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miércoles, 17 de febrero de 2021

Susanna Tamaro juzga los templos modernos (Roberto De Mattei)



Susanna Tamaro es una novelista italiana que ha escrito nóvelas de mucho éxito, algunas de las cuales han sido llevadas al cine. No es católica, y a veces ha asumido posturas que se apartan de la fe católica o la contradicen. Con todo, más de una vez ha conseguido zafarse del conformismo que nos invade revelando una honda sensibilidad a la dimensión trascendente de la vida. La pandemia que atravesamos le ha dado ocasión para escribir un artículo que publicó Il Corriere della Sera el pasado 7 de febrero, del cual me gustaría citar algunas cosas.

Escribe Susanna Tamaro: «El destino nos agobia y no alcanzamos a otear un destello de esperanza en el horizonte. En el fondo no nos diferenciamos mucho de Atlas, obligado a cargar el universo sobre sus hombros. Mientras él miraba al suelo, nosotros, en la misma postura, consultamos obsesivamente nuestros aparatos electrónicos en busca de algo que alivie el peso invisible que nos dobla la espalda. ¿Cuál es el peso que oprime con una fuerza cada vez más sutil nuestra vida de sapiens modernos? La falta de una dimensión trascendente. Somos hijos de la casualidad y esclavos del tiempo, y esta condición nos obliga a cargar con todo el peso del mundo sobre nuestras espaldas».

Añade la escritora: «He viajado mucho por Italia en estos últimos años, y en numerosas ocasiones, al toparme con la infinidad de horrendas iglesias modernas construidas en la posguerra, me he preguntado: ¿podría alguien convertirse aquí dentro, o al menos, llegar a pensar que tras el mundo material existe otro que se concreta y manifiesta en el misterio de la belleza? ¿Quien decidió, proyectó y costeó la construcción de estas abominaciones arquitectónicas se preguntó alguna vez si le hubiera gustado casarse, o asistir a un bautizo o a un funeral en un lugar semejante? Ahora bien, el horror que siento no es de índole intelectual; es un horror que hiere directamente el corazón porque la fealdad, la disonancia y lo desagradable son la negación misma de la trascendencia».

Y prosigue: «Hará unos diez años, atormentada por este sentimiento de rabia, pregunté a un importante cardenal que estaba presente a qué obedecería la abominable deriva que, en un país como el nuestro, duele más todavía por la enorme cantidad de parroquias, capillas y catedrales maravillosas edificadas a lo largo de los siglos. Me explicó que se trataba de una tendencia surgida en los años sesenta con la prosperidad económica que llevó a la construcción de nuevas barriadas. Se pensaba que como el hombre moderno pasaba mucho tiempo en fábricas, garajes y otros edificios feos levantados a toda prisa, hacían falta templos que por el estilo del mundo que lo rodeaba para que se sintiera en su casa, sin tener en cuenta que unos lugares así no podían tener otro fruto que un alejamiento progresivo de las realidades que se ofrecían como complementarias a la horizontalidad del mundo».

De todos modos, hay que reconocer que la tendencia de la que habla este desconocido cardenal es consecuencia de la llamada apertura al mundo, del aggiornamento que trajo a la Iglesia el Concilio Vaticano II. Si no se dice esto, no se llega a la raíz del problema. Después, dice Tamaro que ha leído con alegría y consuelo Disegnare il sacro, ensayo publicado recientemente por Christiano Sacha Fornaciari, publicado por la editorial Lindau reivindicando el papel de la luz en el espacio litúrgico cristiano.

Hasta el siglo XX –recuerda el autor– toda época tuvo una arquitectura adecuada a su estilo musical y su teología: la arquitectura románica y el cántico gregoriano se reflejan mutuamente, y «mientras asciende el canto, ayudado por los arcos de medio punto y los grandes ábsides semicirculares, fuentes de luz natural iluminan el lugar donde se anuncia la Palabra de Dios (…) En la catedral gótica todo está ordenado a la total participación emotiva de los fieles».

»¿Y ahora? –se pregunta Susanna Tamaro– ¿A qué dimensión nos transporta la música de estos templos modernos? A la del desaliento: voces en su mayoría incultas, aunque no les falte fervor, que cantan como si estuvieran de acampada; alegres conjuntos juveniles con guitarra y batería que se apagan de repente sin dejar huella en el ánimo de quienes han asistido a la función, salvo tal vez una especie de alegría epidérmica. La dimensión de la fraternidad es sin duda importante, pero cuando la dimensión trascendente se vincula exclusivamente a esto, a la primera crisis, al primer choque con las asperezas de la vida, la fe que se creía poseer se derrite como la nieve al sol».

»La soledad en que vivimos –prosigue– es la soledad del abandono de lo sagrado porque, paradójicamente, la fe en la Encarnación ya no está en condiciones de acompañarnos en una dimensión que nos abra a los interrogantes y nos motive a buscar respuestas a las inquietudes que ontológicamente nos son propias. Aturdidos por las imágenes, convulsionados en un mundo que desconoce las razones profundas de la existencia, y más en unos momentos tan graves como los que atravesamos, ¿cómo es posible reconquistar la estabilidad profunda que nos proporciona la contemplación del misterio?

»Los ecomonstruos cúbicos, las astronaves, las velas de cemento y los campanarios siderúrgicos que, como un cáncer maligno, invaden nuestro país humillando con su agresiva fealdad no sólo a los creyentes sino a todo el que pase nos hablan de la ceguera espiritual de los arquitectos y de la todavía mayor ceguedad de quienes les han encargado el diseño. La naturaleza, con sus formas armoniosas, suscita en nosotros un asombro que nos conduce a las puertas de lo sagrado. Pero la naturaleza jamás tiene en cuenta la rigidez geométrica que se nos ofrece en estas construcciones modernas. Si hay geometría, si hay matemática –y la hay, y mucha, en la naturaleza–, siempre se caracteriza por la armonía.»

Susanna Tamaro cita en su artículo un episodio de la vida de Santa Edith Stein, que siendo filósofa atea entro por casualidad en una capilla y quedó conmocionada ante la visión de una anciana que rezaba sola con la bolsa de la compra a su lado. «Entonces entrevió una frontera invisible: la del fanum, el lugar sagrado, un espacio suspendido en el tiempo donde era posible recogerse un día cualquiera de semana para entablar un diálogo íntimo con la eternidad. Fue el principio de su conversión».

La conversión de Santa Edith Stein recuerda a la del escritor francés Paul Claudel, estudiante incrédulo que vagando por las calles parisinas la Nochebuena de 1886 entró en la catedral de Notre-Dame mientras el coro entonaba el Magnificat. «En aquel momento –recuerda– tuvo lugar un suceso que se convirtió en el eje de mi vida. El corazón se me conmovió y creí. Creí con una fuerza de adhesión tan grande, con tal elevación de todo mi ser, que no quedaba lugar para la menor duda. Desde entonces, ningún razonamiento, ninguna circunstancia de mi agitada vida ha sido capaz de sacudir ni alterar mi fe.

Aquella noche, Paul Claudel comprendió en un abrir y cerrar de ojos y con palpable evidencia que la vida de cada uno de nosotros nos presenta ante los ojos una elección ineludible: el amor infinito de Dios o la condenación eterna. Y nos recuerda: «Me hablaba en concreto a mí, a Paul, y me prometía amor. Pero al mismo tiempo, si no lo seguía, no me planteaba otra opción que la condenación. No hacía falta que me explicara lo que era el Infierno; yo ya había cumplido condena allí. Aquellas pocas horas me bastaron para entender que el Infierno está donde no está Cristo. ¿Qué me importaba el mundo, si me encontraba ante este Ser prodigioso que se me acababa de revelar?» Estas palabras ya nadie las dice: o Cristo o la condenación eterna. Esto también se aplica igualmente a la vida humana y a la sociedad. Y si la armonía de las catedrales antiguas prefigura la belleza del Paraíso, el horror de las modernas nos muestra una vislumbre de la gélida frialdad y la tristeza infinita del Infierno.

ROBERTO DE MATTEI

sábado, 23 de enero de 2021

Cardenal Müller: Nunca debe ser vedado el camino al Santísimo Sacramento

 GLORIA TV


Hoy, santa Inés estaría “disgustada por el espectáculo de la Pachamama”, predicó el cardenal Gerhard Müller en su iglesia titular de Santa Inés en Roma, al celebrar su memoria el 21 de enero.

Para Müller, este espectáculo fue organizado por cristianos [= Francisco] que han olvidado el primer mandamiento.

Al referirse al Covid-19, Müller dijo que la salud, la riqueza y la longevidad son bienes relativos. Resaltó que “no podemos poner todas nuestras esperanzas en una vacuna, como hacen los gentiles”.

El remedio para la muerte es Cristo, quien se ofrece a nosotros en los sacramentos, especialmente en la Eucaristía como comida para la vida esencial, dijo Müller: “Ahora es la hora para abrir ampliamente las puertas de las iglesias”. Y además: “No se debe vedar a nadie el camino hacia Cristo en el Santísimo Sacramento”.

lunes, 7 de diciembre de 2020

Viganò: La Iglesia de Bergoglio se arroga el impío derecho de cerrar los templos

 ADELANTE LA FE



VIRGO POTENS
Ante la inminente festividad de la Inmaculada 

El rico epulón de la parábola (Lc.16,19-31), tras ser condenado al Infierno por no haber socorrido al pobre Lázaro, pidió a Abrahán que advirtiese a sus cinco hermanos de los suplicios a los cuales estaba condenado, a fin de que ellos no cayeran en el mismo pecado. Y Abrahán les respondió: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se dejarán persuadir ni aun cuando alguno resucite de entre los muertos» (Lc.16,31). 

A lo largo de la historia Nuestra Señora ha intervenido como Madre amorosa para ponernos en guardia de los castigos que se ciernen sobre el mundo a causa de sus pecados, a fin de invitar a los hombres a la conversión y la penitencia y de colmar a sus hijos de innumerables gracias. Allí donde la Palabra de Dios es olvidada, aparece la voz de María Santísima, ya sea para anunciar una devoción particular, ya para pedir sacrificios y oraciones que pongan fin a las epidemias y otros azotes. En Quito, en La Salette, en Lourdes, en Fátima, en Roma, en Akita, en Civitavecchia y en muchos otros lugares la Mediadora de todas las gracias ha amonestado a la humanidad extraviada para apartarla de la rebelión a la Ley Divina y llamarla al verdadero arrepentimiento y el rezo del Santo Rosario. Pero a pesar de las diferencias en el tiempo y las circunstancias, Aquella que se digna mostrarse a unos pobres mortales como nosotros es siempre la misma; siempre misericordiosa, siempre Abogada nuestra. 

La Señora que se apareció a los pastorcitos en Fátima pidió al Papa que, en unión con todos los obispos, consagrara Rusia a su Corazón Inmaculado. Hasta el día de hoy, esta petición sigue sin ser atendida, no obstante de que se hayan materializado las desgracias que el mundo habría de padecer si no se hacía caso de lo que pedía la Santísima Virgen. El ateísmo radical del comunismo se ha propagado por todas partes, y la Iglesia es perseguida por crueles y despiadados enemigos a la par que se ha llenado de sacerdotes corruptos y viciosos. Con todo, a pesar de haberse reconocido el origen sobrenatural de las apariciones y de lo evidente de las calamidades que afligen a los hombres, la Jerarquía se niega a obedecer a la Virgen. «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se dejarán persuadir ni aun cuando alguno resucite de entre los muertos», dice Abrahán al rico de la parábola. ¿Cómo puede ser que ni siquiera hayan sabido escuchar la voz de la que es Madre de Dios y Madre nuestra? ¿Qué les oprime el corazón, qué les entenebrece la mente, que los vuelve sordos y ciegos mientras el mundo se sume en el abismo y se condenan tantas almas? 

En obediencia al señorío universal de Cristo Rey aceptamos también venerar a María Santísima como Reina nuestra. Y cuando invocamos al Padre nuestro con las palabras «hágase tu voluntad», sabemos que esa voluntad coincide perfectamente con la de nuestra Madre, modelo de obediencia y de humildad que mereció ser escogida desde el principio de los tiempos para engendrar en su seno virginal al Rey de reyes. Todos los deseos de la Madre de Dios son órdenes para nosotros; ni siquiera hace falta entenderlos como órdenes, porque nuestra respuesta y nuestro deseo es, y debe ser, complacerla y demostrarle fidelidad. Y esto vale de modo eminente para los sagrados ministros, que con el sacramento del Orden asumen la unción sacerdotal del Sumo Sacerdote Jesucristo: María Santísima ve a su Hijo en todo sacerdote que renueva místicamente sobre el altar el propio Sacrificio. 

Por eso, causa dolor, un dolor sordo y lacerante, la indiferencia de tantas almas consagradas y de tantos, de demasiados obispos, hacia la Santísima Virgen María. Duele y desgarra el corazón oír hablar al propio Bergoglio con tanta falta de respeto a Nuestra Señora, y tener noticia de que después de reducir drásticamente las celebraciones pontificias la Pascua pasada, haya pensado en aprovecharse del covid para cancelar algunas de las celebraciones de la Santa Navidad y suspender el tradicional homenaje a la Inmaculada, cuyo monumento se alza en la Plaza de España desde 1857. Con ello perdemos otro pedazo de Roma, otra libra de carne que el cínico mercader* pretende arrancar a la vida de los romanos en prueba de fidelidad a la dictadura sanitaria (*N. del T.: Alusión a la comedia de Shakespeare El mercader de Venecia, en la que el judío Shylock exige al mercader Antonio pagar una deuda con una libra de su propia carne, aunque en esta comedia de enredo al final es el usurero el que termina perjudicado y humillado). 

La Iglesia de los católicos, la Iglesia que aman cuantos se honran con el nombre de cristianos, es la que no retrocede ante la autoridades civiles volviéndose cómplice y cortesana, sino la que soporta la persecución valerosamente y con la mirada en lo sobrenatural, porque sabe que es preferible morir entre los más atroces tormentos que ofender a la Santísima Virgen y a su divino Hijo. Es la que no calla cuando el tirano de turno se alza contra la majestad de Dios, aflige a sus súbditos y traiciona la justicia y la autoridad que la legitima. Es la que no cede ante los sobornos ni se deja seducir por el poder o el dinero. Es la que sube al Calvario, como Cuerpo Místico de Cristo, para completar en sus propios miembros los padecimientos del Redentor y resucitar triunfalmente con Él. Es la que socorre a los débiles y oprimidos con misericordia y caridad mientras se yergue impávida y temible ante los arrogantes y los soberbios. Cuando hablaba el Pontífice de esa Iglesia, la grey de Cristo escuchaba la voz consoladora del Pastor manifestada en una larga serie de papas unánimes y concordes en la profesión de la única Fe. 

Y por el contrario, la iglesia de Bergoglio no vacila en cerrar los templos y arrogarse el impío derecho de negar a Dios el culto público y privar a los fieles de la gracia de los Sacramentos por miserable complicidad con las autoridades civiles. Humilla a la Santísima Trinidad rebajándola al nivel de los ídolos y los demonios con los ritos sacrílegos de una religión neopagana; arranca la corona y el cetro a Cristo Rey en nombre del mundialismo masónico; ofende a la Corredentora y Mediadora para no molestar a los herejes enemigos de ella; falta al deber de predicar el Evangelio en nombre del diálogo y de la tolerancia; silencia y adultera las Sagradas Escrituras y los Mandamientos de Dios para agradar al espíritu del mundo; trastoca las sublimes e intocables palabras de la oración que el Señor nos enseñó; profana la santidad del sacerdocio eliminando en los sacerdotes y religiosos el espíritu de penitencia y de mortificación y abandonándolos a las seducciones del demonio; reniega de dos mil años de historia despreciando las glorias de la Cristiandad y la sabia intervención de la Divina Providencia en los sucesos terrenales; sigue con entusiasmo modas e ideologías en vez de formar a las almas para que sigan a Cristo; se somete y esclaviza al Príncipe de este Mundo para obtener prestigio y poder; llega a predicar el blasfemo culto al hombre rechazando los derechos soberanos de Dios. Y cuando habla Bergoglio, casi siempre se escandalizan y desorientan los fieles, porque dice todo lo contrario de lo que esperan oír del Vicario de Cristo. Les pide obediencia a su propia autoridad mientras la aprovecha para destruir el Papado y la Iglesia contradiciendo sin excepción a todos sus predecesores. 

Contamos con la promesa de María Santísima: «Al final, mi Corazón Inmaculado triunfará». Inclinémonos ante este Corazón palpitante de purísima caridad para que la llama de ese santo amor se refleje en cada uno de nosotros; para que la llama que en él arde nos ilumine y haga capaces de entender las señales de los tiempos. Si nuestros pastores callan por miedo o complicidad, los innumerables laicos y almas buenas tienen la oportunidad de compensar la traición y expiar los pecados de ellos invocando la misericordia de Dios, que «acogió a Israel su siervo, recordando la misericordia » (Lc. 1,54). 

Hoy, los sumos sacerdotes de este sanedrín moderno ultrajan a Nuestro Señor y a su Santísima Madre como siervos complacientes de la élite mundialista que aspira a instaurar el reino de Satanás; mañana, retrocederán ante la victoria de la Virgo Potens, que restablecerá la Santa Iglesia y traerá paz y concordia a la sociedad mediante la oración y los sacrificios de muchos hijos suyos humildes y desconocidos. 

Sea ése nuestro voto con el que honremos a nuestra Señora y Reina en la inminente festividad de la Inmaculada Concepción. 

+Carlo Maria Viganò, arzobispo 
1 de diciembre de 2020 
Feria III infra hebdomadam I Adventus