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lunes, 31 de enero de 2011

LA DIMENSIÓN RELIGIOSA DE MIGUEL DE UNAMUNO


Miguel de Unamuno nació en Bilbao el 29 de Septiembre de 1864. Su padre murió cuando Miguel tenía tan solo 6 años. A los 27 años (1891) obtuvo la cátedra de griego de la Universidad de Salamanca, ciudad donde se instaló. Siendo vasco de nacimiento y de corazón, iba a convertirse en el hombre de Castilla y, especialmente, de Salamanca. Casado con Concepción Lizárraga, el 31 de Enero de 1891, fue padre de nueve hijos. Comenzó a escribir a los 30 años, a partir de 1894. En 1897 atraviesa una fuerte crisis de fe, convirtiéndose a un “cristianismo” sui generis, pero verdaderamente religioso, como ahora veremos.
La vida hogareña de Miguel fue ejemplar. El 27 de diciembre de 1902 (llevaba casi 11 años casado ) escribe a Pedro Corominas que volvería “a casarse cien veces con la misma mujer y a vivir lo vivido”.
Más adelante escribía a Jiménez Ilundain el 8 de febrero de 1904: “...Luego está mi mujer, que por nada se acongoja, que guarda su niñez perdurable, que me alegra la casa y el corazón, con su inalterable alegría, que es mi mayor sostén y el alba perfecta de mi vida. Un alba, sí, que es lo más hermoso; no sale el sol que agosta y quema, pero nunca es noche. ¡Bendito el día en que me casé! "



El 31 de Octubre del 1900 es nombrado Rector de la Universidad de Salamanca, cuando contaba tan sólo 36 años. Dimitió de Rector en 1914, a los 50 años, por razones políticas, siguiendo como vicerrector hasta el 20 de febrero de 1924, fecha en que fue desterrado a la isla de Fuerteventura , debido a ciertos artículos que escribió contra la dictadura de Primo de Ribera. De allí huyó para refugiarse en Francia: primero en París y luego en Hendaya, donde permaneció hasta 1930, año en que regresó a España. En 1931, durante la República, fue nombrado Rector vitalicio de la Universidad de Salamanca, siendo destituido de nuevo, en 1936, por un artículo que publicó en contra del comunismo. Murió poco después, el 31 de diciembre de 1936, a los 72 años de edad.
En este artículo voy a tratar de una dimensión de Unamuno, la dimensión religiosa, que no se conoce lo suficiente y que se interpreta mal con relativa frecuencia. Para ello he hecho uso de sus propias palabras, tomadas de su libro “Diario íntimo” (Alianza Editorial, 1991), publicado por vez primera en 1970. Elijo aquellas frases suyas que me han parecido más significativas y que resumen su postura esencial en este tema.
Vemos en él un espíritu luchador, un vivir con la máxima intensidad, aunque todo lo hace en continua referencia a la muerte:
“Vivamos como si hubiésemos de morir dentro de unos instantes” (p. 19).
“ Haz todo lo que hagas como si hubieses de morirte al punto” (p. 166).
El tema de la muerte constituye para él un referente continuo, en el que se debate, entre la duda y la fe, siendo causa de grandes sufrimientos y crisis, y también de verdadero encuentro con Dios, como parece desprenderse de estos escritos:
 “...sólo se muere una vez. ¿Y no vale acaso la pena vivir para este acto único? ¿Vivir para morir? No se debe pensar en eso -se dice-; si nos pusiéramos a cavilar en la muerte se haría imposible la vida... Y, sin embargo, hay que pensar en ella, porque siendo el principio del remedio conocer la enfermedad, y siendo la muerte la enfermedad del hombre, conocerla es el principio de remediarla” (p. 61).
Y, más adelante, en un momento de crisis, dice:
 “Cuando esa idea de la muerte, que hoy paraliza mis trabajos y me sume en tristeza e impotencia, sea la misma que me impulse a trabajar por la eternidad de mi alma...entonces, estaré curado” (p.70).
En sus escritos se trasluce, lentamente, el paso de la oscuridad de la nada a la luz de la fe:
“No quiero que envenene mi vida la certeza de su fin y la obsesión de la nada” (p. 126).
“Triste consuelo, si al morir, morimos del todo, volviendo a la nada. ¡No consuelo, sino desconsuelo y desesperación! Y, en cambio, ¡hermosa idea si esperamos otra vida!" (p. 150).
Unamuno se resiste a la idea de la nada, en contra de los existencialistas, como es el caso de Sartre, para quien ‘la vida es una pasión inútil’. Y es que...Unamuno ama la vida. La auténtica importancia de la religiosidad de Unamuno está en la nostalgia de la inmortalidad:
“Vivir, vivir de veras, sin segunda intención. Vivir, para morir y seguir viviendo” (p. 91)
Por otra parte, Unamuno es consciente de la necesidad de la humildad y de la sencillez para la fe:
“¡Sencillez, sencillez! Dame, Señor, sencillez” (p. 27). 
¿Y dónde piensa Unamuno alcanzar esa sencillez que conduce a la fe?... He aquí su respuesta:
“Que mis lágrimas no sean lágrimas teatrales. A tí, Señor, nadie puede engañarte” (p. 20).
“Dame fe, Dios mío” (p. 26).
Ambas cosas: Unamuno desea ser sencillo y desea tener fe, y lo desea ardientemente; pero sabe que, por sí sólo, no puede conseguirlo. Y por eso acude a Dios. Es conmovedor observar el proceso interior por el que atraviesa, contado con sus propias palabras:
“Un acto, un solo acto de ardiente caridad... de amor verdadero, y estoy salvo” (p. 24).
“Querer ser bueno, y quererlo constante y ardientemente. Esforzarnos por serlo; he aquí nuestra obra. Todo lo demás es obra de la gracia de Dios que, por Cristo, nos ha hecho hijos suyos” (p. 60).
“No basta hacer el bien. Hay que ser bueno” (p. 92). 
"Ser bueno es hacerse divino, porque sólo Dios es bueno!” (p. 92).
“Ser bueno es anonadarse ante Dios, hacerse uno con Cristo y decir con Él: no mi voluntad sino la tuya, Padre” (p. 94).
¿Se puede conseguir la fe? ¿Se puede ser bueno? Es admirable el modo en el que se expresa Unamuno cuando aconseja a otros (consejos que, en el fondo, se los está dando a sí mismo):
“Dedicáos a ... hacer obras de verdadera caridad, a ser realmente buenos ... ¿no brotaría de la caridad la fe? (p. 131).
“Condúcete como si creyeras y acabarás creyendo. ¿Que no puedes conducirte así porque no crees? Entonces es que no quieres creer, aunque te parezca otra cosa” (p. 134).
Ciertamente no es todo tan sencillo; el mismo Unamuno lo reconoce:
“Es tema de honda meditación esto de que me esté aleccionando y predicando a mí mismo y convirtiéndome, y que escriba hoy cosas que me parezcan mañana escritas por otro que no soy yo. ¡Qué lento y enojoso es despojarse del hombre viejo!” (p. 139)
Y sólo encuentra un camino: rezar.
“Tengo que humillarme aún más, rezar y rezar sin descanso, hasta arrancar a Dios de nuevo mi fe” (p. 125).
“Hay que gastar más las rodillas que los codos” (p.85).
Unamuno sabe que la fe es un don de Dios, que no puede conseguirla con sus solas fuerzas, y por ello acude al único remedio infalible: pedirle esa fe a Dios, a ese Dios encarnado en Jesucristo, que dijo: ‘Pedid y recibiréis’.
Hay otro punto que preocupa a Unamuno : el pensamiento de los demás (punto que es motivo de lucha interior).
“Es terrible esclavitud la de vivir esclavo del concepto que de nosotros se han formado los demás” (p. 86)
Y, sin embargo, él mismo conoce el remedio para escapar de esa esclavitud:
“ No de ellos, de mí mismo tengo que responder” (p. 86).
Aun conociendo el remedio le sigue preocupando el tema:
“¿Por qué me inquieto tanto de los demás?” (p. 142).
Pero está completamente decidido a superar este problema:
“¡Vivir para la historia! ¡Cuánto más sencillo y más sano es vivir para la eternidad!” (p. 144).
Y acude a Dios:
“¡Libertad, Señor, libertad! Que viva en tí y no en las cabezas de los demás, que se reducirán a polvo” (p. 97).
Acudían a la mente de Unamuno las palabras de Jesús, que él mismo cita en su diario: “La verdad os hará libres” (Io, 8,32) y concluía:
 “Ser libre es... querer lo que el eterno Amor quiere. ¡Fiat voluntas tua! (Hágase tu voluntad)” (p. 99).
El “olvido de sí” y la apertura al Amor de Dios es lo que salva a Unamuno. Y lo que le lleva, como consecuencia, a ayudar a los demás a hacer lo mismo. Y así lo expresa, en momentos de crisis:
“ Que me cuide, que me serene, que me tranquilice, que hago falta a los demás, que no abandone mis tareas literarias. A mí mismo me hago falta. Y si Dios me cura, ¡que mi curación sea principio de otras!” (p. 128).
Esta lucha de Unamuno se hace patente en varios lugares del diario:
“¡Sinceridad, santa sinceridad! Que no piense en mí ni en mi gloria, sino en la tuya, Señor” (p. 145).
Y parece ser que Dios le va concediendo lo que le pide:
“He procurado siempre obrar bien. Y el bien que haya podido hacer a los demás me ha merecido la gracia de volver a mí y despertar” (p. 152).
“ ¿Y por qué me ha concedido a mí esta gracia? Ha sido sin mérito alguno, por pura gracia. Dios escoge al último para manifestar su gloria... ¡Concédeme, Señor, el que me crea indigno de esta merced y el que borre de mí toda propia complacencia!” ( p. 153).
Las palabras que siguen no dejan lugar a dudas acerca de su conversión:
“Aquellos que toman como lo mejor lo que el Señor les envía permanecen, dondequiera y en todas las cosas, en perfecta paz, pues en ellos se ha hecho propia voluntad la Voluntad de Dios” (p. 206).
Y, a continuación, cita las palabras de Jesús, queriendo hacerlas suyas: “Padre, hágase tu voluntad, y no la mía” (Lc. 22,42). Estas cosas no se pueden expresar así si no se experimentan.
No quiero acabar este artículo sin hacer referencia a unos párrafos de Unamuno acerca del entendimiento entre las personas, párrafos que considero altamente significativos y muy actuales:
“En las conversaciones entre la gente... no se escucha con atención benévola, impacientes de decir lo propio, que se cree siempre más importante que lo ajeno. Merece seria meditación eso de que sean tan frecuentes las interrupciones en las conversaciones mundanas; es un síntoma de una enfermedad dolorosísima. No sucedería así si se conversara en Dios, sencilla y humildemente, haciendo de la conversación un acto de amor al prójimo; y procurando no hablar de sí mismo ni constituirse en centro del universo” (p.37)
Y añade, un poco más adelante, dando un consejo:
“ No discutas nunca; Cristo nunca discutió; predicaba y rehuía toda discusión... Expón tu sentir, con sinceridad y sencillez, y deja que la verdad obre por sí sobre la mente de tu hermano...La verdad que profieres no es tuya; está sobre tí y se basta a sí misma” (p. 37).
Y, para que no nos quepa ya ninguna duda acerca, no ya de su ser cristiano, sino de su ser católico, expresa claramente:
Hay que buscar la libertad dentro de la Iglesia, en su seno”(p. 28)
Sus últimas palabras, inmediatamente antes de morir, fueron:
 “¡Dios no puede volverle la espalda a España!”.
Y en el epitafio de su tumba se puede leer:


Méteme, Padre Eterno, en tu pecho,
misterioso hogar;
dormiré allí, pues vengo deshecho
del duro bregar



Unamuno, expresándose a su manera, nos muestra que siempre es posible, en medio de todo tipo de dificultades, tener fe en Dios, si se le pide ardientemente, con la seguridad de conseguirla.
Unamuno vive su vida intensamente: olvidándose de sí mismo, vive para Dios y para los demás: ama a Dios, en Jesucristo, ama a los demás, en los que ve presente a Jesucristo; y todo ello en el seno de la Iglesia católica. Es, en este aspecto, todo un ejemplo a imitar.

lunes, 17 de enero de 2011

LA CONVERSIÓN DE SAN AGUSTÍN


Breve biografía de Agustín

Agustín nació en Tagaste (Argelia) el 13 de noviembre del año 354. Su madre, santa Mónica, ejerció sobre el niño una influencia decisiva. Cuando tenía 18 años tuvo un hijo (Adeodato) de una concubina. La lectura del Hortensio, de Cicerón, despertó en él la vocación filosófica. Fue maniqueo puritano desde los 19 hasta los 29 años. Decepcionado por los maniqueos fue a Roma (año 383) y al año siguiente ganó la cátedra de Retórica de Milán. En esta ciudad acudió a escuchar los sermones de San Ambrosio, el cual le hizo cambiar de opinión acerca de la Iglesia, de la fe y de la imagen de Dios. En agosto del año 386 ocurrió su conversión, tal como relata él mismo en su libro titulado Las Confesiones, del cual he entresacado algunos párrafos significativos que relato a continuación:



Entré en mi interior guiado por Dios; y lo pude hacer porque Él fue mi ayuda. Busqué la manera de adquirir la fuerza que me hiciese apto para gozar de Dios... No la encontraría más que abrazándome al Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo-Jesús. Aunque no podía ni sospechar el misterio que encerraban las palabras: "Y el Verbo se hizo carne".

Parloteaba mucho de estas cosas, como si ya fuese un especialista en ellas; pero si no me hubiese decidido a andar el camino de la verdad, que no está más que en Cristo Salvador nuestro, no sólo no hubiera llegado a ser un especialista, sino que me habría perdido... Había encontrado la perla preciosa, la que debía comprar vendiendo todo lo que tenía; pero todavía dudaba en hacerlo. La nueva voluntad, que empezaba a nacer, de servir a Dios y gozar de Él, única alegría segura, todavía no era capaz de vencer a la otra voluntad, la primera, que con los años se había hecho tan fuerte en mí. De esta manera mis dos voluntades, la vieja y la nueva, la carnal y la espiritual, luchaban entre sí, y peleándose, me destrozaban el alma. Así comprendí, por propia experiencia, eso que ya había leído: la carne lucha contra el espíritu y el espíritu contra la carne.

Y sin embargo, era de mí de donde había venido esa mala costumbre que me dominaba, porque fue queriendo como llegué adonde ahora no quería haber llegado. ¿Cómo podía quejarme por esta situación mía, si es de justicia que se castigue al que peca? ¡Miserable de mí! ¿Quién podía librarme de este cuerpo de muerte sino la gracia de Dios, por medio de Cristo Señor nuestro?... Mi alma se resistía, no quería, pero ya no podía alegar niguna excusa, porque estaban agotados y rebatidos todos los argumentos...Lo que yo tenía era un miedo de muerte, porque tendría que apartarme de mi cotidiana costumbre, en la que me consumía, día tras día.

Mientras seguía en la angustia de mi indecisión me tiraba del pelo, me golpeaba la frente, me retorcía las manos, me apretaba las rodillas...; no puedo decir que eso lo hiciera sin querer; lo hacía porque quería...En cambio, por dentro, no hacía lo que me atraía con toda mi alma, y que hubiera podido hacer con sólo querer; pues en el mismo instante en que realmente hubiera querido, hubiera podido, porque en ésto poder es lo mismo que querer; querer es ya poder, actuar. Sin embargo, no actuaba. ¿Por qué tenía que ser así?... No hay ninguna monstruosidad en querer en parte y en parte no querer: es debido a la debilidad del alma; cuando el alma es elevada por la verdad no se levanta toda entera porque está oprimida por el peso de las costumbres.

Yo, interiormente, me decía: ¡Venga, ahora, ahora! y estaba ya casi a punto de pasar de la palabra a la obra, justo a punto de hacerlo; pero... no lo hacía; aunque, al menos, no daba un paso atrás, sino que me quedaba como al borde de mi paso anterior; tomaba aliento, y lo intentaba de nuevo... Me aterrorizaba cada vez más a medida que se acercaba el momento decisivo. Y si este terror no me hacía volver atrás ni apartarme de la meta, me tenía paralizado y quieto... ¿Por qué no vas a poder tú lo que otros han podido? ¿O es que te crees que lo han podido con sus propias fuerzas? ¡No, es con la fuerza del Señor, su Dios! ¿Por qué intentas apoyarte en tí si no puedes ni tenerte en pie? Échate en sus brazos, no tengas miedo. Él no se retirará para que caigas; échate seguro de que te recibirá y te curará!

¿Hasta cuándo, hasta cuándo, mañana, mañana? ¿Por qué no ahora mismo y pongo fin a todas mis miserias? Mientras decía esto y lloraba con amarguísimo arrepentimiento de mi corazón, de repente oí de la casa vecina una voz, no sé si de niño o de niña, que cantándolo y repitiéndolo muchas veces, decía: Toma y lee, toma y lee. Conteniendo mis lágrimas me levanté, interpretando esa voz como una orden divina de que abriese el libro y leyese lo que se me apareciera al abrirlo. Deprisa, me volví al sitio donde estaba sentado Alipio, y donde yo había dejado el libro del Apóstol al levantarme de allí; lo tomé, lo abrí y leí en silencio lo primero con lo que me encontré. Decía:"...Dejad ya las contiendas y peleas, y revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no os ocupéis de la carne y de sus deseos". No quise leer más, ni era necesario tampoco; pues en cuanto terminé de leer ese párrafo, como si me hubiera inundado el corazón una fortísima luz, se disipó toda la oscuridad de mis dudas. Cerré el libro poniendo punto con el dedo, o quizá con alguna cosa, y ya tranquilo se lo expliqué todo a Alipio... Luego entramos a ver a mi madre, se lo dijimos todo y se llenó de alegría... y bendecía a Dios, porque veía que Dios le había concedido, en lo que se refiere a mí, mucho más de lo que constantemente le pedía con sus lastimeras y llorosas quejas... Su llanto se había convertido en mucho más de lo que ella había imaginado...

El Señor fue bueno y misericordioso conmigo... Todo consistía en dejar de querer lo que yo quería, y en querer lo que Dios quería...¿Dónde estuvo durante aquellos años mi libertad? ¿De qué subterráneo y profundo secreto fue sacada en un instante para que yo inclinase mi altiva frente bajo el suave yugo de Dios y pusiera el hombro bajo su ligera carga, Cristo Jesús, mi ayudador y mi Redentor? Mi alma estaba ya libre de las devoradoras preocupaciones de la ambición, del dinero, de las pasiones en que antes se revolcaba... No hacía otra cosa que hablar de Dios, mi luz, mi riqueza, mi salvación, Señor Dios mío.

El 24 de abril del año 387 fueron bautizados él, su amigo Alipio y su hijo Adeodato (que contaba tan sólo 15 años): "Fuimos bautizados-dice Agustín- y desapareció de nosotros la preocupación que teníamos por nuestra vida pasada". En el otoño de este mismo año muere su madre, a los 56 años; y tres años más tarde (390) muere su hijo, a los 18 años. En la primavera del 391 Agustín marcha a Hipona, donde es ordenado sacerdote por el obispo Valerio, al que ayuda en las tareas pastorales de la diócesis. Defiende el catolicismo frente a la ideología maniquea y donatista, cuyos adeptos eran mayoría en Hipona. Sucede a Valerio en el año 397. Sus obras nos han llegado casi en su totalidad y en buen estado.

El libro de Las Confesiones, que aquí se comenta, en el que relata su conversión, fue publicado cuando ya era obispo (años 397-398). Del último capítulo reproduzco, a continuación, un bello texto en el que Agustín alude, con una cierta pena, a la pobre respuesta que él dio a Dios; aunque-eso sí- con una absoluta confianza en la bondad y misericordia de Aquél a quien entregó toda su vida:

¡Tarde te amé, Belleza,
tan antigua y tan nueva,
tarde te amé!

Tú estabas dentro de mí,
y yo había salido fuera de mí
y te buscaba por fuera.

Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo.
Me tenían atado y lejos de Ti esas cosas
que, si Tú no las sostuvieras,
dejarían de ser.

Me llamaste, me gritaste y rompiste mi sordera.
Resplandeciste ante mí
y echaste de mis ojos la ceguera.

Exhalaste tu Espíritu y aspiré su perfume.
Y te deseé.
Me tocaste y me abrasé en tu paz.

Después de las Confesiones escribió mucho durante más de treinta años hasta su muerte, el 28 de Agosto del 430, -aún no había cumplido los 76 años-, en pleno uso de sus facultades y de su actividad literaria. Sus restos mortales descansan en Pavía.