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lunes, 31 de agosto de 2015

Ideología de género, metástasis marxista (Santiago Martín)

El padre Santiago Martín hace algunas reflexiones sobre un comentario de Monseñor Munilla acerca del marxismo; y sobre la relación entre éste y la ideología de género, que es la que está destrozando, entre otras cosas, la sociedad actual. Como no podía ser menos, los marxistas de Podemos han salido al ataque. Y es que cuando se toca una herida duele. Pero bienvenido sea ese dolor si la herida es reconocida como tal, como algo perverso, y se ponen los medios adecuados para curarla. Desgraciadamente no es el caso. Y, sin embargo, la solución a estos graves problemas que acosan a la sociedad y amenazan con destruirla, cual es el gravísimo problema de la ideología de género, que se quiere imponer a toda costa, como sea, pasa -como siempre- por el reconocimiento de la familia cristiana como lo que siempre ha sido: la célula básica de la sociedad. 

Se conoce la enfermedad: la metástasis que supone la ideología de género como punto culminante del marxismo. Y se conoce dónde se encuentra la solución: la familia cristiana. O sea, la vuelta a nuestras raíces cristianas y al amor a Jesucristo. Ahora se trata, tan solo, de llevar esta medicina a la sociedad, pues no existe ningún otro remedio que pueda curarla.


Vídeo 8:17 min


viernes, 28 de agosto de 2015

Acerca de san Agustín y la gracia santificante

 


Es san Agustín un gran santo al que yo le tengo especial devoción por múltiples razones; entre ellas, la más importante, por el inmenso amor que tenía a Jesucristo, por quien todo lo dejó y a quien se consagró por completo el resto de su vida, desde su conversión.

Fue un hombre santo, pero también un hombre sabio, un auténtico genio y uno de los grandes Padres de la Iglesia Católica, junto con santo Tomás de Aquino. Tiene obras muy conocidas. Cabe destacar, entre sus obras completas:  "La Ciudad de Dios", "La Trinidad", "Tratados sobre el Evangelio de san Juan" y "Enarraciones sobre los salmos" (todos estos libros están editados por la BAC).


Sus escritos se caracterizan por una gran profundidad teológica, pero -al mismo tiempo- por una sencillez tal -todo hay que decirlo- que los hace asequibles a muchísima gente que, sin necesidad de ser teólogos, pueden entenderlo, si prestan atención, debido al lenguaje didáctico que utiliza. 


Por supuesto que si alguien se quiere introducir en la lectura de algunas de sus obras es necesario que posea a mano una buena biblia, preferiblemente dos o incluso tres, pues así se aprovecha uno mejor de sus escritos, cuyo solo objetivo es que la gente, cuando los lea, salga edificada y con más ganas de querer al Señor y de seguir luchando por intentar ser buenos cristianos, aunque nunca -ninguno de los que somos- lleguemos a conseguirlo del todo ..., lo que, por otra parte, no debe de importarnos demasiado; contamos con ello. Sin la gracia divina todo nuestro trabajo y todo nuestro esfuerzo no tendrían el más mínimo sentido; y serían baldíos e inútiles. Pero contamos con esa gracia que Dios concede siempre a quien se la pide con fe e insistentemente. De no ser así, seríamos los más miserables de todos los hombres. Pero no: Cristo ha resucitado y nos da la posibilidad de compartir su Vida y de vivir siempre con Él.

Conviene no perder esto de vista, porque la santidad no es algo imposible. Al hablar de santos siempre solemos pensar en los demás, en gente muy especial ... pero eso no va con nosotros. Es un error. Por supuesto que sí va con nosotros. Dios cuenta con nuestra vida y con nuestro amor para salvar a esta Iglesia que se encuentra en un estado avanzado de descomposición. Dios nos quiere santos, a todos y a cada uno de los cristianos. Pero tal santidad, que es un don imposible de adquirir con nuestras solas fuerzas, la concede Dios a los que son generosos y le ofrecen su vida y todo lo que tienen, porque ninguna otra cosa les importa más que estar junto al Señor. El éxito está asegurado, pero es necesario que pongamos algo de nuestra parte (o mejor, que lo pongamos todo, aunque sea poco, que siempre lo será: Él pondrá el resto). 

Jesús cuenta con nosotros porque así lo ha querido y la única condición que nos pone es la de una completa y absoluta confianza en su bondad y en su misericordia (en Él, no en nosotros). De aquí proviene el hecho de que jamás, para un cristiano, tiene -ni puede tener- sentido  el desánimo: nunca, por más que se observe que la barca de Pedro esté zozobrando y a punto de hundirse.

Si no actuamos así, con esta confianza total en Él, mereceríamos -con razón-  el mismo reproche que Jesús lanzó a sus discípulos cuando éstos lo despertaron, aterrorizados, porque la barca se estaba hundiendo a causa de la tormenta ... y Él, sin embargo, dormía tranquilamente: "¿Por qué teméis, hombres de poca fe?" (Mt 8, 26a) -les dijo al despertar. Lo que, de verdad, les estaba diciendo -y muy claramente- era lo siguiente:  ¿Acaso no estoy Yo con vosotros? ¿A qué viene, pues, ese miedo y ese pánico? ¡Tanto tiempo como llevo viviendo con vosotros ... y, sin embargo, aún no me conocéis!.  "Entonces, puesto en pie, increpó a los vientos y al mar y sobrevino una gran calma" (Mt 8, 26b).


Ésa es la razón -la profunda razón- por la que los cristianos no debemos de asustarnos nunca. La victoria final es nuestra, porque así nos lo ha prometido Jesús. Y Él no nos engaña: "El Cielo y la Tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán" (Mc 13, 31) ... unas palabras que "son Espíritu y que son Vida" (Jn 8, 63). Son "sus" palabras. No debemos de olvidarlo nunca. Y así, en otra ocasión, dijo a sus discípulos, dándoles el motivo más importante de su vida para que jamás se dejasen dominar por la tristeza o el abatimiento:  "De nuevo os veré y se alegrará vuestro corazón y nadie podrá entonces quitaros vuestra alegría" (Jn 16, 22). ¡Mirarle a los ojos y ser mirados por Él! ¡Esto es lo más bello que puede haber a este lado del mundo y también al otro!


Por muy mal que parezca que van las cosas, si nos mantenemos fieles al Mensaje de Jesús, si procuramos -con todas nuestras fuerzas- hacer realidad su Vida en nosotros, no tenemos ningún derecho a acobardarnos ante nada; y menos aún ante este mundo - Jerarquía incluída, en algunos casos, por desgracia- que ha perdido la fe y la confianza en Dios y se ha buscado su propia "religión" y sus propios "dioses": "Se comportan como enemigos de la cruz de Cristo -dice san Pablo-, pero su fin es la perdición (...) porque ponen el corazón en las cosas terrenas" (Fil 3, 19).  

"Nosotros, en cambio, somos ciudadanos del Cielo, de donde también esperamos al Salvador, al Señor Jesucristo, el cual transformará nuestro cuerpo vil en un cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del Poder que tiene para someter a su dominio todas las cosas" (Fil 3, 20-21)


No podemos gloriarnos de nada, porque todo cuanto tenemos lo hemos recibido: todo es Don de Dios. Pero ahí está: no es cuestión de merecimientos ni de pelagianismos absurdos: pero está de por medio la Palabra de Dios, ante la cual no tienen sentido, en un cristiano, ni el desánimo ni la tristeza. Cierto que no podemos dejar de preocuparnos por la situación actual de la Iglesia y del mundo. Por el contrario, ésta debe de ser aún mayor: al fin y al cabo, es algo que nos compete de modo directo. 


Aun cuando seamos "ciudadanos del cielo" y estemos de paso por esta tierra, formamos -sin embargo- parte de esa Iglesia y de ese mundo, de manera que este conocimiento, que se refiere a algo real, puesto que es verdad que "no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la venidera" (Heb 13, 14) no nos exime, sin embargo, del sufrimiento, de la briega y de la lucha constante para que el Reino de Dios se implante en la Tierra ... aunque sin perder la paz interior, aquella que proviene de no querer ni aceptar ninguna otra cosa que no sea lo que Dios disponga para nosotros, sabiendo -con absoluta seguridad - que eso será, sin duda y siempre, lo mejor que nos puede ocurrir. Además, estamos convencidos - y nos fiamos completamente- de la veracidad de las palabras de nuestro Maestro, aquéllas que dijo, refiriéndose a la Iglesia que Él mismo fundó, a saber, que "las puertas del Infierno no prevalecerán contra ella"  (Mt 16, 18). 

Esa es nuestra confianza, pero también nuestro temor: no podemos descuidarnos. Escuchemos a Jesús lo que dice a sus discípulos y, por lo tanto, también a nosotros, hablando de su segunda y definitiva Venida, aquélla que pondrá fin a este mundo: "Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?" (Lc 18, 8). 

En esos momentos [que no sabemos si son los actuales, pero que desde luego, no se puede decir tampoco que no lo sean ...; y, sea como fuere, es lo cierto que siempre debemos de estar preparados, como si cada día fuera nuestro último día]; digo, en esos momentos, según palabras del propio Jesús, "surgirán muchos falsos profetas y seducirán a muchos. Y, al desbordarse la iniquidad, se enfriará la caridad de muchos" (Mt 24, 11-12). Y es más, según nos sigue diciendo: "Habrá entonces una gran tribulación, como no la hubo desde el principio del mundo hasta ahora, ni la habrá" (Mt 24, 21). Serán, por lo tanto, momentos extraordinariamente difíciles; y tenemos que estar preparados para lo que venga.

Es cierto que oímos que Jesús dice que "el que persevere hasta el final, ése se salvará" (Mt 24, 13). Pero, dada nuestra natural debilidad, ¿quién nos puede asegurar que vamos a ser capaces de perseverar en esas condiciones tan horribles? Nadie puede hacerlo; absolutamente nadie nos puede dar esa seguridad: ¡Y nosotros menos que nadie! Por eso, para que nadie se vanagloriase, en sí mismo, decía san Pablo:  "El que piense estar en pie, que tenga cuidado, no vaya a caer" (1 Cor 10,12). Pues "si tenemos confianza, la tenemos por Cristo ante Dios" (2 Cor 3, 4). Pues así es: "nuestra capacidad viene de Dios" (2 Cor 3, 5) y no de nosotros mismos.

Tal será el calibre de la prueba final que, según dice Jesús, "de no acortarse esos días, no se salvaría nadie" ... palabras durísimas que pueden provocar en nosotros, fácilmente, espanto y terror, pues tememos por nuestra salvación; y es natural y lógico que así sea. Lo raro sería lo contrario. Cuando nos creó, Dios no nos hizo robots; ni Él se hizo un robot, sino uno de nosotros, cuando tomó nuestra naturaleza humana. Así es su Amor por nosotros y nos quiere como realmente somos, con nuestros miedos incluidos.  Quedémonos, por lo tanto, con las últimas palabras de nuestro Señor que son, como siempre, muy consoladoras: "En atención a los elegidos esos días se acortarán" (Mt 24, 22).

¿Cómo no iba a tener el Señor esa atención hacia aquellos que le aman -que a eso se refiere al usar la palabra elegidos- si Él los ama más todavía? Y siendo eso así, ¿cómo podría consentir que se condenaran aquellos cuya vida se había consumido, precisamente, por amor a Él? No, Jesús jamás se deja vencer por nosotros en generosidad; y siempre corresponde a nuestro amor con un amor mayor que el que nosotros le tenemos a Él, por muy grande que éste sea. 

Pensemos, por ejemplo, en la oración sacerdotal de Jesús cuando, hablando con su Padre, le decía: "He guardado a los que me diste y ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición" (Jn 17, 12)  

[Se refería, como sabemos, a Judas, quien rehusó la amistad que hasta el último momento le ofreció su Maestro, una amistad que, aun siendo Dios, no se la pudo imponer, en razón del respeto que Él mismo debía a nuestra libertad humana, al habernos creado libres]

Esta idea de la esencialidad de la gracia para nuestra salvación es de capital importancia en todos los escritos de San Agustín. A él suele atribuirse esa expresión que, colocada en labios de Jesús, diría -más o menos- lo que sigue: Dios no manda cosas imposibles sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer todo lo que puedas ... y a pedir lo que no puedas ... ¡y  te ayuda para que puedas!.


En fin, me remito a lo que escribí sobre la conversión de San Agustín y que se encuentra en este mismo blog. Como sabemos, el libro de "Las confesiones" (en el que Agustín cuenta su conversión) es el que mayor fama le ha proporcionado. Es, además, uno de los libros más cortos de los que ha escrito y, sinceramente, aconsejo vivamente que, si alguno aún no lo ha leído, que lo haga ... Le haría mucho bien. Al fin y al cabo -no lo olvidemos- los santos también son hombres; son humanos ... ¡y muy humanos!

miércoles, 19 de agosto de 2015

ACERCA DEL SÍNODO ... Y LAS SAGRADAS ESCRITURAS (Luis Fernando Pérez Bustamante)


Un nuevo artículo del director de Infocatólica en el que habla, con el Nuevo Testamento en la mano, sobre el tan manido y llevado tema de la comunión de los divorciados vueltos a "casar". El original puede leerse aquí


 

Pues sí, señores míos, resulta que aquellos que osamos defender la fe de la Iglesia somos acusados constantemente de ser una panda de fariseos, rigoristas y personas sin corazón a las que gusta ver sufrir a los demás bajo el peso de leyes y normas asfixiantes.

Basta decir sí y amén a esto…:

La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura reafirma su práxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez.
Son ellos los que no pueden ser admitidos, dado que su estado y situación de vida contradicen objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada y actualizada en la Eucaristía. Hay además otro motivo pastoral: si se admitieran estas personas a la Eucaristía, los fieles serían inducidos a error y confusión acerca de la doctrina de la Iglesia sobre la indisolubilidad del matrimonio.  


(Familiaris consortio, 84)

… para caer bajo esa acusación


Por supuesto, eso implica que San Juan Pablo II, y con él todos los papas y concilios ecuménicos, especialmente el de Trento, donde se ratificaron las palabras de Cristo sobre el matrimonio y el adulterio, así como las de San Pablo sobre la imposibilidad de comulgar en pecado mortal, eran igualmente fariseos, rigoristas, etc.

Nosotros somos mala gente porque creemos esto:

- El que quiere a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a Mí, no es digno de Mí ( Mat 10,37)

Y esto:

- Porque el amor de Dios consiste precisamente en que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son costosos (1ª Jn 5,3)

Y esto:

- No cometerás adulterio (Ex 20:14)
- Todo el que repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio; y el que se casa con la repudiada por su marido, comete adulterio (Luc 16,18)

Y esto:

- ¿No sabéis que ningún malhechor heredará el reino de Dios? No os hagáis ilusiones: los inmorales, idólatras, adúlteros, lujuriosos, invertidos, ladrones, codiciosos, borrachos, difamadores o estafadores no heredarán el reino de Dios (1Cor 6,9-10)

Y, oh perversidad de las perversidades, también esto:

- Así pues, quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor (1ª Cor 11,27)

Pero, sobre todo, somos muy mala gente porque, míseros de nosotros, creemos que la gracia de Dios capacita al hombre para no vivir en pecado, arrepentirse cuando peca para poder recibir el perdón de Dios y - esto ya es el colmo- crecer en santidad.

Es decir, tenemos la desvergüenza de creer que los que, según Cristo, viven en adulterio, deben dejar de vivir así


Y decimos saber que tal cosa es posible porque:
 

- Dios es quien obra en vosotros el querer y el actuar conforme a su beneplácito. (Fil 2,13)
 

- No os ha sobrevenido ninguna tentación que supere lo humano, y fiel es Dios, que no permitirá que seáis tentados por encima de vuestras fuerzas; antes bien, con la tentación, os dará también el modo de poder soportarla con éxito. (1ª Cor 10,13)

- ¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? (1ª Cor 6,19)

Somos tan malvados que respondemos no a esta pregunta:

- ¿Y qué diremos? ¿Tendremos que permanecer en el pecado para que la gracia se multiplique? (Rom 6,1)

Y, lo peor de todo, es que cometemos la indecencia de creer que esto es cierto:

- Hermanos míos, si alguno de vosotros se desvía de la verdad y otro le convierte, sepa que quien convierte a un pecador de su extravío salvará su alma de la muerte y cubrirá sus muchos pecados. (Stg 5,19-20)

Sin embargo, los verdaderos cristianos son ellos, porque creen que - la misericordia de Dios consiste en que da igual que vivas en adulterio -término a ser desechado-; 

- que lo de arrepentirse y vivir en santidad es cosa de héroes - no del cristiano común-, 
-que no puede negarse a nadie su derecho a rehacer su vida (aunque sea contradiciendo el mandato de Cristo)
y que, al fin y al cabo, si el Señor fue a la cruz por nuestros pecados, ¿qué más dará que sigamos pecando si nos va a perdonar de todos modos?

Ellos son los que agradan al mundo, que no entiende eso de que la gente tiene que “renunciar” a ser feliz por cumplir los mandamientos de alguien a quien se llama Dios. Que no entiende que un tal Jesucristo dijera cosas como éstas:


Si tu ojo derecho te escandaliza, arráncatelo y tíralo; porque más te vale que se pierda uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. Y si tu mano derecha te escandaliza, córtala y arrójala lejos de ti; porque más te vale que se pierda uno de tus miembros que no que todo tu cuerpo acabe en el infierno. (Mat 5,29-30)

Ellos son los que -más misericordiosos que nadie- aseguran que el hacer la voluntad propia es lo que hace al hombre feliz, en vez de:
 

- … entonces dije. «Aquí estoy -como está escrito acerca de mí en el Libro- para hacer tu voluntad, Dios mío». Ése es mi querer, pues llevo tu Ley dentro de mí. (Salm 40, 8-9)

Ellos, que saben más que Cristo, creen que el Padrenuestro debería decir “hágase tu voluntad, siempre que me parezca bien y/o coincida con la mía, así en la tierra como en el cielo".

Y lo más peculiar de todo es que alguien pretende que ellos, misericordiosos, y nosotros, fariseos y rigoristas, cabemos en una misma Iglesia. Pues miren, va a ser que no


Es mejor que nos expulsen de sus sinagogas, que nos alejen de sus cultos, que se libren de nuestra influencia, que callen nuestras bocas o se tapen sus oídos para no escucharnos. Porque si no nos echan, si no se libran de nosotros, si no nos lapidan bajo las piedras de sus misericordias y aplausos del mundo, nosotros, por pura gracia, seguiremos diciendo hoy y siempre: 

- Aquí estoy. Envíame a mí (Is 6,8)

Y:


- El hecho de predicar no es para mí motivo de orgullo. No tengo más remedio y, ¡ay de mí si no anuncio el Evangelio! (1ª Cor 9, 16)

Pues eso: santidad o muerte.



Luis Fernando Pérez Bustamante



lunes, 17 de agosto de 2015

CONCILIO VATICANO II (De una homilía del padre Alfonso Gálvez)

En las dos entradas anteriores hemos podido leer el comentario que se hace a lo contenido en el libro "Vaticano II: UNA EXPLICACIÓN PENDIENTE", cuyo autor es Brunero Gherardini (Pinchar aquí y aquí).

Un libro que abre una profunda, seria, serena y rigurosa línea de investigación sobre el Concilio Vaticano II; y que se encuentra tan lejos del prejuicio de algunos como del aplauso adulador de la mayoría ... y siempre desde el amor filial a la Iglesia. Se trata de un
libro de necesaria lectura para abrir los ojos a los cristianos de hoy ante los graves problemas actuales que asedian a la Iglesia católica. Y les llevará, sin duda, a una reflexión realista al mismo tiempo que esperanzada.

Fue al poco, muy poco tiempo, de leer ese comentario cuando me encontré con la quinta parte de la homilía del padre Alfonso Gálvez, sobre
la Gran Cena y los Invitados Descorteses, en la que se aborda también este tema tan importante cual es el del Concilio Vaticano II. Aquí lo transcribo, tal cual ... aunque he cambiado algo el formato en cuanto a los colores, por ejemplo, se refiere.  Algo tendría que "ser original mío" en esta entrada; como se dice normalmente "menos da una piedra"


En fin, fuera de bromas, lo que importa es el contenido que, como es ya habitual en el padre Alfonso, es claro y rotundo. Claridad, rotundidad y un inmenso amor a la Iglesia son algunas de las notas (entre otras muchas) que lo distinguen:


Continúa la parábola diciendo que el criado comunicó a su amo que la sala ya se había llenado de pobres e indigentes y aún quedaba lugar. A lo que contestó su señor:

- Pues entonces sal a los caminos y a los cercados y oblígalos a entrar, porque quiero que mi casa se llene de invitados.

Es de notar que la expresión oblígalos a entrar suena en la actualidad como escandalosa, ante una Iglesia modernista que hace caso omiso de las enseñanzas del Evangelio. Por lo que la doctrina que contiene es rechazada por el vigente Progresismo eclesiástico de cariz modernista, inspirador de las Declaraciones sobre Libertad religiosa emanadas del Concilio Vaticano II. Las cuales han supuesto un grave obstáculo a una Pastoral de Evangelización de la Iglesia que había permanecido indemne y floreciente durante veinte siglos.

En realidad la Iglesia no había entendido nunca el celo apostólico como instrumento de coacción a las almas utilizado para lograr su conversión. El celo de tu casa me consume, del que habla el salmo 69, se refiere a la propia persona que ama a Dios (como fácilmente se deduce de la misma expresión) [1] y que se ve impulsada a trabajar por la conversión de los demás.

El apóstol evangelizador no hace sino cumplir el mandato de Jesucristo: Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todas las cosas que os he mandado.[2]

Aunque el espíritu apostólico y evangelizador de la Iglesia, por muy ardoroso que sea - aunque justificado de todos modos cuando está en juego la salvación de las almas- siempre ha tenido presente la necesidad previa de la libertad, tanto en el ánimo de los evangelizadores como en el de los evangelizados.

En realidad la idea de la coacción fue subrepticiamente introducida en la Teología católica postconciliar sin fundamento alguno, mediante la utilización de los acostumbrados recursos de las falsedades metodológicas y de las mentiras históricas. Los primeros obstáculos a la enseñanza secular de la Iglesia partieron del Concilio Vaticano II a través de la Declaración Dignitatis Humanæ, en la que se contienen ideas más bien discordantes de la Doctrina Tradicional:

Este Concilio Vaticano declara que la persona humana tiene derecho a la libertad religiosa. Esta libertad consiste en que todos los hombres han de estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos.

Declara, además, que el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural.

Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil. Por consiguiente, el derecho a la libertad religiosa no se funda en la disposición subjetiva de la persona, sino en su misma naturaleza.

Por lo cual, el derecho a esta inmunidad permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio, con tal de que se guarde el justo orden público, no puede ser impedido.[3]

Las consecuencias de esta doctrina no se hicieron esperar, como lo demuestra la historia de más de cincuenta años de postconcilio y la confusión producida en la Iglesia en la doctrina, en la liturgia, en el culto, en el concepto de Sí misma, en los mismos fieles y en la deserción hacia las sectas protestantes. Mucho se ha hablado y aún se podría hablar acerca del tema, aunque quizá sea lo mejor ofrecer el ejemplo de uno de los sucesos más recientes ocurridos en el momento de redactarse este escrito:

Según hace constar el periodista Chris Jackson,[4] ha sido descubierto en Detroit (Michigan, USA) un monumento de bronce de una tonelada de peso dedicado a Satán, llamado Baphomet, a fin de ser expuesto a un número limitado de fieles adoradores. El cronista da cuenta de la ardorosa protesta producida por parte de un señalado número de neocatólicos y algunos grupos protestantes, no sin hacer notar, por lo que hace a los neocatólicos, la discrepancia entre su actitud y el apoyo prestado a la doctrina enseñada por el Concilio Vaticano II y confirmada por las iniciativas ecuménicas de los Papas postconciliares.

Asegura el cronista, en el caso de que hubiéramos de atenernos literalmente a la doctrina conciliar, que los satanistas poseerían pleno derecho a estar inmunes de coacción, tanto por parte de individuos como de grupos sociales y de cualquier potestad humana, y esto de tal manera que, en materia religiosa, ni se obligue a nadie a obrar contra su conciencia, ni se le impida que actúe conforme a ella en privado y en público, sólo o asociado con otros, dentro de los límites debidos.

Por lo que el derecho a esta inmunidad -continúa el cronista citando las fuentes del Concilio- permanece también en aquellos que no cumplen la obligación de buscar la verdad y de adherirse a ella, y su ejercicio, con tal de que se guarde el justo orden público, no puede ser impedido.

Alguien podría objetar que esta argumentación carece de sentido, por cuanto es evidente la intención del Concilio, aunque no lo diga expresamente, de referirse exclusivamente a los cultos a la Divinidad con exclusión de elementos no propiamente religiosos como pueden ser los tributados a Satán. Sin embargo, en el ámbito de las Leyes no es válido el recurso a una supuesta intención implícita del legislador cuando el texto de la ley es suficientemente claro y explícito.

Tal vez se podría recurrir a las complicadas teorías sobre la interpretación jurídica de afamados expertos del Derecho, como Legaz Lacambra, Giorgio del Vecchio o Hans Kelsen que en realidad no conducirían a ninguna conclusión, puesto que la Declaración dice claramente que nadie debe ser impedido en el ejercicio de la libertad religiosa cuando obra conforme a su conciencia, sin alusión alguna a la Divinidad y según el sentido obvio general del Documento.

Y además sin limitación alguna a excepción de la que se refiere a guardar los límites debidos, expresión que se acaba de aclarar cuando añade con tal de que se guarde el orden público. En cuanto a que los cultos satánicos no pertenecen al ámbito propiamente religioso, es una afirmación que no responde a la realidad, puesto que Satanás es un ser real contemplado por la Revelación sobrenatural, lo mismo que el Infierno está contenido en ella como contrapunto del Cielo.

Por otra parte, resulta difícil negar que el Concilio contempla toda clase de religiones, incluidas las que no hacen referencia alguna a la Divinidad o son contrarias a ella, desde el momento en que está suficientemente claro en los textos:

Pero el designio de salvación abarca también a aquellos que reconocen al Creador, entre los cuales están en primer lugar los musulmanes, que confesando profesar la fe de Abrahán adoran con nosotros a un solo Dios misericordioso, que ha de juzgar a los hombres en el último día.[5]

Y en otro lugar dice expresamente:

Así, en el Hinduismo los hombres investigan el misterio divino y lo expresan mediante la inagotable fecundidad de los mitos y los penetrantes esfuerzos de la filosofía, y buscan la liberación de las angustias de nuestra condición mediante las modalidades de la lucha ascética, a través de profunda meditación, o bien buscando refugio en Dios con amor y confianza.

En el Budismo, según sus varias formas, se reconoce la insuficiencia radical de este mundo mudable y se enseña el camino por el que los hombres, con espíritu devoto y confiado pueden adquirir el estado de perfecta liberación o la suprema iluminación por sus propios esfuerzos apoyados con el auxilio superior.[6]

El problema que plantean estos y paralelos textos conciliares consiste en que no solamente no parecen responder a la doctrinas profesadas por estas religiones, las cuales el Concilio reconoce como legítimas, sino en que lo contenido en ellas se opone claramente a la Doctrina Católica. Como ocurre, por ejemplo, con puntos fundamentales del Islamismo de los que se pueden citar algunos:

Las mujeres son inferiores a los hombres.[7]
La creencia en la crucifixión y en la resurrección de Jesucristo es falsa.[8]
Creer en la divinidad de Jesucristo es blasfemia.[9]
La creencia en Jesucristo como Hijo de Dios es un grave error.[10]
Los musulmanes tienen como mandato luchar contra los cristianos y contra todos los que se oponen al Islam.[11]

Las dificultades aumentan a causa de que muchas de las expresiones contenidas en los Documentos conciliares son anfibológicas y confusas, sin la aportación de explicaciones suficientes que contribuyan a su aclaración. Lo que que induce a algunos a pensar que se trata de meras logomaquias. Tal ocurre, por ejemplo, con la Declaración Nostra Aetate, donde se afirma que en el Hinduismo se expresa el misterio divino mediante la inagotable fecundidad de los mitos y los penetrantes esfuerzos de la filosofía.

Sin embargo, examinadas atentamente las palabras, cabría preguntar acerca de lo que significan la inagotable fecundidad de los mitos o los penetrantes esfuerzos de la filosofía. Con respecto a lo primero -los mitos y su inagotable fecundidad- conviene hacer notar que tampoco aquí los expertos han logrado ponerse de acuerdo acerca del origen, significado o alcance sociológico de los mitos, como demuestran las diversas y variadas teorías de antropólogos tan afamados como Mircea Eliade, Lévi--Strauss, Malinowski, Jung y otros. En cuanto a lo segundo -los penetrantes esfuerzos de la filosofía- no hay sino decir que, dada la extraordinaria multitud de corrientes existentes de pensamiento, sería conveniente conocer de un modo más explícito la clase de filosofía a la que se refiere el Concilio.

Y el problema se agrava más cuando se considera que la Escritura no parece estar conforme con las benevolentes declaraciones conciliares, como la que asegura que católicos y musulmanes adoran a un mismo Dios. Por ejemplo cuando afirma:

Jesucristo dice de Sí mismo que nadie va al Padre si no es a través de Mí.[12]

Y en otro lugar:

El que cree en el Hijo tiene la vida eterna, pero quien se niega a creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.[13]

¿Quién es el mentiroso sino el que niega que Jesús es el Cristo? Ése es el Anticristo, el que niega al Padre y al Hijo. Todo el que niega al Hijo, tampoco tiene al Padre; el que confiesa al Hijo, tiene también al Padre.[14]

En esto conocéis el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo venido en carne, es de Dios; y todo espíritu que no confiesa a Jesús, no es de Dios.[15]

El que cree en el Hijo de Dios lleva en sí mismo el testimonio. El que no cree a Dios le hace mentiroso, porque no cree en el testimonio que Dios ha dado de su Hijo.[16]

Porque han aparecido en el mundo muchos seductores que no confiesan a Jesucristo venido en carne. Ése es el seductor y el Anticristo.[17]

Todo el que se sale de la doctrina de Cristo y no permanece en ella, no posee a Dios; quien permanece en la doctrina, ése posee al Padre y al Hijo. Si alguno viene a vosotros y no transmite esta doctrina no le recibáis en casa ni le saludéis; pues quien le saluda se hace cómplice de sus malas obras.[18]

Lo que parece descubrir una brecha o especie de esquizofrenia doctrinal entre las enseñanzas sobre el Ecumenismo del Concilio y los datos de la Escritura. Problema que se intentó resolver mediante el recurso a las llamadas hermenéuticas de la continuidad, de las que apenas hoy ya si se habla.

Fracasado lo cual se acudió a las teorías rahnerianas y ratzingerianas acerca de la interpretación historicista de la Revelación, según las cuales ésta [es decir, la Revelación]depende del sentimiento humano, que es el que decide según las vicisitudes y circunstancias del momento histórico. Lo que conduce a la conclusión de que no es la Escritura la que juzga al hombre, sino que es el hombre quien juzga y determina a la Escritura.

Otra circunstancia que ha contribuido a provocar la actual Apostasía General que sufre la Iglesia es el hecho, nada fácil de explicar, de las peticiones de perdón a las que se ha avenido la Jerarquía con respecto a las Cruzadas y a la Evangelización de América. Es bien sabido que durante siglos habían sido considerados tales acontecimientos, con consentimiento unánime y universal, como verdaderos timbres de gloria para la Iglesia y para las Naciones Evangelizadoras. Y de ahí que muchos católicos se sientan confusos y desconcertados: ¿Se equivocó la Iglesia de entonces o está cometiendo un error la de ahora?

Efectivamente los tiempos de gran confusión son también tiempos de preguntas difíciles y desconcertantes. Que generalmente no encuentran respuesta, ... , al menos de momento. Porque si el justo vive de la fe [19] también vive de la esperanza, que es lo que le hace estar convencido de que al fin todo quedará aclarado; cuando la verdad se imponga definitivamente al error y la luz acabe por disipar las tinieblas. Será el día en el que aparezcan por fin los cielos nuevos y la tierra nueva, conforme a la promesa que se nos hizo, y en los que habitará la justicia.[20]



[1] Sal 69:10.
[2] Mt 28: 19--20.
[3] Dignitatis Humanaæ, I, 2.
[4] Chris Jackson, página web de Remnant Newspaper, 15, Julio, 2015.
[5] Lumen Gentium, n. 16.
[6] Nostra Aetate, n. 2.
[7] Sura 4:34.
[8] Sura 4: 157--159.
[9] Sura 5:72.
[10] Sura 19:35; 10:68.
[11] Está contenido en la Sura 9:26.
[12] Jn 14:6.
[13] Jn 3:36.
[14] 1 Jn 2: 22-23.
[15] 1 Jn 4:2.
[16] 1 Jn 5:10.
[17] 2 Jn: 7.
[18] 2 Jn 9-11.
[19] Heb 10:38.
[20] 2 Pe 3:13.

CONCILIO VATICANO II: UNA EXPLICACIÓN PENDIENTE (Brunero Gherardini) (2 de 2)



[Se recuerda, otra vez, que este libro de Brunero Gherardini iba dirigido al antiguo papa Benedicto XVI. El papa Francisco, con mayor razón aún, bien podría darse por aludido, pues lo está,  y actuar, a la sazón, como Dios manda ... nunca mejor dicho, en este caso concreto]


Gherardini sigue afirmando: «Me apresuro a decir que ni la Lumen gentium ni ningún otro documento del Vaticano II albergó el propósito de formular ni siquiera una sola definición dogmática. El Concilio, conviene no olvidarlo, no habría podido tampoco proponerla, puesto que que se negó a ponerse en la línea trazada por los Concilios anteriores» (págs. 49-50).

A la objeción de que se calificaron de “dogmáticas” las constituciones Lumen gentium y Dei Verbum, el autor responde diciendo que ninguna de las dos «echó mano de los acostumbrados cánones de condena, lo cual evidencia que renunciaban a dar carácter dogmático a sus doctrinas respectivas. ¿Por qué se habla entonces de “constituciones dogmáticas”? Evidentemente, porque recogieron dogmas definidos con anterioridad» (pág. 50). 


Además, Juan XXIII aseveró explícitamente el 11 de octubre de 1962 que el Concilio «no se había convocado para condenar errores y formular nuevos dogmas, sino para manifestar la verdad de Cristo al mundo contemporáneo. (…) Es lícito, por consiguiente, reconocerle al Vaticano II una índole dogmática sólo en los lugares en que propone de nuevo como verdades de fe dogmas definidos en concilios precedentes. En cambio, las doctrinas que le son propias no podrán considerarse en absoluto como dogmáticas porque carecen de las ineludibles formalidades definitorias y, por ende, de la correspondiente voluntas definiendi» (pág. 51).

CONCILIO Y POSTCONCILIO

«El Vaticano II no prestó nunca su ayuda directa» a la debilitación ni, aún menos, a la superación de las posiciones doctrinales, disciplinares, litúrgicas y pastorales de la Iglesia preconciliar. Fue el postconcilio el que pensó en ello» (pág. 74). No obstante, el Concilio prestó una «ayuda indirecta» (loc. cit.) a tal vuelco, y «los interesados en la obra de debilitación y superación mencionada hicieron de esa ayuda indirecta una "regla hermenéutica" denominada "espíritu del Concilio"» (loc. cit.). Ahora bien, observa Gherardini, aunque «hablando formalmente» el espíritu conciliar no podía elevarse a la categoría de criterio interpretativo del Vaticano II, sin embargo «se daban las premisas materiales para ello» (p. 75).

Los principios del espíritu del Concilio, «aunque eran ajenos formalmente a la letra del Concilio (…), provenían de sus patrocinadores más o menos ocultos y habían sido injertados por éstos en el tronco conciliar e introducidos a título pleno entre sus instrumentos de interpretación» (pp. 75-76). De ahí que, en opinión de los mismos, «quien no extrajese de ello las debidas consecuencias innovadoras hasta llegar a la creación de una religión nueva (…) demostraría no saber moverse cual se debe en el denso y oscuro laberinto de las antinomias conciliares y, sobre todo, postconciliares. Se dio, de hecho, y sigue dándose todavía, una hermenéutica de la ruptura» (pág. 76) 

[Esto tiene una especial importancia y es altamente preocupante]

El autor califica de «verdadero modernismo» tal interpretación del Vaticano II (pág. 77), razón por la cual le pide al Papa que sustituya la hermenéutica de la ruptura, o la de la continuidad aseverada pero aún no probada, por una hermenéutica teológica «que determine el valor, el significado, la vitalidad, la originalidad y las finalidades del Vaticano II a la luz de los principios citados» (pág. 84), que son los “teológicos” (pág. 87), para «poder así valorar el significado (…) y el alcance eclesial del pasado Concilio» (loc. cit.). Una hermenéutica auténticamente teológica debe responder a la PREGUNTA DECISIVA: «El Vaticano II ¿se inscribe sí o no en la Tradición ininterrumpida de la Iglesia desde sus inicios hasta hoy?» (pág. 84).

LA "HERMENÉUTICA DE LA CONTINUIDAD, NO DE LA RUPTURA"

Tocante a la «hermenéutica de la continuidad, no de la ruptura, como única hermenéutica que ha de adoptarse» para el Vaticano II (Benedicto XVI, 22-XII-2005, discurso a la curia romana), Gherardini escribe lo siguiente: «Confieso que dicha afirmación, aunque importante, no me pareció ni original ni satisfactoria del todo» (pag. 87), dado que el problema real que había que afrontar, la «demostración que quedaba por hacer», estribaba en «PROBAR que el Concilio no se situó fuera del surco de la Tradición» (pág. 87). Y una vez llegado a este punto es cuando añade: «Recién terminado el Vaticano II (…) hablé primero de "continuidad evolutiva" y luego escribí sobre la misma (…) para hallar, mediante esta fórmula, la posibilidad de vincular el Vaticano II (…) a la Tradición precedente. Con eso y todo, confieso que nunca he dejado de preguntarme si el pasado Concilio salvaguardó, en todo y por todo, la Tradición de la Iglesia y si, por ende, la hermenéutica de la continuidad evolutiva constituye un mérito suyo innegable del que se puede dar fe» (loc. cit.).

En cuanto a los grandes teólogos “nuevos” y “novísimos” que participaron como “peritos” en el Concilio, el autor que comentamos admite que aunque Rahner, Schillebeeckx, Küng y Boff asestaron «hachazos directos» a la Tradición (pág. 90), otros «célebres peces gordos, en cambio, como von Balthasar, de Lubac, Daniélou, Chenu y Congar» (loc. cit.), se los asestaban «indirectos» (loc. cit.). 

En efecto, «algo nuevo había nacido, que se extendió desde 1965 en adelante, aunque no carecía de raíces en el periodo 1962-1965 [durante el propio Concilio]; algo que destruía sistemáticamente los puentes que unían con la linfa vital de la Tradición (…). Fue el humus del Vaticano II el que amacolló lo "nuevo", y fue su placet el que lo elevó al rango de lema y seña» (pág. 99). 

Así que no se trata tan solo del postconcilio, sino también del propio Concilio, de su terreno, de su ambiente, de su asentimiento a la ruptura sistemática con la Tradición.

Gherardini quiere ser claro y prosigue diciendo en la misma línea: «aun si pudiera probarse que [el Concilio] careció de responsabilidad directa, es cierto, de todos modos, que la tuvo indirecta y que, a consecuencia de ello, el debate teológico del postconcilio se desentendió de la Tradición y la interpretó a su conveniencia» (pág. 103).

El autor aborda en su libro las cuestiones de la divina Tradición, la Colegialidad, la Libertad religiosa, el Ecumenismo y la Reforma litúrgica para mostrar los puntos que las oponen, al menos materialmente, a la doctrina católica comúnmente enseñada hasta 1965. 

Hace ver que la Dignitatis humanae (la declaración sobre la libertad religiosa) y la Nostra aetate (la declaración sobre el diálogo con las religiones acristianas, especialmente con el judaísmo) se concibieron juntas, sobre todo por obra de Monseñor E. de Smedt, el 19-XI-l963, y que por eso un mismo lazo «une el ecumenismo con la libertad religiosa», como si la Palabra divina «no hubiese establecido que la libertad depende de la verdad» (pág. 189).

EPÍLOGO Y SÚPLICA AL SANTO PADRE

El problema de fondo que el Papa es el único que puede resolver (puede hacerlo incluso por sí solo) es el de PROBAR si hay continuidad o discontinuidad entre el Vaticano II y los veinte concilios que le precedieron, o sea, si el postconcilio contribuyó o no a alejar al Vaticano II de la Tradición (pág. 243). Es menester PROBAR -no basta con limitarse a afirmarlo- que se da una continuidad homogéneamente evolutiva (eodem sensu eademque sententia) entre el Vaticano II y los otros veinte Concilios (pág. 244). 

Monseñor Gherardini escribe: «Está a la vista de todos (…) el cambio radical de mentalidad que, habiéndose iniciado con el modernismo en los primeros años del siglo pasado, triunfó en los pródromos del Vaticano II, en el aula conciliar y, sobre todo, en el desastroso transcurso del postconcilio. Quien lo negara (…) demostraría que vive en las nubes» (pág. 246). 

Sigue una súplica al Santo Padre en la cual el autor pide «claridad a la hora de responder a la pregunta sobre su continuidad [la del Concilio] con los restantes Concilios, y una continuidad no aseverada enfáticamente, sino demostrada (…). [Pide asimismo] un análisis científico de los documentos en particular, de su conjunto y de cada tema que toquen, de sus fuentes próximas y remotas (…). 

Será necesario PROBAR -más allá de cualquier aseveración enfática- que la continuidad es real: una continuidad tal sólo se manifiesta en la identidad dogmática de fondo. Cuando ésta no pueda probarse científicamente, en todo o en parte, será menester decirlo con franqueza y serenidad en respuesta a las exigencias de claridad, claridad que se desea y espera desde hace casi medio siglo (…).  [Ahora sí que hace ya medio siglo]

Se podrá así saber si, en qué sentido y hasta qué punto, el Vaticano II, y sobre todo el postconcilio, pueden interpretarse en la línea de una continuidad indiscutible con los demás Concilios, aunque sólo sea a título [homogéneamente] evolutivo o si, por el contrario, son ajenos a éstos e incluso hostiles a los mismos» (pág. 257).

El libro que comentamos va precedido de dos cartas introductorias y de apoyo

La primera es del obispo de Albenga, Monseñor Mario Oliveri, quien se une toto corde (pág. 8) a la súplica de Gherardini y expresa su firme convicción según la cual «si una hermenéutica teológica católica descubriese que algunos pasajes (…) no sólo hablan nove (de manera nueva en cuanto al modo), sino que también dicen nova (cosas nuevas en cuanto a la sustancia) y respecto de la Tradición perenne de la Iglesia, no estaríamos ya ante un desarrollo homogéneo del Magisterio: se tendría allí una enseñanza no irreformable, ciertamente no infalible» (pág. 7). La otra carta es de Monseñor Albert Malcom Ranjith, arzobispo, secretario de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos. 

De ahí que podamos afirmar que dos miembros de la Iglesia docente le piden al Papa, junto con el teólogo Brunero Gherardini, que dirima “autoritativamente” la cuestión que el Concilio Vaticano II le plantea a la conciencia de los católicos desde hace cincuenta años.

[Traducción por tradicioncatolica.es. Los pasajes del libro son sobre la versión italiana]

El libro puede pedirse en español aquí