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martes, 28 de octubre de 2025

Cupich convierte la Misa en un proyecto social con ayuda de Vatican News




El cardenal Cupich ha vuelto a hablar, y como siempre, lo hace para explicar a los fieles que la liturgia no trata de Dios, sino de los pobres. Su comentario en Vatican News sobre la exhortación Dilexi te de León XIV es una demostración más de esa enfermedad moderna que convierte el altar en un escenario sociológico y la Eucaristía en un instrumento de ingeniería moral. Dice Cupich que el Concilio Vaticano II fue un “hito” en la comprensión del lugar de los pobres en la Iglesia, y que esa conciencia inspiró también la reforma litúrgica. Traducido: que la Misa debía dejar de parecer una adoración a Dios y pasar a ser una asamblea entre iguales.

Para él, la “noble sencillez” de Sacrosanctum Concilium consistía en desprenderse de los signos de trascendencia, de la lengua sagrada, del silencio, de la orientación al Señor. Todo eso le parece “espectáculo”, porque en el fondo no cree que en el altar ocurra nada. Y cuando uno deja de creer en la Presencia Real, no queda más que la coreografía. Si Cristo no está realmente ahí, si no hay sacrificio, si el altar no es Calvario, entonces la Misa se convierte en una reunión benéfica, un gesto simbólico, un “proyecto de solidaridad con la humanidad”, como él mismo dice.

Cupich habla de “purificar la liturgia de elementos espectaculares”. Pero lo que llama espectáculo es precisamente lo que la Iglesia siempre ha llamado adoración. La genuflexión, el incienso, el canto, el silencio: todo lo que apunta hacia Dios le resulta incómodo porque revela lo que él no soporta admitir, que la Misa es un acto divino, no humano. En su teología, los pobres desplazan a Cristo; en la de la Iglesia, los pobres son amados por Cristo. Es una diferencia de fe, no de sensibilidad.

Por eso insiste en que la liturgia debe ser “una escuela de paz” y “un proyecto de solidaridad”. No se da cuenta de que lo dice un obispo con chófer, rodeado de mármol y micrófonos, mientras desprecia la piedad silenciosa de los fieles que rezan el rosario y asisten al rito que él aboliría si pudiera. Su Iglesia de los pobres es la de los clérigos satisfechos que viven del sentimentalismo pastoral y de las subvenciones estatales.
No, Eminencia: la Misa no es una escuela de convivencia, ni un taller de justicia social. La Misa es el Sacrificio de Cristo, que se ofrece al Padre por la salvación del mundo. Y precisamente porque creemos en la Presencia Real, porque sabemos que ese Pan es Dios, los católicos pobres y ricos, sabios e ignorantes, nos arrodillamos ante Él. Si Cupich y los suyos no lo hacen, no es por humildad: es porque no creen que haya nadie ante quien arrodillarse.
La liturgia no se hizo para parecer simple, sino para ser sagrada. Y la pobreza que importa no es la sociológica, sino la de espíritu, la del publicano que no se atreve a levantar los ojos al cielo. Si Cupich de verdad creyera que Cristo está en el altar, no hablaría de “noble sencillez” sino de santo temor. Pero es más fácil hablar de los pobres que del Misterio.

Por eso su artículo no es una reflexión, sino una confesión involuntaria: la confesión de que ha perdido la fe en la Presencia Real. Los que sí creemos que el Cuerpo de Cristo está ahí, seguiremos adorando de rodillas, aunque a Cupich le parezca demasiado “espectacular”.