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domingo, 6 de marzo de 2016

Reflexiones surgidas ante la lectura de un artículo del Denzinger-Bergoglio




Esta entrada voy a dedicarla a exponer algunas reflexiones que han surgido en mí ante la lectura del artículo del Denzinger-Bergoglio titulado Francisco, aborto, homosexualidad, Macri y otros avatares: dime con quién andas… (de lectura obligada) en el que se señala, con imágenes y comentarios muy bien documentados, la penosa realidad de la Iglesia bajo el pontificado del actual papa Francisco. Pues aunque haya verdades que nos desagradan, como en este caso, no por ello dejan de ser verdad. 
No podemos esconder la cabeza como el avestruz. Si es preciso elegir entre lo que dijo Jesús y aquello que nos separa de Jesús (no importa lo que sea o quién sea) yo me quedo con Jesús, al que puedo conocer gracias a los escritos del Nuevo Testamento, Escritura divinamente inspirada, a la Tradición constante de la Iglesia y a su Magisterio, el que ha permanecido fiel a la Tradición de dos mil años de historia. 
La Iglesia no comenzó su existencia hace cincuenta años, a raíz del Concilio Vaticano II. No son los Papas los fundadores de la Iglesia. Ésta fue fundada por Jesucristo. Y la misión de los Papas, y de los Cardenales y Obispos en unión con Él, es la de custodiar el depósito y transmitir con fidelidad lo que han recibido. Si sus palabras no son un reflejo de la Doctrina de la Iglesia, no tienen más valor que el que pueda tener cualquier otra opinión, puedo que no es infalible.
Recordemos que los Papas sólo son infalibles cuando hablan "ex cathedra", lo que el Papa Francisco no ha hecho en ningún momento. Sí lo hicieron, en cambio, muchos de sus predecesores, en el Papado anterior al Concilio Vaticano II. Podríamos citar a Pío XII y san Pío X, entre otros muchos. Y los dogmas que fueron definidos son verdades de fe intocables, son doctrina cierta que no puede ser puesta en duda. Esto es preciso tenerlo muy claro.
No obstante, sí es cierto que la responsabilidad del Papa ante Dios es inmensamente mayor que la nuestra, pues sus palabras, en el caso de que no sean conformes al sentir de la Iglesia de siempre, lo que está ocurriendo ya desde hace casi tres años, pueden producir mucha confusión y hacer mucho daño (como así está ocurriendo) a los fieles católicos ... porque, además, por desgracia, la mayoría de ellos desconoce su fe ... a consecuencia, precisamente, de las directrices del Concilio Vaticano II, cuya aplicación ha dado lugar a unos frutos desastrosos, de los que, en otro momento, ya hemos hablado. No me refiero aquí a todos los documentos del Concilio Vaticano II; sólo a los problemáticos, que son justo aquéllos en los que se está haciendo más hincapié, tales como el mal llamado ecumenismo, que no es tal, y el diálogo interreligioso, entre otros muchos.
Por lo tanto, lo único que nos queda, si no queremos perdernos, es la fidelidad a las palabras del Señor. De Él sí que podemos fiarnos: nunca le ha fallado a nadie, ni nos fallará tampoco a nosotros. De eso podemos estar seguros. Escuchemos algunas de sus palabras: "La verdad os hará libres" (Jn 8, 32). "Todo el que es de la verdad escucha mi Voz" (Jn 18, 37b). "Las palabras que os hablo son Espíritu y Vida" (Jn 6, 63). 
¿Qué elegimos, entonces? ¿Aquello que "queremos" oír porque justifica todo lo que hacemos, aunque sabemos que actuar así es vivir en la mentira y en el autoengaño? ¿O nos quedamos con lo que dijo Jesucristo, por más que su Mensaje esté enraizado en la Cruz, dado que "Él es la Verdad" (Jn 14, 6), aunque haya cosas que no entendamos? Esta Verdad, que es el mismo Jesucristo, se identifica con su Amor hacia nosotros (dada la simplicidad de Dios), hacia cada uno en particular ... un amor que le llevó a entregar su Vida para salvar la nuestra: "Me amó y se entregó a Sí mismo por mí" (Gal 2, 20). 
Porque, además, "en ningún otro hay salvación, pues ningún otro Nombre hay bajo el cielo, dado a los hombres, por el que podamos salvarnos" (Hech 4,12). Y no tenemos otra oportunidad para salvarnos que esta vida, que se nos ha regalado para que cooperemos con Él en nuestra propia salvación. Y puesto que "amor con amor se paga" el único modo que tenemos de cooperar con Jesús es amándolo ... y de la misma manera en la que Él nos amó: "Habiendo amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13, 1). Si lo amamos así entonces estaremos dispuestos a todo cuanto Él nos quiera pedir ... aunque, en verdad, Él sólo desea nuestro amor, en justa reciprocidad al que nos tiene y que nos ha demostrado.
Y es amando de esa manera como estaremos en la verdad, pues la gran Verdad de la vida es el Amor de Dios, hecho realidad en nosotros ... por su gracia y con nuestra cooperación. Y entonces nuestro corazón lo tenemos todo en Él al igual que Él lo tiene todo en nosotros. Le pertenecemos y, en cierto modo, también Él nos pertenece. Eso es posible porque Jesús nos concede su Espíritu ... y teniendo en cuenta que "donde está el Espíritu del Señor ahí hay libertad" (2 Cor 3, 17) somos verdaderamente libres, librándonos así de cualquier atadura, que no otra cosa es la pobreza cristiana. 
Somos conscientes de que aquí en la Tierra estamos de paso, "pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que buscamos la venidera" (Heb 13, 14). Nuestra Patria definitiva es el Cielo, estando junto a Aquél que es nuestra Vida y al que amamos, y por quien somos amados en perfecta reciprocidad de Amor, porque así Él ha querido, sin mérito alguno por nuestra parte.
Procediendo de este modo seremos felices ya, en esta vida, hasta el máximo en el que eso es posible: no se nos privará del dolor ni del sufrimiento y tendremos que pasar por la muerte, como ocurre con cualquier otra persona. Pero todas esas cosas, que antes nos abrumaban, ahora tienen un sentido: estamos compartiendo la vida del Señor. ¿Hay algo más hermoso que esto?
Por el bautismo pasamos a formar parte del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia. Y somos miembros vivos de este Cuerpo cuando estamos en gracia: tal es la unión que tenemos con Jesús; y de ahí la importancia de permanecer en estado de gracia, haciendo uso del sacramento de la confesión, cuando lo necesitemos, para poder recibir dignamente su Cuerpo en la Eucaristía, donde se encuentra realmente presente.
El conocimiento de esta realidad fue lo que hizo decir a san Pablo: "Ahora me alegro en los padecimientos por vosotros y completo en mi carne lo que falta a la Pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). Si de verdad queremos al Señor nuestro único gran deseo será el de compartir su propia vida. 
Él cargó con nuestros pecados, los tomó sobre sí, como si fueran suyos, no siéndolos. "A Aquel que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que nos hiciéramos justicia de Dios en Él" (2 Co 5, 21). Pasó ante su Padre como "pecador", no siéndolo. Pues, si Él sufrió por unos pecados que no había cometido, ¿qué cosa más normal que nosotros suframos por unos pecados que sí que hemos cometido? 
Además, es que resulta que así (y esto es lo esencial) le estamos dando nuestra vida, la estamos "perdiendo" por Él, como Él la dio por nosotros y nos la da también ahora, en la Eucaristía; y podemos decirle, con verdad, en nuestro corazón: "Yo soy para Tí y Tú eres para Mí" (que es lo mismo que Él también nos dice), estableciéndose ya, en esta vida, una auténtica relación de amor entre Dios y cada uno de nosotros, puesto que cada uno es único para Él. Todo esto viene a ser como un anticipo del Cielo, aunque allí ya no habrá sufrimiento ni dolor.
Pregunto: ¿Cabe mayor alegría que ésta de que yo esté enamorado de Jesús, si sé -a ciencia cierta, aunque sea por la fe- que Él está enamorado de Mí? Nos vendría bien recordar lo que dijo Jesús: "Si estas cosas entendéis, seréis dichosos si las ponéis en práctica" (Jn 13, 17). Ojalá que, con la ayuda de Dios, que no nos va a faltar, seamos generosos, en nuestra respuesta, al amor que Jesucristo nos está ofreciendo en cada momento: "He aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi Voz y abre la puerta, Yo entraré a él, y cenaré con él; y él cenará conmigo" (Ap 3, 20)

José Martí