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lunes, 27 de diciembre de 2021

¡Despertad… vigilad!



A menudo en la Sagrada Escritura resuena este “despertar” de Dios: “Despertad, vigilad” y otros similares: “No caigáis en el sueño”, “No cerréis vuestro corazón”. La Iglesia nos dirige estas invitaciones con frecuencia y especialmente en Adviento y en Cuaresma, los tiempos fuertes de la liturgia: “Es tiempo de despertarse del sueño” (Rm., 13, 11).

¿Por qué? Porque todos somos llevados, por instinto, a adormecernos, a habituarnos, a caer en lo bajo. A disminuir la tensión espiritual y moral. También el ambiente que nos circunda ―hoy secularizado, mundanizado, pagano, homologante― nos arrastra a lo bajo. Nosotros, sobre todo hoy en que todo se conjura contra Dios y su Cristo, debemos reencontrar en nuestra fe católica, en Jesús que habita en nuestros corazones, el valor/heroísmo de andar contra corriente, contra el viento tras las huellas de los santos, de los jóvenes santos que no faltan tampoco en el mundo de hoy, desenfrenado en la carne y disparatado en el espíritu.

¡Jesús viene!

Para estar despiertos y vigilantes viene bien recordar que “el cristianismo, antes de todo, no es una idea ni un conjunto de ideas, sino un advenimiento, un hecho histórico”: Dios, porque ama al mundo, ha venido a salvarlo en un momento dado de la Historia, a través de Jesucristo hace 2021 años, el 25 de “kasleu” del 750 de la fundación de Roma, correspondiente a nuestro 25 de diciembre.

Su obra de salvación se continúa hoy todavía, el advenimiento de Cristo es actual y obra también hoy y obrará hasta el fin de los siglos y nos alcanza a cada uno de nosotros hoy. Jesucristo es el mismo ayer, hoy y en los siglos. Jesús es el sol que ilumina y calienta a cada hombre, en todo lugar y en todo tiempo.

Pero es necesario que nos abramos a Él. No basta que Él obre, es indispensable adherirse a Él: de otro modo, estamos perdidos en esta vida y en la otra futura. El infierno existe y, de hecho, no está vacío. Así, Él nos solicita acuciantemente para que no estemos soñolientos, distraídos, ausentes y cerrados ante su obra, sino a que entremos en ella, a insertarnos en este hecho, a colaborar con Jesucristo, a ayudar a los otros a conocerlo y a abrirse a Él.

Todo esto se llama Vigilancia en el Evangelio, es decir estado de vigilia, conocimiento, atención, porque bajo nuestros ojos, hoy ―el hoy de la vida―, está aconteciendo, en relación misteriosa pero cierta, la obra de Dios, que en Cristo salva al mundo. Por lo tanto, es necesario conocer este plano divino, no estar ausentes, no echarnos fuera; de otro modo, equivocamos la vida, erramos: cometemos el error más colosal. Sin Cristo hay sólo vidas erróneas, con el infierno ya aquí y después allá.

Preparad las linternas

También estas palabras ―lo sabemos― vienen de la parábola evangélica de las diez vírgenes, enviadas a participar en la fiesta de bodas para prestar su obra de luz e iluminación a la cena nupcial (Mt., 25).

No se nos escapa el sentido de la parábola (que también conmovía a Ernest Renan, ¡renegado e impío!): estas bodas son las bodas de Cristo con la humanidad que lo acoge, bodas que se realizan por la Redención: el cristianismo como unión nupcial de Cristo con cada persona humana que le dice sí.

Esta unión produce fiesta, es decir alegría, la alegría de la verdad, la alegría de la vida divina, merecida por Cristo en la cruz con su sacrificio, participada a nosotros aquí en la tierra a través del bautismo y acrecentada por la Santísima Eucaristía, la alegría de participar en la acción de Dios en el tiempo, el todo como anticipo gozoso de la eterna felicidad, anticipo pregustado en la inevitable lucha y en el sufrimiento de la vida.

Estas lámparas, que las diez muchachas debían tener preparadas eficientemente para iluminar la sala del convite y la fiesta de bodas, nos indican todo lo que debemos preparar y poseer para hacer eficiente nuestra vida cristiana, que se expande en nuestra acción de anuncio del Evangelio.

La primera cosa que necesita la lámpara es el aceite, fuente de luz: si falta el aceite, las lámparas se apagan. En este aceite se significa sobre todo la fe, es decir nuestra adhesión a Cristo, que, si es válida, cambia la vida y la vuelve luminosa. A la fe hay que alimentarla de continuo, de otro modo disminuye y se apaga. San Agustín, con su agudeza habitual y su eficacia expresiva, llamaba a todo esto cogitare fidem (pensar la fe) y decía: “Fides non cogitata nulla est” (una fe no pensada es nula). ¿Cómo hacer para cogitare fidem?

La respuesta es bastante amplia, aquí bastan unos pocos rasgos, expresados en los verbos “conocer” cada vez más el mundo de la fe; “profundizarla”, “volver a ver” sus fundamentos; “refundar” la fe; “extenderla” a todos los sectores de nuestra vida; sobre todo “pedirla” a Dios, pedir la ayuda divina para siempre abrirnos más al mundo de Dios (relación personal con Dios: se abre el mundo de la oración personal con Dios, se abre el mundo de la oración cristiana) y a la acción de salvación que Él desarrolla en el mundo en Cristo.

Aquí está nuestra apertura a la irrupción de Jesucristo vivo y operante, en los sacramentos: confesión, Santa Misa y comunión con la que Dios viene a actuar en nuestras almas, en nuestras vidas y nos reconfigura a imagen y semejanza con Jesús, su Hijo. Es el hombre redimido, divinizado, “cristoforme”, “cristificado”.

“Dadnos de vuestro aceite

Las lámparas, para iluminar, además del aceite, deben poseer todas las competencias capaces de cambiar el aceite en luz. Hablamos en lenguaje metafórico. En ellas vemos todas las realidades que se llaman competencias profesionales, adquiridas en la preparación que se requiere a los laicos católicos, que obran en el mundo para iluminarlo, para transformarlo, para consagrarlo (sí, para consagrarlo) a Jesucristo, devolviéndoselo a Él.

Estamos, aunque siempre radicados en la santa Tradición católica (no se deben cortar nunca las raíces que nos dan solidez), abiertos a lo “nuevo”, teniendo presente que en todos los campos, “lo nuevo (moderno) no es símbolo de verdadero ni válido”.

En el mundo de hoy ―en el curso de la historia― como en la parábola evangélica, oímos también el grito angustioso de una parte que se ve excluida de la fiesta de las bodas. “Nuestras lámparas se apagan”. Es el grito de hoy, lleno de imploración, implícita o explícita, que tantas vidas, sobre todo jóvenes, vuelven al mundo de los adultos, a la familia, a la sociedad, a la Iglesia, a los hombres individuales de la Iglesia, a los apóstoles de hoy.

Es el grito desesperado lleno de angustia de los enfermos, de los drogadictos, de los alcohólicos, de los desesperados, de los tentados al suicidio, de los hombres que buscan el sentido de la vida, del dolor y de la muerte… gente que se ha puesto en el camino de la vida sin provisión de aceite… y nos gritan: “¡Dadnos de vuestro aceite!” ¡Dadnos a Cristo y su Evangelio! ¿Dónde habéis metido a Cristo? ¿No sois quizá vosotros los que debéis anunciarlo?

Hechos un “pequeño rebaño”, si sabemos responder, será otra vez un nuevo Adviento del Cristo. “El siglo XXI será de Cristo o no será”.

Candidus

Traducido por Natalia Martín