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domingo, 2 de noviembre de 2025

TRIBUNA: Carta abierta a León XIV a propósito de la celebración del 60° aniversario de la declaración conciliar Nostra Aetate



Santidad,

Como la lectura de su mensaje en la audiencia general celebrada a propósito de la celebración del sexagésimo aniversario de la declaración conciliar Nostra Aetate me ha producido sinceramente honda inquietud, paso a exponer, al hilo de sus mismas palabras, que pongo en cursiva, los interrogantes y reflexiones que se me han ido suscitando.

En el centro de nuestra reflexión de hoy, en esta Audiencia General dedicada al diálogo interreligioso, deseo poner las palabras del Señor Jesús a la samaritana: “Dios es espíritu, y quienes lo adoran deben adorarlo en espíritu y en verdad” (Jn 4,24).

¿Se puede adorar realmente a Dios en religiones que no han sido fundadas por el que es su Verdad, ni son guiadas por su Espíritu?

Este encuentro revela la esencia del diálogo religioso auténtico: un intercambio que se establece cuando las personas se abren unas a otras con sinceridad, escucha atenta y enriquecimiento recíproco. Es un diálogo nacido de la sed: la sed de Dios en el corazón humano y la sed humana de Dios.

¿Acaso toda religión es capaz de colmar la sed de Dios, que anida en el corazón humano?

En el pozo de Sicar, Jesús supera las barreras de cultura, género y religión, invitando a la samaritana a una nueva comprensión del culto, que no se limita a un lugar particular, sino que se realiza en espíritu y en verdad.

¿Acaso Jesús vino, en vez de a fundar la única iglesia capaz de, administrando la gracia redentora, dar culto en espíritu y verdad, a declarar que todas las religiones sin barrera de ningún tipo son válidas para ello?; ciertamente Jesús superó las barreras de cultura y sexo, presentando una propuesta que acababa con los límites entre pueblos y con las preeminencias entre sexos; pero ¿cómo se puede decir que superó asimismo las barreras religiosas, si él no vino a establecer algo que rebasara el ámbito religioso, sino la verdadera religión que lo cumpliera plenamente?; tanto es así que su mensaje es estrictamente religioso, que el primer paso ineludible, para aceptarlo, no es otro que la conversión, que supone la transformación religiosa del hombre, estableciendo, por una parte, la prioridad de lo religioso sobre todo lo demás, y, por otra, la ruptura con cualquier otro lazo religioso, lo que hace incompatible la opción por Cristo con cualquier otra adhesión religiosa, que vendría a ser una idolatría y una apostasía.

Este momento recoge el mismo sentido del diálogo interreligioso: descubrir la presencia de Dios más allá de toda frontera y la invitación a buscarle con reverencia y humildad.

¿Acaso, más allá de toda frontera, cualquier religión puede ofrecer realmente la presencia de Dios?, ¿y se puede buscar a Dios, haciendo abstracción de una religión concreta?, lo que viene a significar la relativización de todas las religiones, incluida aquella de la que el mismo papa se presenta como cabeza, y cuyas abismales divergencias las convertiría a todas en impedimentos para una ensalzada unidad que no pasaría de indefinido sincretismo.

Este luminoso documento (Nostra aetate) nos enseña a encontrar a los seguidores de otras religiones no como extraños, sino como compañeros de camino en la verdad; a honrar las diferencias afirmando nuestra común humanidad; y a discernir, en toda búsqueda religiosa sincera, un reflejo del único Misterio divino que abarca toda la creación.

¿Acaso en todas las religiones se puede encontrar un camino hacia la verdad salvífica?; ¿acaso el hecho común de la naturaleza humana, que obviamente abarca a todos los hombres, está por encima de las diferencias religiosas, que, en el caso de la religión cristiana, tienen un evidente carácter sobrenatural?; entonces ¿lo sobrenatural es accesorio y aun negativo frente a la igualdad de naturaleza?, ¿y no supone eso relativizar y hasta banalizar la esencia sobrenatural del cristianismo?; además ¿acaso todas las religiones permiten igualmente una búsqueda sincera de la verdad religiosa, reflejando el único misterio divino?, ¿y cómo se dice que este misterio abarca toda la creación, como si estuviera contenido en la misma?; ¿no habrá, más bien, que decir que el misterio divino supera infinitamente, que eso es trascender, toda la creación, para que se pueda mantener diáfanamente la eminencia de Dios sobre todas sus obras?, ¿y resulta que ese misterio divino trascendente va a poder ser reflejado y expresado adecuadamente por todas las religiones, cuando sólo una: la católica, posee el conjunto de toda la revelación sobrenatural: Escrituras y Tradición eclesial?, ¿o resulta que ahora la revelación sobrenatural es secundaria frente a la unidad de la naturaleza humana?, que ciertamente podrá ser portadora de la revelación natural, pero sin que se deba desconocer que tal naturaleza quedó profundamente dañada por el pecado original, lo que, como hasta aquí enseñaba el magisterio, hace imposible al hombre, privado de la ayuda de la gracia, discernir sin error, y alcanzar el camino hacia la salvación; además ¿cómo esa gracia puede actuar desde las distintas religiones, si sólo la iglesia católica puede ser su auténtico canal?, tal como se afirma en la tesis de que fuera de la iglesia católica, denominada así “sacramento universal de salvación”, en cuanto unida a Cristo como su cabeza y sacramento fontal, no hay salvación, ya que, si la iglesia no pidiera e intercediera por todos los hombres, ninguno se salvaría.

Incluso se podría profundizar todavía más, pues ¿cómo es posible tratar de cubrir con la deshilachada tela de la naturaleza humana dañada las radicales e incompatibles diferencias entre tantísimas religiones, cuyo mínimo común denominador queda reducido al carácter misterioso que todas se atribuyen, pero que llegan a entender de modo tan antagónico como inconmensurable entre sí? Hablar entonces de lazos comunes en medio de la absoluta disparidad entre las religiones existentes viene a ser una mentira tan sarcástica como la vulgar comparación entre un huevo y una castaña, cuando estos seres biológicos comparten, al menos, una forma más o menos esférica.

Ciertamente, pues nadie elige dónde nacer, se puede ser inculpablemente ignorante de la verdad salvífica de la iglesia católica; pero, en primer lugar, el juicio de tal situación corresponde a Dios, quien, queriendo, como dice el apóstol, que todos los hombres se salven, se encargará de que el sol salvífico de Cristo no deje sin iluminar de algún modo a ningún hombre que haya venido a este mundo; en segundo lugar, está también la norma moral que obliga a toda conciencia a formarse objetivamente según los medios con que cuente, y, en tercer lugar, tenemos la grave obligación que pesa sobre todos los seguidores de Jesús, de ser luz en medio del mundo, para extender el anuncio del evangelio, ya que la consecuencia inmediata de la consideración buenista de todas las religiones es la inutilidad total de algo tan intrínseco a la esencia de la iglesia, como es la misión evangelizadora; en efecto, si, como vino a afirmar Francisco en Indonesia, todas las religiones no son más que los distintos idiomas para comunicarnos con Dios, y los diversos caminos que a éste nos conducen, ¿qué sentido tiene molestarse en molestar a los demás con las puñeteras exigencias evangélicas, si ya se dice que el cuerpo es un animal de costumbres, y así sería mejor dejar a cada cual, que a todo se acostumbra uno, tranquilo y a su aire, viviendo, como pez en el agua, en la religión que ha mamado?

No olvidemos que el primer impulso de Nostra Aetate fue hacia el mundo judío, con el cual san Juan XXIII quiso restablecer el vínculo originario. Por primera vez en la historia de la Iglesia se elaboró un texto que reconocía las raíces judías del cristianismo y repudiaba toda forma de antisemitismo.

Aun repudiando sinceramente toda forma de antisemitismo, ¿puede ignorarse la falsedad de la identificación del judaísmo actual, de raíces talmúdicas, sumamente ofensivas hacia el cristianismo, con el judaísmo veterotestamentario?, a lo que se añade que, como afirma rotundamente el apóstol, el verdadero Israel está formado por cuantos creen en Jesús, reconociéndolo como a mesías y único redentor.

El espíritu de Nostra Aetate sigue iluminando el camino de la Iglesia. Reconoce que todas las religiones pueden reflejar “un rayo de aquella verdad que ilumina a todos los hombres” y que buscan respuesta a los grandes misterios de la existencia humana.

Como ya enseñaron los padres de la iglesia, las semillas del Verbo pueden hallarse por doquier; pero ¿puede eso significar, de hecho, la normalización de todas las religiones?, lo que supondría negar el principio básico de que la iglesia católica es la única no ya sólo que posee la plenitud salvífica, sino también que ha sido querida realmente por Dios, como destinataria de su revelación y como canal exclusivo de toda la gracia ganada por Cristo, de modo que todo lo que de verdadero posean parcialmente las demás religiones, es lo que comparten y hasta han tomado de la iglesia católica.

El diálogo debe ser no solo intelectual, sino profundamente espiritual. La declaración invita a todos —obispos, clero, consagrados y laicos— a comprometerse sinceramente en el diálogo y la colaboración, reconociendo y promoviendo todo lo que es bueno, verdadero y santo en las tradiciones de los demás.

¿Puede establecerse un diálogo realmente sincero y productivo que, a la vez que reconoce lo verdadero y lo bueno, no señale también lo erróneo y lo desafortunado? Es evidente que, según el principio de no contradicción, los opuestos no pueden ser, a la vez, verdaderos, ¿y entonces se podrá pasar por alto el fundamento mismo de toda lógica y así de toda racionalidad, para lograr imponer la verdad y bondad, amalgamadas, de la enorme diversidad religiosa?; ¿cómo no darse cuenta de que, eliminando la racionalidad, se dinamita precisamente el único puente que podría facilitar el diálogo interreligioso?, el cual necesariamente, para ser serio, debe internarse en las procelosas aguas del debate, ¿o ahora será que, enarbolando la bandera de la verdad, se llega al colmo de desestimar todo lo que huela a apologética?, ¿y qué verdad queda, en realidad, cuando se ha eliminado el sentido que le da la unidad, descoyuntada entre la caótica y amorfa variedad?, ya que efectivamente, cuando todo se considera verdad, nada termina siendo verdad, sino que todo acaba despedazado por el voraz relativismo, cuya primera víctima es la misma verdad. Lo peor para el caso es que sin verdad no hay ni Dios verdadero ni religión verdadera, y el tan cacareado diálogo interreligioso viene a derivar en un diálogo de besugos, que encierra en una jaula de grillos.

En un mundo marcado por la movilidad y la diversidad, Nostra Aetate nos recuerda que el diálogo verdadero hunde sus raíces en el amor, fundamento de la paz, la justicia y la reconciliación.

Como, fuera de la verdad, no hay amor verdadero, y éste no es otro que el sobrenatural que define a Dios mismo, tal como ha sido revelado por Cristo, ¿cabe un auténtico amor fuera de la fe en esa revelación?, ¿o equipararemos el amor cristiano, que brota de Dios mismo, con lo que cada cual pueda entender por amor, que es la palabra mas polisémica?

Debemos ser vigilantes frente al abuso del nombre de Dios, de la religión y del mismo diálogo, y ante los peligros del fundamentalismo y del extremismo.

Si en el paroxismo del relativismo ya no hay nada verdadero, ¿qué es todo uso del nombre de Dios sino un abuso lingüístico, carente de toda referencia no ya sólo real sino meramente portadora de sentido?, ¿y en qué deviene toda religión sino en un mero juego de palabras, cuya pretensión de realidad, más allá del imaginario cultural colectivo, también sería un completo abuso?; ¿qué moral, tan necesaria para la convivencia interpersonal y social, se podría entonces levantar sobre arenas tan movedizas?; en suma, disuelta toda posible racionalidad, ¿qué freno queda ya al extremismo fundamentalista y fanático, si la única que puede iluminar a la voluntad, para que, a su vez, embride la ciega impetuosidad de los sentimientos, es la razón?

Nuestras religiones enseñan que la paz comienza en el corazón del hombre. Por eso la religión puede desempeñar un papel fundamental: debemos devolver la esperanza a nuestras vidas, familias, comunidades y naciones. Esa esperanza se apoya en nuestras convicciones religiosas y en la certeza de que un mundo nuevo es posible.

¿De qué sirven enseñanzas que son radicalmente relativas?, ¿y qué sentido tiene apelar a las mismas en nombre de la paz y del corazón del hombre, si estas mismas nociones divergen profundamente en cada religión? ¿Cómo se habla de esperanza común entre las religiones, si toda esperanza se funda en la fe, y ésta es justamente la que distingue cada religión, de modo que tanta divergencia habrá entre las distintas esperanzas, cuanta sea la de la fe de la que dimane cada una?Más grave, empero, es que esa equiparación de esperanzas diluye no sólo la sobrenaturalidad de la cristiana, sino también la trascendencia de su objetivo, como se ve en el hecho de la reducción a la pura inmanencia de este mundo, como si la religión fuera una mera herramienta al servicio de esta vida terrenal, al estilo de la medicina o la política. Concebir la religión como un ideario político que podría llegar a convivir con otros dentro del marco de un cierto consenso fundamental, es olvidar precisamente el carácter de sustrato radical que posee toda religión, y que la convierte en una auténtica cosmovisión, incompatible, por definición, con cualquier otra, toda vez que la primera pretensión de cualquier religión es la del monopolio no ya de la fuerza ni de un territorio sino de algo tan elemental como la verdad y la bondad; ahora bien, una cosa es abogar por un diálogo civilizado entre las religiones, que siempre será mejor que la imposición por la fuerza bruta, y otra, reducirlo todo al diálogo por sí mismo, que así queda vaciado de todo contenido, y sólo consigue desactivar todas las religiones, despojadas de su doctrina, que es su razón de ser; sin embargo, el diálogo no puede ser un fin en sí mismo, sino que debe ser un instrumento para la verdad, igual que el camino no tiene más sentido que conducir a la meta, la cual desaparece, relativizada, cuando el anterior es absolutizado, como ocurre en la nueva iglesia sinodal, que lo convierte en un mero recorrido circular en que hasta queda eclipsado el maquiavelismo, pues no es ya que el fin justifique los medios, sino que éstos llegan a suplantar a aquél.

Por último, no puedo sino lamentar, desolado, que la iglesia se encuentre ahora mismo en la tormenta perfecta: atacada no sólo por los enemigos externos, sino también masacrada por los internos, y desde un doble fuego cruzado: el de los que la empujan, para prostituirla ante el mundo, y el de los que la acusan de haberse ya irreparablemente prostituido con el mundo; así, en suma, todos vienen en tropel, y generando una indescriptible confusión, a destruir y negar la esencia misma de la iglesia como cuerpo social visible que recorre toda la historia en evolución orgánica, sin cortar las raíces que lo unen al que es su cabeza, y sin obstruir la savia que recibe del que es su alma; por eso frente a todos aquellos es perentorio salvaguardar la identidad de la única iglesia católica reconocible históricamente, y el único modo reside en la llamada por Benedicto XVI “hermenéutica de la continuidad”, imposibilitada, empero, tanto por los que rechazan el concilio Vaticano II, como por los que, dando la razón a los anteriores, lo utilizan como coartada para la consumación de la ruptura doctrinal efectiva.

Por: Francisco José Vegara Cerezo - sacerdote de Orihuela-Alicante