BIENVENIDO A ESTE BLOG, QUIENQUIERA QUE SEAS



Mostrando entradas con la etiqueta Summorum Pontificum. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Summorum Pontificum. Mostrar todas las entradas

martes, 23 de agosto de 2022

Elogio del «indietrismo» (Monseñor Héctor Aguer)



Filosofía espiritual del “indietrismo”

Los términos “indietrismo” e “indietrista” ya ocupan un lugar en el lenguaje eclesiástico, en el más alto nivel. Obviamente, se los ha acuñado y se los emplea según una interpretación peyorativa, y aún despectiva. No habría vicio peor en la Iglesia que esa presunta rémora al cambio y al progreso. Yo, en cambio, los comprendo atribuyéndole un sentido elogioso. El italianismo puede expresarse en un castizo axioma italiano: Per andare avanti bisogna prima tornare indietro. ¿Cómo se explica esta paradoja? ¡Para avanzar es preciso retroceder! Refiriéndonos a la marcha de la Iglesia, se puede decir: al verdadero progreso (un progreso no progresista), el católico se dirige hundiendo sus raíces en la gran Tradición eclesial. Los “indietristas” van acompañados en la vituperación por los “restauracionistas”. El equívoco consiste en que no es menester restaurar la Tradición, que ella es siempre vital y actual; no es una pieza de museo. Restaurar significa reconocerla, otorgarle el valor que la caracteriza como totalidad, rechazando las pretensiones progresistas.

Tornare indietro no equivale a retroceder hacia el refugio de un pasado mítico, sino a encaminarse esperanzadamente a un futuro que no es una gnosis progresista, sino que se enfila homogéneamente en la línea de la gran Tradición. Ésta, siempre actual, utiliza un lenguaje renovado (habla nove) pero no introduce la heterogeneidad de cosas nuevas (nova). La distinción procede del siglo V; su autor es San Vicente de Lerins, un monje galo-romano, obispo y Padre de la Iglesia. Su fórmula reza, en buen latín, que la enseñanza, la liturgia, las instituciones eclesiales, se desarrollan in eodem scilicet dogmate, eodem sensu, eademque sententia. Eodem es la mismidad. La heterogeneidad, la intromisión en la vida eclesial y en su marcha de la cultura secular, o los inventos que mentes eclesiásticas calenturientas pretendan transmitir al futuro constituyen el error, la herejía. En aquellos términos del Lerinense, o en otros sinónimos se ha expresado siempre la ortodoxia de la Gran Iglesia, la Katholiké, repudiando toda división (hairesis), toda herejía. Es oportuno, al modo de una rápida digresión, reconocer que se llama ortodoxia no sólo a la rectitud (ortós) doctrinal, sino también al verdadero culto, a la adoración, la Gloria de Dios. Dóxa, en el Nuevo Testamento es la Gloria, que cantaron los pastores y los ángeles en Belén ante el asombroso Misterio de la Encarnación.

En los años ’50 del siglo pasado, más o menos, el dominico Marín Sola proponía “la evolución homogénea del dogma católico”, y en 2007, Benedicto XVI, en su motu proprio Summorum Pontificum, ponía en legítima circulación la Misa de siempre, que nunca había sido abolida. Estos datos explican el auténtico sentido del “indietrismo”. Entre paréntesis, cabe pensar que el motu proprio Traditiones custodes se opone a la unánime Tradición de la Iglesia, y descarta las decisiones de los papas San Juan Pablo II, y Benedicto XVI. Muchísimos obispos no lo toman en cuenta, y a modo de un indulto permiten a sacerdotes y fieles celebrar con el Misal aprobado, en 1962, por Juan XXIII.

Desde hace una década, el clima se ha enrarecido en la Iglesia. Con el pretexto de afirmar el valor y vigencia del Concilio, que algunos inquietos impugnan, se difunde el contrabando, la mercadería falsa del posconcilio, que es la deformación del Vaticano II. No viene al caso –quiero decir que es ajeno a mi propósito en estas líneas- discutir si en efecto Concilio y posconcilio difieren, y en qué medida. Los historiadores, dentro de un siglo por lo menos –recién ha transcurrido poco más de medio siglo desde 1965, año en que se clausuró aquella gran asamblea-, estudiarán con la perspectiva y objetividad que el tiempo concede el Concilio de los papas Juan y Pablo; y establecerán si fue una jornada gloriosa de la Iglesia, o una auténtica calamidad, al igual que otras que se padecieron en el pasado. Aunque diversos grupos discuten ya sobre este problema, conviene recordar que Benedicto XVI ha señalado que el Concilio son los 16 documentos promulgados, votados por una mayoría que en algunos casos se acercaba a la unanimidad. Asimismo, habría que evocar los dichos del papa Montini: “Nosotros esperábamos una floreciente primavera, y sobrevino un crudo invierno”; “por alguna rendija el humo de Satanás se introdujo en la Casa de Dios”. La Iglesia es un Misterio; está integrada por santos y pecadores. Si subsiste siempre siendo ella misma, es por la presencia de Jesús –que Él nos ha asegurado- y la unión de los miembros santos con Él, los santos del Cielo y los que, en la secreta hondura de Ella, viven en la Tierra. Así ha afrontado los más tormentosos avatares.

Lo que vengo escribiendo parece un largo proemio; espero con él haber dado razón de la existencia del “indietrismo” y los “indietristas”, que lejos de desaparecer serán siempre más, porque la mayoría de ellos son jóvenes que atraerán a otros jóvenes. El “indietro” asegura el “avanti”. Es un juego desconcertante de la Providencia de Dios.

La fisonomía espiritual del “indietrista” tiene idealmente por base la fe en la unicidad e identidad de la Iglesia, y el amor a ella, a pesar de las apariencias contrarias que exhibe el progresismo. Como se ha dicho, Cristo y los santos del Cielo y de la Tierra, unidos a Él constituyen la Iglesia. Según el Misterio de la Encarnación y su lógica en la que cabe la infirmitas Christi, la Iglesia que como dijo Pascal es “Cristo extendido y perpetuado”, soporta inviernos y noches, la historia lo muestra. Esta realidad –las limitaciones- no pueden conmover la fe de un “indietrista”, ni recluirlo en la amargura de una crítica resentida, despiadada. Al contrario, la consideración de aquellas lo impulsan a amarla con dolor penitencial, y a orar por todos sus miembros. La súplica tendrá por objeto la deseada Luz de la Verdad, y la superación de las circunstancias negativas, con la conversión de los responsables de las aflicciones. De un modo particular, ha de rezar por los pastores del Pueblo de Dios, para que lo apacienten con caridad según la voluntad del Señor. La mirada de la Fe se posa en el Resucitado, y lo contempla en medio de los siete candelabros de oro, como Señor de la Iglesia (cf. Ap 1, 12ss.). La humildad y la caridad –suelo y cima- sostienen esa mirada propia de la Fe.

Dos dimensiones que expresan la rectitud de la Fe o bien su caída en el relativismo son la Liturgia y la cultura cristiana. El Culto Divino está desviado en el culto del hombre; la banalización y la degradación de la Liturgia son prácticamente universales. Me detengo en unos pocos ejemplos que muestran el extremo al que se puede llegar. Dos hechos se registraron en este rincón sureño que es la Argentina: un obispo celebrando misa en la playa, sin ornamentos, salvo la estola sobre su hábito playero y un mate en lugar del Cáliz; y un sacerdote celebrando disfrazado de payaso. Para muestra basta un botón, reza el refrán, aunque la pérdida de exactitud, solemnidad y belleza son generales. En Italia un caso recentísimo: un párroco ofició el Santo Sacrificio en el mar, en una colchoneta inflable, con jóvenes feligreses en traje de baño, que asistían desde la costa. Parece que su obispo se limitó a reprenderlo, pero la Fiscalía local abrió una investigación de oficio por el delito de “ofensa a la Religión”, penada por la legislación italiana. Se dirá que son casos insólitos, pero ¿hubieran ocurrido 50 o 60 años atrás? Además, se destacan en medio de una banalización general: la Liturgia exige que quien asiste se sienta bien, y pase un buen rato.

La Fe es el fundamento de una cultura cristiana, una visión del mundo y del hombre –Weltanschauung, dicen los alemanes- En el proceso de evangelización se recrea de continuo lo que lleva el sello del cristianismo, y que implica un juicio sobre los valores y antivalores vigentes en la sociedad que recibe el Evangelio, para resolver acerca de su compatibilidad y para purificarla de los errores y defectos que contenga. Actualmente la autoridad de la Iglesia se acusa de imponer una cultura ajena al pueblo evangelizado, y pide perdón por ello. Este es el momento de observar que la Fe llega en el “envase” de una cultura: las verdades de la Fe están formuladas según la síntesis del pensamiento judío y la metafísica griega, desposorio que ya había comenzado en el período del Antiguo Testamento, como lo demuestra la traducción de los LXX, que vertió en la lengua griega la Torá, los Nebiyim, y los Ketuvim, de Israel. El Señor encomendó a los Apóstoles hacer discípulos (mathēteusate, Mt 28, 19) en todos los pueblos (panta ta ethnē, Mt 28, 19). La enseñanza y el Bautismo van constituyendo una manera de pensar, sentir y obrar; no se trata de una ideología ni de una gnosis, como lo son los “nuevos paradigmas” preconizados por el progresismo. No toda cultura ancestral es compatible con la novedad de la Fe y la vida cristiana; la inculturación del cristianismo transmite una Tradición que purifica los valores vigentes y asume lo mejor de ellos sin que aquella tradición sea menoscabada o alterada.

Me detengo ahora en dos cuestiones finales que preocupan a los “indietristas” y los afligen a causa de las más recientes posiciones de Roma. La primera es el relativismo en la expresión de la doctrina y la casuística laxista que pretende revisar las posiciones tradicionales en materia de Teología Moral. El caso más notorio es el propósito de cambiar la prohibición de la anticoncepción artificial, decidida por Pablo VI en la encíclica Humanae vitae (1968). El nombramiento de Mons. Vincenzo Paglia al frente del organismo correspondiente (Pontificia Academia para la Vida) es una movida inicial en la dirección predicha. Ahora se agita la cuestión de la infalibilidad de la que no goza el texto del Papa Montini. Es verdad que el Pontífice no declaró hacer uso de esa prerrogativa, pero el contexto indica la voluntad de establecer una doctrina definitiva ante una opinión contraria a la Tradición que se había difundido bajo el viento del “espíritu del Concilio”. Es doloroso recordar que la posición errónea sostenida en la cultura contemporánea había penetrado en la Iglesia; varias Conferencias Episcopales se declararon contra la Humanae vitae. Ahora Roma pareciera querer sumarse al error contra el Orden Natural, hacia lo cual apunta el nombramiento del obispo Paglia. Lo que corresponde –lo digo modestamente, y con todo respeto- es que el Sumo Pontífice ratifique la enseñanza de su predecesor, pues se trata de una cuestión indiscutible.

El otro tema es la afirmación de la Verdad y la unicidad de la Religión Católica como la única verdadera Religión. Muchos comentarios al Concilio Vaticano II han apuntado a una interpretación relativista del diálogo interreligioso. Próximamente se realizará una reunión de líderes religiosos de todo el mundo; el Papa ha sido invitado, y participará de ella. ¿Qué mensaje puede transmitir esa reunión cumbre, sino que todas las religiones son igualmente válidas? En la senda del Vaticano II habría que aclarar que aunque las diversas religiones contengan algunos valores, la Católica es la única verdadera querida por Dios. Puede afirmarse esta doctrina tradicional sin ofender a nadie. También en este caso el “indietrismo” recupera una afirmación que era indiscutible 60 años atrás. Ese tornare indietro asegura el futuro del catolicismo, ¡siempre avanti!

+ Héctor Aguer

Arzobispo Emérito de La Plata

Académico de Número de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.

Académico de Número de la Academia de Ciencias y Artes de San Isidro.

Académico Honorario de la Pontificia Academia de Santo Tomás de Aquino (Roma).

Buenos Aires, lunes 22 de agosto de 2022.

Memoria de la Santísima Virgen María Reina.-

miércoles, 28 de julio de 2021

Traditionis custodes: un acto de debilidad

 CORRISPONDENZA ROMANA



(Cristiana de Magistris) Después de una lectura atenta y tranquila del reciente motu proprio Traditionis Custodes , desprovisto de esa acritud e indignación que casi inevitablemente suscita un documento -como éste- de tonos draconianos y tendenciosos, el texto no parece ser un acto de fuerza pero de debilidad, un canto de cisne que, cerca del final, canta con una voz que ya no es bella sino más fuerte.

El documento presenta una serie de anomalías canónicas que los juristas deberán examinar detenidamente. Quisiéramos detenernos en un solo punto, el litúrgico, que nos parece de un significado absolutamente revolucionario y poco fiable. En el artículo 1 del documento, como para dar luz a todo lo que sigue, leemos: " Los libros litúrgicos promulgados por los Santos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, de conformidad con los decretos del Concilio Vaticano II, son los única expresión de la lex orandi del rito romano ».

Mucho hay que decir al respecto de acuerdo con los decretos del Concilio Vaticano II , dado que el misal de Pablo VI -como ha quedado ampliamente demostrado- fue mucho más allá del dictado conciliar, acuñando una liturgia ex novo, en completa discontinuidad no sólo con la tradición resumida en el misal de San Pío V, pero también con la voluntad de los mismos Padres conciliares.

En cualquier caso, esta Liturgia realizada "en una mesa" (Cardenal Ratzinger), ya no puede considerarse parte del Rito Romano . Una personalidad de la profundidad de monseñor Gamber lo afirmó con vigor tras la entrada en vigor del nuevo misal. La nueva liturgia es un " Ritus modernus ", dijo, ya no es un " Ritus Romanus " . El padre Louis Bouyer, miembro del Movimiento Litúrgico, que en general estaba a favor de las innovaciones conciliares, se vio obligado a afirmar: " Debemos hablar con claridad: hoy en día prácticamente no hay liturgia digna de ese nombre en la Iglesia católica ". « Hoy - continuó monseñor Gamber refiriéndose a la liturgia reformada - nos enfrentamosescombros de una tradición de casi dos mil años ». El padre Joseph Gelineau, uno de los partidarios de la renovación, podría decir: “ Que aquellos que, como yo, han conocido y cantado una solemne misa gregoriana en latín, la recuerden, si pueden. Que la comparen con la Misa que tenemos ahora. No solo las palabras, las melodías y algunos de los gestos son diferentes. A decir verdad, es una liturgia diferente de la Misa. Esto hay que decirlo sin ambigüedad: el rito romano que conocíamos ya no existe (le rite romain tel que nous avons connu n'existe plus). Fue destruido (il est détruit) ».

Que el Rito Romano ya no sobrevive en el misal reformado de Pablo VI, son los liturgistas amigos y enemigos de la Tradición quienes lo afirman. Por tanto, el misal reformado -como afirma K. Gamber- merece el título de missal modernus pero no romanus .

A la luz de estas elementales consideraciones litúrgicas, ¿cómo podemos entender el artículo 1 del motu proprio? A lo que se añade - en la carta a los Obispos - la afirmación sorprendente y tendenciosa: "Por tanto, debemos creer que el Rito Romano, adaptado varias veces a lo largo de los siglos a las necesidades de la época, no sólo se ha conservado, sino renovado". en fiel respeto a la Tradición ' . Quien desee celebrar con devoción según la forma litúrgica precedente, no tendrá dificultad en encontrar todos los elementos del Rito Romano en el Misal Romano reformado según la mente del Concilio Vaticano II ”. Y termina: « en particular el canon romano, que constituye uno de los elementos más característicos". Ahora es necesario aclarar que en el misal de Pablo VI el Canon Romano no es -ni siquiera en su edición típica- el Canon Romano del misal de San Pío V.Es el que más se le asemeja, pero no en de cualquier manera coincida con él. El padre RT Calmel OP, entre 1968 y 1975, escribió nada menos que 4 artículos, luego agrupados bajo el significativo título Reparación pública al ultrajado Canon Romano.(en el nuevo misal) para explicar su belleza e inmutabilidad, así como las antinomias existentes entre el Canon romano del misal de San Pío V y el de Pablo VI. Nos duele - sí, también nos duele - encontrar en un documento pontificio (además dirigido a los obispos) tanta inexperiencia. Pero que así sea. Y no es el único. También queda por explicar qué es ahora el misal de San Pío V, ya que ya no es una expresión del rito romano, siendo el misal de Pablo VI la única expresión de la lex orandi del rito romano. ¿Ha dejado de ser un rito romano después de al menos 400 años de vida?

El otro problema grave que surge es la legitimidad de tal acto. De nuevo Klaus Gamber, en su estudio “La reforma de la liturgia romana”, se pregunta si un pontífice supremo puede modificar un rito. Y responde negativamente, ya que el Papa es el custodio y garante de la liturgia (así como de los dogmas), no su amo. « Ningún documento de la Iglesia - escribe Gamber -, ni siquiera el Código de Derecho Canónico, dice expresamente que el Papa, como Pastor Supremo de la Iglesia, tiene derecho a abolir el Rito tradicional. Los límites están claramente puestos a la plena et suprema potestas del Papa […]. Más de un autor (Gaetano, Suarez) expresa la opinión de quela abolición del rito tradicional no es competencia del Papa. […]. Ciertamente no es tarea de la Sede Apostólica destruir un rito de tradición apostólica, pero su deber es mantenerlo y tramandarl o ”. De ello se deduce que el Rito Romano, expresado por el misal de San Pío V, no se abroga ni se deroga y todos los sacerdotes conservan el derecho a celebrar la Misa y los fieles a asistir a ella.

Finalmente, es asombroso y doloroso leer en la Carta a los Obispos que la intención de este motu proprio no es otra que la de San Pío V después del Concilio de Trento: " Me consuela en esta decisión el hecho de que, después de el Concilio de Trento, también San Pío V derogó todos los ritos que no podían presumir de una antigüedad probada, estableciendo un único Missale Romanum para toda la Iglesia latina ». Pero San Pío V hizo exactamente lo contrario de lo que hizo el Papa Francisco con este motu proprio. Es cierto que san Pío V estableció un único Missale Romanum para toda la Iglesia latina , pero este misal, a diferencia del de Pablo VI impuesto por Francisco, solo fue restaurado, en cumplimiento de los decretos tridentinos, para ser un instrumento de unidad para todos. Católicos porque sea más antiguo, no porque sea más nuevo . ¿Cómo puede el misal de Pablo VI ser un instrumento de unidad si (además de un sinfín de otros problemas) ha alcanzado una creatividad, es decir, una diversidad, "al límite de lo soportable", como reconoce el mismo Pontífice? Además, la "antigüedad probada" de los ritos deseados por el Papa de Lepanto requería una continuidad interrumpida de al menos 200 años. Esto significa que el rito moderno de Pablo VI, bajo el gran Inquisidor, habría sido elegantemente eliminado, sin ninguna esperanza, ni remota, de poder elevarse al rito único de todo el cristianismo. Sin mencionar que San Pío V con el toro Quo primum blindaba su Misal a perpetuum, haciéndolo impecable. Por tanto, el motu proprio invoca la autoridad de quienes lo condenan. También aquí es sorprendente constatar tal inexperiencia histórica en un documento pontificio.

En conclusión, el motu proprio, si quieres leer en profundidad, es una declaración de guerra, pero también es el reconocimiento de una derrota. Es un aparente acto de fuerza que cubre una debilidad e inexperiencia básicas. El misal reformado fue una catástrofe en todos los niveles: litúrgico, dogmático, moral. El resultado evidente es que ha vaciado iglesias, conventos y seminarios. Al no poder imponerlo por la fuerza de la tradición, que no transmite, se quiere imponerlo mediante leyes. Pero es una operación improbable, fundada en el engaño y, por tanto, destinada al fracaso. No es un golpe fatal dado al rito romano, sino la eutanasia del rito moderno. No es una franja fatal, sino una poda vivificante del misal de San Pío V, que -por el odio que suscita entre los márgenes modernistas de la jerarquía- confirma que es lo más hermoso de esta parte del Cielo », que nos fue transmitido por nuestros padres y que se lo pasaremos a nuestros hijos, aunque tengamos que purificarlo con nuestra sangre.

El odio contra la Misa de siempre y la cuestión de la obediencia. Un artículo del blog de Aldo María Valli

MARCHANDO RELIGIÓN


Queridos amigos de Duc in altum, Massimo Viglione ha escrito este artículo tras la publicación de Traditionis custodes. Es uno de los análisis más completos y lúcidos que hemos leído comentando el documento papal contra la Misa de siempre. Además de su análisis global de la cuestión (en el que el problema litúrgico se relaciona con la imposición del Nuevo orden mundial), llamo vuestra atención sobre la reflexión en torno al problema de la obediencia.


Traducido por Miguel Toledano para Marchando Religión

*La imagen pertenece al artículo original. MR declina toda responsabilidad

* * *

“Os expulsarán de las sinagogas” (Jn 16,2)

La hermenéutica de la envidia de Caín contra Abel

Por Massimo Viglione

Son muchas las publicaciones que están apareciendo estos días a resultas de la declaración oficial de guerra, hecha por Francisco en persona, en representación de los jerarcas eclesiásticos contra la Santa Misa de siempre. Y en varios comentarios se destaca el nada oculto desprecio y al mismo tiempo la absoluta claridad continuista y formal que caracterizan al motu proprio Traditionis custodes, escrito con modos y formas políticas, más que teológicas o espirituales.

Se trata, a todos los efectos, de una declaración de guerra. Es notable la diferencia formal y de tono que se aprecia en comparación con los distintos documentos de 1964 en adelante mediante los cuales Pablo VI anunció, programó y ejecutó su Reforma litúrgica, definitivamente promulgada a través de la Constitución apostólica Missale Romanum de 3 de abril de 1969, con la cual se sustituyó de hecho el Rito romano antiguo (término más oportuno tanto desde el punto de vista de las intenciones como de los hechos) por el nuevo Rito vulgar. En los documentos montinianos todavia se aprecian, de forma repetida, un profundo aunque hipócrita dolor, arrepentimiento y lamentación, al proclamarse paradójicamente la belleza y la sacralidad del Rito antiguo.

Es como si, en síntesis, hubiese exclamado Montini: “Querido Rito de siempre, te echo pero… ¡hay que ver lo bello que eras!”

Por el contrario, del documento bergogliano se desprenden, como muchos han señalado, ironía y odio hacia dicho rito. Un odio tal que no puede contenerse.

Naturalmente que Francisco no es el iniciador de esta guerra, comenzada con el movimiento litúrgico modernista (o, si se quiere, con el Protestantismo), o más bien, por lo que se refiere al nivel oficial y operativo, por el propio Pablo VI. Bergoglio se ha limitado – si se nos permite la severa metáfora popular – “a liarse a tiros”, intentando acabar de una vez por todas con un herido de muerte que en el curso de las décadas postconciliares no sólo no ha fallecido, sino que ha recobrado una nueva vida, atrayendo tras de sí, con crecimiento exponencial en los últimos catorce años, a un número incalculable de fieles en todo el mundo.

Y ése es el núcleo de la cuestión. El clero progresista y más decididamente modernista tuvo que aguantar de mala gana el motu proprio de Benedicto XVI, pero sin dejar al mismo tiempo de obrar constantemente contra la Misa de siempre a través de una resistencia hostil por parte de la inmensa mayoría del episcopado mundial, que siempre desobedeció abiertamente todo lo establecido por Summorum Pontificum hasta los últimos momentos mismos del pontificado de Ratzinger y, con mayor razón después de su renuncia, hasta el día de hoy.

La hostilidad de los obispos obligó a que, en realidad, la efectividad del motu proprio dependiese a menudo del valor de algunos sacerdotes para celebrarlo incluso sin permiso del obispo (que precisamente no era necesario). A partir de ahora, esos obispos, constante e impertérritamente desobedientes al Sumo Pontífice de la Iglesia católica y a su motu proprio, podrán, en nombre de la obediencia al Sumo Pontífice de la Iglesia católica y a su motu proprio, no sólo continuar, sino también intensificar su labor de censura, su guerra ya no oculta sino abierta, como de hecho ya está ocurriendo.

Pero Francisco no se ha limitado a “disparar” contra la víctima inmortal. Ha querido dar un paso más, a modo de rápido, furtivo y monstruoso “enterramiento en vida”, al afirmar que el nuevo rito es la Lex orandi de la Iglesia católica. De lo que se deduce que la Misa de siempre ya no seguirá siendo la Lex orandi.

Es bien sabido que no tiene conocimientos de teología (que es tanto como decir que un médico no los tiene de medicina o un herrero no sabe utilizar el fuego o el yunque). En efecto, la Lex orandi de la Iglesia no es una “ley” de derecho positivo aprobada por un parlamento o promulgada por un soberano, que en cualquier momento puede derogarse, cambiarse, sustituirse, mejorarse o empeorarse. La Lex orandi de la Iglesia, además, no es “algo” específico determinado en el tiempo y en el espacio, sino el conjunto de normas teológicas y espirituales y usos litúrgicos y pastorales de toda la historia de la Iglesia, desde los tiempos evangélicos – particularmente desde Pentecostés – hasta hoy. Aunque vivamos evidentemente en el momento presente, se halla enraizada por completo en el pasado de la Iglesia. Por tanto, no estamos hablando de algo humano – únicamente humano – que cualquier cacique puede cambiar como le parezca. La Lex orandi comprende íntegros los veinte siglos de historia de la Iglesia y no hay hombre ni asamblea de hombres en el mundo que puedan cambiar este depósito veinte veces secular. No existe papa, concilio ni episcopado que pueda alterar el Evangelio, el Depositum Fidei, el Magisterio universal de la Iglesia. Y menos la Liturgia de siempre. Y si es cierto que el Rito antiguo contaba con un núcleo esencial apostólico que luego se acrecentó armónicamente a lo largo de los siglos, con cambios progresivos (que llegan hasta Pío XII y Juan XXIII), también es verdad que dichos cambios – unas veces más oportunos que otras, a veces quizás nada – estuvieron siempre estructurados armónicamente en un continuum de Fe, Sacralidad, Tradición y Belleza.

La reforma montiniana rompió todo esto, inventando en una mesa de café un rito nuevo adaptado a las exigencias del mundo moderno y transformando en antropocéntrico el geocentrismo de la sagrada liturgia católica. Del Santo Sacrificio de la Cruz reiterado incruentamente a través de la acción del sacerdos se pasó a la asamblea de fieles dirigida por su “presidente”. Del instrumento salvífico e incluso exorcizante, a la reunión horizontal populista, susceptible de continuos cambios y adaptaciones autónomas y relativistas más o menos festivas, cuyo “valor” dependería del logro del consenso por parte de la masa, como si se tratase de un instrumento político dirigido a la audiencia, que por otra parte se está reduciendo gradualmente a cero.

Es inútil seguir por esta vía: los mismos resultados de esa subversión litúrgica hablan a las mentes y corazones que no mienten. Sin embargo, es importante explicar la razón de ese paso desde la hipocresía montiniana a la sinceridad de Bergoglio.

¿Qué ha cambiado? Pues lo que ha cambiado es el clima general, que se ha dado literalmente la vuelta. Montini pensaba que en unos pocos años nadie se acordaría de la Misa de siempre. Ya Juan Pablo II, ante el hecho evidente de que el enemigo no moría en absoluto, se vio obligado – también él de mala gana – a conceder un “indulto” (como si la sagrada Liturgia católica de siempre necesitase ser perdonada por algo, con el fin de poder seguir existiendo), el cual (esto nadie lo dice jamás) era incluso más restrictivo que este último documento bergogliano, aunque exento del odio que caracteriza a éste. Pero, ante todo, el desencadenante de este odio ha sido el incontenible éxito entre el pueblo – y particularmente entre los jóvenes – que la Misa de siempre experimentó tras el motu proprio de Benedicto XVI.

La “Misa nueva” ha perdido ante la historia y ante la evidencia de los hechos. Las iglesias están vacías, cada vez más vacías; las órdenes religiosas – incluso, y quizás especialmente, las más antiguas y gloriosas – están desapareciendo; monasterios y conventos quedan casi desiertos, habitados sólo por religiosos muy avanzados en años, cuya muerte se espera para poder cerrar definitivamente las puertas; las vocaciones se han reducido a la nada; hasta la contribución fiscal a la iglesia se ha desplomado, a pesar de la obsesiva, empalagosa y patética publicidad del tercer mundo; las vocaciones sacerdotales escasean, por todas partes vemos párrocos con tres, cuatro y a veces cinco parroquias que atender; la aritmética del Concilio y de la “Misa nueva” es de lo más despiadado que cabe.

Pero, sobre todo, el fracaso es cualitativo, desde el punto de vista teológico, espiritual y moral. Incluso ese clero que todavía existe y subsiste es en gran parte abiertamente herético o si acaso tolerante con la herejía y el error en la misma medida en que es intolerante con la Tradición, no reconociendo ya ningún valor objetivo al Magisterio de la Iglesia (salvo en lo que le interesa) sino viviendo de la improvisación tanto teológica y dogmática como litúrgica y pastoral, todo ello fundado sobre un relativismo doctrinal y moral, acompañado de una inmensa caterva de charlatanería y eslóganes vacíos e insulsos; por no hablar tampoco de la devastadora, cuando no monstruosa, situación moral de buena parte de ese clero.

Es cierto que algunos “movimientos”, como se les denomina, salvan un poco la situación. Pero la salvan, una vez más, a costa del relativismo doctrinal, litúrgico (guitarras, panderetas, diversión, “participación”), moral (el único pecado es ir contra los dictámenes de nuestra sociedad: actualmente contra la vacuna; todo lo demás se permite más o menos). ¿Y estos movimientos siguen siendo católicos? ¿Y en qué medida y grado? Si nos pusiésemos a analizar con precisión teológica y doctrinal su fidelidad, ¿cuántos aprobarían el examen?
“Lex orandi, lex credendi”, enseña la Iglesia. Y, en efecto, la Lex orandi de los diecinueve siglos anteriores al Concilio Vaticano II y a la reforma litúrgica montiniana produjeron un tipo de fe, y los cincuenta años siguientes otro tipo de fe. Y otro tipo de católico.
«Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,16), enseñaba el Fundador de la Iglesia. Pues eso. Los frutos han sido el fracaso total del modernismo (o, si se quiere, para los más atentos e inteligentes, el triunfo de los verdaderos objetivos del modernismo), del Concilio Vaticano II, del post-concilio. La misma hermenéutica de la continuidad, ¿dónde naufragó? Junto con la misericordina, en la Hermenéutica del odio.

La Misa de siempre, por el contrario, es exactamente la antítesis de todo esto. Es altamente eficaz en su propagación, a pesar de una constante hostilidad y censura episcopal; es santificante en su perfección; es fascinante precisamente por ser expresión del Dios eterno e inmutable, de la Iglesia de siempre, de la teología y de la espiritualidad de siempre, de la liturgia de siempre, de la moral de siempre. Se la ama por ser divina, sagrada y ordenadamente jerárquica, no humana, “democrática” ni liberal-igualitaria. Divina y humana a la vez, como su Fundador el día de la Última Cena.

Y la aman sobre todo los jóvenes, ya sea los laicos que la frecuentan, ya aquéllos que se acercan al sacerdocio: mientras los seminarios del nuevo rito (la Lex orandi de Bergoglio) son nidos de herejía, apostasía (y mejor nos callamos de qué más…), los seminarios del mundo tradicional rebosan de vocaciones, tanto de hombres como de mujeres, con continuidad imparable.

La explicación de este hecho incontrovertible se encuentra en la única Lex orandi de la Iglesia católica. Que es la querida por Dios mismo y a la cual ningún rebelde puede escapar.

Ésa es la raíz del odio. Lo que debería morir es el consenso mundial y plurigeneracional con el enemigo. Ante el fracaso de lo que debería haber traído vida nueva y sin embargo está muriendo disecado.

Pues le falta la linfa vital de la Gracia.

Es el odio hacia las chicas arrodilladas con velo blanco o las señoras con velo negro y muchos hijos; hacia los hombres genuflexos en oración y recogimiento, posiblemente con un rosario en sus manos; hacia los sacerdotes con sotana, fieles a la doctrina y a la espiritualidad de siempre; hacia las familias numerosas y serenas a pesar de sus dificultades en esta sociedad; hacia la fidelidad, hacia la seriedad, hacia el anhelo de lo sagrado.

Es el odio hacia todo un mundo, cada vez más numeroso, que no ha caído – o que ya no caerá – en la trampa humanista y mundialista de la “Nueva Pentecostés”.

En el fondo, ese liarse a tiros no es más que un nuevo homicidio de Caín por envidia hacia Abel. Y efectivamente, en el Rito nuevo se ofrecen a Dios “los frutos de la tierra y del trabajo del hombre” (Caín), mientras en el de siempre es “hanc immaculatam Ostiam” (el Cordero primogénito de Abel: Gén, 4, 2-4).

La victoria de Caín a través de la violencia es siempre momentánea, mas luego sufre infaliblemente el castigo por su odio y su envidia. Abel muere momentáneamente, para después vivir eternamente en sequela Christi.

¿Y qué pasará ahora?

Ésta es una cuestión más interesante e inevitable de lo que pueda pensarse, y ello en varios planos. Sin poder anticipar el futuro, plantéemosnos por el momento algunas preguntas fundamentales.

¿Obedecerán todos los obispos?

No parece. Más allá de la gran mayoría de ellos, que lo harán con mucho gusto o porque participan del odio de su jefe (casi todos) o porque temen por su futuro personal, pensamos que no serán tan pocos los que pudieran llegar a oponerse a la “metralleta” bergogliana, como parece que ya está pasando en varios casos en los EEUU y en Francia (poca esperanza albergamos por los italianos, los más temerosos y grises siempre), ya sea porque no son hostiles en principio, o por amistad con ciertas órdenes vinculadas a la misa de siempre, o quizás -¿es vana esperanza? – por un arrebato de orgullo ante la humillación, incluso grotesca, recibida mediante este documento, que primero dice que la decisión sobre la concesión del permiso es suya, y luego no sólo restringe toda libertad de acción al condicionar la más mínima posibilidad de elección, sino que cae en la más flagrante contradicción al afirmar que ¡deben remitirse en todo caso a la Santa Sede! ¿Realmente todos obedecerán ciegamente, o alguna grieta comenzará a sacudir el sistema del odio?

¿Y qué pasará en el mundo llamado “tradicionalista”?

“Nos vamos a entretener”, podría decirse familiarmente… Sin excluir giros históricos. Unos caerán, otros sobrevivirán, algunos quizás sacarán provecho (¡pero cuidado con las manzanas envenenadas de los siervos del Príncipe de la Mentira!). En cambio, confiemos en la Gracia divina para que los fieles no sólo permanezcan fieles, sino que aumenten.

Todo esto se confirmará principalmente por un elemento que nadie ha destacado hasta ahora: el verdadero propósito de esta guerra de décadas contra la sagrada liturgia católica, que es el verdadero propósito de la creación ex nihilo (mejor dicho en la mesa de café de algún antro) del Nuevo Rito, es la disolución de la propia liturgia católica, de toda forma de Santo Sacrificio, de la propia doctrina y de la misma Iglesia en la gran corriente mundialista de la religión universal del Nuevo Orden Mundial. Conceptos como la Santísima Trinidad, la Cruz, el pecado original, el Bien y el mal entendidos en sentido cristiano y tradicional, la Encarnación, la Resurrección, y por tanto la Redención, los privilegios marianos y la propia figura de la Madre de Dios Inmaculada Concepción, la Eucaristía y los sacramentos, la moral cristiana con sus Diez Mandamientos y la Doctrina del Magisterio universal (la defensa de la vida, de la familia, de la recta sexualidad en todas sus formas, con todas las correspondientes condenas a las locuras de hoy en día), todo esto debe desaparecer en el culto universal y monista del futuro.

Y, desde este punto de vista, la Misa de siempre es el primer elemento que debe desaparecer, siendo el baluarte absoluto de todo lo que precisamente se quiere hacer desaparecer; pues constituye el primer obstáculo a cualquier forma de ecumenismo. Esto conducirá inevitablemente, con el paso del tiempo, al acercamiento gradual a la sagrada Liturgia de siempre por parte de la masa de fieles que siguen asistiendo al Rito nuevo y que posiblemente tratan de acudir a aquellos sacerdotes que lo celebran dignamente. Porque, tarde o temprano, incluso estos últimos terminarán por verse en la encrucijada entre la obediencia al mal y la desobediencia para permanecer fieles al Bien. El arado de la Revolución, en la sociedad como en la Iglesia, no falla: más tarde o más temprano queda todo separado de un lado y otro. Y esto implicará, por parte de los buenos que aún están inmersos en la confusión, la búsqueda de la Verdad y la Gracia.

O sea, de la Misa de siempre.

Quien aún hoy se despreocupa por estas “cuestiones” y sigue a dichos obispos y párrocos, debe saber que tiene los días contados… si quiere seguir siendo católico de verdad y beneficiarse verdaderamente del Cuerpo y la Sangre del Redentor. Pronto habrá de elegir.
Llegamos así al problema central de toda esta situación: ¿cómo comportarse ante una jerarquía que odia la Verdad, el Bien, la Belleza y la Tradición, que combate la única y verdadera Lex orandi para imponer otra que no agrada a Dios sino al príncipe de este mundo y a sus siervos “inspectores” (en cierto modo, sus “obispos”)?
Éste es el problema clave de la obediencia, en el que incluso en el mundo de la Tradición se utiliza a menudo un juego sucio, a menudo impulsado no por una búsqueda sincera de lo mejor y de lo verdadero, sino por guerras personales, que hoy se han agudizado ante las rupturas provocadas por el totalitarismo sanitario en tiempos de vacunación.

La obediencia -y hay que decir que ése es un error también muy arraigado en la Iglesia del período preconciliar- no es un fin. Es un medio de santificación. Por tanto, no es un valor absoluto, sino instrumental. Es un valor positivo, muy positivo, si se dirige a Dios. Pero si uno obedece a Satanás, a sus siervos, al error, a la apostasía, ya no es algo bueno, sino una participación deliberada en el mal.

Exactamente igual que la paz. La paz -deidad de la subversión de hoy en día- no es un fin, sino un instrumento del Bien y de la Justicia si se dirige a crear una sociedad buena y justa. Si su objetivo es crear o fomentar una sociedad satánica, maligna, errada y subversiva, entonces la “paz” se convierte en un instrumento del infierno.

No debemos “agradar a los hombres, sino a Dios, que prueba nuestros corazones” (1 Tes 2,4). ¡Exacto! Por tanto, quien obedece a los hombres a sabiendas de que están facilitando el mal y obstaculizando el Bien, sean quienes sean, incluidas las jerarquías eclesiásticas, incluido el Papa, se hace en realidad cómplice del mal, de la mentira y del error.

Quien obedece en estas condiciones desobedece a Dios. “Porque el siervo no es más que su señor” (Mt 10,24). También Judas era miembro del colegio apostólico.

O bien cae en la hipocresía. Como si -por poner un ejemplo de laboratorio- un católico tradicionalista, erigiéndose en dispensador y juez de la seriedad de los demás, criticara abiertamente al actual pontífice por Amoris laetitiae o por este último documento, pero luego, en cambio, respecto a la sumisión -¡incluso obligatoria!- a la vacunación sin excepción alguna y con la aceptación del uso de líneas celulares humanas derivadas de fetos víctimas de abortos voluntarios, declarase, para defenderse ante una justa y evidente indignación general, que obedece a lo que diga el “Soberano Pontífice” al respecto.

La condición sine qua non para toda aproximación seria no radica tanto en el “tono” utilizado (también es éste un aspecto importante, pero en absoluto fundamental porque resulta esencialmente subjetivo), sino ante todo en la coherencia doctrinal, ideal e intelectiva, con el Bien y la Verdad en su integridad, en todo aspecto y circunstancia. En otras palabras, debemos analizar si los que dirigen la Iglesia hoy quieren ser fieles servidores de Dios o fieles servidores del príncipe de este mundo. En la primera hipótesis, se les debe obediencia y la obediencia es instrumento de santificación. En el segundo caso, hay que deducir las consecuencias. Evidentemente, con respeto a las normas codificadas por la Iglesia, como hijos de la misma y también con la debida educación y tono sereno. Pero hay que sacar siempre las consecuencias: la primera preocupación siempre debe ser seguir y defender la Verdad, no un empalagoso servilismo y besuqueo oficioso, fruto podrido de un tridentinismo mal entendido. Tampoco se puede utilizar al Papa y a la jerarquía como referente de verdad a la carta según los respectivos objetivos particulares.

Nos encontramos en los días más decisivos de la historia de la humanidad y también de la historia de la Iglesia. Todos los autores que han intervenido en estos días llaman a la oración y a la esperanza. Evidentemente, también nosotros lo haremos, con la plena convicción de que todo lo que está ocurriendo en estos días y, en general, desde febrero de 2020, es una señal inequívoca de que se acerca el momento en que Dios intervendrá para salvar su Cuerpo Místico y la humanidad, así como el orden que Él mismo ha dado a la creación y a la convivencia humana, en la medida, modo y momento que Él quiera elegir.

Recemos, esperemos, observemos y tomemos el lado correcto. El enemigo nos ayuda en nuestra elección: de hecho, siempre es el mismo en todas partes.

Massimo Viglione

sábado, 24 de julio de 2021

Nueve consideraciones sobre Traditionis Custodes


por Boniface


Je, ¿de manera que ya oyeron acerca de esto que acaba de sacar el Papa Francisco llamado Traditionis Custodes? Ciertamente el Papa Francisco armó bastante “lío” con esto. Ahora, si Francisco está preocupado por el aumento de tradicionalistas que rechazan la iglesia post-conciliar, entonces me parece raro que reaccione dándole a la SSPX el más grande de los empujones marketineros.

Mucha gente más astuta que yo ya ha comentado extensamente Traditionis Custodes, de modo que trataré de no repetir lo que ya está dicho. Aquí hay nueve reflexiones que se me han ocurrido a propósito del nuevo motu propio.

* * *

Y en primer lugar, acerca de la antítesis existente entre Francisco y Benedicto. Algunos están diciendo que esto no se trata de un repudio del Summorum Pontificum de Benedicto XVI. Están argumentando sobre la base de que no hace falta tomar tanto partido ni ser tan dramático. ¿Habrán leído siquiera lo que dicen estos dos documentos? Necesitamos empezar por darnos cuenta que Summorum Pontificum nunca “legalizó”, ni “permitió”, ni “indultó” la Misa de San Pío V. No se trata de que mediante un decreto puso al alcance de todos la misa en latín; más bien, afirmó el principio de que en verdad la misa de San Pío V nunca podría haber sido abrogada y que, por tanto, siempre estuvo (y está) permitida. En cambio, Traditionis Custodes repudia ese principio enteramente. No es que simplemente suprime algo que Benedicto XVI permitió sino que presume de poder suprimir la liturgia tradicional mediante un decreto papal y esto, contradiciendo directamente el principio explicado en Summorum Pontificum, a la vez que no se da explicación alguna de cómo y de qué manera puede ser esto posible. Pero, claro, ya estamos acostumbrados a esta clase cosas en los días que corren; el magisterio moderno crea continuidad con sólo declarar que así es (véase mi post [en inglés] sobre “El fantasma de la continuidad fiduciaria” aquí en USC, mayo de 2016). Se nos pide que aceptemos que hay continuidad y armonía simplemente porque así nos fue dicho.

* * *

El motu proprio de Francisco fue redactado en razón de una preocupación por razón de un espíritu de división típico de las comunidades tradicionalistas que creen ser “la verdadera Iglesia”. Ni siquiera sé lo que se quiere significar con esto. ¿Se refieren con esto a que los tradicionalistas literalmente creen que la Iglesia que preside Francisco es una Iglesia falsa? ¿Que el Papa es un falso papa? ¿O tal vez apunta a la creencia de que la misa tradicional en latín refleja el corazón auténtico de nuestra fe? Difícil decirlo. Traditionis Custodes no se extiende sobre cuáles serían las falsas premisas que fundarían la posición de estos tradicionalistas de espíritu divisorio. Resulta imposible determinar cuándo y si alguien es culpable de creer que pertenece a “la Iglesia verdadera” puesto que el documento no suministra ninguna pista sobre este nuevo y peligroso cisma, y que es tan grave que justifica la supresión de todo un rito. Está redactado con la intención de dirigir toda una sospecha sobre una sección entera de la Iglesia.

El centro de la cuestión está en esto: existe una sutil metamorfosis mediante la cual la palabra misma “cisma” deja de referir a un status canónico para pasar a ser una actitud. Resulta sumamente difícil atribuirle a alguien el estado canónico de cismático; pero es extremadamente fácil acusar a alguno de tener una “actitud cismática”. Tengo para mí que actualmente la mayor parte de las veces en las redes sociales se denuncia con la palabra “cisma” apuntando más bien a una “actitud cismática” que no a un estatus canónico objetivo.

Básicamente la “actitud cismática” ha pasado a ser el latiguillo con el que se quiere denostar a cualquiera que publica cosas en Internet acerca del actual régimen eclesiástico. Su definición es tan amplia que no quiere decir nada; se lo usa del modo que los “Wokies” usan la palabra “racismo”.

Por otra parte, el hecho que el Santo Padre está sancionando a gente por su actitud resulta escandaloso. Y no estoy especulando; en la carta que acompaña el motu proprio Francisco dice con todas las letras que su edicto ha sido desencadenado por “palabras y actitudes”.

En cuanto al cisma real, el número de grupos tradicionalistas o parroquias que han incurrido en cisma durante el pontificado de Francisco asciende al número de cero.

* * *

Ahora, si hay católicos tradicionalistas que realmente creen que ellos y ellos solos son la “Iglesia verdadera”, no pueden ser más que un par de miles en el mundo entero. Y aparentemente se nos pide que creamos que esta pequeñísima franja demográfica constituye una amenaza existencial para la unidad de la comunión de un billón de creyentes [Nota aclaratoria del aquí traductor Jack Tollers y de Wanderer: estos números son de Boniface, no nuestros].

Pero ¡no temáis! Como remedio arrearemos a cada católico que ama la misa de San Pío V hacia una o dos parroquias de sus correspondientes diócesis sobre las cuales dictaremos restricciones draconianas y así de hecho quedarán excomulgados para cocinarse a fuego lento en las redes sociales. ¡Gran plan para lograr la unidad!

La severidad de este diktat sólo se ve superada por su sencilla imbecilidad.

* * *

Y aun cuando exista una amenaza real de cisma, resulta excepcionalmente bizarro que se suprima un rito legítimo a raíz de tales preocupaciones. Hablando canónicamente, son las personas, no los ritos, que constituyen el objeto de una legislación para casos como esos.

[Aquí Boniface ejemplifica su argumento con la historia de un sucedido con un obispo caldeo en la India en tiempos de Pío IX. Suprimimos la traducción brevitatis causae].

* * *

La carta con que Francisco acompaña su motu proprio dice que: “La mayoría de la gente entiende que las razones que motivaron los permisos de San Juan Pablo II y Benedicto XVI para utilizar el Misal Romano promulgado por San Pío V y editado por San Juan XXIII en 1962 para el sacrificio eucarístico: aquella facultad otorgado por el indulto de la Congregación para el Culto Divino en 1984 y confirmado por San Juan Pablo II en el motu Proprio Ecclesia Dei en 1988, fue más que nada en razón de que había un deseo de cerrar las heridas provocadas por el movimiento cismático de Mons. Lefebvre.”

Esto es falso y se puede demostrar. El indulto no fue redactado con la intención de curar las heridas provocadas por el cisma de la SSPX. Más bien, el indulto fue dictado para crear un refugio para los fieles que amaban la misa en latín pero que, aun así, no querían acompañar a la SSPX en su camino de cisma formal. Quiere decir que cuando Juan Pablo II legisló sobre este particular tenía en mira a los fieles que no querían asociarse a la SSPX; pero el Papa Francisco dice que el objeto de la legislación de Juan Pablo II era la SSPX. Se trata de una burrada colosal. En Rorate Caeli hay un artículo excelente [en inglés] documentando el modo en que Francisco malinterpreta la intención de Juan Pablo II.

* * *

A pesar de la insistencia del motu proprio en afirmar que se impedirán los abusos del Novus Ordo, todos sabemos que eso no ocurrirá nunca. Si Francisco realmente estuviera preocupado por los católicos que disienten con las enseñanzas de la Iglesia, entonces Traditionis Custodes es como quitar la paja del ojo tradicionalista sin remover la viga en el ojo del Novus Ordo. Las encuestas consistentemente muestran que el 89% de los católicos rechazan la autoridad del Papa para enseñar acerca de la inmoralidad de la contracepción; que el 51% rechazan la autoridad papal en sus enseñanzas sobre el aborto. Y que el 69% de los católicos no creen en la transubstanciación. (fuente aplicable a los EE.UU). ¿Esto lo pone mal al Papa Francisco? ¿Acaso va a tomar alguna medida decisiva contra esa gente?

Por supuesto que no. El doble discurso no invalida la gravedad (sea cual fuere) de Traditionis Custodes, pero sí destruye toda pretensión de buena voluntad de parte del Santo Padre al mismo tiempo que acaba con la posibilidad misma de que los fieles reciban su mensaje con docilidad. Frente a una injusticia tan descarada, la idea de que los católicos tradicionalistas simplemente cambien de parecer y acepten este decreto es ridículo. Esto sólo traerá más conflictos. Y resultaba 100% evitable. Qué inútil todo. Hablen ahora si quieren, de peleas innecesarias.

* * *

En cuanto a los tradis auto-incriminantes [self-hating] que están diciendo: “Nosotros lo pedimos, y ahora estamos ligando lo que nos merecíamos”, y que “la visión del Santo Padre acerca del tradicionalismo por fuerza ha de ser la correcta”, no quiero imaginarme qué clase de torturas mentales han de estar padeciendo al intentar resolver estas cuadraturas de los círculos. Sí entiendo que hay católicos tradicionalistas que pueden ser tóxicos; recientemente me he quejado de ellos [en inglés]. Pero si Ud. cree que las deplorables actitudes de un par de tradis online merece la supresión de todo un rito —y no de cualquier rito, sino del históricamente predominante en la Cristiandad Occidental— pues entonces está Ud. infinitamente más loco que el cuco-tradi que tanta preocupación le genera. Esto es como amputarse la mano para remover una cutícula.

* * *

Uno de los párrafos más risibles en la carta con la que acompaña esto es aquel en el que el Papa dice que “quienquiera que desee celebrar con devoción en consonancia con formas más antiguas de la liturgia hallará en el Misal Romano reformado de acuerdo al Concilio Vaticano II todos los elementos del Rito Romano, en particular el Canon Romano que constituye uno de sus principales elementos”. Se trata de una concepción notablemente reduccionista de la liturgia. Se hallará entre ciertos católicos conservadores esta idea de que lo único que importa en materia litúrgica es que haya una eucaristía válida: “¡Siempre está Jesús!” dirán, predeciblemente, mientras los globos ascienden hacia el techo y el santuario se llena con los compases candomberos de las guitarras. Esto representa una concepción radicalmente minimalista de la liturgia que reduce la misa a su componente más básico, regocijándonos en que por lo menos todavía contamos con el sine qua non de la liturgia. Se desprende de la cita que acabamos de hacer que que el Papa Francisco tiene piensa de modo similar: la totalidad de la liturgia tradicional de Occidente se reduce al Canon Romano. “¿De qué os quejáis? Tienen el Canon Romano”. Si esa es la perspectiva con que el papa considera la continuidad, pues entonces nada literalmente queda a salvo de su afán de novelerías. Espero que más y más gente caiga en la cuenta de lo horriblemente reduccionista que es semejante hermenéutica. Es como si después de darle de comer saludablemente a mis hijos con comidas balanceadas, de repente los echara fuera diciéndoles que pueden comer insectos. Y si se quejaran, decirles que no lo hagan puesto que todavía cuentan con proteínas.

* * *

“¿Qué hacemos?” En realidad, eso es lo que todos quieren saber. Con eso me alzo de hombros. Yo qué sé. Pero sí diré dos cosas:

Los católicos tradicionalistas tienen una tendencia hacia los escrúpulos. Nos preocupamos en demasía por las reglas, la letra chica y las rúbricas. Y la situación actual solo exacerba esta ansiedad escrupulosa. Para muchos, lo que ha sucedido nos ha puesto frente a dilemas extremadamente complejos que ningún católico debiera afrontar. Ningún católico debiera confrontar al papa contra la liturgia, la obediencia contra el culto, la fidelidad a la tradición contra el magisterio viviente. Frente a dilemas como estos no podemos permitirnos demasiados escrúpulos. Le hablo a los laicos, pero también a los obispos y sacerdotes. En Occidente somos excesivamente legalistas. Con toda la mierda que hay en el mundo y en la Iglesia, con la civilización que se cae a pedazos y la Iglesia en un caos total, con toda la confusión y mala información y mentiras y doble discursos siendo vomitados por la jerarquía a diario, ¿realmente creen que Dios lo hará enteramente responsables de establecer con toda precisión el status canónico de esta o aquella otra capilla? Simplemente hagan lo que tengan que hacer y no se preocupen demasiado por la letra chica.

Por lo demás, dije “mierda” sólo para irritar a los escrupulosos que, en un posteo acerca de esta crisis, solamente pensarán en usar la energía que les queda para quejarse en el espacio reservado a los comentarios de que haya usado la palabra “mierda”. Por horrible que sea esta situación, siempre trato de recordar que la misa no es mi fe. Constituye parte integral del modo en que vivo mi fe, pero mi fe es mucho más grande que la misa. Hago esta puntualización porque nunca faltará quien comente diciendo “Esto le hace mal a la fe”. Nunca sabré si lo dicen en serio, en el sentido de que esto les hace creer en Dios un poco menos; a veces creo que sólo quieren decir que “esto me hace más difícil vivir la fe”. La misa de San Pío V constituye un tesoro absoluto. Pero Dios no te debe la misa. La da, y la puede quitar. Si el hecho de que te quite la misa en latín hace que pierdas la fe, ¿qué habrías hecho en el Japón durante todos esos siglos que los católicos no contaban con la misa? ¿O en la Inglaterra isabelina? ¿Simplemente habrías perdido la fe? Muchos de los Padres del Desierto ni siquiera asistían a misa; ni las monjas de clausura en la Edad Media, ni muchos de los ermitaños.

Dios todavía está en su trono. Jesús todavía vive resucitado. Yo todavía estoy redimido por su Sangre y estoy incorporado a su Cuerpo mediante la sagrada pila bautismal. ¿Acaso algo de eso ha cambiado? No. Nada de eso ha cambiado, y por tanto mi fe permanence inmutable. En modo alguno quiero disminuir aquí la importancia de la misa; pero si tu fe pende de un cierto nivel de acceso a la misa tradicional, ¿adónde estará cuando en los tiempos por venir resulte incluso más difícil que ahora? No os estoy insultando si vuestra fe se encuentra comprometida. Al contrario, solo estoy desafiándolos para que vuelvan a las verdades primeras, las verdades primigenias que ningún prelado puede tocar. Tengan fe en Dios. Y por cierto, no estoy hablando aquí como diciendo “¡tengan fe en que la Misa Tradicional en latín triunfará!” o bien, “Tengan fe que algún papa revertirá todo esto.” No, digo que tengan fe en que Dios está con nosotros, que la sangre de Cristo nos ha librado del pecado, y que en Él podemos vivir una vida de gracia y santidad —aun cuando estos desórdenes nunca sean remediados hasta el mismísimo fin del mundo.


Tradujo: Jack Tollers

El odio a la Misa de siempre, y la cuestión de la obediencia (prefacio de Mons. Viganó)

 ADELANTE LA FE


Prefacio del arzobispo Carlo Maria Viganó

Este magnífico y contundente artículo del profesor Massimo Viglione es uno de los más lúcidos y profundos comentarios al tenebroso motu proprio Traditiones custodes. Mi intención al publicar tan valiosa intervención es ponerlo al alcance de los fieles, sean católicos o no, para su lectura y reflexión, a fin de que cada uno obtenga provecho de su claridad profética y valor apostólico en la encarnizadísima guerra que todos debemos afrontar. Una guerra cuyo inevitable desenlace será el triunfo de la Esposa de Cristo sobre las potencias desatadas del Infierno.

El artículo del profesor Viglione merece una amplia difusión además por mostrar el panorama general de la estrategia y actividades simultáneas y coherentes de la iglesia profunda y el estado profundo. En unos momentos en que la discriminación contra los no vacunados ha sido adoptada también por la iglesia bergogliana, tenemos el ineludible deber de resistir con la máxima determinación, alzar la voz y dar a conocer lo que se está cociendo.

+Carlo Maria Viganò, arzobispo

***

El odio a la Misa de siempre, y la cuestión de la obediencia

«Os expulsarán de las sinagogas» (Jn.16,2)

Hermenéutica de la envidia de Caín a Abel

Massimo Viglione


En estos días posteriores a la oficialización por el motu propio de Francisco de la guerra entre las jerarquías eclesiásticas contra la Misa de siempre se han multiplicado los comentarios sobre el asunto. Más de uno de dichos comentarios ha puesto de relieve el nada disimulado desprecio y al mismo tiempo la absoluta claridad de forma y de contenido que caracteriza al motu proprio Traditionis custodes, redactado con un estilo y formalismo más político que teológico y espiritual.

A todos los efectos, es una declaración de guerra. Salta a la vista la diferencia formal y de tono con los diversos documentos en los que Pablo VI anunció, programó y llevó a cabo a partir de 1964 su reforma litúrgica, finalmente oficializada por la constitución apostólica Missale Romanum del 3 de abril de 1969, con la que a todos los efectos el Rito Romano antiguo fue sustituido (es la palabra más apropiada desde el punto de vista de las intenciones que de los actos) por el nuevo rito en lengua vulgar. En los documentos montinianos encontramos en repetidas ocasiones muestras de un modo hipócrita pero evidente dolor, pesar y remordimiento mientras –paradójicamente– ensalza la belleza y sacralidad del rito antiguo.

En resumen, es como si Montini dijera: «Hasta nunca, querido rito de siempre, ¡pero qué bonito eras!»

Por el contrario, en el documento bergogliano se trasluce, como muchos han observado, odio a aquel rito. Un odio incontenible.

Naturalmente, no es Bergoglio quien ha iniciado esta guerra, desatada por el movimiento litúrgico modernista (o, si se prefiere, el protestantismo) sino, a nivel oficial y operativo, el propio Pablo VI. Si se me permite la atrevida y popular metáfora, Bergoglio sólo se ha puesto a disparar a la desesperada intentando matar de una vez por todas a un herido de muerte que durante las décadas del postconcilio no sólo no ha muerto sino que revivido arrastrando consigo a un número incalculable de fieles en todo el mundo, con un aumento exponencial en los últimos catorce años.

Y ahí está el quid de la cuestión. El clero progresista y más entusiásticamente modernista ha tenido que soportar a regañadientes el motu proprio de Benedicto XVI, pero al mismo tiempo ha estado actuando contra la Misa de siempre por medio de la resistencia hostil de una grandísima parte del episcopado internacional que siempre ha desobedecido descaradamente a cuanto decreta Summoroum pontificum desde los mismos años del pontificado ratzingeriano, y más aún desde su renuncia para acá.

La hostilidad de los obispos ha dado lugar a que al final el deber de mantener activo el motu proprio dependiese con harta frecuencia del valor de algunos sacerdotes que lo celebraban de todos modos sin autorización del obispo (lo cual no era ciertamente necesario). Pues bien, esos prelados constante y obstinadamente desobedientes al Soberano Pontífice de la Iglesia Católica y al motu proprio de éste, en nombre de la obediencia al Sumo Pontífice y a un motu proprio suyo podrán ahora no sólo continuar sino intensificar su labor de censura, la guerra que ya no es oculta sino evidente, como de hecho venía sucediendo.

Pero Francisco no se ha limitado a disparar contra víctima inmortal. Ha querido ir más allá, enterrarla en vida de forma tan veloz como furtiva y monstruosa, afirmando que el rito nuevo es lex orandi de la Iglesia Católica. De lo cual habría que colegir que la Misa de siempre ya no sería la Lex orandi.

Sabido es que nuestro pontífice es un ignorante en materia de teología (que es como decir que un médico no sabe de medicina o un herrero no sabe emplear el hierro y el fuego). De hecho, la Lex orandi de la Iglesia no es una ley de derecho positivo aprobada por un parlamento o dictada por un soberano que pueda ser revocada, alterada, sustituida, mejorada o empeorada en cualquier momento. Es más, la Lex orandi de la Iglesia no es una cosa concreta delimitada por el tiempo y el espacio, sino el conjunto de normas teológicas y espirituales de uso litúrgico y pastoral a lo largo de toda la historia de la Iglesia, desde los tiempos del Evangelio –en concreto desde Pentecostés– hasta hoy. Para que se pueda vivir obviamente en el presente, hunde sus raíces en todo el pasado de la Iglesia. No hablamos, por tanto, de nada humano –exclusivamente humano– que un cacique cualquiera pueda alterar a su antojo. La Lex orandi comprende en su totalidad los veinte siglos de historia de la Iglesia, y no hay hombres ni consenso humano que puedan alterar este depósito veinte veces secular. No hay papa, concilio ni episcopado que pueda cambiar el Evangelio, el Depósito de la Fe, el Magisterio universal de la Iglesia. Y tampoco la liturgia de siempre. Y si es cierto que el rito antiguo tiene un núcleo esencial de origen apostólico que se ha ido acrecentando armónicamente a lo largo de los siglos, con alteraciones progresivas (hasta Pío XII y Juan XXIII), no es menos cierto que esas alteraciones –una veces más oportunas, otras menos, otras tal vez inapropiadas– siempre se han estructurado no obstante en un continuum de Fe, sacralidad, Tradición y belleza.

La reforma montiniana pulverizó todo eso al inventarse un nuevo rito adaptado a las exigencias del mundo moderno y transformar la sagrada liturgia católica haciéndola antropocéntrica en vez de teocéntrica. Del Santo Sacrificio de la Cruz repetido incruentamente mediante la acción del sacerdote se ha pasado a una asamblea de fieles dirigida por su presidente. De instrumento de salvación y hasta de exorcismo se ha pasado a un encuentro populista horizontal susceptible de adaptaciones y continuos cambios autocéfalos y relativistas y adaptaciones más o menos festivas cuyo valor se basaría en el consenso de las masas, como si se tratara de un instrumento dirigido al público, que a pesar de todo va disminuyendo progresivamente.

De nada sirve proseguir por ese camino: esos son precisamente los frutos de esta subversión litúrgica que hablan a la mente y al corazon y no mienten. Por el contrario, es preciso aclarar las causas de ese paso de la hipocresía montiniana a la sinceridad bergogliana.

¿Qué es lo que ha cambiado? El clima general, que sin exagerar se ha trastornado. Montini creía que en pocos años nadie se acordaría ya de la Misa de siempre. Y Juan Pablo II, ante la evidencia de que no se podía matar al enemigo, se vio obligado –también a regañadientes– a conceder un indulto (como si la sagrada liturgia católica de siempre tuviera necesidad de algún perdón para seguir existiendo) que (nadie lo dice) era incluso más restrictivo que este último documento bergogliano, aunque sin el odio que caracteriza a éste último. Pero sobre todo ha sido el imparable éxito entre el pueblo –sobre todo entre los jóvenes– que ha tenido la Misa de siempre después del motu proprio de Benedicto la chispa que ha hecho saltar tanto odio.

La Misa nueva ha salido perdiendo ante la historia y ante la fuerza de los hechos. Las Iglesias se han vaciado, cada vez hay menos fieles; las órdenes religiosas –también, y tal vez, sobre todo, las más antiguas y gloriosas– van desapareciendo; monasterios y conventos están abandonados, habitados por religiosos ya muy avanzados en años, y se está a la espera de su muerte para clausurarlos; las vocaciones han quedado en nada; se ha reducido a la mitad el número de los que marcan la casilla de la Iglesia en la declaración de la renta, a pesar de la obsesiva, pesada y patética publicidad solidaria con el Tercer Mundo; las vocaciones al sacerdocio son escasas, por todas partes se ve a párrocos a cargo de tres, cuatro y hasta cinco parroquias; las matemáticas del Concilio y de la Misa nueva son lo menos misericordioso que pueda haber.)

Pero la quiebra es ante todo cualitativa desde los puntos de vista teológico, espiritual y moral. También el clero que existe y resiste es en gran medida herético o tolera la herejía y el error en tanto que se muestra intolerante con la Tradición, no reconociendo valor objetivo alguno al Magisterio de la Iglesia (sino a lo que resulta agradable), y vive de la improvisación teológica y dogmática, así como litúrgica y pastoral, basándolo todo en un relativismo doctrinal y moral acompañado de una caterva de cháchara y lemas vacíos y desabridos; y eso sin hablar del devastador, por no decir monstruoso, estado moral de buena parte del clero.

Cierto es que hay algunos movimientos que remedian un poco la situación: pero lo hacen a base, una vez más, de relativismo doctrinal, litúrgico (guitarras, panderetas, diversión, participación) y moral (el único pecado es oponerse a los dictados de esta sociedad: actualmente consiste en oponerse a la vacuna; todo lo demás está más o menos permitido). ¿Y esos movimientos siguen siendo católicos? ¿En qué medida y cuál es su calidad? Si analizáramos con precisión teológica y doctrinal su fidelidad, ¿cuántos aprobarían el examen?

Enseña la Iglesia que lex orandi, lex credendi. Y ciertamente la Lex orandi de los diecinueve siglos anteriores al Concilio Vaticano II y a la reforma litúrgica montiniana han creado una suerte de fe, una fe diferente en los cincuenta años siguientes. Y un nuevo tipo de católico.

«Por sus frutos los conoceréis» (Mt.7,16), enseñó el Fundador de la Iglesia. Ni más ni menos. Los frutos del fracaso total del modernismo (o, si se prefiere, para los más atentos e inteligentes, el triunfo de los verdaderos fines del modernismo), del Concilio y del postconcilio. ¿Dónde naufragó la propia hermenéutica de la continuidad? Junto con la misericordina, ha desembocado en la hermenéutica del odio.

En cambio, la Misa de siempre es precisamente la antítesis de todo esto. Es rompedora en su propagación, a pesar de la perpetua hostilidad y censura de los obispos; es santificante en su perfección; es atrayente por ser expresión de la inmutabilidad eterna, de la Iglesia de siempre, la teología, la espiritualidad, la liturgia y la moral de siempre. Se la ama porque es divina, sagrada y ordenada jerárquicamente; no es humana, democrática ni liberal-igualitaria. Divina y humana a la vez, como su Fundador en el día de la Última Cena.

Y la aman sobre todo los jóvenes, tanto los laicos como los que sienten atraídos por el sacerdocio. Mientras que los seminarios del nuevo rito (la lex orandi de Bergoglio) son antros de herejía, apostasía (y mejor no hablemos de otras cosas…), los seminarios del mundo de la Tradición están rebosantes de vocaciones, tantos masculinas como femeninas, en una continuidad imparable.

La explicación de esta innegable realidad se encuentra en la única Lex orandi de la Iglesia Católica. La que es querida por Dios, y aquella a la que ningún rebelde se puede sustraer.

Ahí está la raíz del odio. El consenso mundial y multigeneracional en cuanto al enemigo que estaba destinado a morir ante el fracaso de lo que tendría que haber aportado savia nueva pero se está secando y muriendo.

Porque falta la savia vital de la Gracia.

El odio a las muchachas arrodilladas tocadas con velo blanco y a las madres de varios hijos cubiertas de velo negro; a los hombres arrodillados en oración y recogimiento, quizás desgranando las cuentas de un rosario; a los sacerdotes con sotana y fieles a la doctrina y la espiritualidad de siempre; a las familias numerosas y serenas ante las dificultades de nuestra sociedad; odio a la fidelidad, la seriedad y la sed de sacralidad.

Es el odio a todo un mundo, cada vez más numeroso, que no ha caído –ni caerá– en la trampa humanista y mundialista del nuevo Pentecostés.

En el fondo, ese disparar a la desesperada no es otra cosa que un nuevo homicidio de Caín, envidioso de Abel. De hecho, en el rito nuevo se ofrece a Dios «el fruto de la tierra y del trabajo del hombre» (Caín); en cambio, en el de siempre «hanc immaculatam Hostiam» (el Cordero primogénito de Abel: Gén.4,2-4).

Caín vence siempre momentáneamente gracias a la violencia, pero luego sufre sin falta el castigo a su odio y su envidia. Abel muere brevemente, pero después vive por la eternidad en la sequela Christi.

¿Qué pasará ahora?

La pregunta es más interesante e inevitable de lo que parece, y lo es a varios niveles. No podemos conocer el futuro, pero sí podemos plantear por el momento algunos interrogantes.

¿Obedecerán todos los obispos?

No parece que vayan a hacerlo. Más allá de la gran mayoría, que lo harán de buena gana o porque participan del odio de su jefe (casi todos) o por temor a su futuro personal, pensamos que no serán pocos los que hagan frente a la ametralladora bergogliana, como se ve que está sucediendo ya en EE.UU. y Francia (no albergamos muchas esperanzas por los italianos, los más acobardados y acomodados, como siempre), bien porque en principio no sean hostiles, bien por amistad con algunas órdenes vinculadas a la Misa de siempre, bien quizá –¿es una esperanza infundada– por un arrebato de justo orgullo por la humillación –incluso grotesca– infligida por el documento de marras, que empieza afirmando que la concesión de permiso es competencia de ellos, y luego limita toda libertad de acción y sujeta a condiciones la más mínima posibilidad de elegir, ¡sino que cae en la fragrante contradicción de afirmar que en todo caso deben dirigirse a la Santa Sede!

¿Obedecerán en efecto ciegamente, o surgirán algunas arrugas que resquebrajen la estructura de odio?

¿Y qué pasará en el mundo tradicionalista?

Se va a armar una buena, como se diría familiarmente… Podría hasta haber golpes de efecto de proporciones históricas. Unos caerán, otros sobrevivirán, otros a lo mejor sacarán provecho (pero cuidado con las albóndigas envenenadas de los siervos del padre de la mentira). Confiemos en la Gracia divina para que los fieles no sólo sigan siendo fieles, sino que aumente su número.

Todo ello será confirmado ante todo por un aspecto que hasta ahora nadie ha señalado: el verdadero objetivo de esta guerra contra la sagrada liturgia católica que se arrastra desde hace varias décadas, y es además el verdadero objetivo de la creación ex nihilo (mejor dicho, diseñado en algún antro) del nuevo rito, es la disolución de la liturgia católica en sí, de toda forma de Santo Sacrificio, de la propia doctrina y la Iglesia misma en la amplia corriente mundialista de la religión universal, del Nuevo Orden Mundial. Conceptos como la Santísima Trinidad, la Cruz, el pecado original, el Bien y el mal entendidos en el sentido cristiano tradicional, la Encarnación, la Resurrección y por consiguiente la Redención, los privilegios marianos y la misma Madre de Dios Inmaculada Concepción, la Eucaristía y los Sacramentos, la moral cristiana con sus Diez Mandamientos y la doctrina del Magisterio universal (defensa de la vida, de la familia, de la recta sexualidad en todas sus formas, con todas las condenas consecuentes a la locura actual), son todas cosas que deben desaparecer en la religión universal monista futura.

Desde semejante perspectiva, la Misa de siempre es el primer elemento que debe desaparecer, por ser precisamente el baluarte inflexible de todo lo que se quiere hacer desaparecer, y por ser el principal obstáculo a toda forma de ecumenismo. Con el tiempo, ello supondrá inevitablemente una aproximación progresiva a liturgia sagrada de siempre por parte de las multitudes de fieles que todavía frecuentan el rito nuevo, quizás con sacerdotes que lo celebran con dignidad. Porque al fin y al cabo estos últimos se verán tarde o temprano en la encrucijada de decidir entre obedecer el mal y desobedecer para ser fieles al Bien. Tanto en la sociedad como en la Iglesia, al final la Revolución lo arrolla todo: a la larga se termina cayendo de un lado o de otro. Y eso tendrá como consecuencia que los buenos que ahora están confundidos terminen por buscar la Verdad y la Gracia.

O sea, la Misa de siempre.

Los que continúan sin plantearse estas cuestiones y siguen a esos obispos y párrocos, sepan que si quieren ser católicos de veras y beneficiarse verdaderamente del Cuerpo y la Sangre del Redentor… tienen los días contados. Muy pronto se van a ver obligados a tomar partido.

Hablemos ahora del problema central en esta situación: qué hacer ante una jerarquía que odia la Verdad, el Bien, la Belleza y la Tradición, y que combate la única Lex orandi verdadera para imponer otra que no agrada a Dios sino al príncipe de este mundo y a sus secuaces inspectores (en cierta forma, sus obispos)?

Es el problema fundamental de la obediencia, que también en el mundo de la Tradición se lleva a cabo muchas veces un juego sucio que con frecuencia no es fruto de una sincera búsqueda de lo mejor y de la verdad sino de guerras personales, que se han agravado con la brecha causada por el totalitarismo sanitario y el vacunismo.

La obediencia –y este es un error cuyas raíces más profundas están también en la Iglesia preconciliar– no es un fin. Es un medio de santificación. Por lo tanto, no es un valor absoluto, sino instrumental. Es un valor positivo cuando se ordena a Dios. En cambio, si se obedece a Satanás, a sus siervos, al error, a la apostasía, deja de ser un bien para convertirse en participación voluntaria en el mal.

Como la paz, ni más ni menos. La paz –diosa de la subversión actual– no es un fin, sino un instrumento del Bien y de la justicia cuando tiene por objeto crear una sociedad buena y justa. Si su finalidad es crear o promover una sociedad satánica, maligna, errada y subversiva, la supuesta paz se convierte en instrumento del Infierno.

No debemos agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones (1 Tes.2,4). ¡Exactamente! Por eso, quienes obedecen a los hombres sabiendo que facilita el mal y obstaculiza el Bien, sean quienes sean, la jerarquía eclesiástica incluida sin faltar el Papa, se hace en realidad cómplice del mal, la mentira y el error.

Quien obedece en esas circunstancias desobedece a Dios, porque «el siervo no es mejor que amo» (Mt.10,24). Judas también era parte del colegio apostólico.

De lo contrario se incurre en hipocresía. Como si –por poner un ejemplo– un católico tradicionalista autoerigido en juez y dispensador de la seriedad ajena criticase abiertamente al actual pontífice por Amoris laetitia o por este último documento pero luego, en lo que respecta a la sumisión ¡incluso obligatoria! al vacunismo en sí y a la aceptación del empleo de líneas celulares humanas obtenidas a partir de víctimas de abortos voluntarios declarase para defenderse de la justa y obvia indignación general que obedece todo lo que ha dicho el Soberano Pontífice sobre la cuestión.

La conditio sine qua non de toda seriedad no está tanto en el tono utilizado (éste también es un aspecto importante pero en modo alguno primordial, y desde luego no deja de ser subjetivo), sino sobre todo en la coherencia de doctrina, ideas e intelecto al Bien y a la Verdad en su integridad, en todo aspecto y circunstancia. Es preciso entender si quien dirige a la Iglesia hoy en día quiere ser siervo fiel de Dios o siervo fiel del príncipe de este mundo. En la primera hipótesis, se le debe obediencia, y la obediencia es un medio de santificación. En la secunda, hay que sacar conclusiones. Evidentemente dentro del respeto a las normas codificadas de la Iglesia, de los hijos de la Iglesia y con buena educación y tono sereno. En todo caso, siempre se debe tener en cuenta las consecuencias: la primera preocupación tiene que ser seguir y defender siempre la verdad, no el repugnante servilismo obsequioso y escrupuloso, fruto podrido de un mal entendido tridentinismo. Ni el Papa ni la jerarquía pueden utilizarse como referentes de la verdad cuando parece conveniente dependiendo de los fines personales.

Vivimos los tiempos más decisivos de la historia de la humanidad y de la Iglesia. Todos los autores que han ofrecido sus comentarios en los últimos días nos invitan a la oración y la esperanza. Nosotros también lo haremos como es natural, con plena certeza de que cuanto está pasando en estos días, y en general desde febrero de 2020, es señal inequívoca de que se acerca el tiempo en que Dios intervendrá para salvar a su Cuerpo Místico y a la humanidad, así como el orden que Él mismo ha dado a la creación y a la convivencia humana, según la medida, las formas y los momentos que Él disponga.

Recemos, esperemos, velemos y alistémonos en el bando bueno. El enemigo nos ayuda a tomar partido: de hecho, es siempre el mismo en todas partes.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)