contrario de adoptar la actitud de profeta apocalíptico consiste en la minimización de los sucesos, el silencio ante los abusos, y el mirar para otro lado. Algunos justifican esta actitud recurriendo a la imagen de los buenos hijos que cubren la desnudez de Noé. Pero lo cierto es que no hay forma de enderezar el rumbo de una nave si no se denuncia el desvío. 

Por lo demás, la Escritura tiene para ello un ejemplo que viene mucho más al caso que el de Noé: los duros pero justos y leales reproches del apóstol Pablo al pontífice Pedro, cuando éste se dejó llevar por respetos humanos. Esta escena de los Hechos de los Apóstoles está ahí para que aprendamos a distinguir entre la lealtad y el silencio cómplice. La Iglesia no es un partido en el que el presidente tenga que recibir siempre aplausos incondicionales. Ni es una secta en la que el líder sea aclamado en todo caso. El Papa no es el líder de una secta, sino un servidor del Evangelio y de la Iglesia; un servidor libre y humano, que, como tal, puede en ocasiones adoptar decisiones o actitudes reprobables. Y las decisiones y actitudes reprobables deben ser reprobadas.

(5) No generalizar.

El mal ejemplo (de cobardía, etc.) de algunos obispos o cardenales durante un pontificado calamitoso, no debe llevarnos a descalificar en general ni a los obispos, ni a los cardenales, ni al clero en su conjunto. Cada uno es responsable de sus palabras y de sus actos y omisiones. Pero la estructura jerárquica de la Iglesia fue instituida por su Fundador, por lo que debe ser, pese a toda crítica, respetada. Tampoco se debe extender la protesta frente a un Papa calamitoso a todos sus dichos y hechos. Sólo deben ser objetados aquellos en los que se desvíe de la doctrina secular de la Iglesia, o en los que marque un rumbo que pueda comprometer aspectos de la misma. Y el juicio sobre estos puntos no ha de apoyarse en ocurrencias, opiniones o gustos particulares: La enseñanza de la Iglesia se resume en su catecismo. En lo que un Papa se aparte del catecismo, debe ser reprobado. En lo demás no.

(6) No colaborar con iniciativas a mayor gloria del pontífice calamitoso.

Si un Papa calamitoso pidiera ayuda para atender buenas obras, debe ser escuchado. Pero no se deben secundar otras iniciativas como puedan ser, por ejemplo, encuentros multitudinarios que sirvan para mostrarlo como un pontífice popular. En el caso de un Papa calamitoso, las aclamaciones sobran. Pues, apoyado en ellas, podría sentirse respaldado para desviar aún más la nave de la Iglesia. No vale decir que no se aplaude al pontífice tal, sino a Pedro. Pues el resultado es que ese aplauso será empleado para sus fines, no por Pedro, sino por el pontífice calamitoso.

(7) No seguir las instrucciones del Papa en lo que se desvíe del legado de la Iglesia.

Si un Papa enseñara doctrinas o tratara de imponer prácticas que no se corresponden con la enseñanza perenne de la Iglesia, sintetizada en el catecismo, no debe ser secundado ni obedecido en su intento. Esto quiere decir, por ejemplo, que los sacerdotes y obispos tienen la obligación de insistir en la doctrina y práctica tradicional, enraizada en el depósito de la fe, aun a costa de exponerse a ser sancionados. Asimismo los laicos deben insistir en enseñar la doctrina y las prácticas tradicionales en su ámbito de influencia. En ningún caso, ni por obediencia ciega ni por temor a represalias, resulta aceptable contribuir a la extensión de la heterodoxia o la heteropraxis.

(8) No sostener económicamente diócesis colaboracionistas.

Si un Papa enseñara doctrinas o tratara de imponer prácticas que no se corresponden con la enseñanza perenne de la Iglesia, sintetizada en el catecismo, los pastores de las diócesis deberían servir de muro de contención. Pero la historia muestra que los obispos no siempre reaccionan con la suficiente energía frente a estos peligros. Más aún, a veces secundan, por los motivos que sea, los intentos del pontífice calamitoso. El cristiano laico que resida en una diócesis regida por un pastor así debe retirar el apoyo económico a su iglesia local, mientras persista la situación irregular. Por supuesto, lo anterior no se aplica a las ayudas que vayan destinadas directamente a fines caritativos, pero sí a todas las demás. Y esto vale también para cualquier otro tipo de colaboración con la diócesis de que se trate, por ejemplo en alguna forma de voluntariado o cargo institucional.

(9) No apoyar ningún cisma.

Ante un Papa calamitoso, puede surgir la tentación de una ruptura radical. Esta tentación debe ser resistida. Un católico tiene el deber de tratar de minimizar, dentro de la Iglesia, los efectos negativos de un mal pontificado, pero sin romper la Iglesia ni romper con la Iglesia. Esto quiere decir que si, por ejemplo, su resistencia a adoptar determinadas tesis o determinadas prácticas acarreara sobre él sanciones, no debe por ello alentar un nuevo cisma, o apoyar alguno de los ya existentes. Es preciso mantenerse con paciencia como católico, en toda circunstancia.

(10) Rezar.

La permanencia y salvación de la Iglesia no depende en última instancia de nosotros, sino de Aquel que la quiso, y la fundó para nuestro bien. En momentos de desesperación, es preciso rezar, rezar y rezar, para que el Maestro despierte, y calme la tempestad. Este consejo ha sido puesto en último lugar, no por ser el menor, sino el más importante de todos. Pues, al final, todo se reduce a que creamos realmente que la Iglesia está sostenida por un Dios que la ama, y que no dejará que sea destruida. Recemos pues, por la conversión de los pontífices nefastos, y para que a los pontificados calamitosos sigan otros de restauración y paz. Muchas ramas secas habrán perdido durante la tormenta, pero las que hayan permanecido unidas a Cristo, florecerán de nuevo. Ojalá que esto pueda decirse también de nosotros.

Francisco José Soler Gil