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miércoles, 11 de junio de 2014

La vía de los hechos: El rechazo de lo sobrenatural (13 de 17)

NOTA: El índice de las 17 entradas sobre "La vía de los hechos" se ha introducido cuatro años después. Puede accederse a él, directamente, pinchando aquí.


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En lo que se lleva escrito hasta ahora se han tocado diversos temas, que son  inamovibles  desde un punto de vista doctrinal pero, que de hechose están alterando, provocando así una gran confusión en el conjunto de los fieles, al considerar como "normal" aquello que no lo es en absoluto, como es, por ejemplo, el caso del divorcio introducido de facto en la Iglesia, mediante el proceso de nulidades. Cambiando el nombre se intenta modificar una ley divina, lo que no puede ser de ninguna de las maneras.

Pero, sobre todo, está el hecho de que hay verdades fundamentales de la fe cristiana de las que no se habla o incluso de las que se duda abiertamente


- La presencia real de Jesucristo en la Eucaristía (no se trata de un mero recuerdo). 

- El carácter sacrificial de la Santa Misa (que es el mismo y único sacrificio de Cristo en la Cruz, sin repetirse, que se hace realmente presente, de modo incruento).
- La importancia del pecado y la necesidad de conversión haciendo uso del sacramento de la confesión. 
- El sacrilegio que supone comulgar en estado de pecado mortal.
- La negación (o puesta en duda) de la divinidad de Jesucristo y de su resurrección real (con su propio cuerpo glorioso). 
- La negación de la existencia del infierno (el cual o bien no existe o, caso de existir, está vacío)
- La falsa idea de que todos los hombres se salvan (con la venida de Jesucristo al mundo el hombre ya está salvado y no tiene que poner nada de su parte; en contra de lo que se afirma en el Evangelio)
- La mentira que considera que judíos, musulmanes y católicos tienen un Dios común (ciertamente así era antes de la venida de Cristo, pero una vez que Dios se ha manifestado en su Hijo, todo ha cambiado: quien niega al Hijo niega también al Padre)
-El olvido de la misión sobrenatural de la Iglesia y su condición de "extraña" para el mundo 
-La misericordia mal entendida, separada de la verdad (y, además, selectiva: sí para los infieles; no para los fieles)
- La imposición "de hecho" de todo lo contenido en los documentos del Concilio Vaticano II (dicho Concilio es puramente pastoral y, sin embargo, exige una adhesión "dogmática" a "algunos puntos" concretos que parecen estar en contra de lo que se ha dicho en Concilios anteriores, o sea, del sentir de la Iglesia de siempre, lo que no puede ocurrir)

Hoy se hace excesivo hincapié en el "diálogo" interreligioso, el ecumenismo, la libertad religiosa, la idea de colegialidad ... todo ello entendido como si fuera lo mismo tener una religión o tener otra, (cuando la salvación sólo, única y exclusivamente se encuentra en Jesucristo). Es evidente que algo no funciona. Es imposible encontrar una explicación meramente humana acerca de lo que está ocurriendo de facto en la Iglesia, y a lo que ya hemos aludido en los artículos anteriores acerca de la vía de los hechos


Necesitamos acudir de nuevo a la Biblia que, rectamente interpretada, a la luz de la enseñanza Magisterial (que es la del Concilio Vaticano I y anteriores, y también la del Concilio Vaticano II en aquellos puntos en los que no contradice dicho Magisterio). 


Teóricamente debería haber continuidad, pues UNA es la Iglesia, pero la lectura crítica y realista de algunos puntos del Concilio Vaticano II (¿deliberadamente? ambiguos), realizada por personas altamente cualificadas en ese sentido, nos debe hacer cautos y prudentes; no olvidando, básicamente, dos cosas: PRIMERO: Que el Concilio Vaticano II no nace con la pretensión de definir nuevos dogmas, ni tampoco con la intención de obligar a nada nuevo. Los dogmas que hay son los que ya existen; y están definidos perfectamente por los Papas anteriores a dicho Concilio. Su única razón de ser, como así consta, además, por escrito, es de tipo pastoral, al objeto de que el Evangelio llegue a un mayor número de personas (objetivo que, por otra parte, y desgraciadamente, no ha llegado a realizarse; más bien, lo contrario). SEGUNDO: Todo lo que se diga en los documentos del Concilio Vaticano II, relativo a aquello que debe ser creído con carácter de obligación por todos los fieles de la Iglesia Católica, debe coincidir con lo que ya se ha dicho previamente en los Concilios anteriores, sin que haya un ápice de diferencia. Jamás debe suponer una novedad respecto a lo definido dogmáticamente en dichos Concilios. Si así ocurriera, o pudiera ser así interpretado por alguien, la persona en cuestión, si desea mantenerse fiel a la Iglesia de Cristo, debe proceder, ante la duda interpretativa, conforme a lo que ya conoce que ha sido definido y proclamado con toda claridad, previo al Concilio Vaticano II. 


Del último Concilio deben tomarse siempre todas aquellas indicaciones, de tipo pastoral (equivocadas o no, eso Dios lo sabe) que se dicten al efecto, porque así se ha considerado que es lo mejor para el crecimiento de la Iglesia, por las personas que tienen esa misión. Lo propio de un buen católico es obedecer. Obedeciendo no se equivoca. Eso sí, siempre que quien mande no ordene realizar nada que se oponga a la Ley de Dios y a todo lo que ha sido dogmáticamente establecido por la Iglesia de siempre. Sólo en ese caso, nuestra obligación sería la desobediencia, pues "es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres" (Hech 5,29).


Podemos preguntarnos, y estamos en nuestro derecho de hacerlo, y también en nuestro deber, acerca de lo que está ocurriendo hoy en el seno de la Santa Madre Iglesia. Y si queremos realmente llegar a comprender algo debemos, como siempre, además de hacer buen uso de la razón que Dios nos ha dado (razón que nunca es incompatible con la fe)  acudir a las fuentes, es decir, a la Sagrada Escritura y a la Tradición de veinte siglos. Y así es muy importante que caigamos en la cuenta de que, como decía san Pablo, "nuestra lucha no es contra la carne o la sangre, sino contra los principados, las potestades, las dominaciones de este mundo de tinieblas, y contra los espíritus malignos que están en los aires" (Ef 6,12). Una lucha que, por otra parte, siempre ha existido, desde que Cristo vino a este mundo, pero que hoy es más virulenta que nunca, porque "el misterio de iniquidad está ya actuando; sólo falta que sea apartado el que hasta ahora lo retiene" (2 Tes 2,7). ¿Y qué debemos hacer?. Pues aquello a lo que nos exhorta el mismo apóstol: "Por eso, hermanos, manteneos firmes y observad las tradiciones que aprendisteis, tanto de palabra como por carta nuestra" (2 Tes 2,15)

Son muchos los temas que faltarían por tratar e incluso de aquellos a los que se ha aludido, se podría haber dicho mucho más, y mejor, sin lugar a dudas. No obstante, hay algo que se da en todos los casos que hemos considerado, y es el olvido o rechazo de lo sobrenatural. La Iglesia se ha "arrodillado" ante el mundo (la expresión es de Maritain), por no sé qué complejo de inferioridad, y está siendo absorbida actualmente por ese mundo a un ritmo tan frenético que, como Dios no lo remedie (y nosotros no pongamos de nuestra parte) ... dado que las puertas del Infierno no pueden prevalecer contra la Iglesia, según Mt  16,18, es bastante probable que nos encontremos en los umbrales de los últimos tiempos. 


La conocida expresión: "el humo de Satanás se ha infiltrado en la Iglesia", pronunciada por el papa Pablo VI en 1972, cuando aún no habían transcurrido siete años desde la clausura del Concilio Vaticano II, el 8 de diciembre de 1965, tiene hoy mucha más actualidad que cuando fue pronunciada. Lo que antes se comenzaba a percibir en ciertos sectores eclesiásticos ahora se está generalizando en casi toda la Iglesia, de modo alarmante.


Esta situación actual de la Iglesia pone ante mis ojos aquellas terribles palabras contenidas en el libro del Apocalipsis, en las que se dice (hablando de la primera Bestia, que simboliza a Satanás): "Se le concedió hacer la guerra contra los santos y vencerlos; se le concedió también potestad sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación. Y la adorarán todos los habitantes de la tierra, aquellos cuyo nombre no está inscrito, desde el origen del mundo, en el libro de la vida del Cordero, que fue sacrificado. Quien tenga oídos que oiga" (Ap 13, 7-9) 


El Apocalipsis, como sabemos, es la Revelación (que eso significa esa palabra) que hace Dios relativa fundamentalmente al final de los tiempos. No sabemos nada sobre dicho final, porque los tiempos bíblicos son de difícil interpretación, y sólo Dios los conoce, hasta el extremo de que "en cuanto al día y a la hora nadie sabe, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre" (Mt 24,36). Ciertamente, el Hijo, en cuanto Dios que es, igual al Padre, también lo sabe; pero su misión, en cuanto hombre, es la de no desvelar ese momento, el cual vendrá como un ladrón, cuando menos se lo espere. Ésta es la recomendación (o mejor, mandato) del Señor: "Velad, pues, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor" (Mt 24, 42).


En todo caso, san Pablo se apresuró ya a decir a los Tesalonicenses: "Os rogamos, hermanos, que no os dejéis impresionar fácilmente en vuestro espíritu ni os alarméis ... como si el día del Señor fuera inminente" (2 Tes 2, 2) ... más que nada porque algunos de ellos se dedicaron a no hacer nada y a gandulear, pensando que, puesto que el Señor iba a venir pronto, qué necesidad tenían de esforzarse y de trabajar, ... , lo que fue motivo de amonestación por parte de san Pablo, quien les dijo: "si alguno no quiere trabajar, entonces que tampoco coma" (2 Tes 3,10). 


Así pues, estemos o no cerca del final de los tiempos, lo que sí es seguro es que no podemos descuidarnos nunca,  y que hemos de vivir como si cada día fuese nuestro último día y tuviéramos que rendir cuenta de nuestra conducta ante Dios. 



(Continuará)