BIENVENIDO A ESTE BLOG, QUIENQUIERA QUE SEAS



lunes, 9 de noviembre de 2020

El tremendo peligro de la resignación



Y volvemos de nuevo a lo mismo. Se acercan nuevas restricciones, confinamientos, cierres. Nadie sabe cuánto tiempo durarán y si realmente serán capaces de derrotar al virus. Es una de las horas más negras de la historia reciente de la humanidad, el primer bloqueo a escala global. España es sólo uno de los teatros de una operación planetaria cuya magnitud, simultaneidad e irradiación nos dejan consternados. Como ratones o topos, estamos reducidos a vivir bajo tierra, sin luz, sin futuro y con muy pocas esperanzas, lejos el uno del otro. La soledad hace que el estado de ansiedad generalizada sea más grave. La dificultad de comunicación es un problema más, enfatizado por prohibiciones e imposiciones que ahora han cruzado la fina línea entre emergencia e imposición arbitraria.

La diferencia, comparada con hace unos meses, es el cansancio, un abatimiento masivo sobre el que aprovecha el poder para encerrarnos cada día más, reprimir los reflejos de la vida y criminalizar las reacciones que, aquí y allá, comienzan a surgir: las primeras grietas en la pared del miedo, el egoísmo y el silencio de una población que ha envejecido repentinamente. 

Vamos por el camino de ser una generación perdida. Cuánto me entristece ver aumentar a la gente que vive en la precariedad, que para los más poderosos son sólo puntos a merced del viento. Millones de personas se ven obligadas a competir por trabajos pagados a cinco, a cuatro euros la hora, a merced de un confinamiento que los deja desesperados. Lo que es más, está prohibido quejarse. Manifestarse, expone a consecuencias penales por el riesgo de contagio; la gente está dividida entre llorones que se lamentan, controladores vigilantes y una multitud de personas temerosas. El cambio de rumbo de la comunicación es sorprendente: hemos pasado del estúpido optimismo de la primavera, en el que el lema que circulaba fue "todo acabará bien", a la catástrofe de hoy. Más sorprendente aún es el cambio de ritmo unánime a nivel internacional, que no puede ser el resultado exclusivo de la segunda ola viral. Vivimos un sueño destrozado de libertad que me recuerda un verso de Virgilio en el capítulo II de la Eneida: “una salus victis, nullam sperare salutem” ("Para los vencidos no hay más salvación que no esperar salvación alguna"). Y dicho esto, ya sólo me queda afirmar con contundencia que las personas que no queremos vivir como ratones tenemos el deber de unirnos. Igual que Karl Marx hizo un llamamiento a la unidad de los proletarios de todos los países, todo lo que tenemos que hacer los que aún conservamos la conciencia de nosotros mismos, es clamar por la unión de los nuevos condenados de la tierra en la era del virus y el Nuevo Orden Mundial. Estamos, en efecto, ante la gigantesca transformación del mundo y de la vida planeada y pensada desde hace mucho tiempo, cuya realización ha experimentado una poderosa aceleración debido al coronavirus.

El poder no sabe o no puede (¿o no quiere?) detener el contagio, mientras que cada minuto que pasa hay más pobreza; el odio y la estupidez de la bestia que se ha convertido en masa, crece; y el horizonte de esperanza se sitúa cada vez más lejos. Escuchamos frecuentemente que reanudaremos nuestras vidas “cuando" llegue el dinero prometido por la UE, "cuándo" el gobierno cambie, cuando pase la pandemia, cuando la economía se reanude. Vivimos condicionalmente, esperando un milagro de la ciencia o la intercesión de un nigromante o de un bondadoso brujo. Ilusiones, espejismos de oasis, oasis en el desierto.

Algunas señales positivas aparecen en la reacción de algunos segmentos de la población a las nuevas medidas de confinamiento y destrucción del tejido social y económico. En el horizonte hay un conflicto entre el poder (que es la tropa de los que están a cargo de todo) y todos los demás. Es repugnante culpar a la población, especialmente a los jóvenes y a todos los que tienen que trabajar, de la segunda ola del virus; mientras que las voces de quienes denuncian el aumento de la mortalidad por todas las demás enfermedades que parecen olvidarse, permanecen sin ser escuchadas. Los mismos que hoy se sienten resguardados de todo esto por ahora, corren el riesgo de ser los perdedores del mañana si la crisis continúa. Una crisis cuyo principal componente es el miedo, alimentado por una información burdamente tendenciosa y por ocultaciones flagrantes, amén de la absoluta prohibición totalitaria de cualquier crítica. Todos los medios en masa están en ello. 

La ansiedad y la depresión están avanzando. Estoy convencido de que el alcohol y los paraísos artificiales se están extendiendo: un síntoma de infiernos que ocupan el corazón y el alma. Todo lo que queda es reaccionar y hacerse la pregunta fatídica: ¿tiene sentido no vivir para no morir? ¿Es un vivir así digno de nuestra condición humana? La prudencia y la profilaxis individual frente al virus son un deber, como la investigación médica; pero la prolongada y terrible pérdida de libertad va cavando zanjas que serán muy difíciles de salvar, mientras que millones de personas tiemblan ante la perspectiva de que ya no tengan ingresos, y tantas personas mayores sientan terror ante la perspectiva de hospitalización, abandono, supervivencia sin sentido, lejos de las personas y cosas que llenaron la vida hasta el fatídico febrero. ¿Qué hago ya aquí?, me decía un jovencísimo anciano que paseaba solitario y enmascarado. No puedo ver a los nietos, no puedo reunirme con nadie. Me han dejado solo.

Por lo tanto, debemos estar del lado de aquellos que exigen libertad. Una libertad que no es en absoluto filosófica, sino la posibilidad concreta de hacer gestos diarios: moverse, trabajar, comunicarse, amar, discutir; en una palabra, vivir. Libertad concreta. Todo lo que queda es valor y un amor indomable por las libertades. Si hay algo común a todos los disidentes hoy en día, es el repudio a las limitaciones cada vez más sofocantes de las libertades elementales. En realidad, no importa de dónde viene todo el mundo, cuál es el trasfondo cultural, civil y político de nuestra ascendencia. Es importante que vayamos al mismo lado y reconozcamos a un enemigo común. Tenemos que saber diferenciar entre el enemigo absoluto, y el que es tan sólo un adversario contra el que uno puede discrepar e incluso enfrentarse, reanudando después el viaje unidos sobre diferentes bases. 

Un enemigo absoluto son aquellos que están usando el virus como arma letal para cambiar nuestras vidas a peor, e imponer una agenda de reformulación antropológica. Esto no es, por supuesto, lo que moverá a las multitudes. Si nace la oposición, se ocultará en torno a demandas muy simples: trabajo, libertad de circulación, retorno a la normalidad en la medida de lo posible, ayuda inmediata a quienes están entrando en la espiral de la pobreza e incluso la miseria. Sin embargo, no podemos olvidar que lo que estamos experimentando responde a lógicas cada vez menos oscuras y más perturbadoras.

Aglutinados junto a los objetivos y propósitos de la operación Covid19 (independientemente del origen del virus) se encuentran la vacunación masiva, la instauración de un modelo económico y productivo caracterizado por el cambio energético y la inutilidad de las grandes masas humanas, la transición a la digitalización total, la generalización de la soledad del teletrabajo, la robotización, alguna forma de ingresos universales que se gastarán en los canales preestablecidos, el declive demográfico, la represión de los disidentes con el pretexto de la protección de la salud. 

Es importante señalar que Covid 19 es un campo de batalla en el que la salud de los pueblos del mundo cuenta relativamente, en el que las aplicaciones relacionadas con el seguimiento de infecciones y en el que la digitalización progresiva de la vida cotidiana produce un aumento constante en la capacidad de controlar y monitorear a cada ser humano. Y la transformación está enmascarada detrás de utopías moralistas y humanitarias, no lo olvidemos. 

A pesar de esta reflexión yo no creo excesivamente en las tramas y los complots, no me considero un “conspiranoico”. Pero tampoco creo mucho en los profetas contemporáneos Pero sí creo que es necesario apoyar, más allá de las ideologías de referencia, cualquier movimiento social y de opinión que amplíe y difunda la voz de la gente, empezando por las categorías más expuestas a las medidas gubernamentales, destinadas, a pesar de sí mismas, a convertirse en avanzadilla de la solución. 

También es necesario que en estas etapas de represión, vayan en cabeza las personas menos expuestas a ser chantajeadas en términos de carrera y futuro. Es una tarea en la que los jóvenes más combativos tendrán que estar acompañados por los ancianos, el último gran servicio desinteresado que estos últimos llevarán a cabo en nombre de su propio pueblo. No se puede esperar para comenzar, ni temer por la perseverancia. El cielo nunca deja rendijas tan cerradas que la esperanza no pueda entreabrir.

Finalmente, y llegando a la perspectiva pastoral, he de hacer constar que entre los servicios prescindibles y las cosas necesariamente cambiables, los adalides de la batalla del covid han colocado a la Iglesia y al culto. Cierre prolongado de bares por reducir el riego de contagio. Y por idéntico motivo, cierre más o menos camuflado del culto religioso y de la asistencia religiosa. Igual que nos estremecemos al ver la magnitud de la ruina del turismo y de los bares, restaurantes y servicios análogos, una ruina difícilmente reversible, somos muchos los que en el ámbito religioso nos estremecemos al ver cómo los enemigos de la religión han aprovechado el covid para asestarle a la Iglesia un mazazo del que difícilmente podrán recuperarse. Porque la respuesta de los que servimos a la Iglesia no es de resistencia, sino de acomodación a las restricciones. Ni los dueños de bares y restaurantes que se manifiestan contra las restricciones (¡tan selectivas!) reman a favor del covid, ni tampoco remamos a favor del covid los sacerdotes y fieles que manifestamos nuestro disgusto por la salvaje restricción del culto y de la asistencia espiritual. 

Mn. Francesc M. Espinar Comas
Párroco del Fondo de Santa Coloma de Gramenet

La verdad existe de por sí independientemente de quien le dé crédito

ADELANTE LA FE


El mundo en el que vivimos está, por decirlo con una expresión evangélica, «dividido contra sí mismo» (Mt.12,25). A mi juicio, esta división se compone de realidad y de ficción: por un lado la realidad objetiva, y por otra la ficción mediática. Esto se aplica también a la pandemia, la cual el filósofo Giorgio Agamben ha analizado en la compilación de intervenciones titulada A che punto stiamo, recientemente publicada por la editorial Quodlibet, pero se aplica mejor todavía a la surrealista situación política de los EE.UU., en la cual las pruebas de un un enorme fraude electoral han sido impunemente censuradas en los medios informativos dando por hecho la victoria de Joe Biden.

La realidad del Covid contrasta claramente con lo que nos quieren hacer creer los medios que siguen la línea oficial, pero ello no es suficiente para desmontar el gigantesco montaje de falsedades que ha sido aceptado con resignación por la mayor parte de la población. La realidad de los fraudes electorales, de las evidentes violaciones del reglamento y la falsificación sistemática de los resultados contrasta a su vez con el discurso de los gigantes de la información, para los cuales Joe Biden es el nuevo presidente de los Estados Unidos, y punto. Y así tiene que ser: no hay alternativas a la presunta furia devastadora de una gripe estacional que ha causado el mismo número de víctimas mortales que el año pasado, ni a la irremediabilidad de la elección de un candidato corrupto y sometido al estado profundo. Tanto es así que Biden ya ha prometido restablecer el confinamiento en los EE.UU.

No se tiene en cuenta la realidad, se prescinde totalmente de ella, dado que se interpone entre el plan y su realización. El Covid y Biden son dos hologramas, dos creaciones artificiales listas en todo momento para ajustarse a las exigencias del momento y ser sustituidas respectivamente por el Covid 21 y por Kamala Harris. Se lanzan acusaciones de irresponsabilidad por la celebración de mítines de partidarios de Trump, pero no pasa nada si en la vía pública se concentran los de Biden, como ya sucedió en EE.UU. con las manifestaciones del movimiento Black Lives Matter y en Italia con las celebraciones partidistas del 25 de abril. Lo que para algunos es delito, a otros se les consiente sin dar explicaciones, sin lógica y sin criterios racionales. Porque el mero hecho de votar por Biden, de ponerse la mascarilla, es un salvoconducto absoluto; en cambio, si se es de derecha, se vota por Trump o se pone en duda la eficacia de las pruebas PCR es un motivo de condena que no requiere pruebas ni proceso. Automáticamente te tildan de fascista, soberanista, populista y negacionista, estigma social ante el que deben retirarse en silencio cuantos son objeto de él.

Volvamos a la división entre buenos y malos que es objeto de ridiculización cuando es afirmada por una parte –la nuestra– y erigida en postulado incontestable cuando la emplean nuestros adversarios. Ya lo vimos con los comentarios desdeñosos a mis palabras sobre los hijos de la Luz y los hijos de las tinieblas, como si mi tono apocalíptico fuera fruto de una mente delirante en lugar de la simple constatación de la realidad. Pero al rechazar con desdén esta división bíblica de la humanidad la han confirmado, limitándose a arrogarse el derecho de conceder patentes de legitimidad social, política y religiosa.
Los buenos son ellos, aunque propugnen el asesinato de inocentes, y nosotros tendremos que darles la razón. Los demócratas son ellos, aunque para ganar las elecciones tengan que recurrir siempre a fraudes que saltan a la vista. Los paladines de la libertad son ellos, aunque nos la vayan cercenando día a día. Los honrados y objetivos son ellos, aunque su corrupción y sus delitos los ven ya hasta los ciegos. La actitud dogmática que desprecian y ridiculizan en otros es algo indiscutible e incontrovertible cuando son ellos quienes la promueven.
Pero como ya tuve oportunidad de decir, olvidan un pequeño detalle que no alcanzan a comprender: la verdad existe de por sí independientemente de quien le dé crédito, porque por sí misma, ontológicamente, tiene su propia razón de validez. La verdad no se puede negar, porque es un atributo de Dios, es Dios mismo. Y todo lo que es verdadero participa de esa primacía sobre la mentira. Por tanto, teológica y filosóficamente podemos tener la certeza de que esos engaños tienen las horas contadas, porque bastará arrojar luz sobre ellos para que se desmoronen. Luz y tinieblas, ni más ni menos. Dejemos ahora que se arroje luz sobre las imposturas de Biden y los demócratas sin dar un paso atrás. El fraude que han tramado contra Trump y contra Estados Unidos no podrá sostenerse por mucho tiempo, como tampoco se sostendrán los fraudes mundiales del Covid, la culpa de la dictadura china, la complicidad de los corruptos y los traidores y el sometimiento de la iglesia profunda.

En medio de este panorama de mentiras erigidas en sistema y propagadas por los medios con un descaro desconcertante, la elección de Joe Biden no es sólo algo que desean, sino que se considera inevitable, y por tanto verdadera y definitiva. Aunque no haya terminado el escrutinio; aunque el control de votos y las denuncias de fraude no hayan hecho más que comenzar; Biden tiene que ser presidente, porque así lo han decidido ellos: el voto de los estadounidenses sólo es válido si lo ratifica este discurso; de lo contrario se convierte en deriva plebiscitaria, en populismo, en fascismo.

No sorprende, pues, el entusiasmo grosero y violento con que exultan los demócratas por su candidato in pectore, ni la incontenible satisfacción de los medios informativos y los comentaristas oficiales, como tampoco la constatación de sometimiento cómplice y adulador al estado profundo por parte de los dirigentes políticos de medio mundo. Asistimos a una competición a ver quién llega primero, abriéndose paso a codazos para hacer alarde, para hacer ver que siempre se creyó en la victoria aplastante del títere demócrata.

Pero si la actitud lisonjera de los jefes de estado y secretarios de partido es parte del trillado guión de la izquierda internacional, desconciertan sobremanera las declaraciones de la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, las cuales se apresuró a reproducir la agencia Vatican News, que con inquietante cortedad de miras se atribuyen el mérito de haber apoyado al segundo presidente católico en la historia de los EE.UU., olvidando el importante detalle de que Biden es un abortista empedernido y apoya la ideología LGTB y el mundialismo anticatólico

José H. Gómez, arzobispo de Los Ángeles, profanando la memoria de los mártires cristeros de su país natal, sentencia lapidario: «El pueblo estadounidense ha hablado». Qué más dan los fraudes electorales denunciados y sobradamente probados; el fastidioso formalismo del voto popular, si bien adulterado de mil maneras, se considera concluido en favor del abanderado del pensamiento único. Hemos leído, y nos ha causado náuseas, los mensajes de James Martin SJ y de toda la caterva de aduladores impacientes por subirse al carro de la victoria para compartir con Biden el efímero triunfo. A quien disiente, a quien pide claridad, a quien recurre a las autoridades judiciales para hacer valer sus derechos no se le reconoce legitimidad, y se ve obligado a callar, resignarse y desaparecer. Peor aún: tiene que sumarse al coro exultante, aplaudir y sonreír. Quien no acepta, atenta contra la democracia y es condenado al ostracismo. Como se ve, sigue habiendo dos bandos, pero esta vez es algo legítimo e indiscutibles porque son ellos los que lo imponen.

Resulta significativo que la Conferencia Episcopal de EE.UU. y la organización abortista Planned Parenthood expresen satisfacción por la presunta victoria electoral de la misma persona. Tal unanimidad recuerda el apoyo entusiasta de las logias masónicas a la elección de Jorge Mario Bergoglio, que tampoco estuvo exenta de sospechas de fraude en el cónclave y era igualmente deseada por el estado profundo, como es sabido por los correos de John Podesta y los vínculos de McCarrick y sus compinches con los demócratas y con el propio Biden. Dios los cría y ellos se juntan.

Con estas palabras se confirma y sella la impía alianza entre el estado profundo y la iglesia profunda, el sometimiento de la cúpula de la jerarquía católica al Nuevo Orden Mundial renegando de las enseñanzas de Cristo y de la doctrina de la Iglesia. El primer e ineludible paso para entender la complejidad de lo que actualmente sucede y verlo desde una perspectiva sobrenatural y escatológica es darse cuenta de ello. Sabemos y creemos firmemente que Cristo, única Luz verdadera del mundo, ya ha vencido a las tinieblas que lo ocultan.

+Carlo Maria Viganò, arzobispo

8 de noviembre de 2020, domingo XXIII después de Pentecostés

La extraña alianza entre el Vaticano y Biden (Carlos Esteban)



Desde la COPE hasta la propia Conferencia Episcopal de Estados Unidos, la opinión oficial de la jerarquía católica parece especialmente satisfecha con la presunta victoria de Biden, hasta el punto de saltarse la puntillosa diplomacia eclesial para llamarle presidente electo simplemente porque así le ha declarado la prensa.

Ya sabemos que los católicos no debemos ‘obsesionarnos’ por el aborto, aunque en realidad no sabemos muy bien por qué. Si uno cree realmente que el feto es completamente humano, dotado de la misma dignidad que cualquier persona, siendo totalmente inocente e implicando su aniquilación a su propia madre, no entiendo bien cómo no podría ser el tema político que más podría interesar a la Iglesia Católica. Desde su consagración como derecho constitucional hasta hoy ha causado más de cincuenta millones de víctimas. ¿No clama al cielo? ¿Qué causa puede haber más clara y, a la vez, más (literalmente) sangrante?

Pues ya ven: el ‘católico’ Biden es un abierto y vociferante partidario del aborto, hasta el punto de anunciar que promocionará una ley federal asegurando este ‘derecho’ en el caso de que el Supremo dé la vuelta al caso Wade contra Roe, mientras que Trump ha sido el presidente más provida desde los setenta. ¿Por qué, entonces, tanto alborozo por parte de la jerarquía católica?

Se explica así: Biden ha anunciado que volverá a los acuerdos de París contra el Cambio Climático (en realidad, una transferencia de renta hacia China) y que legalizará a los inmigrantes ilegales, que casualmente son las obsesiones políticas del Santo Padre.

Pero Su Santidad también ha resaltado en numerosas ocasiones otro valor central en la política internacional, subrayándolo recientemente tras insistir sobre ello en su última encíclica, Fratelli tutti. La guerra provoca muertos indudables, pérdida de vidas que incluso los más ardientes abortistas concederán que son humanas.

Es lo que uno nunca ve señalado en, digamos, los alegatos del mediático jesuita James Martin cuando trata de diluir el escándalo del aborto con la pena de muerte, como si eso produjese una especie de empate entre su hombre, Biden, y el ‘diabólico’ Trump. Nunca, digo, fuente jerárquica alguna hace mención del hecho de que Biden ha votado a favor de todas las innecesarias y remotas guerras iniciadas por Estados Unidos desde la Administración Clinton (bombardeos sobre Belgrado), y Obama, Nobel de la Paz, arrojó más bombas sobre más países que ningún otro presidente desde la Segunda Guerra Mundial.

Por el contrario, Trump no solo no ha iniciado ninguna, sino que ha sido instrumental para dos paces que parecían imposibles: entre las dos Coreas y entre Israel y los países árabes. ¿Han oído un solo aplauso por este logro? ¿Ha felicitado el Vaticano a Trump por su extraordinario historial como pacífico y pacificador?

Lo que uno concluye, al final, con no poca tristeza es que incluso en esto nuestra Iglesia institucional sigue a las élites seculares y se sube al carro de un maniqueísmo que no tiene asidero alguno en nuestra doctrina moral.

Carlos Esteban