Nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que procede de Dios (1 Cor 2, 12), el Espíritu de su Hijo, que Dios envió a nuestros corazones (Gal 4,6). Y por eso predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, pero para los llamados, tanto judíos como griegos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios (1 Cor 1,23-24). De modo que si alguien os anuncia un evangelio distinto del que recibisteis, ¡sea anatema! (Gal 1,9).
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viernes, 22 de septiembre de 2023
sábado, 14 de agosto de 2021
domingo, 31 de enero de 2021
Intervenciones del arzobispo Carlo Maria Viganò sobre la crisis de la Iglesia a partir de su ardiente testimonio sobre el caso McCarrick
Texto de la meditación Cruzada del Rosario de los Estados Unidos dirigida por el Arzobispo Viganò (y oración Mons. Schneider)
Obispo Schneider. Algunas reflexiones sobre el Concilio Vaticano II y la crisis actual de la Iglesia
Maria Inmaculada Virgen Madre - Acies ordinata, ora pro nobis
El cardenal Burke responde a la explosiva carta del ex nuncio estadounidense sobre el Papa Francisco
jueves, 10 de septiembre de 2020
Vaticano II / Monseñor Viganò responde al padre De Souza (y al padre Weinandy)
Hace algunos días, poco después de otro artículo de análogo tenor publicado por el padre Thomas Weinandy (aquí), el padre Raymond J. De Souza escribió un comentario titulado ¿Promueve el cisma el rechazo del Concilio Vaticano II por parte del arzobispo Viganò? (Aquí). El pensamiento del autor queda expresado rápidamente: «En su último “testimonio”, el ex-nuncio mantiene una posición contraria a la fe católica en lo relativo a la autoridad de los concilios ecuménicos».
Vaticano II: Monseñor Viganó responde al Padre de Souza (y al padre Weinandy). Un artículo del blog de Aldo María Valli
Artículo original disponible en https://www.aldomariavalli.it/2020/09/04/vaticano-ii-monsignor-vigano-risponde-a-padre-de-souza-e-a-padre-weinandy/
Traducido por Miguel Toledano para Marchando Religión
*******
Puedo comprender que por motivos diversos mis intervenciones puedan resultar no poco penosas a los defensores del Vaticano II, y que poner en cuestión a su ídolo represente un motivo suficiente para merecer las más severas sanciones canónicas, además de la acusación de cisma. La penuria de aquéllos se une a un cierto despecho al ver que – a pesar de mi decisión de no aparecer en público – mis intervenciones suscitan interés y alimentan un saludable debate sobre el Concilio y, en general, sobre la crisis de la Jerarquía eclesiástica. No reivindico para mí el mérito de haber iniciado esta disputa: antes que yo, otros eminentes Prelados e intelectuales de perfil alto han evidenciado críticas que precisan ser resueltas; otros han mostrado la relación de causalidad entre el Vaticano II y la presente apostasía.
Ante dichas denuncias numerosas y argumentadas nadie propone nunca respuestas válidas y soluciones aceptables: al contrario, en defensa del totem conciliar se recurre a la deslegitimación del interlocutor, a su ostracismo, a la acusación genérica de querer atentar contra la unidad de la Iglesia. Y esta última acusación es tanto más grotesca cuanto más evidente es el estatismo canónico de los acusadores, que desenfundan el malleus haereticorum con quien está defendiendo la ortodoxia católica, mientras que se prodigan en reverencias con los eclesiásticos, religio-jesuitas y teólogos que atentan todos los días contra la integridad del depositum fidei. La experiencia dolorosa de muchos Obispos, entre los que despunta sin duda mons. Marcel Lefebvre, confirma que incluso en ausencia de acusaciones concretas hay quien logra utilizar la norma canónica como instrumento de persecución contra los buenos y, al mismo tiempo, se guarda bien de usarla con los verdaderos cismáticos y herejes.
¿Cómo no recordar, a tal respecto, a aquellos teólogos que habían sido suspendidos como maestros, alejados de los Seminarios, o censurados por el Santo Oficio, y que precisamente por tales “méritos” fueron llamados al Concilio en calidad de consultores y peritos? Se dan también aquellos rebeldes de la teología de la liberación amonestados bajo el Pontificado de Juan Pablo II y rehabilitados por Bergoglio; por no mencionar también a los protagonistas del Sínodo Amazónico y a los obispos del Synodal Path promotores de una iglesia nacional alemana herética y cismática; sin omitir a los obispos de la secta patriótica china, plenamente reconocidos y promovidos por el acuerdo entre el Vaticano y la dictadura comunista de Pequín.
El padre de Souza y el padre Weinandy, sin entrar en el mérito de los argumentos presentados por mí y que ambos califican desdeñosamente como intrínsecamente cismáticos, deberían tener la cortesía de leer mis intervenciones antes de censurar mi pensamiento. En las mismas encontrarían referido el doloroso trabajo que me ha conducido a comprender, únicamente en los últimos años, cómo he sido traicionado con el engaño de cuantos, constituidos en autoridad, nunca hubiese pensado podían traicionar a quien depositaba en ellos su propia confianza. No creo ser el único que ha comprendido este engaño y que lo ha denunciado: laicos, clérigos y prelados se han encontrado en la dolorosa situación de deber reconocer un fraude urdido con astucia, un fraude consistente a mi modo de ver en recurrir a un Concilio para dar autoridad aparente a las instancias de los Innovadores y a obtener la obediencia por parte del clero y del pueblo de Dios. Y esta obediencia ha sido exigida por los Pastores, sin excepción, para dinamitar desde dentro la Iglesia de Cristo.
He escrito y declarado otras veces que precisamente en virtud de esta falsificación los fieles, respetuosos hacia la autoridad de la Jerarquía, no osaron desobedecer en masa la imposición de doctrinas heterodoxas y de ritos protestantizados. Por otra parte, esta revolución no se efectuó de una sola vez, sino a través de un proceso por etapas, en el que las novedades introducidas ad experimentum se convertían después en norma universal, con vueltas de tuerca cada vez más apretadas. Y asimismo he repetido que si los errores y puntos equívocos del Vaticano II hubieran sido formulados por un grupo de Obispos alemanes u holandeses, sin añadirles la autoridad de un Concilio ecuménico, probablemente habrían merecido la condena del Santo Oficio, y sus escritos hubieran terminado en el Índice: quizás precisamente por esto quienes invirtieron los esquemas preparatorios del Concilio se apresuraron, durante el reinado de Pablo VI, a debilitar la Suprema Congregación y a abolir el Index librorum prohibitorum, en el cual en otros tiempos habrían encontrado sus propios escritos.
De Souza y Weinandy piensan evidentemente que no es posible cambiar de opinión y que es preferible seguir en el error antes que volver sobre sus propios pasos. Y sin embargo, esta actitud resulta muy extraña:
A legiones de Cardenales y Obispos, sacerdotes y clérigos, frailes y monjas, teólogos y moralistas, laicos e intelectuales católicos se les ha impuesto, en nombre de la obediencia a la Jerarquía, renunciar a la Misa tridentina para verla reemplazada con un rito sacado del Book of Common Prayer de Cranmer; tirar por tierra los tesoros de la doctrina, de la moral, de la espiritualidad y un inestimable patrimonio artístico y cultural, oscureciendo dos mil años de Magisterio en nombre de un Concilio, que encima se proclamó pastoral y no dogmático. Tuvieron que escuchar decir que la iglesia conciliar al fin se había abierto al mundo, despojada del odioso triunfalismo pos-tridentino, de las incrustaciones dogmatizantes medievales, de los oropeles litúrgicos, de la moral sexofóbica de San Alfonso, del nocionalismo del Catecismo de San Pío X, del clericalismo de la Curia pacelliana. Se les pidió renunciar a todo, en nombre del Vaticano II: ¡después de más de medio siglo vemos que no se ha salvado nada de lo poco que aparentemente seguía en vigor!
Y sin embargo, si repudiar la Iglesia católica pre-conciliar abrazando la renovación conciliar fue saludado como un gesto de gran madurez, un signo profético, un modo de estar a tono con los tiempos y en definitiva algo inevitable e incontestable, hoy repudiar un experimento fallido que ha conducido a la Iglesia al colapso es considerado signo de incoherencia o de insubordinación, según el adagio de los Innovadores “No volver hacia atrás”. Entonces la revolución era saludable y necesaria, hoy la restauración es dañina y generadora de divisiones. Antes se podía y se debía renegar del pasado glorioso de la Iglesia en nombre del Aggiornamento, hoy poner en discusión varios decenios de desviaciones se considera cismático. Y lo que es aún más grotesco es que los defensores del Concilio sean tan flexibles con quienes niegan el Magisterio preconciliar, y estigmaticen con la jesuítica y difamatoria calificación de rígidos a los que, por coherencia con ese mismo Magisterio, no pueden aceptar el ecumenismo y el diálogo interreligioso (que han desembocado en Asís y en Abu Dabi), la nueva eclesiología y la reforma litúrgica, resultantes del Vaticano II.
Todo esto, obviamente, no tiene ningún fundamento filosófico ni mucho menos teológico: el superdogma del Vaticano II prevalece sobre todo, todo lo anula, todo lo cancela, pero no admite sufrir la misma suerte. Y esto es precisamente lo que confirma que el Vaticano II, aun siendo un Concilio Ecuménico legítimo – como ya he afirmado en otro lugar – no es como los demás, porque si así fuese los Concilios y el Magisterio que lo precedieron deberían haber seguido siendo vinculantes (no sólo de palabra), impidiendo la formulación de los errores contenidos o implicados en los textos del Vaticano II. Civitas in se divisa…
De Souza y Weinandy no quieren admitir que la estratagema adoptada por los Innovadores ha sido muy astuta: lograr la aprobación de la revolución, en un aparente respeto de las normas, a cuantos pensaban que se trataría de un Concilio Católico como el Vaticano I; afirmar que se trataba sólo de un Concilio pastoral y no dogmático; hacer creer a los Padres Conciliares que de todas formas se analizarían los puntos críticos, se aclararían los equívocos, se reconsiderarían las reformas en sentido más moderado… Y mientras los enemigos habían organizado todo, hasta los más mínimos detalles, cuando menos veinte años antes de la convocatoria del Concilio, existía quien ingenuamente creía que Dios impediría el golpe de los Modernistas, como si el Espíritu Santo pudiese actuar contra la voluntad subversiva de los Innovadores. Una ingenuidad en la que yo mismo caí junto con la mayor parte de mis hermanos y de los Prelados, habiendo sido formados y crecido con la convicción de que a los Pastores – y al Sumo Pontífice antes y más que a ninguno – se les debía obediencia incondicional. Así, los buenos, a causa de su concepto distorsionado de la obediencia absoluta, obedeciendo a los Pastores de modo incondicional, fueron inducidos a desobedecer a Cristo, precisamente por quienes tenían bien claro el fin prefijado. También en este caso es evidente que el asentimiento al magisterio conciliar no ha impedido, sino que incluso ha exigido como lógica e inevitable consecuencia, el disenso con el Magisterio perenne de la Iglesia.
Después de más de cincuenta años no se quiere reconocer un hecho incontestable, esto es, que se ha querido utilizar un método subversivo antes adoptado en el ámbito político y civil, aplicándolo sine glossa a la esfera religiosa y eclesial. Este método, típico de quienes tienen una visión cuando menos materialista del mundo, sorprendió a los Padres Conciliares, que creían verdaderamente en la acción del Paráclito, mientras los enemigos sabían cómo manipular los votos en las Comisiones, socavar la oposición, obtener la derogación de los procedimientos establecidos, presentar una norma como aparentemente inocua para después obtener un efecto destructivo y de signo opuesto. Y el hecho de que este Concilio se desarrollase en la Basílica Vaticana, con los Padres ataviados con su mitra y manto pluvial o hábito coral, con Juan XXIII con tiara y manto, era perfectamente coherente con la orquestación de una escenografía pensada a propósito para engañar a los participantes asegurándoles, incluso, que, en el fondo, el Espíritu Santo remediaría hasta los pastiches del subsistit in o los despropósitos sobre la libertad religiosa.
A este respecto me permito citar un artículo que ha aparecido estos días en Séptimo Cielo, titulado: Historizar el Concilio Vaticano II. Así es como el mundo de aquellos años influyó en la Iglesia (aquí). Sandro Magister nos informa del estudio del prof. Roberto Pertici sobre el Concilio, que aconsejo leer completo pero que se puede sintetizar con estas dos citas: «No debe ser únicamente teológica la disputa que está inflamando la Iglesia acerca de cómo juzgar el Vaticano II. Porque ante todo debe analizarse el contexto histórico de dicho acontecimiento, tanto más aún cuando se trata de un Concilio que programáticamente declaró quererse “abrir al mundo”». «Sé bien que la Iglesia – como Pablo VI repetía en “Ecclesiam suam” – está en el mundo, pero no es del mundo: tiene valores, comportamientos, procedimientos que le son específicos y que no pueden ser juzgados o encuadrados con criterios totalmente histórico-políticos, mundanos.
Por otra parte, – se debe no obstante añadir – tampoco es un cuerpo separado. En los años Sesenta – y los documentos conciliares están repletos de referencias en dicho sentido – el mundo se dirigía hacia lo que hoy llamamos “globalización”, ya estaba fuertemente condicionado por los nuevos medios de información de masas, se difundían rapidísimamente ideas y comportamientos inéditos, emergían formas de mimetismo generacional. Es impensable que un asunto de la amplitud y relevancia del Concilio se desarrollase a puerta cerrada en la basílica de San Pedro sin confrontación con cuanto estaba sucediendo».
En mi opinión, ésta es una clave de lectura interesante del Vaticano II, que confirma la influencia del pensamiento “democrático” en el Concilio. La gran coartada del Concilio fue presentar como decisión colegial y casi plebiscitaria la introducción de cambios que de otro modo hubiesen sido inaceptables. De hecho, no fue el contenido específico de los documentos ni su magnitud futura a la luz del espíritu del Concilio lo que logró despachar doctrinas heterodoxas ya serpenteantes en los ambientes eclesiásticos del norte de Europa, sino el carisma de la democracia, asumido como propio casi inconscientemente por parte de todo el Episcopado mundial, en nombre de una sumisión ideológica que desde tiempo atrás tenía a muchos exponentes de la Jerarquía prácticamente subordinados a la mentalidad del siglo.
El ídolo del parlamentarismo surgido de la Revolución Francesa – se demostró muy eficaz para subvertir todo el orden social – debió representar para algunos Prelados una inevitable etapa de modernización de la Iglesia, que debía ser aceptada a cambio de una suerte de tolerancia por parte del mundo contemporáneo hacia lo que aquélla se obstinaba en proponer aún de viejo y démodé. ¡Y fue un gravísimo error! Este sentido de inferioridad de la Jerarquía, esta sensación de atraso y de inadecuación a las instancias del progreso y de las ideologías traicionan una visión sobrenatural deficiente, y un ejercicio de las virtudes teologales aún más deplorable: ¡Es la Iglesia quien debe atraer a sí al mundo mediante su conversión, no al contrario! El mundo debe convertirse a Cristo y al Evangelio, sin que Nuestro Señor deba ser presentado como un revolucionario à la Che Guevara y la Iglesia como una organización filantrópica más atenta a la ecología que a la salvación eterna de las almas.
De Souza afirma, contra cuanto yo he escrito, que he definido el Vaticano II como «concilio del diablo». Me gustaría saber dónde ha encontrado mencionadas por mí esas palabras. Presumo que dicha expresión se debe a una errónea y presuntuosa traducción suya del término “conciliábulo”, según su etimología latina, que no se corresponde con su significado habitual en la lengua italiana.
De esta errónea traducción suya infiere que yo tengo «una posición contraria a la fe católica sobre la autoridad de los concilios ecuménicos». Si se hubiera tomado la molestia de leer mis declaraciones al respecto, habría comprendido que precisamente porque tengo la máxima veneración por la autoridad de los Concilios Ecuménicos y por todo el Magisterio en general, no consigo conciliar las enseñanzas clarísimas y ortodoxas de todos los Concilios hasta el Vaticano I con los equívocos a veces incluso heterodoxos del Vaticano II. Pero no creo ser el único. El mismo padre Weinandy no alcanza a conciliar el papel del Vicario de Cristo con Jorge Mario Bergoglio, que es del Papado al tiempo detentador y destructor. Pero para De Souza y Weinandy, contra toda lógica, se puede criticar al Vicario de Cristo aunque no al Concilio, o más bien: a este Concilio, y sólo a éste. En efecto, nunca he encontrado mucha solicitud para reiterar los Cánones del Vaticano I cuando algunos teólogos hablan de “redimensionamiento del Papado” o de “camino sinodal”; ni he encontrado nunca demasiados defensores de la autoridad del Tridentino cuando se niega la esencia misma del Sacerdocio católico.
De Souza piensa que, con mi carta al padre Weinandy, yo he buscado en él a un aliado: aunque así fuese, no pienso que nada malo habría en ello, siempre y cuando dicha alianza tenga como finalidad la defensa de la Verdad en el vínculo de la Caridad. Pero en realidad mi intención ha sido la que desde el principio he declarado, a saber, hacer posible una confrontación de la que se obtenga una mayor comprensión de la crisis presente o de sus causas, de modo que la Autoridad de la Iglesia pueda a su vez pronunciarse. Nunca me he permitido imponer una solución definitiva, ni resolver cuestiones que exceden de mi papel como Arzobispo y que son, por el contrario, de la directa competencia de la Sede Apostólica. Por consiguiente, no es cierto lo que afirma el padre De Souza, y menos aun lo que me atribuye el padre Weinandy, a saber, que yo incurro en el «pecado imperdonable contra el Espíritu Santo». Podría creer quizás en su buena fe si ambos aplicasen la misma severidad de juicio a nuestros comunes adversarios y a sí mismos, cosa que sin embargo no me parece sea el caso.
Pregunta el padre De Souza: «Cisma. Herejía. Obra del diablo. Pecado imperdonable. ¿Por qué estas palabras le son aplicadas ahora al arzobispo Viganò por parte de voces respetadas y prudentes?» Pienso que la respuesta es ya obvia: se ha roto un tabú y se ha iniciado una discusión a gran escala sobre el Vaticano II que hasta ahora quedaba confinada a ámbitos muy restringidos del cuerpo eclesial. Y lo que más molesta a los partidarios del Concilio es la constatación de que esta disputa no se refiere a si el Concilio es criticable, sino a qué hacer para remediar los errores y pasajes equívocos existentes. Y esto es una prueba de cargo, contra la que no cabe ninguna labor de deslegitimación: lo escribe asimismo Magister en Séptimo Cielo, refiriéndose a la «disputa que está inflamando la Iglesia, sobre cómo juzgar el Vaticano II» y a las «controversias que periódicamente se reabren en los diversos medios de comunicación “católicos” en torno al significado del Vaticano II y al nexo que existiría entre dicho Concilio y la actual situación de la Iglesia». Hacer creer que el Concilio está exento de críticas es una falsificación de la realidad, independientemente de las intenciones de quienes critican la equivocidad o la heterodoxia del mismo.
El padre De Souza sostiene además que el prof. John Paul Meenan, de LifeSiteNews (aquí) ha demostrado «las debilidades de la argumentación del arzobispo Viganò y sus errores teológicos». Dejo al prof. Meenan la carga de refutar mis intervenciones sobre la base de lo que yo afirmo, no de cuanto no digo pero que voluntariamente se quiere tergiversar. También aquí, cuánta indulgencia se otorga a los documentos del Concilio, y cuán implacable severidad para quien evidencia las deficiencias de aquéllos, hasta el punto de insinuar sospechas de donatismo.
Por lo que se refiere a la famosa hermenéutica de la continuidad, me parece que es evidente que la misma es y sigue siendo una tentativa – quizás inspirada por una visión un poco kantiana de los acontecimientos de la Iglesia – para conciliar un preconcilio y un postconcilio como nunca fue necesario realizar anteriormente. La hermenéutica de la continuidad obviamente es válida y debe seguirse en el interior del discurso católico: en lenguaje teológico se denomina analogia fidei y es uno de los principios fundamentales a los que debe atenerse el estudioso de las ciencias sagradas. Pero aplicar este criterio a un hapax que incluso sobre su equivocidad ha llegado a decir o a sobreentender lo que por el contrario debería condenar abiertamente no tiene sentido, porque presupone como postulado que existe una coherencia real entre el Magisterio de la Iglesia y el “magisterio” en sentido contrario que se enseña hoy en las Academias y en las Universidades pontificias, en las cátedras episcopales y en los seminarios y que es predicado en los púlpitos. Pero mientras es ontológicamente necesario que toda la Verdad sea coherente consigo misma, no es posible al mismo tiempo menoscabar el principio de no contradicción, según el cual dos proposiciones que se excluyen entre sí no pueden ser ambas verdaderas. Por tanto, no cabe ninguna “hermenéutica de la continuidad” entre sostener la necesidad de la Iglesia Católica para la salvación eterna y al mismo tiempo cuanto afirma la declaración de Abu Dabi, que se alinea en continuidad con la enseñanza conciliar. Por tanto, no es cierto que refuto la hermenéutica en sí, sino sólo cuando no puede ser aplicada a un contexto claramente heterogéneo. Pero si esta observación mía se revelase infundada, y se demostrasen sus deficiencias, yo mismo estaría encantado de repudiarla.
Al final de su artículo, el padre De Souza pregunta provocativamente: «Sacerdote, miembro de la curia, diplomático, nuncio, administrador, reformador, informador. ¿Es posible que, al fin, a dicha lista se deba añadir también hereje y cismático?» No deseo responder a expresiones insultantes y gravemente ofensivas del padre Raymond KM, ciertamente no en consonancia con las de un Caballero… Me limito a preguntarle: ¿A cuántos Cardenales y Obispos progresistas resultaría superfluo interponer la misma pregunta, sabiendo ya que la respuesta es tristemente positiva? Quizás, antes de presuponer cismas y herejías donde no las hay, sería oportuno y más útil combatir el error y la división donde anidan y proliferan desde hace décadas.
Sancte Pie X, ora pro nobis!
+ Carlo Maria Viganò, Arzobispo
San Pío X, Papa y Confesor
En Duc in altum el debate sobre el Concilio Vaticano II se ha desplegado hasta el momento a través de las siguientes intervenciones:
Carlo Maria Viganò, Excurso sobre el Vaticano II y sus consecuencias, 10 de junio de 2020
Aldo Maria Valli, El Concilio Vaticano II y los orígenes del descarrilamiento, 14 de junio de 2020
Carlo Maria Viganò, ¿Tarea del próximo papa? Reconocer la infiltración del Enemigo en la Iglesia, 27 de junio de 2020
Enrico Maria Radaelli, El Dogma y el Anticristo. El Concilio Vaticano II y el maxi-golpe de monseñor Viganò, 4 de julio de 2020
Carlo Maria Viganò, “No pienso que el Vaticano II sea inválido, pero ha sido gravemente manipulado“, 4 de julio de 2020
Aldo Maria Valli, El Vaticano II y ese error fatal, julio de 2020
Serafino Maria Lanzetta, El Vaticano II y el Calvario de la Iglesia, 13 de julio de 2020
Alfredo Maria Morselli, “El Concilio no es la causa de todos los males”, 14 de julio de 2020
AA.VV, Consenso internacional al debate sobre el Vaticano II abierto por los obispos Viganò y Schneider, 15 de julio de 2020
Enrico Maria Radaelli, Por el retorno del dogma. O sea para hacer que la Iglesia vuelva a Cristo, 16 de julio de 2020
Giovanni Cavalcoli, “Los resultados pastorales del Concilio pueden discutirse, pero su doctrina ha de aceptarse”, 22 de julio de 2020
Fabio Scaffardi, El Vaticano II y aquel “espíritu” que hay que aclarar. Con las palabras de Barsotti y Giussani, 27 de julio de 2020
Cooperatores Veritatis, Vaticano II / Por qué no llegó la primavera sino un crudo invierno, 31 de julio de 2020
Alessandro Martinetti, El Concilio, el cardenal Biffi y aquellos “acentos” que traicionaban las palabras, 6 de agosto de 2020
El cardenal Joseph Zen responde al professor de Mattei, 8 de agosto de 2020
De Mattei replica al cardenal Zen, 9 de agosto de 2020
Carlo Maria Viganò, No cedamos a la tentación de abandonar la Iglesia porque esté invadida por herejes y fornicadores: ¡es a ellos a los que hay que expulsar!, 2 de septiembre de 2020
domingo, 6 de septiembre de 2020
Viganò: Hay un superdogma del Concilio que se considera intocable
Respuesta de monseñor Carlo Maria Viganò al P. Raymond J. de Souza en el debate en torno al Concilio
Hace algunos días, poco después de otro artículo de contenido análogo publicado por el P. Thomas Weinandy (aquí), el P. Raymond J. de Souza escribió un comentario titulado ¿Promueve el cisma el rechazo del Concilio por parte de monseñor Viganò? El autor expone a continuación lo que piensa: «En su último testimonio, el exnuncio manifiesta una postura contraria a la fe católica en cuanto a la autoridad de los concilios ecuménicos».
Puedo comprender que en ciertos aspectos mis intervenciones resulten bastante molestas a quienes apoyan el Concilio, y que poner su ídolo en tela de juicio suponga un motivo suficiente para incurrir en las más severas sanciones canónicas tras haber dado la alarma alertando de cisma. A la molestia de esos va unido cierto enojo por ver -pese a mi decisión de no hacer apariciones públicas- que mis intervenciones despiertan interés y fomentan un saludable debate sobre el Concilio, y más en general sobre la crisis de la jerarquía eclesiástica. No me atribuyo el mérito de haberlo iniciado; antes de mí, eminentes prelados e intelectuales de alto nivel ya habían puesto en evidencia que hace falta una solución. Otros han puesto de relieve la relación de causa-efecto entre el Concilio Vaticano II y la apostasía actual. Ante tan numerosas y argumentadas denuncias, nadie ha propuesto jamás soluciones válidas o aceptables; por el contrario, para defender el tótem conciliar se ha recurrido a desacreditar al interlocutor, a condenarlo al ostracismo y a la acusación genérica de querer atentar contra la unidad de la Iglesia. Esta última acusación resulta tanto más grotesca cuando más patente es el estrabismo de los acusadores que desenfundan el martillo de herejes contra quienes defienden la ortodoxia católica mientras se desloman haciendo reverencias a los eclesiásticos, religiosos y teólogos que atentan a diario contra la integridad del Depósito de la Fe. Las dolorosas experiencias de tantos prelados, entre los que destaca sin duda monseñor Marcel Lefebvre, confirman que también en ausencia de acusaciones concretas hay quienes consiguen valerse de las normas canónicas para perseguir a los buenos, guárdandose al mismo tiempo de utilizarlas contra los verdaderos cismáticos y herejes.
Es inevitable recordar a este respecto a aquellos teólogos que habían sido suspendidos por sus enseñanzas, apartados de los seminarios o sancionados con censuras por el Santo Oficio, y que precisamente por esos méritos suyos fueron convocados al Concilio como asesores y peritos. Entre ellos se encuentran los rebeldes de la teología de la liberación que fueron amonestados durante el reinado de Juan Pablo II y rehabilitados por Bergoglio, por no mencionar a continuación a los protagonistas del Sínodo para la Amazonía y los obispos del camino sinodal que promueven una iglesia nacional alemana herética y cismática. Sin olvidar a los obispos de la secta patriótica china, plenamente reconocidos y promovidos por el acuerdo entre el Vaticano y la dictadura comunista de Pekín.
El padre De Souza y el padre Weinandy, sin entrar a valorar los argumentos que expuse y que ambos califican desdeñosamente de intrínsecamente cismáticos, deberían tener la buena educación de leer mis intervenciones antes de censurar mi pensamiento. En ellas encontrarían el dolor y el trabajo que en los últimos años me llevó por fin a entender que había sido llamado a engaño por aquellos a quienes, constituidos de autoridad, jamás se les habría ocurrido replicar a esta farsa y haber denunciado este engaño: laicos, eclesiásticos y prelados se encuentran en la dolorosa situación de tener que reconocer un fraude astutamente tramado, fraude que a mi juicio consistió en servirse de un concilio para dar visos de autoridad a las iniciativas de los novadores y granjearse la obediencia del clero y del pueblo de Dios. Esa obediencia ha sido fingida por los pastores, sin la menor excepción, para derribar desde dentro la Iglesia de Cristo.
He escrito y declarado en varias ocasiones que precisamente a raíz de dicha falsificación los fieles, respetuosos para con la autoridad de la Jerarquía, no se han atrevido a desobedecer en masa la imposición de doctrinas heterodoxas y ritos protestantizados. Por otra parte, esa revolución no se ha producido de golpe y porrazo, sino siguiendo un proceso, por etapas, en que las novedades introducidas a modo de experimento terminaban por volverse norma universal con vueltas de tuerca cada vez más apretadas.
Asimismo, he recalcado varias veces que si los errores y equívocos del Concilio ecuménico formulados por un grupo de obispos alemanes y holandeses no se hubieran presentado so capa de la autoridad de un concilio habrían merecido probablemente la condena del Santo Oficio, y sus escritos incluidos en el Índice. Tal vez por eso mismo quienes alteraron los esquemas preparatorios del Concilio se encargaron, durante el pontificado de Pablo VI, de debilitar la Suprema Congregación y suprimir el Índice de libros prohibidos, en el cual en otros tiempos habrían terminado sus propios escritos.
De Souza y Weinandy sostienen evidentemente que no es posible cambiar de opinión, y que es preferible seguir en el error a desandar lo andado. Pero esa actitud es muy extraña: multitudes de cardenales y obispos, de sacerdotes y laicos, de frailes y monjas, de teólogos y moralistas y de laicos e intelectuales católicos han considerado que en nombre de la obediencia a la Jerarquía se les ha impuesto el deber de renunciar a la Misa Tridentina y que se la sustituyan por rito calcado del Book of Commom Prayer de Cranmer*; que se han abandonado tesoros de doctrina, de moral, de espiritualidad y un patrimonio artístico y cultural de valor incalculable, borrando dos mil años de Magisterio en nombre de un Concilio que además se ha querido pastoral en vez de dogmático. Les han dicho que la Iglesia conciliar se ha abierto por fin al mundo, que se ha liberado del odioso triunfalismo postridentino, de incrustaciones dogmáticas medievales, de oropeles litúrgicos, de la moral sexofóbica de San Alfonso, del nocionismo del Catecismo de San Pío X y del clericalismo de la curia pacelliana. Se nos ha pedido renunciar a todo en nombre del Concilio; transcurrido medio siglo, ¡observamos que no se ha salvado nada de lo poco que al parecer había quedado vigente! (*El Book of Common Prayer fue un libro devocional publicado en el 1552 por el arzobispo anglicano Thomas Crammer a raíz de la reforma de Enrique VIII con oraciones y lecturas para los protestantes ingleses. N. del T.)
Y sin embargo, si repudiar la Iglesia Católica preconciliar para abrazar la renovación postconciliar ha sido recibido como un gesto de gran madurez, como un signo profético, una manera de estar a tono con los tiempos y, en definitiva, algo inevitable e incontestable, repudiar hoy un experimento fallido que ha llevado a la Iglesia al colapso se considera señal de incoherencia o insubordinación, según el lema de los novadores: ni un paso atrás. En aquel entonces la revolución era saludable y obligada; ahora la restauración sería dañina y fomentaría divisiones. Antes se podía y debía renegar del glorioso pasado de la Iglesia en nombre del aggionarmento; hoy en día se considera cismático poner en tela de juicio varias décadas de desviaciones. Pero lo más grotesco es que los defensores del Concilio sean tan inflexibles con quienes niegan el Magisterio preconciliar mientras estigmatizan con la jesuítica y denigrante calificación de rígidos a los que por coherencia con dicho Magisterio se niegan a aceptar el ecumenismo y el diálogo interreligioso (que han desembocado en Asís y en Abu Dabi), la nueva eclesiología y la reforma litúrgica nacidos del Concilio Vaticano II.
Es evidente que nada de esto tiene fundamento filosófico, no digamos teológico. El superdogma del Concilio se impone por encima de todo. Todo lo anula, todo lo deroga, pero no tolera que se lo trate de la misma manera. Pero eso mismo confirma que el Concilio, aun siendo un concilio ecuménico legítimo –como ya he afirmado en otras ocasiones– no es como los demás, porque si lo fuera, los concilios y el Magisterio anterior deberían ser vinculantes (no sólo de palabra), lo cual habría impedido que se formularan los errores contenidos o implicados en los textos conciliares. Una ciudad dividida contra sí misma…
De Souza y Weinandy no quieren reconocer que la estratagema adoptada por los novadores fue de lo más astuta: conseguir que se apruebe la revolución bajo un aparente respeto a las normas por parte de cuantos pensaban que se trataba de un concilio católico como el Vaticano I; afirmar que se trataba de un concilio meramente pastoral y no dogmático; hacer creer a los padres conciliares que los puntos delicados se organizarían y se aclararían los equívocos, que toda reforma se reconsideraría en el sentido más moderado… Y mientras los enemigos lo habían organizado todo, hasta los más mínimos detalles, al menos veinte años antes de la convocatoria del Concilio, había quienes creían ingenuamente que Dios impediría el golpe de los modernistas, como si el Espíritu Santo pudiera actuar contra la voluntad subversiva de los novadores. Ingenuidad en la que yo mismo caí junto a la mayoría de mis compañeros en el episcopado, formados y criados en la convicción de que a los pastores –y en primer lugar y por encima de todos al Sumo Pontífice– se les debía obediencia incondicional.
De ese modo los buenos, con su concepto distorsionado de obediencia absoluta, obedeciendo incondicionalmente a los pastores fueron inducidos a desobedecer a Cristo, precisamente por quienes tenían muy claros sus objetivos. En este caso también salta a la vista que la aceptación del magisterio conciliar no ha impedido el disenso con el Magisterio perenne de la Iglesia, sino que más bien lo ha exigido como lógica e inevitable consecuencia.
Al cabo de más de cincuenta años todavía no quieren darse cuenta de algo innegable: que se quiso emplear un método subversivo hasta entonces aplicado en los ámbitos político y civil, aplicándolo sin comentarios a la esfera religiosa y eclesial. Este método, típico de quienes tienen un concepto como mínimo materialista del mundo, sorprendió desprevenidos a los padres conciliares, que creyeron sinceramente ver en ello la acción del Paráclito mientras los enemigos supieron hacer trampa en las votaciones, debilitar a la oposición, derogar procedimientos establecidos y presentar normas en apariencia inocuas que luego tendrían un efecto rompedor de sentido contrario.
Que aquel concilio tuviera lugar en la basílica del Vaticano, con los padres en mitra, capa pluvial y hábito coral, y Juan XXIII con tiara y manto, era plenamente coherente con una puesta en escena pensada a propósito para engatusar a los participantes para que no se preocuparan y creyeran que al final el Espíritu Santo remediaría los embrollos del subsistit in o los despropósitos sobre la libertad religiosa.
A este respecto, me permito citar un artículo publicado hace unos días en Settimo Cielo, titulado Historicizar el Concilio Vaticano II: así influyó sobre la Iglesia el mundo de esos años (aquí). En él, Sandro Magister nos da a conocer un estudio del profesor Roberto Pertici sobre el Concilio, el cual recomiendo leer en su totalidad pero se puede sintetizar en estos dos párrafos:
La disputa que está encendiendo a la Iglesia sobre cómo juzgar el Vaticano II, no debe ser solo teológica porque, ante todo, lo que hay que analizar es el contexto histórico de ese evento, especialmente de un Concilio que, desde un punto de vista programático, declaró querer abrirse al mundo.
Soy consciente de que la Iglesia -como confirmaba Pablo VI en Ecclesiam suam- está en el mundo pero no es del mundo: tiene valores, comportamientos, procedimientos específicos que no pueden ser juzgados ni enmarcados con criterios totalmente histórico-políticos, mundanos. Por otra parte, hay que añadir, tampoco es un cuerpo separado. En los años sesenta –y los documentos conciliares están llenos de referencias en este sentido– el mundo se dirigía hacia la que hoy llamamos globalización, estaba ya muy condicionado por los nuevos medios de comunicación de masa, se difundían a gran velocidad ideas y actitudes inéditas, emergían formas de mimetismo generacional. Es impensable que un evento de la amplitud y relevancia del Concilio se desarrollara dentro de la basílica de San Pedro sin confrontarse con lo que estaba sucediendo fuera de ella.
A mi entender, ésta es una clave interesante para interpretar el Concilio, pues confirma la influencia que tuvo en él el pensamiento democrático. La gran coartada del Concilio fue presentar como decisiones colegiadas y casi como un plebiscito la introducción de novedades que de otro modo serían inaceptables. No fue ciertamente el contenido concreto de las actas ni su futuro alcance a la luz del espíritu del Concilio lo que abrió la puerta a doctrinas heterodoxas que ya se introducían sigilosamente en ambientes eclesiásticos del norte de Europa, sino el carisma de la democracia, asumido de modo casi inconsciente por los obispos del mundo entero en aras de una sumisión ideológica que desde hacía tiempo veía como muchos miembros de la Jerarquía poco menos que se sometían a la mentalidad secular.
El ídolo del parlamentarismo surgido de la Revolución Francesa –que tan eficaz resultó para subvertir el orden social en su totalidad– debió de significar para algunos prelados una etapa inevitable de la modernización de la Iglesia que había que aceptar a cambio de una especie de tolerancia por parte del mundo contemporáneo hacia todo lo que ella se empeñaba en ofrecer de lo que era antiguo y estaba superado. ¡Craso error! Este sentimiento de inferioridad por parte de la Jerarquía, esta sensación de atraso e insuficiencia ante las exigencias del progreso y de las ideologías traicionaron una visión sobrenatural muy deficiente y un ejercicio aún más deficiente de las virtudes teologales.
¡Es la Iglesia la que debe atraer a sí al mundo, y no al revés! El mundo debe convertirse a Cristo y al Evangelio, sin que se presente a Nuestro Señor como a un revolucionario por el estilo del Che Guevara y a la Iglesia como una organización filantrópica más preocupada por la ecología que por la salvación eterna de las almas.
Afirma De Souza, al contrario de cuanto he escrito, que yo he calificado al Concilio de «concilio del Diablo». Me gustaría saber de dónde sacó esas supuestas palabras mías. Supongo que sea una interpretación errónea y atrevida que hizo de la palabra italiana conciliabolo [conciliábulo], según la etimología latina, que no corresponde al significado actual en italiano. Deduce de esta errónea traducción suya que tengo «una postura contraria a la fe católica en lo que se refiere a la autoridad de los concilios ecuménicos».
De haberse tomado la molestia de leer mis declaraciones al respecto, habría entendido que precisamente porque profeso la mayor veneración por los concilios ecuménicos y por todo el Magisterio en general, no me es posible conciliar las clarísimas enseñanzas ortodoxas de todos los concilios hasta el Vaticano II con las equívocas y a veces heterodoxas de este último. Y no creo que sea el único. El mismo P Weinandy no es capaz de conciliar el papel del Vicario de Cristo con Jorge Mario Bergoglio, que es al mismo tiempo ocupante y demoledor del cargo. Pero para De Souza y Weinandy, contra toda lógica, es posible criticar al Vicario de Cristo, pero no al Concilio; a ese concilio, y no a otro. La verdad es que nunca he visto tanta solicitud en recalcar los cánones del Concilio Vaticano I cuando algunos teólogos hablan de redimensionamiento del Papado o de sentido sinodal. Tampoco he visto tantos defensores de la autoridad del de Trento mientras se niega la esencia misma del sacerdocio católico.
Cree De Souza que con mi carta al P. Weinandy yo buscaba en él un aliado. Aunque fuese cierto, no creo que tuviera nada de malo, en tanto que dicha alianza tuviera por objeto la defensa de la Verdad en el vínculo de la Caridad. En realidad, mi intención fue lo que vengo declarando desde el principio: establecer una comparación que permita entender mejor la crisis actual y sus causas para que la autoridad de la Iglesia pueda pronunciarse a su debido tiempo.
Jamás me he permitido imponer una solución definitiva ni resolver cuestiones que quedan fuera de mis competencias como arzobispo y caen directamente bajo la jurisdicción de la Sede Apostólica. No es, por tanto, lo que afirma el P. De Souza, y tampoco lo que incomprensiblemente me atribuye el P. Weinandy, que haya caído «en el pecado imperdonable contra el Espíritu Santo». Tal vez podría creer en la buena fe de ambos si tuvieran la misma severidad al juzgar a nuestros adversarios comunes y a ellos mismos; desgraciadamente no me parece que sea así.
Dice el P. De Souza: «Cisma. Herejía. Obra del Diablo. Pecado imperdonable. ¿Cómo pueden aplicarse ahora estas palabras al arzobispo Viganò por voces respetadas y escuchadas?»
Creo que la respuesta es ya bastante obvia: se ha roto un tabú y se ha iniciado un debate a gran escala en torno al Concilio Vaticano II, debate que hasta ahora estaba restringido a ámbitos muy reducidos del cuerpo eclesial. Lo que más molesta a los partidarios del Concilio es constatar que esta controversia no versa sobre si el Concilio es o no criticable, sino sobre qué se puede hacer para remediar los errores y sus pasajes equívocos. Es un hecho innegable sobre el que ya no cabe ninguna labor de deslegitimación. Lo dice también Magister en Settimo Cielo, refiriéndose a «la disputa que está encendiendo la Iglesia sobre cómo juzgar el Concilio» y a «las controversias que periódicamente se reabren en los medios de comunicación , denominados católicos, sobre el significado del Vaticano II y el nexo que existiría entre dicho Concilio y la situación actual de la Iglesia».
Pretender que se crea que el Concilio está por encima de toda crítica es falsificar la realidad, independientemente de las intenciones de quien critica su carácter equívoco y su heterodoxia.
Sostiene además el padre De Souza que el profesor John Paul Meenan habría demostrado en LifeSiteNews (aquí) «los puntos flacos de la argumentación de monseñor Viganò y de sus errores teológicos».
Dejo al profesor Meenan el honor de refutar mis intervenciones sobre la base de lo que afirmo, no de cuanto no digo y deliberadamente se quiere malinterpretar. También en este caso, cuánta indulgencia con las actas del Concilio, y qué severidad más implacable hacia quien pone en evidencia las lagunas, hasta el punto de insinuar sospechas de donatismo.
Por lo que respecta a la famosa hermenéutica de la continuidad, me parece evidente que no deja de ser una tentativa -quizás inspirada en un concepto un tanto kantiano de los asuntos de la Iglesia- de conciliar un preconcilio y un postconcilio, cosa que nunca había sido necesario hacer hasta entonces. Está claro que la hermenéutica de la continuidad es válida y tiene que seguir dentro del discurso católico: en lenguaje teológico se llama analogía fidei, y es uno de los elementos fundamentales a los que debe atenerse el estudioso de las ciencias sagradas.
Pero no tiene sentido aplicar ese criterio a un caso aislado que precisamente por su carácter equívoco ha conseguido expresar o dar a entender lo que por el contrario se debería haber condenado abiertamente, porque supone como postulado que hay verdadera coherencia entre el Magisterio de la Iglesia y el magisterio contrario que actualmente se enseña en las academias, en las universidades pontificias, en las cátedras episcopales y en los seminarios y se predica desde los púlpitos.
Pero mientras es ontológicamente necesario que la totalidad de la Verdad sea coherente consigo misma, no es posible, al mismo tiempo, faltar al principio de no contradicción, según el cual dos proposiciones que se excluyen mutuamente no pueden ser ciertas las dos.
Así, no puede haber la menor hermenéutica de la continuidad entre sostener la necesidad de la Iglesia Católica para la salvación eterna y la declaración de Abu Dabi, que está en continuidad con las enseñanzas conciliares.
No es, por tanto, cierto que rechazo la hermenéutica de la continuidad en sí; sólo cuando no se puede aplicar a un contexto claramente heterogéneo. Pero si esta observación mía resulta infundada y se quieren dar a conocer sus deficiencias, con mucho gusto las repudiaré yo mismo.
En la conclusión del artículo, el P. De Souza pregunta provocativamente: «Sacerdote, curialista, diplomático, nuncio, administrador, reformados, informador… ¿Podría ser que, al final, a esta lista haya que añadir hereje y cismático?» No es mi intención responder a los insultos y las palabras gravemente ofensivas del P. Raymond K.M., que no son propias de un caballero. Me limito a preguntarle: ¿a cuántos cardenales y obispos progres sería superfluo plantearles la misma cuestión, sabiendo de antemano que la respuesta es lamentablemente positiva? Quizás, antes de ver cismas y herejías donde no los hay, sería oportuno y más provechoso combatir los errores y divisiones allí donde se instalan y propagan desde hace décadas.
Sancte Pie X, ora pro nobis!
3 de septiembre de 2020
Festividad de San Pío X, papa y confesor
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