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viernes, 7 de febrero de 2025

Francisco y su cruzada contra la tradición: entre la difamación y la censura



Si hay algo que obsesiona al Papa Francisco es el tradicionalismo. No el falso tradicionalismo de los nostálgicos que idealizan un pasado inexistente, sino el catolicismo real que sigue llenando iglesias, formando familias y aferrándose a la doctrina de siempre. Ese es su enemigo. Y lo combate con todas las armas a su disposición: desprecio, caricaturización, censura y, ahora, difamación psicológica.

En su última biografía, Francisco vuelve a demostrar que no solo rechaza la tradición, sino que la odia. No porque la entienda y discrepe con ella, sino porque no la comprende y la teme. Para él, la liturgia preconciliar no es una manifestación legítima de fe, sino una «ideología» peligrosa que debe ser restringida con mano firme. Celebrar la misa en latín, según su lógica, no es un derecho de los fieles, sino un capricho que necesita permiso expreso del Dicasterio. Porque, claro, la liturgia tradicional puede “volverse ideología”, pero la pastoralidad líquida que él impulsa —donde la doctrina se amolda a la emoción y la verdad se relativiza en nombre de la «misericordia»— no es ideología, sino «apertura».

Pero Francisco no se detiene ahí. Su ataque a la tradición no es solo teológico, sino personal. En su afán por desacreditar el mundo tradicionalista, llega a sugerir que la atracción por la liturgia preconciliar responde a desequilibrios psicológicos, desviaciones afectivas y problemas de conducta. Ni siquiera Lutero se atrevió a tanto. Según él, quienes prefieren la misa tridentina no buscan lo sagrado, sino una especie de clericalismo disfrazado, una ostentación vacía, un refugio sectario. La caricatura es tan burda que causa vergüenza ajena.

Es grotesco, pero predecible. Desde el inicio de su pontificado, Francisco ha impulsado la imagen del tradicionalista como un fariseo obsesionado con las normas, incapaz de amor y compasión. Ahora, da un paso más: si sigues la tradición, es posible que estés enfermo. Pero si bendices uniones homosexuales o destruyes la moral sexual católica, eso no es ideología ni problema de conducta, sino «acompañamiento pastoral».

Y por si el ataque no fuera suficiente, añade una falacia indignante: ¿cómo es posible que alguien se escandalice por la bendición a homosexuales o divorciados, pero no por la explotación laboral o la contaminación? Porque sí, el Papa ha decidido meter el ecologismo en la ecuación, como si los fieles que defienden la moral tradicional estuvieran automáticamente a favor de la explotación de los pobres y la destrucción del medio ambiente. Es la táctica de siempre: si no estás de acuerdo con su relativismo, es que eres un hipócrita insensible a las injusticias sociales. Como si fuera incompatible preocuparse por la moral sexual y al mismo tiempo denunciar el abuso laboral.

Lo más irónico de todo es que Francisco acusa a la tradición de ser un refugio para “desequilibrados”, mientras que su pontificado ha sido una autopista para clérigos corruptos, chantajeables y con verdaderos problemas de conducta. Es el Papa que protegió a Zanchetta hasta que el escándalo fue insostenible, el mismo que ha promovido en la Iglesia una cultura de purga ideológica mientras predica sobre la inclusión y el diálogo.

Pero lo que más le molesta, y lo que explica su odio visceral hacia la tradición, es que la liturgia preconciliar sigue atrayendo jóvenes. Y eso no lo puede tolerar. No puede aceptar que, en medio del colapso de la Iglesia progresista, haya una generación que busca algo más sólido que las homilías aguadas, las misas banales y la disolución doctrinal que él impulsa. No puede admitir que hay católicos que quieren ser católicos de verdad.

Francisco nos ha dejado claro que no quiere reconciliarse con la tradición. Quiere destruirla. Quiere desacreditarla. Quiere erradicarla. Pero la historia es testaruda: la Iglesia ha sobrevivido a Papas hostiles antes, y sobrevivirá a él.

Jaime Gurpequi

martes, 31 de enero de 2023

"Contraatacando a la revolución cultural global"



Duración 1 hora y 10 minutos


A lo largo de esta conferencia el filósofo y periodista Alvino Mario Fantini , analizó en profundidad qué está pasando en Europa, por qué estamos relegando las raíces humanistas de nuestra civilización, y cómo están intentando imponer cambios profundos en nuestra cultura y filosofía.

martes, 20 de diciembre de 2022

SOBRE LA ENTREVISTA AL PAPA FRANCISCO


ABC


- Entrevista al papa Francisco

https://www.abc.es/sociedad/papa-francisco-veces-posturas-inmaduras-aferran-hizo-20221218124801-nt.html


INFOVATICANA: 
LA CIGÜEÑA DE LA TORRE


- La entrevista del Papa a ABC (I)

- La entrevista del Papa a ABC (II)

https://infovaticana.com/blogs/cigona/la-entrevista-del-papa-a-abc-ii/


Los viles ataques de Satanás al catolicismo tradicional señalan lo que más odia



“Y Yo, te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del abismo no prevalecerán contra ella.” (Mateo 16:18)

Las palabras de Jesús reconfortan porque la Iglesia jamás será vencida, pero también advierten que las puertas del infierno intentarán derrotar a la Iglesia, y por momentos parecerán próximas a lograrlo. Cornelius A. Lapide abundó en las palabras de Nuestro Señor en su comentario sobre el evangelio de San Mateo:“Por tanto, con esta palabra Cristo anima primero a su Iglesia para que no se desanime al verse atacada por todo el poder de Satanás y de los hombres inicuos. En segundo lugar, Él, por así decirlo, toca una trompeta para ella, para que ella siempre mire con su armadura puesta contra tantos enemigos, que la atacan con tal odio.”

Cuando vemos a la Iglesia atacada por Satanás, no debemos desesperar, Nuestro Señor nos dijo que pasaría, por lo tanto, nuestra respuesta debería ser confiar en Dios y pelear como verdaderos cristianos.

Satanás siempre le hizo la guerra no solo a la Iglesia sino a toda la humanidad. Hoy percibimos que ataca con más intensidad que la que jamás hayamos visto, y sin necesidad de esconderse. Si bien todos podríamos identificar diversas maneras en las que estos ataques se han hecho más evidentes en los últimos años, los siguientes horrores muestran hasta qué punto Satanás ha aumentado su poder en la sociedad secular:
- La defensa del aborto, no solo como una última instancia a lamentar, sino como un derecho fundamental a valorar.

- El ataque a los niños, particularmente por medio de una pedofilia extendida.

- La promoción agresiva del transgénero y la identidad de género fluido como una verdad no negociable que todos debemos aceptar si deseamos participar en la sociedad.

- La insistencia en que debemos aceptar las mentiras más absurdas y malvadas de parte de nuestro gobierno, los medios de comunicación y los supuestos “educadores”.

- Una creciente tiranía médica que ensalza una “ciencia” auto contradictoria frente al sentido común y la realidad claramente observable.

- El aparente cumplimiento de la advertencia profética de Sor Lucía, que señalaba que “la batalla final entre el Señor y el reino de Satanás será acerca del matrimonio y la familia”.

- El aumento del “Satanismo” explícito, con clubes satánicos en escuelas e inclusos mensajes satánicos en los espectáculos para niños.

Entonces tenemos esto y otros signos evidentes de la creciente influencia de Satanás en la sociedad. Podemos no saber por qué Satanás tiene una influencia más tangible hoy en día, pero no podemos cuestionar que evidentemente es así.

Dado que Satanás está ejerciendo una mayor influencia en la sociedad secular, esperaríamos encontrarlo en condiciones de intensificar su guerra contra la Iglesia. Y sin duda tenemos muchos indicios de su creciente ataque a la Iglesia Católica, incluyendo entre otros:
- La adoración de Francisco a la Pachamama.

- El apoyo del Vaticano a diversas iniciativas anticatólicas del Gran Reseteo, incluyendo la “vacuna”.

- El Sínodo de la Sinodalidad, abiertamente herético e inmoral.

- Los mayores ataques directos y viles de Francisco al catolicismo tradicional, mientras acoge a diversas religiones no católicas.
A la luz de estas realidades irreverentes y otras, podemos ver que las puertas del infierno parecen estar próximas a prevalecer contra la Iglesia. Tal como dijo el cardenal Gerhard Müller sobre el Sínodo de la Sinodalidad en su revolucionaria entrevista con Raymond Arroyo, “si triunfan, será el fin de la Iglesia Católica.”

Sin embargo, debemos reconocer que, a diferencia de los escándalos en las religiones no católicas, todas estas realidades blasfemas son ajenas a la naturaleza de la Iglesia. Satanás y sus seguidores han usado las manifestaciones del espíritu del Vaticano II para atacar a la Iglesia Católica de la misma manera en que un combatiente podría intentar envenenar a su enemigo. No podemos culpar a la Iglesia por estos males, así como no podríamos acusar a la víctima envenenada por el veneno que su enemigo le ha introducido en su cuerpo.

No obstante, para algunos pensadores poco críticos, estos crecientes escándalos provenientes de Roma sugieren que la Iglesia Católica no puede ser la verdadera Iglesia establecida por Nuestro Señor. Pero tal conclusión ignoraría totalmente, o malinterpretaría, las palabras de Nuestro Señor sobre las puertas del infierno — lejos de indicar que la Iglesia no es de Dios, los violentos ataques de las puertas del infierno echan luz sobre la institución que Satanás más odia. De hecho, si leemos las palabras de San Jerónimo, deberíamos concluir que la falta de persecución por parte de Satanás, especialmente hoy en día, sería una prueba concluyente de que la Iglesia no es de Dios: “Sabemos que la Iglesia será castigada por la persecución hasta el fin del mundo, pero no puede ser destruida; será probada, pero no vencida, porque esa es la promesa de un Dios omnipotente cuya palabra es como una ley de la naturaleza.”

Por eso tenemos esta realidad paradójica: como las puertas del infierno están atacando violentamente a la Iglesia, podemos estar seguros que hoy la Iglesia es el único lugar para nosotros. Si no fuera por la promesa de Jesús de que las puertas del infierno no prevalecerían contra la Iglesia, podríamos pensar que es mejor abandonar la Iglesia. Pero la promesa de Nuestro Señor solo se aplica a la Iglesia Católica, que es la única Iglesia que Él estableció — la Iglesia es el único “puerto seguro.” Tal como enfatizó Michael Matt en su reciente video de The Remnant, si abandonamos la fe católica perderíamos esta protección prometida por Nuestro Señor.

Todo esto debiera tranquilizar a los católicos que deciden permanecer en la Iglesia, pero debemos considerar otros dos aspectos para determinar “dónde plantarse” mientras las puertas del infierno intentan prevalecer contra la Iglesia: si debemos ser católicos tradicionalistas; y si los ataques de Satanás a la Iglesia nos imponen ciertas obligaciones específicas.

Primero, debemos reconocer que Satanás no está “atacando” a la Iglesia Conciliar (que Francisco ha apodado convenientemente Iglesia Sinodal). Es más, Satanás utiliza a la Iglesia Conciliar y sus perversiones para hacerle la guerra a la Iglesia Católica. En esta batalla, solo la inmutable fe católica y los católicos tradicionalistas están siendo atacados por los infiltrados. Como tal, debería ser desconcertante para los católicos sinodales encontrar que, si bien Satanás tiene más poder que nunca sobre el mundo y odia a la Iglesia Católica más que a nada en el mundo, sus pastores aplauden la nueva primavera en la que todos los credos (excepto el catolicismo tradicional) son acogidos. Les guste o no, los católicos sinodales están con Francisco, Cupich y el padre James Martin, mientras estos falsos sacerdotes atacan a los católicos tradicionalistas por creer y practicar lo que todos los santos creyeron y practicaron; y por eso Satanás se asegura que las puertas del infierno estén siempre al servicio de la Iglesia Sinodal.

Más aún, Nuestro Señor nos dijo que juzguemos por los frutos, y podemos observar claramente que los frutos del catolicismo tradicional son sencillamente íntegros y genuinamente católicos, mientras que los frutos de la Iglesia Sinodal son asombrosamente pútridos y anticatólicos. Ningún observador sensato puede pensar que la Iglesia Sinodal es la beneficiaria de la promesa de Nuestro Señor, que las puertas del infierno no prevalecerán — es mucho más lógico ver a la Iglesia Sinodal como una parte vital de las puertas del infierno. Por lo tanto, debemos ser “católicos tradicionalistas” sin queremos seguir siendo católicos.

Esta realidad advierte a nuestro análisis la segunda consideración sobre qué actitud adoptar: si la situación nos impone ciertas obligaciones específicas. Claramente, debemos defender el catolicismo tradicional y oponernos a la Iglesia Sinodal y todas sus pompas. Si bien todos podemos desempeñar un papel consistente con nuestro deber de estado, ciertamente los obispos tienen las mayores responsabilidades.

¿Es conveniente que los buenos pastores encuentren escondites cómodos y seguros mientras los lobos devoran el rebaño? ¿No es, acaso, que los pastores tienen la obligación de hacer todo lo posible por ahuyentar a los lobos? Los pastores no se pueden excusar de sus deberes lamentándose porque los lobos son sus compañeros obispos, incluyendo uno vestido de blanco: Nuestro Señor dijo que nos cuidáramos de los lobos con piel de oveja. Si Él hubiera querido decirnos que soportáramos pacientemente a los lobos con piel de oveja, obviamente habría encontrado las palabras para expresar esa idea.

Sobre este punto, debemos considerar los graves daños causados por soportar pacientemente a los lobos a medida que devoran al rebaño. León XIII dejó en claro que nos volvemos cómplices de los enemigos si permanecemos callados: “Estos son nuestros enemigos, cuyo plan es (y ni siquiera lo ocultan, pero lo hablan en el exterior) aniquilar en lo posible, la verdadera religión, la verdadera religión católica. Para lograrlo, no retroceden ante nada; saben bien que la intimidación de las almas buenas simplificarán su objetivo . . . Desistir o guardar silencio frente a tales clamores contra la verdad es debilidad pura o vacilación en la fe. En ambos casos, serían una gran deshonra a Dios. La salvación del alma propia y la de los demás sería puesta en grave peligro, pues tal acción actuaría en favor de los enemigos de la fe, porque no hay nada que avive más la audacia de los malvados que la debilidad de los buenos. . . Permítanme añadir: los cristianos han nacido para luchar.” (del P. A Roussel, Liberalismo y Catolicismo, p. 131).

Por eso tenemos el deber de defender la verdad, lo que significa que debemos defenderla por completo, en la medida de nuestras posibilidades.

También parece apropiado que cada uno de nosotros coopere con la gracia de Dios en la medida de nuestras posibilidades. Si defendiéramos un fuerte atacado por un enemigo que busca torturar y matar las almas inocentes en el interior, indudablemente haríamos todo lo posible por vencer al enemigo. Sabemos que en esta batalla espiritual somos fuertes en proporción a nuestra determinación por hacer la voluntad de Dios como santos. Tal como leemos de San Pablo al comenzar el Adviento, debemos ponernos las armas de la luz:

La noche está avanzada, y el día está cerca; desechemos por tanto las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de luz. Andemos como de día, honestamente, no en banquetes y borracheras, no en lechos y lascivias, no en contiendas y rivalidades; antes bien, vestíos del Señor Jesucristo.” (Romanos 13: 12-14)

Si deseamos defender valientemente frente las puertas del infierno, debemos actuar como si realmente creyéramos lo que Jesús y sus santos enseñaron. Esto significa que debemos esforzarnos por llevar una vida santa.

¿Dónde nos paramos cuando las puertas del infierno parecen próximas a prevalecer contra la Iglesia? Si nos definimos como católicos tradicionales decididos a hacer todo lo posible por defender el Cuerpo Místico de Cristo, Satanás nos odiará. Pero si nos definimos así, podemos tener la confianza absoluta de que Dios jamás nos abandonará y que estaremos entre aquellos que Él utiliza para defender a Su Iglesia de los violentos ataques por parte de las puertas del infierno. 

¡Que la Santísima Virgen María nos ayude siempre a luchar como verdaderos cristianos! ¡Inmaculado corazón de María, ruega por nosotros!

Robert Morrison

Traducido por Marilina Manteiga. Artículo original:

viernes, 9 de diciembre de 2022

El callejón sin salida del conservadurismo



1. ¿Es idéntico pensar y actuar como conservador y pensar y actuar como católico? ¿Son iguales los enfoques conservador y tradicional? ¿Qué distingue al conservador de los amantes de los principios perennes? ¿Es la conservación, como tal, un criterio en sí mismo, o se juzga la conservación por su objeto? Estas son sólo algunas de las preguntas que surgen cuando se trata de salirse del entramado de un lenguaje aproximado y evitar malentendidos y errores fatales tanto para el conocimiento como para la acción.

Este es un problema que se ha presentado muchas veces, a partir de los cambios de época que han visto las grandes transformaciones impuestas por las revoluciones modernas, y particularmente frente a los resultados de la Revolución Francesa. La pregunta surgió instantáneamente, no en sus términos formales, sino en su esencia, después de la derrota de Napoleón en Waterloo y la Restauración posterior. La pregunta que surge (y que con frecuencia se vuelve a plantear) podría formularse en estos términos: cuando la revolución se encuentra en dificultades o detenida, ¿qué camino tomar para superarla no sólo en sus efectos, sino también en sus causas? En consecuencia, ¿qué pensar y cómo hacer para sanar lo que ha sido alterado por la fuerza?

El Congreso de Viena eligió el camino de la conservación más que el de la tradición. La Restauración, en efecto, mantuvo gran parte del orden napoleónico, mantuvo a las clases dominantes civiles y militares instaladas por los regímenes pro-franceses en las filas ya ocupadas, hizo suyos muchos cambios territoriales impuestos por el expansionismo revolucionario. Así se comportaban generalmente los reyes, una vez que regresaban a sus respectivos tronos. La “política de la amalgama”, emprendida por el ministro Medici, y refrendada por Fernando I, en el Reino de las dos Sicilias, constituye, a su manera, un caso ejemplar. El deseo de conservar lo ya existente hizo que el retorno al orden anterior fuera, en gran medida, sólo aparente, y sentó las bases para posteriores reveses.

Este diseño fue (diversamente) criticado por autores como el Príncipe de Canosa, Antonio Capece Minutolo, el Conde Monaldo Leopardi, el Conde Clemente Solaro della Margarita. Probaron de nuevo el modelo, mostraron sus errores, señalaron la raíz de sus fracasos. Manteniendo el pasado cercano (absolutista o napoleónico), no se volvió a la tradición, sino que se consolidó la revolución -en sus resultados y en sus hombres- y se sentaron las premisas para la reanudación del fermento revolucionario y para el debilitamiento de la fuerza política. estructuras, que afirmó querer proteger.

2. Si nos detenemos a considerar la tipología de la actitud conservadora, nos damos cuenta, ya a primera vista, de que tiende a considerar un hecho como un valor. Inclinarse, es decir, a preferir lo existente como existente (apreciado y defendido) y por tanto un cierto poder, como efectivo. Entre los que se jactan de la legalidad (entendida positivamente) y los que plantean el problema de la legitimidad, la mensconservador expresa una armonía con el primero, en lugar de tomar en consideración el dilema planteado por el segundo. Del mismo modo, entre el orden existente y la necesidad de justicia, el conservadurismo (generalmente) se adapta al primero, en lugar de tomar partido por el segundo. Como podría representar el diálogo de Sófocles entre Creonte y Antígona: después de todo, el tirano, llamando a la observancia de sus preceptos ("edictos humanos") invoca la conservación de una estructura normativa, mientras que Antígona la impugna apelando a una normatividad superior (las "leyes divinas"), es decir, a principios que trascienden y juzgan todo poder.

La fenomenología del conservadurismo se manifiesta en una serie de actos y tesis, que establecen unos rasgos recurrentes y unos desembarcos reveladores. Es típico del conservador adoptar como criterio el "rendir para no perder", excepto para comprobar más tarde, contra su voluntad, que el ceder mismo era el requisito previo para la derrota (a pesar de cualquier intención en contrario). Además, el conservadurismo (muchas veces) toma la forma de la opción por el “mal menor”, ​​por lo que a pesar de cualquier intención diferente, termina aceptando y consolidando el mal, en lugar de reemplazarlo por el bien (deseado). Por otra parte, el conservador parece estar hipotecado por el miedo a la inestabilidad, la anarquía o el caos, hasta el punto de considerar preferible un arreglo institucional considerado (en su conjunto) injusto a su eventual impugnación.

El trasfondo de estos marcos (teórico-prácticos) - implícita o explícitamente - es una especie de "debilidad espiritual", que pone entre paréntesis las grandes cuestiones de principio. Sobre esta premisa, se admite que "los enemigos de ayer son los aliados de hoy", y se teoriza que las instituciones nacidas de la Revolución (Francesa) y sus consecuencias, en el proceso del que forma parte, deben ser ellas mismas preservadas, ser plenamente vinculantes o son apreciables en sí mismos.

Esta actitud presupone (más o menos conscientemente) la convicción de la irreversibilidad de la historia, o más bien de su camino unívoco y horizontal. Por lo tanto, solo se podría registrar el movimiento "hacia adelante" o "hacia atrás" (no "arriba" o "abajo"). El tiempo mismo, en su sucesión, pasa a ser asumido como vehículo de aumento cualitativo. De modo que, después de una transformación revolucionaria, cualquier "retorno al orden" sería imposible (operacionalmente) o imposible (teóricamente). Habría, pues, que limitarse a evitar los excesos de la praxis revolucionaria, exigiendo como máximo el respeto a ciertos "valores" (como tales, inevitablemente abstractos).

3. Si se busca la esencia del conservadurismo, considerado en sí mismo, no es difícil ver en él una categoría de liberalismo. Como tal, constituye una ideología, y no se confunde con el espíritu natural de conservación de la propiedad (y de todo lo que de ella participa). Propiamente, es decir, es un punto de vista absolutizado, no la responsabilidad de la mayordomía o la tendencia racional a perseverar en lo que se conoce como válido.

En el marco del liberalismo, el conservadurismo pretende sustraer algo del campo de la opinión. Frente al convencionalismo liberal, el conservador tiene como objetivo "proteger" algunos bienes de la posibilidad de aniquilamiento (por vía normativa, administrativa o judicial). Pretende estabilizar las inevitables fluctuaciones del sistema, sustentando un ancla (en cierto sentido, inquebrantable). De este modo, sin embargo, cae en una aporía fatal: por un lado, acepta la primacía de la opinión, y por otro la excluye; o viceversa, bajo un aspecto defiende unos bienes como independientes de toda voluntad, y bajo otro acepta la institucionalización de la primacía de la libertad (como criterio de sí misma).

Tipificando la experiencia histórica, se puede observar que el conservadurismo constituye la sustancia de la Revolución en su fase napoleónica. En efecto, una vez en el poder, la Revolución apela a la preservación (de sí misma), a consolidar lo adquirido, a estabilizar las estructuras que ha producido y a evitar nuevos sobresaltos. En efecto, precisamente al intuir el peligro de sucumbir (ante la inevitable reacción), la revolución victoriosa se presenta como portadora del orden y de la paz, evidentemente del orden producido por la revolución. Ofrece a los antiguos adversarios la posibilidad de una convivencia no conflictiva, pero en sus propios términos y dentro del ámbito de sus propias normas.

En última instancia, el conservadurismo corresponde a la pretensión de cristalizar el proceso revolucionario en una determinada fase, ignorando o descuidando su dinámica intrínseca. Visto más de cerca, toma la forma de unirse al lado perdedor de la revolución misma, es decir, al anterior y "superado" por su posterior radicalización. En su mayor parte, adopta el liberalismo cristalizado en su versión menos consecuente con las premisas, abrumado (históricamente) por su desarrollo en democratismo y libertarismo. Con esto, el conservadurismo asume que puede encontrar una mediación entre la primacía del ser y la primacía del devenir. Pero esta mediación, aunque imposible desde el punto de vista teórico, parece tanto más ilusoria desde el punto de vista operativo. En esta imagen,

El conservador, por lo tanto, termina apuntando a perpetuar un orden particular, sin trascenderlo objetivamente. Lo defiende a fondo sin evaluarlo hasta el final. Su orientación epistémica, más que realista, es empirista.

En resumen, el conservadurismo se revela como el "camino muerto" en el que se agota la reacción a la subversión programática, o el "callejón sin salida" que (objetivamente) neutraliza la oposición a las transformaciones revolucionarias. Más que la premisa, constituye el "malentendido capital" con respecto a la contrarrevolución (tanto desde el punto de vista intelectual como operativo). A fortiori, el conservadurismo es (objetivamente y más allá de las intenciones) la "falsificación radical" de la tradición (entendida en su sentido axiológico).

4. Un análisis conciso revela que el enfoque conservador es inconfundible con el fundamento (del juicio y de la acción) en la tradición. Esto requiere una evaluación a partir de la cual distinguir lo accidental y lo esencial, lo transitorio y lo precioso, lo repetitivo y lo tradicional. Donde el segundo término es el criterio del primero, y no al revés. De modo que el primero debe ser objeto de un discernimiento selectivo, y viene a revelarse (por sí mismo) sólo el simulacro del segundo.


Pensar la tradición significa acomodarse a la primacía del ser, de la contemplación y de la finalidad, por tanto con la primacía de la inteligencia, la verdad y la bondad. Al mismo tiempo, presupone el escrutinio de la experiencia y la prioridad noética del "sentido común", es decir, de la aprehensión primaria de la realidad (en sus diversos aspectos) y de la naturaleza de las cosas.

La tradición auténtica (en cualquier ámbito, desde el político al jurídico, desde el artístico al literario) entrega lo que es válido, lo que perdura, lo que permanece, no lo que prevalece, lo que fue o lo que pasa. En la medida en que mantiene lo permanente en lo transitorio, lo más alto en lo más común.

Se entiende, por tanto, que la tradición no consiste en la imitación de lo ya acontecido, ni en la hipostasiación del pasado. Más bien, se sustancia en la capacidad de atesorar el legado de verdad y bienes, de adquisiciones y perfecciones. Por tanto, más que un ansiado residuo (según una precedencia horizontal) constituye una fundada prenda de esperanza (por su elevación vertical).

Giovanni Turco - Fuente

martes, 23 de agosto de 2022

Elogio del «indietrismo» (Monseñor Héctor Aguer)



Filosofía espiritual del “indietrismo”

Los términos “indietrismo” e “indietrista” ya ocupan un lugar en el lenguaje eclesiástico, en el más alto nivel. Obviamente, se los ha acuñado y se los emplea según una interpretación peyorativa, y aún despectiva. No habría vicio peor en la Iglesia que esa presunta rémora al cambio y al progreso. Yo, en cambio, los comprendo atribuyéndole un sentido elogioso. El italianismo puede expresarse en un castizo axioma italiano: Per andare avanti bisogna prima tornare indietro. ¿Cómo se explica esta paradoja? ¡Para avanzar es preciso retroceder! Refiriéndonos a la marcha de la Iglesia, se puede decir: al verdadero progreso (un progreso no progresista), el católico se dirige hundiendo sus raíces en la gran Tradición eclesial. Los “indietristas” van acompañados en la vituperación por los “restauracionistas”. El equívoco consiste en que no es menester restaurar la Tradición, que ella es siempre vital y actual; no es una pieza de museo. Restaurar significa reconocerla, otorgarle el valor que la caracteriza como totalidad, rechazando las pretensiones progresistas.

Tornare indietro no equivale a retroceder hacia el refugio de un pasado mítico, sino a encaminarse esperanzadamente a un futuro que no es una gnosis progresista, sino que se enfila homogéneamente en la línea de la gran Tradición. Ésta, siempre actual, utiliza un lenguaje renovado (habla nove) pero no introduce la heterogeneidad de cosas nuevas (nova). La distinción procede del siglo V; su autor es San Vicente de Lerins, un monje galo-romano, obispo y Padre de la Iglesia. Su fórmula reza, en buen latín, que la enseñanza, la liturgia, las instituciones eclesiales, se desarrollan in eodem scilicet dogmate, eodem sensu, eademque sententia. Eodem es la mismidad. La heterogeneidad, la intromisión en la vida eclesial y en su marcha de la cultura secular, o los inventos que mentes eclesiásticas calenturientas pretendan transmitir al futuro constituyen el error, la herejía. En aquellos términos del Lerinense, o en otros sinónimos se ha expresado siempre la ortodoxia de la Gran Iglesia, la Katholiké, repudiando toda división (hairesis), toda herejía. Es oportuno, al modo de una rápida digresión, reconocer que se llama ortodoxia no sólo a la rectitud (ortós) doctrinal, sino también al verdadero culto, a la adoración, la Gloria de Dios. Dóxa, en el Nuevo Testamento es la Gloria, que cantaron los pastores y los ángeles en Belén ante el asombroso Misterio de la Encarnación.

En los años ’50 del siglo pasado, más o menos, el dominico Marín Sola proponía “la evolución homogénea del dogma católico”, y en 2007, Benedicto XVI, en su motu proprio Summorum Pontificum, ponía en legítima circulación la Misa de siempre, que nunca había sido abolida. Estos datos explican el auténtico sentido del “indietrismo”. Entre paréntesis, cabe pensar que el motu proprio Traditiones custodes se opone a la unánime Tradición de la Iglesia, y descarta las decisiones de los papas San Juan Pablo II, y Benedicto XVI. Muchísimos obispos no lo toman en cuenta, y a modo de un indulto permiten a sacerdotes y fieles celebrar con el Misal aprobado, en 1962, por Juan XXIII.

Desde hace una década, el clima se ha enrarecido en la Iglesia. Con el pretexto de afirmar el valor y vigencia del Concilio, que algunos inquietos impugnan, se difunde el contrabando, la mercadería falsa del posconcilio, que es la deformación del Vaticano II. No viene al caso –quiero decir que es ajeno a mi propósito en estas líneas- discutir si en efecto Concilio y posconcilio difieren, y en qué medida. Los historiadores, dentro de un siglo por lo menos –recién ha transcurrido poco más de medio siglo desde 1965, año en que se clausuró aquella gran asamblea-, estudiarán con la perspectiva y objetividad que el tiempo concede el Concilio de los papas Juan y Pablo; y establecerán si fue una jornada gloriosa de la Iglesia, o una auténtica calamidad, al igual que otras que se padecieron en el pasado. Aunque diversos grupos discuten ya sobre este problema, conviene recordar que Benedicto XVI ha señalado que el Concilio son los 16 documentos promulgados, votados por una mayoría que en algunos casos se acercaba a la unanimidad. Asimismo, habría que evocar los dichos del papa Montini: “Nosotros esperábamos una floreciente primavera, y sobrevino un crudo invierno”; “por alguna rendija el humo de Satanás se introdujo en la Casa de Dios”. La Iglesia es un Misterio; está integrada por santos y pecadores. Si subsiste siempre siendo ella misma, es por la presencia de Jesús –que Él nos ha asegurado- y la unión de los miembros santos con Él, los santos del Cielo y los que, en la secreta hondura de Ella, viven en la Tierra. Así ha afrontado los más tormentosos avatares.

Lo que vengo escribiendo parece un largo proemio; espero con él haber dado razón de la existencia del “indietrismo” y los “indietristas”, que lejos de desaparecer serán siempre más, porque la mayoría de ellos son jóvenes que atraerán a otros jóvenes. El “indietro” asegura el “avanti”. Es un juego desconcertante de la Providencia de Dios.

La fisonomía espiritual del “indietrista” tiene idealmente por base la fe en la unicidad e identidad de la Iglesia, y el amor a ella, a pesar de las apariencias contrarias que exhibe el progresismo. Como se ha dicho, Cristo y los santos del Cielo y de la Tierra, unidos a Él constituyen la Iglesia. Según el Misterio de la Encarnación y su lógica en la que cabe la infirmitas Christi, la Iglesia que como dijo Pascal es “Cristo extendido y perpetuado”, soporta inviernos y noches, la historia lo muestra. Esta realidad –las limitaciones- no pueden conmover la fe de un “indietrista”, ni recluirlo en la amargura de una crítica resentida, despiadada. Al contrario, la consideración de aquellas lo impulsan a amarla con dolor penitencial, y a orar por todos sus miembros. La súplica tendrá por objeto la deseada Luz de la Verdad, y la superación de las circunstancias negativas, con la conversión de los responsables de las aflicciones. De un modo particular, ha de rezar por los pastores del Pueblo de Dios, para que lo apacienten con caridad según la voluntad del Señor. La mirada de la Fe se posa en el Resucitado, y lo contempla en medio de los siete candelabros de oro, como Señor de la Iglesia (cf. Ap 1, 12ss.). La humildad y la caridad –suelo y cima- sostienen esa mirada propia de la Fe.

Dos dimensiones que expresan la rectitud de la Fe o bien su caída en el relativismo son la Liturgia y la cultura cristiana. El Culto Divino está desviado en el culto del hombre; la banalización y la degradación de la Liturgia son prácticamente universales. Me detengo en unos pocos ejemplos que muestran el extremo al que se puede llegar. Dos hechos se registraron en este rincón sureño que es la Argentina: un obispo celebrando misa en la playa, sin ornamentos, salvo la estola sobre su hábito playero y un mate en lugar del Cáliz; y un sacerdote celebrando disfrazado de payaso. Para muestra basta un botón, reza el refrán, aunque la pérdida de exactitud, solemnidad y belleza son generales. En Italia un caso recentísimo: un párroco ofició el Santo Sacrificio en el mar, en una colchoneta inflable, con jóvenes feligreses en traje de baño, que asistían desde la costa. Parece que su obispo se limitó a reprenderlo, pero la Fiscalía local abrió una investigación de oficio por el delito de “ofensa a la Religión”, penada por la legislación italiana. Se dirá que son casos insólitos, pero ¿hubieran ocurrido 50 o 60 años atrás? Además, se destacan en medio de una banalización general: la Liturgia exige que quien asiste se sienta bien, y pase un buen rato.

La Fe es el fundamento de una cultura cristiana, una visión del mundo y del hombre –Weltanschauung, dicen los alemanes- En el proceso de evangelización se recrea de continuo lo que lleva el sello del cristianismo, y que implica un juicio sobre los valores y antivalores vigentes en la sociedad que recibe el Evangelio, para resolver acerca de su compatibilidad y para purificarla de los errores y defectos que contenga. Actualmente la autoridad de la Iglesia se acusa de imponer una cultura ajena al pueblo evangelizado, y pide perdón por ello. Este es el momento de observar que la Fe llega en el “envase” de una cultura: las verdades de la Fe están formuladas según la síntesis del pensamiento judío y la metafísica griega, desposorio que ya había comenzado en el período del Antiguo Testamento, como lo demuestra la traducción de los LXX, que vertió en la lengua griega la Torá, los Nebiyim, y los Ketuvim, de Israel. El Señor encomendó a los Apóstoles hacer discípulos (mathēteusate, Mt 28, 19) en todos los pueblos (panta ta ethnē, Mt 28, 19). La enseñanza y el Bautismo van constituyendo una manera de pensar, sentir y obrar; no se trata de una ideología ni de una gnosis, como lo son los “nuevos paradigmas” preconizados por el progresismo. No toda cultura ancestral es compatible con la novedad de la Fe y la vida cristiana; la inculturación del cristianismo transmite una Tradición que purifica los valores vigentes y asume lo mejor de ellos sin que aquella tradición sea menoscabada o alterada.

Me detengo ahora en dos cuestiones finales que preocupan a los “indietristas” y los afligen a causa de las más recientes posiciones de Roma. La primera es el relativismo en la expresión de la doctrina y la casuística laxista que pretende revisar las posiciones tradicionales en materia de Teología Moral. El caso más notorio es el propósito de cambiar la prohibición de la anticoncepción artificial, decidida por Pablo VI en la encíclica Humanae vitae (1968). El nombramiento de Mons. Vincenzo Paglia al frente del organismo correspondiente (Pontificia Academia para la Vida) es una movida inicial en la dirección predicha. Ahora se agita la cuestión de la infalibilidad de la que no goza el texto del Papa Montini. Es verdad que el Pontífice no declaró hacer uso de esa prerrogativa, pero el contexto indica la voluntad de establecer una doctrina definitiva ante una opinión contraria a la Tradición que se había difundido bajo el viento del “espíritu del Concilio”. Es doloroso recordar que la posición errónea sostenida en la cultura contemporánea había penetrado en la Iglesia; varias Conferencias Episcopales se declararon contra la Humanae vitae. Ahora Roma pareciera querer sumarse al error contra el Orden Natural, hacia lo cual apunta el nombramiento del obispo Paglia. Lo que corresponde –lo digo modestamente, y con todo respeto- es que el Sumo Pontífice ratifique la enseñanza de su predecesor, pues se trata de una cuestión indiscutible.

El otro tema es la afirmación de la Verdad y la unicidad de la Religión Católica como la única verdadera Religión. Muchos comentarios al Concilio Vaticano II han apuntado a una interpretación relativista del diálogo interreligioso. Próximamente se realizará una reunión de líderes religiosos de todo el mundo; el Papa ha sido invitado, y participará de ella. ¿Qué mensaje puede transmitir esa reunión cumbre, sino que todas las religiones son igualmente válidas? En la senda del Vaticano II habría que aclarar que aunque las diversas religiones contengan algunos valores, la Católica es la única verdadera querida por Dios. Puede afirmarse esta doctrina tradicional sin ofender a nadie. También en este caso el “indietrismo” recupera una afirmación que era indiscutible 60 años atrás. Ese tornare indietro asegura el futuro del catolicismo, ¡siempre avanti!

+ Héctor Aguer

Arzobispo Emérito de La Plata

Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.

Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.

Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).

Buenos Aires, lunes 22 de agosto de 2022.

Memoria de la Santísima Virgen María Reina.-

miércoles, 10 de agosto de 2022

Una crítica doctrinal de Desiderio desideravi: La primacía de la adoración



Introducción del editor: Damos inicio a la publicación, en cinco artículos sucesivos, de un importante estudio de José Antonio Ureta sobre los fundamentos teológicos sobre los que se apoya la reciente exhortación apostólica Desiderio Desideravi. 

El autor argumenta que estos fundamentos difieren manifiestamente de los de la encíclica Mediator Dei de Pío XII en la medida en que ponen todos los acentos precisamente en las peligrosas inclinaciones del Movimiento Litúrgico tardío contra las cuales el último Papa preconciliar quiso advertir a los fieles.

La primacía de la adoración

José Antonio Ureta

Necesidad de un examen meticuloso

En los medios tradicionalistas, los comentarios a la exhortación apostólica Desiderio desideravi se han limitado hasta el presente a lamentar la reiteración de la tesis de que la misa de Pablo VI es la única forma de Rito Romano y a negar que el nuevo Ordinario de la Misa sea una traducción fiel de los deseos de reforma expresados por los Padres conciliares en la constitución Sacrosantum Concilium.

No me ha llegado a las manos (o, más bien, a la pantalla del computador) ninguna crítica teológica de los principios desarrollados por el papa Francisco en su meditación sobre la liturgia. Veo inclusive con preocupación que algunos artículos, al mismo tiempo que condenan los dos defectos de Desiderio desideravi arriba mencionados, dan a entender que si sus principios y algunos comentarios del Papa fuesen puestos en práctica en las parroquias, el resultado sería positivo.

«De hecho, buena parte de los consejos del papa Francisco para la liturgia se podría entender como una convocatoria general a la tradición en la liturgia», escribe un destacado líder tradicionalista, que tras citar algunos fragmentos de la exhortación sobre la riqueza del lenguaje simbólico, agrega: «Si los ceremonieros de las diócesis se tomasen a pecho estas afirmaciones, observaríamos por todo el mundo una transformación de la liturgia de vuelta a la tradición»[1]. 

Los sacerdotes birritualistas de la diócesis de Versalles que animan el portal Padreblog afirman, por su parte, que «bastantes elementos de la carta tienen en común que ni son propios ni figuran en el Misal de 1962 ni en el de 1970», para concluir que «lo mejor del Misal de San Pío V encontrará de modo natural su lugar en la profundización litúrgica que pide el Santo Padre»[2]. El capellán de la misa tradicional a la que asisto regularmente (perteneciente a una comunidad Ecclesia Dei) parece ser de la misma opinión, pues sugirió al fin de un sermón reciente superar el desagrado que produce el párrafo 31 de Desiderio desideravi y aprovechar las vacaciones del verano europeo para nutrirse espiritualmente con la lectura del documento papal.

Temiendo que esa actitud benevolente se difunda en los medios tradicionalistas, pretendo mostrar en los párrafos que siguen los desvíos doctrinales que, en mi modesta opinión, salpican las meditaciones del Papa Francisco sobre la liturgia, desvíos que resultan de la nueva orientación teológica asumida por la constitución Sacrosantum Concilium del Concilio Vaticano II. 

Lo haré comparando la visión de la liturgia que enseña el último documento preconciliar sobre el tema, o sea, la encíclica Mediator Dei de Pio XII con aquella que emerge de Desiderio desideravi. La conclusión será que esta última merece, por lo menos, la crítica que hacía el cardenal Giovanni Colombo a la Gaudium et Spes, a saber, que «todas las palabras son apropiadas; lo que falla son los acentos»[3]. Infelizmente, tras leer el texto reciente del Papa los lectores se quedan más con los acentos errados que con las palabras apropiadas…
La comparación entre la visión de Pio XII y la de Francisco versará sobre cuatro puntos específicos: la finalidad del culto litúrgico, el misterio pascual como centro de la celebración, el carácter memorial de la Santa Misa y, por último, la presidencia de la asamblea litúrgica.
Finalidad del culto litúrgico

Mediator Dei[4] deja sentado con una claridad meridiana que el culto católico tiene dos finalidades principales que se entrecruzan y se apoyan mutuamente: la gloria de Dios y la santificación de las almas. Pero, evidentemente, la primacía le corresponde al homenaje rendido al Creador.

Después de explicar que «el deber fundamental del hombre es, sin duda ninguna, el de orientar hacia Dios su persona y su propia vida» (n° 18), reconociendo su majestad suprema y dándole «mediante la virtud de la religión, el debido culto» (n° 19), Pío XII recuerda que la Iglesia lo hace continuando la función sacerdotal de Jesucristo (n° 5) y concluye con la siguiente definición: «La sagrada liturgia es, por consiguiente, el culto público que nuestro Redentor tributa al Padre como Cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su Fundador y, por medio de Él, al Eterno Padre: es, diciéndolo brevemente, el completo culto público del Cuerpo místico de Jesucristo, es decir, de la Cabeza y de sus miembros» (n° 29).

Inclusive el fin subsidiario (y, de hecho, primario desde otro punto de vista) de santificar las almas tiene como fin último la gloria de Dios: «Tal es la esencia y la razón de ser de la sagrada liturgia; ella se refiere al sacrificio, a los sacramentos y a las alabanzas de Dios, e igualmente a la unión de nuestras almas con Cristo y a su santificación por medio del divino Redentor, para que sea honrado Cristo, y en Él y por Él toda la Santísima Trinidad: Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo» (n° 215).

Por influencia de los teólogos del llamado Movimiento Litúrgico, cuyas ideas fueron recogidas en Sacrosanctum Concilium, esa relación entre glorificación de Dios y santificación de las almas en la liturgia quedó invertida. Lo explica de modo muy pedagógico el teólogo jesuita P. Juan Manuel Martín Moreno en sus Apuntes de Liturgia[5] para el curso que impartió en la Pontificia Universidad de Comillas (de la Compañía de Jesús) en los años 2003-2004:

«Siempre se ha reconocido una doble dimensión al acto litúrgico. Por una parte tiene como objetivo la glorificación de Dios (dimensión ascensional o anabática) y por otra la salvación y santificación de los hombres (dimensión descensional o catabática). (…)

»La teología litúrgica anterior al Vaticano II partía del concepto de culto concebido anabáticamente. La liturgia era primariamente la glorificación de Dios, el cumplimiento de la obligación que la Iglesia tiene como sociedad perfecta de rendir culto público a Dios, para atraerse de ese modo sus bendiciones.

»En cambio para el Vaticano II prima la dimensión descendente. La Trinidad divina se manifiesta en la Encarnación y en la Pascua de Cristo. El Padre entregando a su Hijo al mundo en la Encarnación, y su Espíritu en la plenitud de la Pascua, nos comunica su comunión trinitaria como un don. Este doble don de la Palabra y el Espíritu se nos da en el servicio litúrgico para nuestra liberación y santificación. (…)

»La concepción anabática de la liturgia se centraba en el servicio del hombre a Dios, mientras que la concepción catabática se fija en el servicio ofrecido por Dios al hombre. La crítica del culto, entendida como servicio del hombre a Dios, se basa en el hecho de que efectivamente Dios no necesita esos servicios del hombre. (…)

»Si la liturgia fuese básicamente culto, sería superflua. Pero si la liturgia es el modo como el hombre puede entrar en posesión de la salvación de Dios, el modo como la acción salvífica se hace realmente presente aquí y ahora para el hombre, es claro que el hombre sigue necesitando la liturgia»[6].

De hecho, la dimensión catabática tiene también la finalidad anabática de conducir los hombres a Dios y hacer que lo glorifiquen. Pero, en Desiderio desideravi[7], el papa Francisco enfatiza casi exclusivamente esta concepción primordialmente catabática de la liturgia y deja en la sombra la glorificación de Dios, que para Pío XII es su elemento primordial.

Su meditación comienza con las palabras iniciales del relato de la Última Cena – «ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros»– subrayando que ellas nos dan «la asombrosa posibilidad de vislumbrar la profundidad del amor de las Personas de la Santísima Trinidad hacia nosotros» (n° 2). «El mundo no lo sabe, pero todos están invitados al banquete de bodas del Cordero (Ap 19, 9)» (n° 5), agrega el pontífice. Sin embargo, «antes de nuestra respuesta a su invitación –mucho antes– está su deseo de nosotros: puede que ni siquiera seamos conscientes de ello, pero cada vez que vamos a Misa, el motivo principal es porque nos atrae el deseo que Él tiene de nosotros» (n° 6). La liturgia, entonces, es ante todo el lugar del encuentro con Cristo, porque ella «nos garantiza la posibilidad de tal encuentro» (n° 11).

El sentido catabático y descendiente de la liturgia –entrar en posesión de la salvación– está muy bien resaltado. Pero fue enteramente omitido el hecho, destacado por Pío XII en el texto ya citado, de que la primera función sacerdotal de Cristo es rendir culto al Padre Eterno en unión con su Cuerpo Místico.

Esa unilateralidad se refuerza en otro párrafo que trata específicamente del aspecto anabático ascendiente, o sea, de la glorificación de la divinidad por los fieles reunidos. Dicho texto insinúa que la gloria de Dios es secundaria, en cuanto no agrega nada a la que Él ya posee en el Cielo, mientras lo que realmente vale es su presencia en la tierra y la transformación espiritual que ella produce: «La Liturgia da gloria a Dios no porque podamos añadir algo a la belleza de la luz inaccesible en la que Él habita (cfr. 1 Tim 6,16) o a la perfección del canto angélico, que resuena eternamente en las moradas celestiales. La Liturgia da gloria a Dios porque nos permite, aquí en la tierra, ver a Dios en la celebración de los misterios y, al verlo, revivir por su Pascua: nosotros, que estábamos muertos por los pecados, hemos revivido por la gracia con Cristo (cfr. Ef 2,5), somos la gloria de Dios» (n° 43).

Las palabras son apropiadas, porque es verdad que el hombre agrega a Dios una gloria apenas “accidental”, pero fue Dios mismo el que quiso recibirla de él al crearlo. Pero los acentos, por su unilateralidad, conducen los fieles a una posición errónea, que fácilmente degenera en el culto del becerro de oro, o sea, «en una fiesta que la comunidad se ofrece a sí misma, y en la que se confirma a sí misma», actitud denunciada en su tiempo por el entonces cardenal Joseph Ratzinger [8].

NOTAS:




[4] Las citas de la encíclica y su numeración corresponden a la versión publicada en el sitio internet de la Santa Sede: https://www.vatican.va/content/pius-xii/es/encyclicals/documents/hf_p-xii_enc_20111947_mediator-dei.html.


[6] Op. cit., p. 47-48.

[7] Las citas de la exhortación apostólica y la numeración corresponden a la versión publicada en el sitio internet de la Santa Sede:


[8] Joseph Ratzinger, El Espíritu de la liturgia: una introducción, Eds. Cristiandad, Madrid, 2001, p. 43.

martes, 9 de agosto de 2022

El ‘indietrismo’ es cuestión de fechas (Carlos Esteban)



Acusado por el zar de Rusia de ser un traidor, Charles Maurice de Tayllerand, que había servido bajo todos los regímenes que se sucedieron en la Francia revolucionaria y en la restauración posterior, respondió: “La traición es una cuestión de fechas”. Y es que la historia solo reconoce como traidor al que se equivoca de bando.

Y se me ocurre que el “indietrismo”, la involución, que últimamente tanto denuncia el Santo Padre, tiene la misma característica: es cuestión de fechas. Es decir, todo el mundo es ‘indietrista’ porque todo el mundo tiene una fecha pasada que considera el inicio correcto.

El Papa es indietrista del Vaticano II tanto como los odiados y rígidos tradicionalistas lo son de un tiempo anterior a lo que, numéricamente, al menos, fue una catástrofe sin precedentes para la práctica católica.

La diferencia más notable, aunque solo sea desde el punto de vista secular, histórico, es que a los tradicionalistas no se les puede ya motejar de nostálgicos, porque nadie puede sentir nostalgia de lo no vivido. No quieren volver a un rito y a una práctica de culto que les recuerde a su juventud, porque ha pasado ya más de medio siglo, y los jóvenes abundan entre los seguidores del rito tridentino. Más bien, aspiran a reconectar con la Iglesia de siempre, con una forma de adoración ininterrumpida, reflejo de una doctrina perenne.

El indietrismo vaticano, en cambio, quiere volver a los tiempos del ‘Espíritu del Concilio’, que sí vivieron, que sí fue para muchos añosos clérigos el espíritu de su juventud. El resultado tiene algo de patético, como volver a los pantalones de campana, si se me perdona la frivolidad de la analogía. Y es que el Concilio, por voluntad expresa, pretendía un ‘aggiornamento’, una puesta al día, una adaptación al mundo de los años sesenta y setenta.

Y lo que hace parecer especialmente envejecida esta estrategia es un doble problema. El primero es que los retos que planteaba ese tiempo no son los que vivimos ahora; sus circunstancias son muy otras, y se nota.

El segundo es aún más llamativo: ante la crisis de la Iglesia en esa época convulsa, para detener una sangría ya en marcha, se ensayaron soluciones que habría de darle la vuelta y propiciar una ‘primavera de la Iglesia’. Y en ese momento aún podía sostenerse que las innovaciones serían eficaces. Hoy, no. Este medio siglo es testimonio demasiado expresivo del fracaso, y volver a él, dar dos tazas de arroz a quien no quiere una, resulta desconcertante, cuando menos.

Carlos Esteban

lunes, 1 de agosto de 2022

Benedicto XVI: «La Tradición es la continuidad orgánica de la Iglesia»



Acudir a los textos, homilías, predicaciones y mensajes de Benedicto XVI, es siempre una garantía en estos momentos de confusión.

Durante su pontificado el ahora Papa emérito y teólogo alemán, Joseph Ratzinger, se caracterizó por su profundidad teológica en sus escritos, que compensa leer y releer una y mil veces.

Esta semana, el Papa Francisco volvió a sorprender con una de esas frases que no dejan a nadie indiferente
«Nos toca hacernos cargo de esta tradición que recibimos, porque la tradición es la fe viva de nuestros muertos. Por favor, no la convirtamos en tradicionalismo, que es la fe muerta de los vivientes, como dijo un pensador», dijo Francisco.
Ese pensador que citó el Santo Padre es el estadounidense, Jaroslav Pelikan, quien se pasó del luteranismo a la Iglesia ortodoxa.

En abril del año 2006, en una de las audiencias generales, Benedicto VXI habló sobre «la Tradición, comunión en el tiempo». Les ofrecemos la catequesis que pronunció Benedicto XVI sobre la Tradición:

Queridos hermanos y hermanas:

¡Gracias por vuestro afecto!

En la nueva serie de catequesis, que comenzamos hace poco tiempo, tratamos de entender el designio originario de la Iglesia como la ha querido el Señor, para comprender así mejor también nuestra situación, nuestra vida cristiana, en la gran comunión de la Iglesia. Hasta ahora hemos comprendido que la comunión eclesial es suscitada y sostenida por el Espíritu Santo, conservada y promovida por el ministerio apostólico. Y esta comunión, que llamamos Iglesia, no sólo se extiende a todos los creyentes de un momento histórico determinado, sino que abarca también todos los tiempos y a todas las generaciones.

Por consiguiente, tenemos una doble universalidad: la universalidad sincrónica —estamos unidos con los creyentes en todas las partes del mundo— y también una universalidad diacrónica, es decir: todos los tiempos nos pertenecen; también los creyentes del pasado y los creyentes del futuro forman con nosotros una única gran comunión. El Espíritu Santo es el garante de la presencia activa del misterio en la historia, el que asegura su realización a lo largo de los siglos. Gracias al Paráclito, la experiencia del Resucitado que hizo la comunidad apostólica en los orígenes de la Iglesia, las generaciones sucesivas podrán vivirla siempre en cuanto transmitida y actualizada en la fe, en el culto y en la comunión del pueblo de Dios, peregrino en el tiempo.

Así nosotros, ahora, en el tiempo pascual, vivimos el encuentro con el Resucitado no sólo como algo del pasado, sino en la comunión presente de la fe, de la liturgia, de la vida de la Iglesia. 
La Tradición apostólica de la Iglesia consiste en esta transmisión de los bienes de la salvación, que hace de la comunidad cristiana la actualización permanente, con la fuerza del Espíritu, de la comunión originaria. La Tradición se llama así porque surgió del testimonio de los Apóstoles y de la comunidad de los discípulos en el tiempo de los orígenes, fue recogida por inspiración del Espíritu Santo en los escritos del Nuevo Testamento y en la vida sacramental, en la vida de la fe, y a ella —a esta Tradición, que es toda la realidad siempre actual del don de Jesús— la Iglesia hace referencia continuamente como a su fundamento y a su norma a través de la sucesión ininterrumpida del ministerio apostólico.
Jesús, en su vida histórica, limitó su misión a la casa de Israel, pero dio a entender que el don no sólo estaba destinado al pueblo de Israel, sino también a todo el mundo y a todos los tiempos. Luego, el Resucitado encomendó explícitamente a los Apóstoles (cf. Lc 6, 13) la tarea de hacer discípulos a todas las naciones, garantizando su presencia y su ayuda hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28, 19 s).

Por lo demás, el universalismo de la salvación requiere que el memorial de la Pascua se celebre sin interrupción en la historia hasta la vuelta gloriosa de Cristo (cf. 1 Co 11, 26). ¿Quién actualizará la presencia salvífica del Señor Jesús mediante el ministerio de los Apóstoles —jefes del Israel escatológico (cf. Mt 19, 28)— y a través de toda la vida del pueblo de la nueva alianza? La respuesta es clara: el Espíritu Santo.

Los Hechos de los Apóstoles, en continuidad con el plan del evangelio de san Lucas, presentan de forma viva la compenetración entre el Espíritu, los enviados de Cristo y la comunidad por ellos reunida. Gracias a la acción del Paráclito, los Apóstoles y sus sucesores pueden realizar en el tiempo la misión recibida del Resucitado: «Vosotros sois testigos de estas cosas. Voy a enviar sobre vosotros la Promesa de mi Padre» (Lc 24, 48 s). «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1, 8). Y esta promesa, al inicio increíble, se realizó ya en tiempo de los Apóstoles: «Nosotros somos testigos de estas cosas, y también el Espíritu Santo que ha dado Dios a los que le obedecen» (Hch 5, 32).

Por consiguiente, es el Espíritu mismo quien, mediante la imposición de las manos y la oración de los Apóstoles, consagra y envía a los nuevos misioneros del Evangelio (cf., por ejemplo, Hch 13, 3 s y 1 Tm 4, 14). Es interesante constatar que, mientras en algunos pasajes se dice que san Pablo designa a los presbíteros en las Iglesias (cf. Hch 14, 23), en otros lugares se afirma que es el Espíritu Santo quien constituye a los pastores de la grey (cf. Hch 20, 28).

Así, la acción del Espíritu y la de Pablo se compenetran profundamente. En la hora de las decisiones solemnes para la vida de la Iglesia, el Espíritu está presente para guiarla. Esta presencia-guía del Espíritu Santo se percibe de modo especial en el concilio de Jerusalén, en cuyas palabras conclusivas destaca la afirmación: «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…» (Hch 15, 28); la Iglesia crece y camina «en el temor del Señor, llena de la consolación del Espíritu Santo» (Hch 9, 31).
Esta permanente actualización de la presencia activa de nuestro Señor Jesucristo en su pueblo, obrada por el Espíritu Santo y expresada en la Iglesia a través del ministerio apostólico y la comunión fraterna, es lo que en sentido teológico se entiende con el término Tradición: no es la simple transmisión material de lo que fue donado al inicio a los Apóstoles, sino la presencia eficaz del Señor Jesús, crucificado y resucitado, que acompaña y guía mediante el Espíritu Santo a la comunidad reunida por él.
La Tradición es la comunión de los fieles en torno a los legítimos pastores a lo largo de la historia, una comunión que el Espíritu Santo alimenta asegurando el vínculo entre la experiencia de la fe apostólica, vivida en la comunidad originaria de los discípulos, y la experiencia actual de Cristo en su Iglesia. En otras palabras, la Tradición es la continuidad orgánica de la Iglesia, templo santo de Dios Padre, edificado sobre el cimiento de los Apóstoles y mantenido en pie por la piedra angular, Cristo, mediante la acción vivificante del Espíritu Santo: «Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo, en quien toda edificación bien trabada se eleva hasta formar un templo santo en el Señor, en quien también vosotros estáis siendo juntamente edificados, hasta ser morada de Dios en el Espíritu» (Ef 2, 19-22).

Gracias a la Tradición, garantizada por el ministerio de los Apóstoles y de sus sucesores, el agua de la vida que brotó del costado de Cristo y su sangre saludable llegan a las mujeres y a los hombres de todos los tiempos. Así, la Tradición es la presencia permanente del Salvador que viene para encontrarse con nosotros, para redimirnos y santificarnos en el Espíritu mediante el ministerio de su Iglesia, para gloria del Padre.

Así pues, concluyendo y resumiendo, podemos decir que la Tradición no es transmisión de cosas o de palabras, una colección de cosas muertas. La Tradición es el río vivo que se remonta a los orígenes, el río vivo en el que los orígenes están siempre presentes. El gran río que nos lleva al puerto de la eternidad. Y al ser así, en este río vivo se realiza siempre de nuevo la palabra del Señor que hemos escuchado al inicio de labios del lector: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

martes, 19 de julio de 2022

¿Qué es la Tradición? Una respuesta católica (Roberto De Mattei)



Adelantamos una parte de la conferencia ¿Qué es la Tradición?, que pronunció el profesor Roberto de Mattei el 15 de julio en los cursos de verano de la Université Renaissance Catholique, en el castillo de Termelles en Abilly (Francia).

La crisis que atraviesa actualmente la Iglesia es inédita por sus características, pero ni es la primera ni será la última de la historia. Pensemos, por ejemplo, en el brusco ataque al Papado que supuso la Revolución Francesa.

En 1799 el ejército jacobino del general Bonaparte invadió Roma. Pío VI fue hecho prisionero en Valence, donde falleció el 29 de agosto consumido por los sufrimientos. Las autoridades municipales notificaron al Directorio la muerte de Pío VI, afirmando que acababan de sepultar al último papa de la historia. Diez años más tarde, en 1809, su sucesor Pío VII, también anciano y enfermo, fue detenido y tras dos años de prisión en Savona fue conducido a Fontainebleau, donde permaneció hasta la caída de Napoleón. Jamás se había mostrado el Papado tan débil a los ojos del mundo. Pero diez años después, en 1819, Napoleón había desaparecido de la escena y Pío VII estaba de vuelta en el trono pontificio, reconocido como autoridad moral suprema de los europeos. En aquel año de 1819 se publicaría Del Papa, obra maestra de Joseph de Maistre (1753-1821), obra que conocería centenares de reimpresiones y anticiparía el dogma de la infalibilidad pontificia, más tarde definida por el Concilio Vaticano I.

Joseph de Maistre es un gran defensor del Papado, pero se equivocaría quien quisiese hacer de él un apologista del pontífice déspota o dictador. Hay algunos tradicionalistas hoy que atribuyen la responsabilidad de los abusos de poder de los eclesiásticos a los católicos intransigentes del siglo XIX. Los ultramontanos y contrarrevolucionarios habrían atribuido una autoridad excesiva al Papa, dejándose arrebatar por el dogma de la infalibilidad. De esta errónea convicción se deriva la simpatía hacia los católicos galicanos que negaban la infalibilidad y el primado universal del Papa, y hacia los católicos liberales o semiliberales que aunque en principio no negaban el dogma de la infalibilidad consideraban inoportuna su definición. Entre ellos figuraba el arzobispo de Perugia, monseñor Gioacchino Pecci, que más tarde reinaría como papa con el nombre de León XIII, el cual una vez elegido fue el primer papa moderno que gobernó de un modo centralizador, imponiendo como poco menos que infalible la opción política del ralliement o entendimiento con la III República Francesa.

El dogma de la infalibilidad proclamado por Pío IX define con precisión los límites de ese extraordinario carisma que ninguna religión posee fuera de la católica.
El Papa no puede hacer en la Iglesia lo que le venga en gana, porque su voluntad no emana de su autoridad. La misión del Sumo Pontífice consiste en transmitir y defender mediante su Magisterio la Tradición de la Iglesia. Además del Magisterio extraordinario del Papa, que procede de la definición ex cathedra, existe una enseñanza infalible que se basa en la conformidad del magisterio ordinario de todos los papas con la Tradición Apostólica. Sólo creyendo con la Iglesia y con su Tradición ininterrumpida puede el Santo Padre confirmar en la fe a sus hermanos. La Iglesia no es infalible porque ejerza una autoridad, sino porque transmite una doctrina.
A veces son objeto de escándalo las palabras de Pío IX: «Yo soy la Tradición». Pero estas palabras hay que entenderlas en su recto sentido. Lo que quiere decir el Papa no es que su persona sea la fuente de la Tradición, sino que fuera de él no hay Tradición, del mismo modo que no existe una sola Scriptura fuera del Magisterio de la Iglesia. La Iglesia se asienta sobre la Tradición, pero no puede prescindir del Papa, cuya autoridad es intransferible: no la puede ejercer ni un concilio, ni el episcopado de un país ni un sínodo permanente.

Hay una frase de Joseph de Maistre que puede causar tanto estupor como la de Pío IX: «Si estuviese permitido establecer grados de importancia entre las cosas de institución divina, yo encabezaría la jerarquía con el dogma, por ser indispensable para la pervivencia de la Fe» (Joseph de Maistre, Lettre à une dame russe sur la nature et les effets du schisme et sur l’unité catholique, en Lettres et opuscules inédits, A. Vaton, París 1863, vol. II, pp. 267-268).

Esta frase resume el problema capital de la regula fidei en la Iglesia. El padre Giovanni Perrone (1794-1876), fundador de la escuela teológica romana, desarrolla este tema en los tres volúmenes de su obra Il protestantesimo e la regola di fede. Las dos fuentes de la Revelación son la Tradición y la Sagrada Escritura. La primera es divinamente asistida; la segunda, divinamente inspirada. «Escritura y Tradición se fecundan, ilustran y consolidan entre sí y completan el depósito siempre uno e idéntico de la revelación divina» Il protestantesimo e la regola di fede, Civiltà Cattolica, Roma 1953, 3 vol., vol. I, p. 15).

Pero para conservar este hilo, siempre uno e idéntico hasta el final de los siglos, Cristo lo ha confiado a una autoridad perennemente viva y hablante: la autoridad de la Iglesia, que consiste en el cuerpo universal de obispos unido con la cabeza visible de la Iglesia, el Romano Pontífice, a quien Cristo confirió plena potestad sobre la Iglesia universal.

La Sagrada Escritura y la Tradición son las normas remotas de nuestra Fe, pero la regula fidei próxima está representada por la autoridad docente y arbitradora de la Iglesia, que culmina en el Papa. En este sentido, la autoridad está por encima del dogma. Pero aunque quisiéramos atribuir al dogma prioridad en la jerarquía, no debemos olvidar que entre todos los dogmas, el que en cierto sentido sustenta a todos los demás es precisamente el de la autoridad infalible de la Iglesia. La Iglesia goza del carisma de la infalibilidad, aunque sólo de manera intermitente lo ejerza de forma extraordinaria. Pero la Iglesia es siempre infalible, y no desde 1870, sino desde que Nuestro Señor transmitió a su Vicario en la Tierra San Pedro potestad para confirmar en la Fe a sus hermanos.

La sucesión apostólica en la que se basa la autoridad de la Iglesia es un elemento fundamental de su divina constitución. El Concilio de Trento, al definir la verdad y las reglas de la Fe católica, afirma que éstas «se contiene en los libros escritos y en las tradiciones no escritas que, transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros de los Apóstoles, quienes las recibieron o bien de labios del mismo Cristo, o por inspiración del Espíritu Santo» (Denz-H, nº 783). «Es verdadera únicamente la Tradición que se apoya en la Tradición apostólica», subraya la teología romana contemporánea con monseñor Brunero Gherardini (1925-2017) (Quod et tradidi vobis, La Tradizione vita e giovinezza della chiesa, Casa Mariana, Frigento 2010, p. 405). Esto significa que el Romano Pontífice, sucesor de San Pedro el príncipe de los Apóstoles, es el garante por excelencia de la Tradición de la Iglesia. Pero significa igualmente que en ningún caso puede el objeto de la Fe salirse del testimonio que nos dieron los Apóstoles.

Sola Scriptura y sola Traditio

Los protestantes han negado la autoridad de la Iglesia en nombre de la sola Scriptura. Este error lleva de Lutero al socinianismo, que es la religión de los relativistas modernos. Ahora bien, la autoridad de la Iglesia no puede negarse ni siquiera en nombre de la sola Tradición, como hacen los ortodoxos y como corren el riesgo de hacer algunos tradicionalistas. Separar la Tradición de la autoridad de la Iglesia conduce en este caso a la autocefalia, que caracteriza a quienes están desprovistos de una autoridad visible e infalible a la que remitirse.

Los protestantes partidarios de la sola Scriptura y los ortodoxos griegos de la sola Traditio tienen en común el rechazo de la infalibilidad del Papa y de su primado universal; el rechazo de la cátedra de Roma. Por eso, según Joseph de Maistre, no hay diferencia radical entre el cisma de Oriente y el protestantismo occidental. «Es una verdad fundamental en toda cuestión religiosa que toda iglesia que no es católica es protestante. En vano se ha tratado de establecer una distinción entre iglesias cismáticas y heréticas. Entiendo bien lo que se quiere decir, pero al final toda diferencia queda en las palabras, y todo cristiano que rechaza la comunión con el Santo Padre es protestante o no tardará en serlo. ¿Y qué es un protestante? Alguien que protesta; ¿qué más da que proteste contra uno o más dogmas, contra éste o aquél? Será más o menos protestante, pero no deja de protestar (Du Pape, H. Pélagaud, Lyon-Paris 1878, p. 401). «Una vez roto el vínculo de la unidad, ya no hay un tribunal común, ni por tanto una regla invariable de fe. Todo queda al arbitrio del juicio particular y la supremacía civil que constituyen la esencia del protestantismo» (Íbid. p. 405).

En la Iglesia Católica, la autenticidad de la Tradición está garantizada por la infalibilidad del Magisterio. Sin infalibilidad no habría la menor garantía de que lo que enseña la Iglesia es cierto. Entender la Palabra de Dios quedaría a la merced de la investigación crítica individual y se abrirían de par en par las puertas al relativismo, como pasó con Lutero y sus seguidores. Al negar la autoridad pontificia, la revolución protestante quedó condenada a padecer variaciones continuas en una caótica evolución doctrinal. Por su parte, después del cisma de 1054, la Iglesia Ortodoxa de Oriente, que en nombre de la sola Traditio acepta únicamente los siete primeros concilios de la Iglesia, quedó condenada a un estéril inmovilismo.

A quienes se dejan seducir por la ortodoxia convendría recordarles las palabras de Joseph de Maistre: «Todas las iglesias que se separaron de la Santa Sede a comienzos del siglo XII pueden compararse con cadáveres congelados cuya forma ha quedado preservada por el hielo» (Íbid., p.406).

Un teólogo agustino de la Anunciación, el P. Martin Jugie (1878-1954), desarrolló este tema en un libro que se publicó en 1923 titulado Joseph de Maistre et l’Eglise greco-russe, cuya lectura aconsejo: «Oriente se ha habituado desde hace muchos siglos a considerar la doctrina revelada como un tesoro que se debe custodiar, no disfrutar; como un conjunto de fórmulas inmutables en vez de como una verdad viva e infinitamente rica que el espíritu del creyente trata de entender y asimilar cada vez mejor» (Martin Jugie, Joseph de Maistre et l’Eglise greco-russe, Maison de la bonne presse, París 1923, pp. 97-98).

La Iglesia no fue fundada por Cristo como una institución rígida e irrevocablemente construida, sino como un organismo vivo que –al igual que el cuerpo, que es imagen de la Iglesia– tiene que desarrollarse. Este desarrollo de la Iglesia, su crecimiento en la historia, se ha dado por medio de contradicciones y luchas, combatiendo ante todo las grandes herejías que la atacaban desde adentro. «Si tenemos en cuenta las pruebas que ha atravesado la Iglesia Romana a través de la herejía y el maremágnum de naciones bárbaras que la atacaban en su interior –añade De Maistre– nos maravilla observar que en medio de tan terribles revoluciones todos sus atributos se han mantenido intactos y se remontan a los Apóstoles. Si la Iglesia ha cambiado algunas cosas en su forma externa, demuestra con ello que vive, porque cuanto vive en el universo se transforma según las circunstancias en todo lo que no tenga que ver con su esencia. Dios, que se las ha reservado, ha dado las formas al tiempo para que disponga de ellas conforme a determinadas reglas. La variación a la que me refiero es por otra parte señal indispensable de vida, pues la inmovilidad absoluto sólo es propia de la muerte» (Du Pape, p. 410).

Citando a San Vicente de Lerins, el Concilio Vaticano I explica que entender las verdades de fe es algo que debe crecer y progresar a lo largo de la vida y de los siglos con inteligencia, ciencia y sabiduría, si bien sólo dentro del propio dogma, en el mismo sentido y en la misma expresión» (Conmonitorio, cap.23,3). Progreso en la fe no significa necesariamente alteración de la fe. La condena a las alteraciones de la fe no significa el rechazo del desarrollo orgánico de los dogmas, que se realiza mediante el Magisterio de la Iglesia con la inspiración del Espíritu Santo y garantizado por el carisma de la infalibilidad. Y si la Iglesia es infalible es necesario que haya una persona que ejerza dicho carisma. Esa persona es el Papa y no puede haber otra. En la fe en la infalibilidad del Sumo Pontífice se afianzan las raíces de la fe en la infalibilidad de toda la Iglesia (Michael Schmaus, Dogmatica cattolica, Marietti, Casale Monferrato 1963, vol. III/1, p. 696).

La constitución Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I establece claramente las condiciones de la infalibilidad pontificia. La infalibilidad del Papa no significa en modo alguno que en cuestiones de gobierno y magisterio goce de autoridad ilimitada y arbitraria. Al definir un privilegio supremo, el dogma de la infalibilidad fija sus límites precisos admitiendo la posibilidad de infidelidad, error y traición.

Para los papólatras e hiperpapalistas, el Papa no es el Vicario de Cristo en la Tierra al que se ha encomendado la misión de transmitir íntegra y pura la doctrina que ha recibido, sino un sucesor de Cristo que perfecciona la doctrina de sus antecesores adaptándola con arreglo a las situaciones que vayan surgiendo. La doctrina del Evangelio está en perfecta evolución, porque coincide con el magisterio del pontífice reinante. De ese modo, el magisterio perenne queda sustituido por un magisterio vivo expresado en una enseñanza pastoral que se transforma de día en día y tiene su regula fidei en el sujeto de la autoridad en lugar de en el objeto de la verdad transmitida.

No hay que ser teólogo para entender que en el deplorable caso de que haya disparidad –verdadera o aparente– entre el magisterio vivo y la Tradición, la primacía no se puede atribuir a la Tradición por una razón muy sencilla: la Tradición, que es el Magisterio vivo considerado en su universalidad y continuidad, es de por sí infalible, mientras que el llamado Magisterio vivo, entendido como la predicación actual de la jerarquía, sólo lo es en unas condiciones determinadas ( cf.R. de Mattei, Apologia della Tradizione, Lindau, Turín 2011).
De hecho, en tiempos de apostasía la regla de fe para la Iglesia es, en últimas, no el Magisterio vivo contemporáneo en lo que tiene de no definitorio, sino la Tradición, que constituye junto con las Sagradas Escrituras una de las dos fuentes de la Palabra de Dios.
¿Qué pasa cuando quien gobierna la Iglesia deja de custodiar y transmitir la Tradición, y en vez de confirmar a sus hermanos en la Fe les causa confusión y suscita amargura y resentimientos?

Cuando suceden estas cosas es hora de incrementar el amor a la Iglesia y al Papa. La solución al hiperpapalismo no está en el neogalicanismo de ciertos tradicionalistas ni en la sola Traditio de los cismáticos griegos y rusos. El tradicionalista no es un anarcotradicionalista sino un católico que repite con Joseph de Maistre: «Santa Iglesia de Roma, en tanto que tenga voz la emplearé en encomiarte. ¡Te saludo, Madre inmortal de la ciencia y la santidad! ¡Salve, magna parens!» (Du Pape, p.482). «En medio de todos los trastornos que quepa imaginar, Dios siempre ha velado por ti, Ciudad Eterna. Todo cuanto podía destruirte te ha sitiado y has permanecido en pie. Y así como hubo un tiempo en que fuiste centro del error, desde hace dieciocho siglos eres centro de la verdad» (Íbid., p.483).

El amor al Romano Pontífice, a sus prerrogativas y derechos, ha distinguido a lo largo de veinte siglos de historia a los espíritus verdaderamente católicos, porque, como afirma Plínio Corrêa de Oliveira, «ése es, después del amor a Dios, el más elevado que nos enseña la religión» (en R. de Mattei, Il crociato del secolo XX. Plinio Correa de Oliveira, Piemme, Casale Monferrato 1996, p. 309).

Eso sí, no hay que confundir el primado romano con la persona del pontífice reinante, del mismo modo que no se debe confundir el magisterio vivo con el magisterio perenne, ni las enseñanzas privadas y no infalibles del Papa con la Tradición de la Iglesia. Como bien ha destacdo el estudioso chileno José Antonio Ureta (Defending Ultramontanism en OnePeterFive, 20 de junio de 2022), el error no está en el ultramontanismo, sino en el neogalicanismo, que actualmente se presenta en dos versiones: la de los sinodalistas alemanes y la de algunos neotradicionalistas, sobre todo del mundo anglosajón.

La única esperanza para el futuro no está en hacer menguar el Papado, sino en que éste ejerza su autoridad suprema para condenar de modo solemne e infalible los errores teológicos, morales, litúrgicos y sociales de nuestro tiempo. Es absurdo discutir quién será el próximo papa. Lo importante es hablar de lo que tendrá que hacer el próximo pontífice, y rezar para que lo haga.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)