La encíclica Quas Primas, publicada hace un siglo por Pío XI, nació en un contexto en el que Europa emergía de la Primera Guerra Mundial devastada en lo material y en lo espiritual. Imperios antiguos –el austrohúngaro, el alemán, el ruso, el otomano– habían colapsado, dejando un vacío de poder y una profunda crisis de identidad colectiva. En medio de las ruinas de la posguerra germinaban ideologías radicales que prometían un orden nuevo sin referencia a Dios: crecía el secularismo militante junto al bolchevismo en Rusia y el fascismo en Italia. Estas corrientes, aunque distintas entre sí, coincidían en marginar o incluso perseguir la influencia de la Iglesia en la vida pública. La civilización occidental, arraigada durante siglos en la cristiandad, se veía sacudida por la eclosión de un nuevo orden laico que buscaba eliminar la voz de la fe en la sociedad.
En este escenario turbulento Pío XI alzó una voz firme. El Papa veía con claridad que los males sociales de aquella época –odios nacionales, inestabilidad política, auge de regímenes totalitarios– tenían una causa última: el apartamiento de Jesucristo, Rey de la historia, del centro de la vida de los hombres y de las naciones. Con Quas Primas, firmada el 11 de diciembre de 1925, el Pontífice respondió con una declaración de principios ante esos “enemigos ideológicos, políticos y sociales de la Iglesia”. Instituir la fiesta de Cristo Rey significaba proclamar que Jesucristo es soberano no solo en el ámbito espiritual privado, sino también sobre la vida pública y los destinos de las sociedades, por encima de caudillos y sistemas humanos. Era un contrapeso teológico y moral frente a movimientos emergentes que negaban a Dios su derecho de reinar en lo creado. Pío XI ofrecía así un remedio a la desesperanza de posguerra: volver la mirada de la humanidad al único Rey que puede traer la paz auténtica.
El reinado social de Cristo: doctrina de Quas Primas
Desde las primeras líneas de Quas Primas, Pío XI vincula los estragos de la posguerra con el rechazo de la ley de Cristo. Recuerda que ya en su primera encíclica (Ubi Arcano, 1922) había advertido que la catástrofe global se debió a que “la mayoría de los hombres se había alejado de Jesucristo y de su ley santísima” en la vida personal, familiar y política. Por eso, mientras los individuos y las naciones nieguen y rechacen el imperio de nuestro Salvador, nunca brillará una esperanza de paz verdadera entre los pueblos. La doctrina central de Quas Primas es la afirmación de la Realeza universal de Cristo: un reinado sobre todas las personas, familias y naciones. Cristo tiene derecho a gobernar el orbe no solo por su divinidad, sino también en cuanto hombre, por haber redimido al género humano a precio de su sangre. Es un derecho natural y conquistado: natural, porque como Verbo encarnado toda la creación le pertenece; y conquistado, porque nos rescató del pecado a un inmenso costo de amor. “Fuisteis rescatados… con la sangre preciosa de Cristo” (1Pe 1,18-19) – recuerda el Papa –; “Ojalá todos los hombres… recordasen cuánto le hemos costado a nuestro Salvador”. La realeza de Cristo, por tanto, abarca cada dimensión de lo humano, iluminando las inteligencias con la verdad, moviendo las voluntades al bien y reinando en los corazones por la caridad.
Ahora bien, ¿qué implica en la práctica el Reinado social de Cristo? Pío XI lo expone con claridad doctrinal. Significa ante todo que la ley de Cristo –que incluye la ley natural, inscrita en el corazón humano– debe ser el fundamento de la vida moral y jurídica. Jesucristo no es un rey entre otros, sino el Legislador supremo; sus mandamientos y enseñanzas (accesibles en gran medida a la razón mediante la ley natural) son el camino seguro para el bien común. De ahí se sigue que ni los individuos ni las autoridades civiles pueden prescindir de la ley de Dios sin caer en el desorden. La encíclica deplora que el moderno laicismo pretenda exactamente eso: construir la sociedad de espaldas a Dios. Pío XI lo llama sin rodeos “peste de nuestros tiempos”. Explica cómo esa peste fue incubando: “Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho… de enseñar al género humano… Después… la religión cristiana fue igualada con las demás falsas… Se la sometió luego al poder civil… Y se avanzó más: hubo quienes imaginaron sustituir la religión de Cristo con una religión natural… puramente humana. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios”. Esta descripción retrata la secularización radical: primero relegar a Cristo al ámbito privado, luego reducirlo a un credo opcional entre muchos, después subordinar la Iglesia al Estado, y por último entronizar el ateísmo de Estado. El resultado, señala el Papa, ha sido nefasto: odios y rivalidades encendidas entre pueblos, egoísmos ciegos, familias divididas, sociedades enteras “sacudidas y empujadas a la muerte” por haber arrancado de raíz la moral cristiana.
Frente a este panorama, Quas Primas proclama la urgente necesidad de restaurar el Reinado social de Cristo como “medio más eficaz para restablecer y vigorizar la paz”. ¿Qué implica esa restauración? Implica, en palabras de Pío XI, un reconocimiento público y privado de la soberanía de Jesús: que los individuos, las familias y las naciones “vuelvan a sus deberes de obediencia” hacia Cristo. En términos concretos, el Papa esperaba varios frutos de este homenaje público a Cristo Rey. Enumeró tres ámbitos: “para la Iglesia –pues recordará a todos la libertad e independencia del poder civil que le corresponde–; para la sociedad civil –que recordará que el deber de dar culto público a Jesucristo y obedecerle obliga tanto a los particulares como a los gobernantes–; y finalmente, para los fieles –que entenderán que Cristo ha de reinar en su inteligencia y en su voluntad”. Es decir, la Iglesia reafirmada en su derecho a no someterse a la hegemonía del César; la autoridad civil consciente de su deber de respetar y promover la ley moral de Cristo (que es la ley natural elevada por el Evangelio) en la vida pública; y cada cristiano reconociendo a Cristo no solo como rey lejano del cielo, sino como Rey de su mente, de su corazón y de sus acciones cotidianas. Solo así –insiste Pío XI– se podrá curar la herida profunda de la sociedad moderna. Cuanto más obstinadamente se silencie el nombre de Cristo en los parlamentos y foros internacionales, con mayor fuerza habrán los católicos de proclamarlo y de afirmar sus derechos reales sobre la sociedad.
De octubre a noviembre: evolución litúrgica de la fiesta de Cristo Rey
La encíclica Quas Primas no solo desarrolla una enseñanza doctrinal; también instituye una fiesta litúrgica nueva como instrumento pedagógico para el pueblo fiel. Pío XI estaba convencido del poder de la liturgia para formar las mentes y corazones de los católicos, especialmente en tiempos de confusión. Por eso, decidió coronar el Año Santo 1925 –conmemorativo de la paz tras la Gran Guerra y del XVI centenario del Concilio de Nicea– introduciendo la festividad de Nuestro Señor Jesucristo Rey. Originalmente, el Papa dispuso que se celebrase el último domingo de octubre. Al finalizar el mes el año litúrgico estaba “casi finalizado”, de modo que “los misterios de la vida de Cristo, conmemorados en el transcurso del año, terminen y reciban coronamiento en esta solemnidad de Cristo Rey”. Ubicar la fiesta antes de la solemnidad de Todos los Santos subrayaba simbólicamente que Cristo es el centro y culmen de la historia: tras celebrar todos los eventos de la vida de Jesús a lo largo del año, los fieles aclamarían su señorío universal sobre la creación entera.
Durante décadas, la Iglesia celebró a Cristo Rey en aquel último domingo de octubre. Sin embargo, con la reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II hubo ajustes significativos. En 1969, el papa Pablo VI trasladó la fiesta al último domingo del Tiempo Ordinario, es decir, al cierre del año litúrgico (finales de noviembre), elevándola de fiesta a solemnidad y dándole el título completo de Jesucristo, Rey del Universo. Esta reubicación realza el carácter escatológico del reinado de Cristo: se celebra inmediatamente antes de iniciar un nuevo Adviento, recordando que Cristo, alfa y omega, reinará plenamente al fin de los tiempos.
Un mensaje actual ante la crisis cultural y espiritual
Pasados cien años, las razones que llevaron a Pío XI a escribir Quas Primas no solo siguen vigentes, sino que en muchos aspectos se han agravado. La encíclica nació de una crisis de civilización, y hoy asistimos a una nueva crisis cultural y espiritual de proporciones globales. Si en 1925 el Papa denunciaba la “plaga” del laicismo que incubaba una sociedad atea, en 2025 constatamos que aquella sociedad secularizada ha florecido en todo el mundo occidental. Vemos a nuestro alrededor los frutos amargos de esta apostasía silenciosa: crisis moral, relativismo radical que niega diferencias entre el bien y el mal, proliferación de leyes inicuas contrarias a la ley natural (desde el desprecio a la vida humana hasta la subversión de la familia), violencia e injusticia que brotan de corazones vacíos de Dios. En el plano internacional, persisten las guerras y surgen desórdenes nuevos, mientras se expulsa sistemáticamente a Cristo del debate público. Se cumple el diagnóstico de Pío XI en Quas Primas: los males del mundo derivan de haber apartado a Cristo y su santa ley de la vida cotidiana de las naciones, por lo que la esperanza de una paz duradera… es imposible mientras individuos y Estados rechacen el imperio de Cristo Salvador.
Ante esta situación, el remedio propuesto por Pío XI mantiene plena validez: “instaurar el Reino de Cristo y proclamarlo Rey” de todas las dimensiones de la existencia humana. Esto no significa instaurar un teocracia temporal ni “imponer” por la fuerza creencias religiosas –objeción típicamente esgrimida por los secularistas–. Significa, más bien, trabajar por un orden social justo fundado en la verdad sobre el hombre y sobre Dios. Significa recordar que por encima de los proyectos humanos está la soberanía del Rey de reyes, cuyo “poder no conoce ocaso”. Ninguna ideología, por seductora que sea, puede sustituir a Cristo sin conducir tarde o temprano a la degradación del hombre. Por eso la Iglesia, fiel a su Señor, no puede dejar de proclamarlo.
¡Viva Cristo Rey!
Al celebrar el centenario de Quas Primas, no lo hacemos con una mirada nostálgica al pasado, sino con la convicción de su perenne actualidad. Aquel grito de Pío XI –“Cristo debe reinar”– resuena hoy con fuerza providencial. Nuestro mundo, sumido en una crisis de nihilismo y desconcierto, necesita a Cristo Rey tanto como (o más que) en 1925. Necesita reconocer que por encima de todos los poderes pasajeros se alza el poder benéfico de Aquél que es la Verdad misma y el Amor encarnado. Solo bajo el dulce yugo de este Rey encontrará la libertad verdadera; solo en su “reino de justicia, de amor y de paz”. hallarán sosiego las naciones en conflicto y los corazones atribulados.
La Iglesia, por su parte, debe retomar con renovada energía la proclamación del señorío de Cristo. No para conquistar tronos terrenos, sino para salvar almas y regenerar la sociedad conforme al plan de Dios. Cristo no ambiciona una corona hecha por manos humanas –ya llevó una de espinas–, sino reinar en las mentes y voluntades para transformarlas desde dentro. Pero ¿cómo creerán los pueblos si nadie les predica? Ha llegado la hora de sacudir la modorra y la vergüenza: “cuanto más se oprime con indigno silencio el nombre suavísimo de nuestro Redentor…, tanto más alto hay que gritarlo” –exhortaba Pío XI. Esa exhortación sigue en pie. Hoy hace falta que obispos, sacerdotes y laicos –cada uno en su ámbito– den público testimonio de la soberanía de Cristo.
¡Cristo vence, Cristo reina, Cristo impera, por los siglos de los siglos!

