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domingo, 25 de noviembre de 2012

LA SANTÍSIMA TRINIDAD (DIOS HIJO VI)


Continuemos hablando de la relación de Jesús con su Padre. Jesucristo tenía una misión que cumplir, una misión que había recibido de su Padre. El cumplimiento de esa misión era lo único que explicaba su presencia en este mundo. Toda su vida terrena no fue sino la puesta en práctica de esa misión: “Yo he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado” (Jn 6,38). Y esto hasta tal extremo que no había nada en su vida que no hiciera referencia a su Padre: Mi alimento es hacer la voluntad de mi Padre y llevar a cabo su obra” (Jn 4,34).

Ya a los 12 años, cuando sus padres le estuvieron buscando durante tres días y, por fin, lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles,  a la pregunta de María: “Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo, angustiados, te buscábamos”, Jesús le respondió: “¿Y por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?” (Lc 2, 48-49)

Jesús entendió su vida como obediencia al mandato que de su Padre había recibido: “Yo no hablo por mí mismo, sino que el Padre, que me envió, Él me ha ordenado lo que tengo que decir y hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Así que, lo que yo hablo, según me lo ha dicho el Padre, así lo hablo” (Jn 12, 49-50), pues “el Hijo no puede hacer nada por Sí mismo, sino lo que ve hacer al Padre” (Jn 2,16).  Y en otro lugar dice: “Yo hablo lo que he visto en mi Padre” (Jn 8,38). Y también: Nada hago por mí mismo, sino que como el Padre me enseñó así hablo. Y el que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada” (Jn 8,28b-29).

Esto no es algo accidental, sino que es de suma importancia; y un punto clave de la existencia cristiana: El mundo debe conocer que amo al Padre y que obro tal y como me ordenó” (Jn 14,31). De ahí que les diga a sus discípulos: Todo lo que oí de mi Padre os lo he hecho conocer” (Jn 15,15). La entrega de Jesús a la voluntad del Padre es total, incluso hasta el sacrificio de su propia vida: “Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no sea como yo quiero, sino como quieres Tú” (Mt 26,39). Se observa aquí la naturaleza humana de Jesús: “Ahora mi alma está turbada; y ¿qué voy a decir?: ‘Padre, líbrame de esta hora?’¡Pero si para ésto he venido a esta hora! ¡Padre, glorifica tu Nombre!” (Jn 12,27-28)

Esa fue la vida de Jesús: el cumplimiento pleno, en sí mismo, de la voluntad de su Padre, con relación a Él. En palabras de Jesús: Yo no busco mi voluntad, sino la voluntad de Aquel que me ha enviado” (Jn 5,30).  Y ese amor de Jesús hacia su Padre, esa búsqueda del cumplimiento de la voluntad de su Padre, no tiene lugar de cualquier manera, como podemos adivinar en sus palabras: “Fuego he venido a traer a la tierra; y ¿qué quiero sino que arda? Tengo que ser bautizado con un bautismo, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo!" (Lc 12, 49-50). Recordamos aquí también la escena del Templo, cuando Jesús “encontró a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas en sus puestos… y con unas cuerdas hizo un látigo y arrojó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes; tiró las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Y les dijo a los que vendían palomas: ‘Quitad esto de aquí: no hagáis de la casa de mi Padre un mercado’. (Jn 2, 13-17)”. Los discípulos de Jesús se acordaron entonces de aquello que está escrito en los salmos: El celo de tu casa me consume (Sal 69,10).

Jesús se tomó muy en serio su misión, haciendo realidad en su propia vida aquello que había dicho a sus discípulos: “Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Sobre la obediencia de Jesús nos habla San Pablo en su carta a los Filipenses: Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2, 5-8).
(Continuará)