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sábado, 21 de octubre de 2023

Estamos en la última trinchera (Bruno Moreno)



Cada vez que uso un símil bélico para hablar de cuestiones de fe, hay algún lector que me lo reprocha, alegando que es un lenguaje poco pacífico y cristiano. No obstante, como no pretendo ser mejor que nuestro Señor, San Pablo y los santos, que también usaron esas comparaciones, me voy a permitir decirlo: la Iglesia está en la última trinchera.

Durante los últimos meses, el terrible conflicto entre rusos y ucranianos nos ha recordado a todos algo que habíamos olvidado desde la Primera Guerra Mundial: las tácticas de la guerra de trincheras. Cuando dos ejércitos se atrincheran frente a frente, no tienen cada uno una sola trinchera. Si así fuera, en cuanto uno de ellos consiguiera traspasar la trinchera del otro, la guerra estaría perdida para este último. La realidad es que los ejércitos construyen multitud de trincheras, con distintas formas, defensas y posiciones, de modo que unas defiendan a otras, las cubran con su fuego y, en caso de que las primeras hayan sido tomadas por el enemigo, las segundas puedan servir de base para recuperarlas. Es lo que se llama defensa en profundidad.

¿Por qué explico esto? Porque es lo que la Iglesia ha hecho durante siglos, pero parece haber olvidado en las últimas décadas. El núcleo de la fe, lo irrenunciable del catolicismo, no es algo aislado, sino que ha estado siempre rodeado, sostenido, defendido y manifestado por una serie de tradiciones, signos, costumbres, presupuestos, expresiones artísticas, argumentos racionales, posturas filosóficas, ritos, canciones, formas de hablar y otras muchas tradiciones que daban forma concreta a la cosmovisión católica del mundo y de la vida. Esto se plasmó visible e instucionalmente en aquella época gloriosa que fue la cristiandad, pero la Iglesia, de alguna forma, lo llevaba siempre consigo, también a los lugares y las épocas que no eran mayoritariamente católicos.





Todas estas tradiciones eran, de algún modo, las trincheras en la lucha contra el mundo, el demonio y la carne, que se protegían y cubrían mutuamente. La Iglesia no solo defendía, por ejemplo, el dogma de la Encarnación, sino que lo sustentaba con explicaciones filosóficas, lo manifestaba visible y orgullosamente en el arte cristiano, lo celebraba con innumerables fiestas y tradiciones populares, lo remachaba con jaculatorias y oraciones como el ángelus, lo meditaba en el rosario, lo plasmaba en la liturgia y condenaba expresamente los errores y herejías contrarios con los más duros términos. Al defender su fe, los fieles no se sentían solos, sino que contaban con ese entramado de trincheras entrelazadas en los campos filosófico, artístico, cultural, histórico, disciplinar, lingüístico, festivo y de costumbres, que ayudaban inmensamente en ese empeño.

Dicho de forma escolástica, los accidentes revelan y modifican la sustancia. Aunque hay partes del catolicismo que son sustanciales y otras que son accidentales, las segundas no son un lujo del que se puede prescindir sin más, porque manifiestan y protegen ese núcleo de la fe al que nunca se puede renunciar. En su mayor parte, cada una de esas tradiciones o trincheras es mutable y accidental, pero en conjunto y en la práctica resultan necesarias para que la vida católica no se diluya en la incredulidad del mundo y la Iglesia siempre fue consciente de ello.

En la época del Concilio Vaticano II, sin embargo, se produjo un cambio de mentalidad a este respecto. La Iglesia, fatigada de la lucha incesante de casi dos milenios, se preguntó: ¿y si lo que hace que el mundo nos odie son precisamente esas tradiciones, esas trincheras, que, a fin de cuentas, son prescindibles? ¿Y si el problema está en que luchamos contra el mundo en vez de llevarnos bien con él?¿Y si hubiera una guerra y nadie se presentara a combatir?¿Y si así se acabaran las divisiones con los “hermanos separados”?¿Y si esa fuera la forma de que todo el mundo acepte el cristianismo? Imagine, it’s easy if you try. Estas preguntas forman el núcleo de lo que se ha llamado “espíritu del Concilio”, que es el espíritu del progresismo triunfante, y fascinaron por completo a obispos, sacerdotes, religiosos y, en menor medida, a los fieles.

Sería muy largo explicar cómo pudo olvidarse en aquel momento que el mismo Jesucristo nos había explicado que siempre seríamos odiados por su causa, hiciéramos lo que hiciéramos. El caso es que las advertencias del Señor cayeron en el olvido y se produjo un estallido del optimismo más ingenuo y contagioso que se pueda imaginar: llegaba la primavera, un nuevo pentecostés, y todo iba a cambiar por fin. Este espíritu de optimismo fue, a mi juicio, mucho más importante en la práctica que el Concilio en sí, cuyos textos son bastante moderados, se mantuvieron en la ortodoxia y, en realidad, fueron olvidados enseguida y casi por completo. El espíritu conciliar, en cambio, transformó toda la historia posterior de la Iglesia. Entre otras cosas, volviendo al tema que nos ocupa, ese optimismo suscitó una urgencia insaciable por desmantelar todas las trincheras que nos habían legado veinte siglos de cristianismo.


Innumerables eclesiásticos se dedicaron con entusiasmo, y con gran éxito, a esa tarea. Quisieran o no quisieran los fieles (y a menudo no querían) fueron desmantelándose en todos los ámbitos las tradiciones que hasta entonces la Iglesia había considerado valiosas, aunque no fueran esenciales. Los resultados están a la vista de todos: las prácticas y expresiones visibles propiamente católicas han ido menguando hasta casi desaparecer. El arte cristiano se ha ido abandonando a marchas forzadas, hasta convertirse en algo irreconocible y, a menudo, incomprensible y feo. Ya no se conserva en la práctica una filosofía cristiana y la mayoría de los sacerdotes apenas conocen de oídas a Santo Tomás, San Agustín, Escoto o los demás grandes pensadores católicos. Los sacerdotes y religiosos se apresuraron a quitarse los hábitos, para “ser como los demás”. Los ayunos, abstinencias y sacrificios molestaban y se han reducido al mínimo o incluso se ha negado su utilidad. La necesidad de la confesión es cosa del pasado y mil veces más personas comulgan que se confiesan. La lista sería interminable, pero basta señalar que los católicos, en casi todo el mundo, son indistinguibles de los paganos: piensan igual, creen lo mismo, tienen la misma moral y votan igual que los que no creen.

El desmantelamiento, por supuesto, no fue uniforme ni ocurrió a la misma velocidad en todas partes. De hecho, aunque los clérigos en general lo fomentaron o al menos lo toleraron, diversas autoridades lo frenaron cuando consideraban que estaba en riesgo algún elemento esencial e irrenunciable. De todos es conocido que Pablo VI se enfrentó a la opinión generalizada entre el clero y en la sociedad y recordó solemnemente la inmoralidad de las prácticas anticonceptivas en la Humanae Vitae o la existencia del demonio y otras doctrinas de fe en el Credo del pueblo de Dios. Juan Pablo II hizo un esfuerzo titánico por mantener los principios de la moral católica (por ejemplo, con Veritatis Splendor), por proclamar que solo en Cristo hay salvación (Dominus Iesus), por defender la impopular verdad de que el sacerdocio está reservado a los varones y por impulsar la evangelización de todos los hombres. Benedicto XVI intentó recuperar lo que se había perdido en la liturgia mediante la convivencia y el enriquecimiento mutuo de la liturgia antigua y la nueva, a la vez que hablaba sin cesar contra el relativismo ambiente. Fueron intentos nobles, aunque algo desesperados, de dar marcha atrás en el camino. Dios les premie por ello.

Esas mismas autoridades, sin embargo, continuaban alimentando a la bestia progresista, creyendo ingenuamente que así, en algún momento, quedaría satisfecha y la Iglesia podría vivir en paz. Pablo VI permitió que conferencias episcopales enteras rechazaran la Humanae Vitae e incluso desautorizó a algún pobre obispo que disciplinaba a los sacerdotes que hacían lo mismo. Todos hemos leído anécdotas de cómo se horrorizaba por alguna de las riquezas del rito romano que habían derruido sin piedad los reformadores litúrgicos, pero aun así aprobó prácticamente todas sus reformas, incluso las más radicales e injustificadas. Juan Pablo II proclamó que únicamente en Jesucristo y en la Iglesia se encuentra la salvación, pero al mismo tiempo inauguró los encuentros de Asís, que eran quizá el peor signo en ese sentido que podía imaginarse. Los abusos litúrgicos se toleraron hasta convertirse en la norma de facto. Las universidades heterodoxas se hicieron mayoría. Benedicto XVI, que conocía mejor que nadie la apostasía de la Iglesia en Alemania, no hizo nada por solucionarla y dejó que la podredumbre siguiera avanzando. De forma particularmente misteriosa, todos esos Papas nombraron obispos y cardenales progresistas que no compartían la fe católica (ni siquiera los aspectos concretos de ella que esos mismos Papas resaltaron y defendieron valientemente) y que eran una verdadera bomba de relojería para la Iglesia. No era necesario que los nombraran ni nadie podía obligarles a ello, pero lo hicieron. De nuevo, es de suponer que bienintencionadamente pensaban que eso contentaría al progresismo, sin darse cuenta de que el progresismo, por su propia naturaleza, nunca se contenta con nada, porque su esencia está en el abandono de lo antiguo y tradicional para llegar a un futuro utópico que en realidad no se puede alcanzar.

Resumiendo y sin meternos en más detalles, esta caudalosa corriente impulsada por el espíritu progresista desde hace medio siglo ha ido acabando con todas las trincheras que defendían la fe de la Iglesia. A grandes rasgos, los Papas y la parte de la Iglesia que conservaba la fe solo se plantaron con cierta firmeza en lo irrenunciable, renunciando prácticamente a todo lo demás. Las trincheras no esenciales se fueron abandonando una a una sin combatir. Se pueden mencionar cientos de ellas: silenciamiento de las verdades más incómodas de la fe, abandono de los sacramentales, iglesias horrendas, secularización rutinaria de sacerdotes y normalización de la dispensa de los votos perpetuos religiosos, ordenación de personas con desórdenes psicológicos graves, cremación según los casos, venta o destrucción de ornamentos antiguos, procesos de nulidad vergonzosos, monaguillas, normalización de la convivencia “como hermanos” de los adúlteros, negación práctica de la doctrina a la vez que se afirma teóricamente, desplazamiento de la culpa personal a la culpa social, ridiculización de la modestia en el vestir, herejes “testigos del Evangelio”, idealización de las religiones no cristianas, olvido práctico del purgatorio, desprecio del derecho canónico como algo poco “pastoral”, abandono de novenas, rosarios, rogatorias, témporas, triduos y demás “antiguallas”, desprecio de la religiosidad popular tradicional, funerales para pecadores públicos, horror a las condenas, absolutización del “llevarse bien” con el mundo, abolición del latín (contra lo mandado por el Concilio), elogio de los regímenes laicos y laicistas, sacralización de la democracia… La lista es interminable.

El problema es que, ahora que se han abandonado todas las trincheras no esenciales, lo esencial se encuentra indefenso y el ataque del progresismo arrecia en lugar de amainar. Los enemigos de la Iglesia huelen su debilidad y atacan con más fuerza. Juan Pablo recordó los principios de la moral y definió de forma infalible y definitiva que solo los hombres podían ser sacerdotes, pero como abandonamos hace tiempo la trinchera de la formación sacerdotal ortodoxa y rigurosa, el Vaticano puede decir que esa prohibición definitiva es definitiva pero en realidad a la vez no es definitiva sino que hay que estudiar la cuestión (cf. reciente carta del Papa en respuesta a los dubia) y que los principios de la moral de Veritatis Splandor, pues según se mire, pero en realidad lo importante es que el fin justifica los medios (cf. Amoris Laetitia). La Dominus Iesus puede enseñar que solo hay salvación en Cristo y en la Iglesia, pero, después de años de encuentros de Asís, a los fieles no les extraña nada que el Papa Francisco diga que las religiones no cristianas son una riqueza querida por Dios, lo que les extraña es que alguien pueda creer lo contrario. Benedicto XVI recuperó la convivencia pacífica con la liturgia antigua, pero después de décadas en que la impresión que se dio era que cualquier Papa podía hacer lo que quisiera con la liturgia, ¿qué hay de extraño en que ahora un Papa borre de un plumazo lo que hizo su antecesor? Pablo VI escribió la Humanae Vitae y Juan Pablo II fundó la Pontificia Academia para la Vida, pero, si el único criterio de catolicidad es lo que diga el Papa del momento y no la tradición de la Iglesia, porque lo antiguo es por definición peor que lo moderno, ¿qué impide que otro Papa llene la Academia de abortistas y partidarios de la anticoncepción, señalando así con total claridad que lo que estaba prohibido puede desprohibirse? El sínodo amenaza con derribar muy sinodalmente lo que queda en pie. Después de décadas y décadas de nombrar a obispos heterodoxos, progresistas y blanditos, ¿quién levantará la voz para quejarse aunque esté en juego lo esencial? Ya lo hemos visto: media docena de pobres cardenales y obispos, la mayoría jubilados y ninguneados.


La Iglesia está en la última trinchera. Ya no queda nada más de qué desprenderse y los que aún conservan la fe contemplan, horrorizados, que la guerra, lejos de acabarse como se nos prometió, continúa, pero ahora nuestros soldados están acostumbrados a retirarse sin luchar y no saben cómo hacer otra cosa. Nuestros obispos callan, los sacerdotes agachan la cabeza, la mitad de los monjes se dedican a la televisión en vez de a rezar, cuando no luchan en el bando enemigo, y los teólogos, por la fuerza de la costumbre, ni se inmutan al escuchar las herejías más fuertes.

Estratégicamente y humanamente hablando, nuestra posición es insostenible, nuestras fuerzas escasas y nuestro futuro muy negro. Cualquiera nos aconsejaría rendirnos para no prolongar la agonía, pero, como decía el general Chesty Puller, “estamos rodeados, esta vez no se nos escaparán”. Solo nos queda una cosa y es la que no debemos olvidar: estamos en el bando del Rey eterno y nuestra bandera es la de Cristo, sumo capitán, que lleva en la mano un cetro de hierro para quebrar las naciones de la tierra. Junto a Él se encuentra la Señora, vestida de sol, radiante como un ejército en orden de batalla y vencedora de todas las herejías. A nuestro lado, aunque no los veamos, combaten ángeles, arcángeles y todos los santos de la historia de la Iglesia. Si Cristo está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? Christus vincit, Christus regnat, Christus imperat.

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Por si alguien quiere imaginarse cómo podrían ir las cosas en la Iglesia en el futuro más o menos próximo:



Nota personal: Yo leí este libro al poco de ser anunciado. Y es realmente bueno, tanto en la forma como en el fondo. Te atrapa desde el principio. Y estás deseando que llegue el siguiente capítulo para seguir leyendo. Y aunque es una novela, se dejan ver aquí muchos de los problemas que aquejan hoy a nuestra Iglesia.
José Martí
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NOTA1: Como habrán notado los lectores, ya que llevamos un par de días hablando de este tema he incorporado al artículo varias de las aportaciones de comentaristas como Luis, Luis Fernando, AJ, Vladimir, etc., empezando por el título, que está plagiado de Urbel.

NOTA2: Sé que el artículo es muy duro, pero no están los tiempos como para andarnos con paños calientes.

NOTA3: Sé también que en el artículo se critican algunas cosas de papas canonizados, pero fíjense las cosas que se dicen de San Pedro en el Nuevo Testamento. Lo cierto es que también los santos se equivocan, a veces muy gravemente.

Bruno Moreno

miércoles, 15 de septiembre de 2021

Visita ad limina de los obispos franceses: "basta" a la misa tridentina



Una noticia dolorosa pero no sorprendente, dadas las premisas, de las palabras de Bergoglio a los obispos franceses sobre la Misa de siempre. Las resumiré en un artículo específico porque, además de duras y despectivas, son falsas (la Misa antigua -estamos hablando de la reactualización del Sacrificio de Cristo- no es una atracción litúrgica ni abarca  posiciones de ideología y no debe quedarse sin refutación coram populo ... 

Mientras tanto, más abajo, la crónica, que también concierne a París. Aquí el índice de los precedentes sobre el TC. Los obispos franceses están realizando actualmente su visita ad limina , abreviatura de ad limina apostolorum que significa "en el umbral [de las basílicas] de los apóstoles". Este término designa la visita que todo obispo debe realizar periódicamente a la Santa Sede. Los obispos europeos hacen esta peregrinación cada 5 años.

La visita ad limina es una peregrinación a las tumbas de los apóstoles San Pedro y San Pablo. Pero fue creada para fortalecer los lazos con la Santa Sede. Durante la visita ad limina , los obispos se encuentran con el Papa y los jefes de los dicasterios y congregaciones de la Curia romana.

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Así, el Papa Francisco recibió una primera delegación de obispos franceses, en visita ad limina , el viernes 10 de septiembre de 2021. Según informa la revista on line Famille Chrétienne , en la edición del mismo día, hubo una discusión de más de dos horas ” de política, del motu proprio Traditionis Custodes o del sínodo sobre sinodalidad "[ ver ].

Entrevistados por los medios de comunicación, algunos prelados informan que "los obispos fueron animados por el pontífice a una auténtica" proximidad pastoral a hombres y mujeres involucrados en la política ".

La revista añade que el Papa les instó a no participar en una corriente ni a sacar provecho de ella, sino a recordar los grandes principios de la Iglesia, en primer lugar el de la dignidad de la persona humana en todas las etapas de la vida.

En cuanto al motu proprio Traditionis custodes , el Papa, informa Famille Chrétienne , citando a algunos obispos, "insistió en que la celebración del rito antiguo no debe ser un pretexto para rechazar el Vaticano II".

Finalmente insistió: "Hay que poner un límite y ya está", para que un atractivo litúrgico no cubra una posición ideológica. Al mismo tiempo, el sucesor de Pedro les animó a adoptar una "actitud paternal" hacia los fieles.

El Papa Francisco puede hablar de una "actitud paternal", pero cuando le dice a su hijo "¡Basta!" parece difícil hacer creer que se trata de un lenguaje amoroso. Es más una invitación a salir de casa que cualquier otra cosa.

Además, los obispos franceses no esperaron la invitación explícita de Francisco para interpretar su motu proprio. Veamos la acción de Mons. Roland Minnerath, obispo de Dijon, que expulsó a una comunidad de Ecclesia Dei [ aquí y  aquí ], incluso antes de la publicación del texto, pero en previsión de ello. O el de Mons. Michel Aupetit quien lo aplica de una manera que se encuentra entre las más severas de la archidiócesis de París.

La impaciencia de Francisco confirma su venganza frente a la Misa tradicional, así como su impotencia ante las crecientes críticas al Concilio Vaticano II, que ya no puede detenerse. Esta actitud es dolorosa y presagia un final doloroso y patético para el reino.

( Fuentes : Famille chrétienne / Eglise catholique de France - FSSPX.Actualités)
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miércoles, 25 de agosto de 2021

La verdadera doctrina de la infalibilidad pontificia

 ADELANTE LA FE


El papa Francisco no deja de escandalizar a los laicos, los sacerdotes fieles y todo el mundo secular (al fin y al cabo, el cargo le proporciona jurisdicción universal sobre todos ellos). Su más reciente y escandaloso ataque a la Misa Tradicional por medio de Traditionis custodes ha llevado a muchos católicos tradicionales a poner en tela de juicio el dogma de la infalibilidad del Papa. ¿En qué consiste esa infalibilidad? ¿Qué es lo que protege la infalibilidad? ¿Puede un papa proclamar una herejía? Todas estas preguntas están en este momento en boca de gran cantidad de católicos. Desgraciadamente, esta confusión no tiene nada de nuevo, porque el beato Pío IX mismo reconoció poco después de la proclamación del dogma que éste no se entendía bien.

« [La infalibilidad pontificia] es una cuestión cuyo verdadera sentido no entienden bien todos los hombres, y menos aún los laicos.»[1]

Debido a esta confusión, muchos se están viendo tentados a rechazar de plano el dogma mencionado y pensando en apostatar y pasarse a la Iglesia Ortodoxa, mientras otros   exageran la infalibilidad más allá de sus verdaderos límites tentados a caer en la papolatría o el sedevacantismo (perdón por repetirme). Es imprescindible que en un ambiente así los católicos tengan clara la verdadera naturaleza del dogma, con todo su alcance y sus límites.

El dogma de la infalibilidad pontificia fue definido el 18 de julio de 1870 en el Concilio Vaticano I, si bien la Iglesia lo creía desde el tiempo de los Apóstoles. Este dogma sostiene que Dios garantiza que el Romano Pontífice no enseñará jamás un error cuando se exprese en unas condiciones determinadas. Pastor Aeternus, el documento que definió el dogma, establece claramente las circunstancias concretas en el que el Papa se expresa de modo infalible. En el nº9 declara:

«Enseñamos y definimos como dogma divinamente revelado que el Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra, esto es, cuando en el ejercicio de su oficio de pastor y maestro de todos los cristianos, en virtud de su suprema autoridad apostólica, define una doctrina de fe o costumbres como que debe ser sostenida por toda la Iglesia, posee, por la asistencia divina que le fue prometida en el bienaventurado Pedro, aquella infalibilidad de la que el divino Redentor quiso que gozara su Iglesia en la definición de la doctrina de fe y costumbres.»

Demuestra que son necesarias tres condiciones para que una declaración sea infalible:

1. Que el Sumo Pontífice se exprese como pastor supremo de la Iglesia (o sea, como papa).

2. Que defina una verdad relativa a la fe o las costumbres.

3. Que la haga vinculante para todos los fieles (es decir, todos los cristianos bautizados).

Esta tercera condición es la que tantísimos católicos han entendido en gran medida mal. El Papa sólo está salvaguardado por la infalibilidad cuando formula una declaración que todos los cristianos bautizados están obligados a creer si quieren salvarse.

Determinación de los límites de la infalibilidad

En respuesta a la confusión reinante en torno a la infalibilidad de la que habló Pío IX, monseñor Fessler, secretario del Concilio Vaticano I, intentó definir claramente qué es y qué no es infalibilidad. No sólo eso; trató de contrarrestar los crecientes ataques contra el recién definido dogma que proliferaron durante la segunda mitad del siglo XIX. Al haber participado tan de lleno en la definición del dogma, el obispo Fessler entendía mejor que nadie el asunto y podía hablar con mucha autoridad. En 1871 publicó un libro titulado  The True and False Infallibility of the Popes,en el que explicó cumplidamente el alcance y límites de infalibilidad pontificia y refutó uno por uno los trillados argumentos que cada día se arrojaban contra ella. La finalidad principal de la obra era rebatir las objeciones compiladas por el Dr. Schulte, catedrático de derecho canónico de la Universidad de Praga y uno de los más acerbos críticos de del Papa desde el Concilio Vaticano I. La obra de monseñor Fessler expone con gran autoridad la cuestión, pues fue aprobada por el beato Pío IX, que afirmó que el libro exponía con bastante lucidez la verdadera definición del dogma.

Monseñor Fessler define la infalibilidad del Papa conforme a las condiciones arriba señaladas:

«Por nuestra parte, observamos que la opinión de los teólogos católicos es que hay dos notas que distinguen a un pronunciamiento ex cathedra; no sólo eso: ambas notas tienen que darse a la vez. Es decir, que (1) el objeto o  tema a decidir tiene que ser una cuestión de fe y costumbres; y (2) es preciso que el Sumo Pontífice exprese, en virtud de su suprema autoridad doctrinal, su intención de declarar que esa doctrina concreta en materia de fe y moral es parte integral de la verdad necesaria para la salvación revelada por Dios; y para que sea tenida como tal por toda la Iglesia Católica,[2]  debe publicarla y darle una definición formal. Estas dos notas tienen que darse a la vez».[3]

Si nos fijamos en las indudablemente heréticas doctrinas de Francisco con respecto a muchas cuestiones, desde la salvación de ateos empecinados hasta la de afirmar que el proselitismo es pecado, en ningún momento ha declarado que una de sus doctrinas heréticas sea parte integral de la verdad necesaria para la salvación. Ello obedece a que el dogma de la infalibilidad se lo impide.

Cuando Fessler definió la infalibilidad, definió asimismo lo que no es la infalibilidad:

(2) Ciertamente un acto pontificio no es una definición ex cathedra. 

(3) No todo lo que han afirmado los papas en su vida diaria o en libros de su autoría, o en cartas ordinarias, son definiciones dogmáticas ni ex cathedra.

(4) Lo que diga un pontífice, ya sea a una persona en particular o a toda la Iglesia, incluso en un rescripto solemne, en virtud de su suprema jurisdicción al promulgar leyes disciplinarias, decretos judiciales y sentencias penales, así como en actos de gobierno eclesiástico, no constituye una declaración dogmática infalible o ex cathedra.

(6) Es más, si cuando nos encontramos ante una auténtica definición dogmática de un pontífice, sólo debemos considerar y aceptar como ex cathedra aquella parte que esté expresamente calificada de definición; no se debe incluir nada que se mencione de modo accesorio.[4]

Habida cuenta de cuánto le gusta al pontífice actual la teología de altos vuelos (aeronáuticos, se entiende), esta afirmación tiene mucho peso. Las declaraciones (supuestamente) improvisadas que hace en conferencias de prensa, entrevistas y demás no se pueden considerar en modo alguno doctrina infalible de la Iglesia, sino meras opiniones falibles de un hombre que puede fallar mucho. Y aun cuando se dirige a toda la Iglesia, sólo sería infalible en la medida en que vinculara a los fieles a una verdad moral o teológica necesaria para la salvación, cosa que el papa Francisco no ha hecho en su vida. En realidad, la sola idea de vincular a los fieles a una creencia cualquiera es la antítesis del relativismo y el liberalismo del ideal modernista.

Sedevacantismo

Al estilo de los buitres, los sedevacantistas dan vueltas en círculo alrededor de los animales enfermos. Hacen presa en los católicos debilitados por las herejías y tremendas imprudencias de nuestro pontífice. Paradójicamente, caen en el mismo error que los liberales papólatras a los que tan ruidosamente se oponen. Unos y otros inflan el dogma de la infalibilidad papal por encima de sus verdaderos límites, es decir, los que fijó monseñor Fessler. Sostienen que toda afirmación que hace el Romano Pontífice desde su cátedra de maestro supremo está salvaguardada por el dogma de la infalibilidad, y que por consiguiente cuando un papa enseña una herejía eso es señal infalible de que no es el verdadero papa. Afirman que ningún hereje puede ser elegido al solio pontificio, e invocan la bula Cum ex apostolatus officio de Paulo IV como doctrina infalible a este respecto. Cierto es que dicha bula prohíbe que los herejes ejerzan el cargo de papa; ahora bien, no se trata de una definición de doctrina, sino de una norma disciplinaria. Mucho antes de que llegase a pensarse siquiera en la posibilidad del sedevacantismo, el obispo Fessler ya habló de esa tesis:

«Está fuera de toda duda para nosotros que esta bula no es una definición en materia de fe y costumbres ni una declaración ex cathedra. Se trata simplemente de un decreto de la suprema autoridad del Papa como legislador, con el que hizo uso de su autoridad punitiva; no de su autoridad como supremo maestro (...) Es indudable que Pablo IV considera la posibilidad (por improbable que sea) de que quien mantiene con pertinacia una doctrina herética puede ser elegido papa, así como de que una vez que haya ascendido al trono pontificio pueda seguir sosteniendo doctrinas heterodoxas, y hasta podría ser que las expresara en una conversación con otras personas. Pero no que llegase a enseñar a toda la Iglesia esa doctrina herética como expresión de su suprema autoridad docente (ex cathedra). Con su especial asistencia, Dios impide que el Papa y la Iglesia hagan declaraciones así».[5]

El mismo documento que invocan los sedevacantistas en apoyo de su premisa de que ningún hereje puede ser papa prevé en sus propias palabras la posibilidad de que tal cosa ocurra y socava con ello su propio argumento. De estar aún en vigor Cum ex apostulatus officio, evitaría que un hereje llegara a ser elegido pontífice; sin embargo, el Código de Derecho Canónico de 1917 abrogó la ley anterior sin dejar ninguna disposición equivalente.

El gran peligro del sedevacantismo está en que al exagerar erróneamente la infalibilidad pontificia intranquiliza las almas. En su libro, Fessler censura esa misma actitud:

«Si presenta un rescripto pontificio, que entra dentro de la legislación reversible o son meros actos de gobierno, como definición pontificia en materia de fe y costumbres, o bien si a partir del repertorio de auténticas definiciones dogmáticas de los papas saca alguna observación secundaria, dicha de pasada, afirmando que es ex cathedra, conduce al error a sus lectores; suscita innecesariamente sospechas de los gobernantes y los pone en contra de la doctrina católica declarada por el Concilio del Vaticano; por último, de forma consciente o inconsciente (sólo Dios sabe de cuál de las dos maneras) genera grandes prejuicios  la Iglesia Católica».[6]

Herejías pontificias

Aparte de los últimos pontificados, al menos tres veces en la historia de la Iglesia se ha dado el caso de que un pontífice exprese una herejía. A pesar del escándalo que constituyó para la Iglesia, en modo alguno anuló o desacreditó el dogma de la infalibilidad. Durante la crisis arriana del siglo IV, el papa Liberio firmó la fórmula de Sirmio, que afirmaba que Dios Padre era mayor que Dios Hijo, tremenda blasfemia contra la Santísima Trinidad, conocida después como la blasfemia de Sirmio.[7]  En el siglo VII, Honorio I afirmó que la herejía monotelista, por que fue condenado no por uno, sino por tres concilios ecuménicos.[8]  Y en el siglo XIV, Juan XXII enseñó que las almas de los fieles difuntos no alcanzarían la visión beatífica hasta después del juicio final, creencia anatemizada por Benedicto XII.[9]

Entonces, ¿cómo es que esta realidad indiscutible de que ha habido papas que han enseñado herejías no desacredita el dogma de la infalibilidad? La explicación está en que ninguno de ellos enseñó esas herejías ex cathedra. Esos pontífices heterodoxos hablaban de cuestiones de fe, y Liberio hasta refrendó con su firma la blasfemia de Sirmio mientras ejercía como papa, pero ninguno de ellos hizo vinculante para los fieles su herética doctrina como creencia necesaria para salvarse.

Dicho de otra manera: a sus declaraciones heréticas les faltó la última condición para ser definiciones infalibles ex cathedra. Del mismo modo, el papa Francisco en sus innumerables afirmaciones y decretos heréticos y vergonzosos, desde afirmar de buenas a primeras que el proselitismo es pecado, pasando por sus encíclicas Amoris laetitia y Fratelli tutti hasta llegar a Traditionis custodes, no ha hecho sus doctrinas heréticas vinculantes para los fieles con miras a la salvación.

Es más, un papa jamás puede obligar a los fieles a creer una doctrina herética como necesaria para la salvación, ya que Cristo precisamente prometió a su Iglesia que las puertas del Infierno no prevalecerían contra Ella. De eso mismo nos protege precisamente el dogma de la infalibilidad papal. Por las virtudes teológicas de Fe, Esperanza y Caridad, sabemos que Dios no permitirá que ningún papa enseñe una doctrina herética ex cathedra, por muchas herejías que arroje por su sucia boca. Así como un demonio, por mucho que se esfuerce, no puede resistir lo que le ordena un alter Christus  durante un exorcismo, tampoco puede un papa resistir la promesa de infalibilidad asociada a su cátedra por mucha malicia o debilidad que tenga.

Al papa Francisco tenemos que resistirlo en su último y vergonzoso ataque a la Iglesia Católica. Recordemos la fiel resistencia del obispo Roberto Grosseteste a Inocencia IV:

«No es posible, pues, que la Sede Apostólica, a la que Cristo mismo le confirió autoridad para edificar y no destruir, promulgue un precepto tan odioso y perjudicial para la raza humana como éste. Si no, sería degeneración, corrupción y abuso de la más santa y plenaria autoridad. Nadie sujeto y fiel a la mencionada Sede con inmaculada y sincera obediencia que no esté apartado cismáticamente el Cuerpo de Cristo y dicha Sede puede obedecer órdenes y preceptos como éste; así lo promulgara el más elevado coro de los ángeles, está obligado a rebelarse y oponerse con todas sus fuerzas».[10]

Cobremos ánimo recordando que Cristo ya ganó la batalla en el Calvario y que los furiosos asaltos del Diablo son los inútiles esfuerzos de quien se niega a reconocer la derrota.

«Y Pedro saliendo de la barca, y andando sobre las aguas, caminó hacia Jesús. Pero, viendo la violencia del viento, se amedrentó, y como comenzase a hundirse, gritó: “¡Señor, sálvame!” Al punto Jesús tendió la mano, y asió de él diciéndole: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?”»[11]

Cuando nos azoten los vientos del presente pontificado y nos escandalicen nuestros pastores; cuando vacile nuestra fe, recordemos que Jesucristo es dueño de la situación; alarguémosle la mano, como San Pedro.

Michael Massey

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[1] Pope Pius IX, Breve al obispo Fessler, 27 de abril de 1871.

[2] En este caso la segunda condición de Fessler se puede subdividir en la 2ª y 3ª como  outlined   antes.

[3] Fessler, The True and False Infallibility of the Popes, p. 65.

[4] Íbid, p. 89.

[5] Íbid, pp. 89-90.

[6] Íbid, p. 68-69.

[7] V. San. Hilario, Contra Valente y Ursacio libro II Ch. VII; y Sozomeno, Hist. Eccl., lib. IV, cap. XV.

[8] V. Hefele, A History of Christian Councils Vol. V, p. 182.

[9] V. la constitución Benedictus Deus.

[10] Stevenson, Francis Seymour. Robert Grosseteste: Bishop of Lincoln, p. 309-310.

[11] Mateo 14, 29-31.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)

sábado, 21 de agosto de 2021

Pío X y el veto del emperador

INFOVATICANA


Hoy, la Iglesia celebra a san Pío X, Papa número 257 en la historia del catolicismo. Elegido sucesor de Pedro en 1903, con 68 años, Giuseppe Sarto, que así se llamaba antes de elegir el nombre de Pío, murió 11 años después, el 20 de agosto de 1914, poco después de que comenzara la Primera Guerra Mundial.

El pontificado de Pío X ha pasado a la historia por el combate contra el modernismo y la codificación del Derecho Canónico, entre otras cosas; sin embargo, hoy nos gustaría ahondar en el cónclave de 1903, el que, tras la muerte de León XIII, le llevó a la silla de Pedro.

En su elección, hace 118 años, tuvo una importancia inesperada alguien ajeno al Colegio cardenalicio, el emperador del Imperio Austrohúngaro Francisco José. 30 Giorni nos trae la interesante historia que se vivió en el citado cónclave.
Del siguiente episodio, que se remonta a la época de su episcopado en Mantua, emerge la gran libertad interior del Papa Sarto. Un día, paseando por la ciudad con el rector del seminario, pasó delante del cementerio judío. Le preguntó a su acompañante si rezaría el De profundis por los muertos que allí reposaban. El monseñor le respondió que no. Entonces el obispo Sarto se quitó el sombrero y rezó el salmo entero, diciéndole al joven sacerdote: «Mire, ahora nosotros hemos hecho nuestra parte. El Señor hará la suya. Porque en ninguna parte está escrito que la teología del Señor es como la que enseñan los padres jesuitas de la Universidad Gregoriana».

León XIII, fallecido a la edad de 93 años después de un cuarto de siglo de pontificado, dejaba una herencia nada fácil. Muchos cardenales querían un cambio “pastoral”, un papa “no político” ni “diplomático”. El candidato que contaba con más posibilidades según los observadores era, sin embargo, un cardenal que encarnaba una continuidad directa con León XIII. El todopoderoso Secretario de Estado Mariano Rampolla del Tíndaro, un purpurado siciliano. La mayor parte de los cardenales franceses apoyaba su elección, pero Austria se oponía por su política de apoyo a las aspiraciones de los eslavos en los Balcanes.

El emperador de Austria decide valerse de un antiguo derecho de veto concedido a las grandes monarquías católicas para impedir la elección de Rampolla. El obispo de Cracovia -un predecesor de Karol Wojtyla-, Jan Puzyna de Kozielsko, fue informado del veto. Según algunos, la iniciativa nació del mismo cardenal, que la defendió ante el anciano Francisco José, que era reacio a usar ese derecho.

Informados de la “exclusión”, los cardenales austrohúngaros deciden indicar dos nombres de cardenales: Serafino Vannutelli y Girolamo Maria Gotti, este último carmelita prefecto de Propaganda Fide, la actual Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Había algunos purpurados, entre ellos el entonces arzobispo de Milán, Andrea Carlo Ferrari, que deseaban una candidatura con un perfil claramente pastoral y vieron en el patriarca de Venecia, Giuseppe Sarto, al hombre ideal. Su nombre, sin embargo, no aparecía en las previsiones de la víspera. Es interesante señalar que, antes del comienzo del cónclave, los periódicos dieron por fracasada la candidatura de Rampolla del Tíndaro.

La tarde del 31 de julio entraron en el cónclave 62 cardenales. La mañana del 1 de agosto comenzaron los escrutinios, dos al día, uno por la mañana y otro por la tarde. Para ser elegido hacía falta lograr la mayoría de los dos tercios, es decir, 42 votos. En el primer escrutinio, Rampolla obtuvo 24 votos; Gotti, 12; Sarto, 5; y Vannutelli, 4. Por la tarde, Rampolla llega a 29 y Sarto a 10, mientras Gotti obtiene 16.

Si se examina con atención, esta situación parecía poco favorable a Rampolla: de los 38 electores que por la mañana habían votado a otros candidatos, sólo 5 se decidieron a darle el voto. El cónclave se presentaba estancado antes de que se pronunciara el famoso veto. El patriarca de Venecia, que había obtenido 10 votos, comentó: «Volunt iocari supra nomen meum» ―“quieren divertirse con mi nombre”. No se consideraba un candidato. La mañana del 2 de agosto, después de haber informado a Rampolla, Puzyna leyó en latín el texto de la “exclusión” con la que le dijo al camarlengo «tenga a bien saber para su información y notificar y declarar de manera oficiosa, en nombre y con la autoridad de su majestad apostólica Francisco José, emperador de Austria y rey de Hungría, que deseando su majestad usar un antiguo derecho y privilegio, pronuncia el veto de exclusión contra el eminentísimo señor cardenal Mariano Rampolla del Tíndaro».

Rampolla y el cardenal camarlengo protestaron inmediatamente. Todos se asociaron, considerando absurda e inoportuna la injerencia. Pese a ello, esa mañana, durante la votación, el ex Secretario de Estado de León XIII no ganó ni siquiera un voto con respecto a los 29 de la tarde anterior. Sarto, en cambio, consiguió 21, mientras desapareció la candidatura de Gotti, que obtuvo 9 votos. Por la tarde, los cardenales franceses, irritados por la derrota de Rampolla, decidieron pronunciar una protesta contra el veto. Inmediatamente después tomó la palabra el cardenal Sarto: «Es seguro que no aceptaré nunca el papado, para el que no me siento digno. Pido que los eminentísimos olviden mi nombre». En el siguiente escrutinio Rampolla ganó sólo un voto; Sarto pasó de 21 a 24 y Gotti bajó a 3.

El cardenal Ferrari, frente al estancamiento, intentó convencer a Sarto, que se resistió: «No me siento idóneo para tanto peso. No es posible que yo cargue con él… Mis primeros enemigos serán los más cercanos a mí; los mismos que me apoyan, los conozco bien, no pueden ser benévolos…». Ferrari insistió: «Un rechazo podría costarle muy caro y ser muy duro para toda su vida… Piense en las responsabilidades y en los daños que le derivarían a la santa Iglesia de una elección que sería mal vista en Italia y fuera de Italia, o de una prolongación del cónclave que no se puede decir (y en esto todos están de acuerdo) si sería de días, semanas, o incluso meses».

El cardenal Ferrari insistió de nuevo, aunque en vano, la mañana del 3 de agosto de 1903. En el primer escrutinio, Sarto logró 27 votos, mientras que Rampolla comenzó a perder y obtuvo sólo 24. El patriarca de Venecia pidió nuevamente la palabra: «Insisto para que olvidéis mi nombre. Ante mi conciencia y ante Dios no puedo aceptar vuestros votos». Mientras tanto, los cardenales franceses le plantearon a Rampolla la posibilidad de concentrar sus votos en otro candidato de su agrado. El ex Secretario de Estado se resistió: «Hay que sostener y defender la independencia del Sagrado Colegio y la libertad de la elección del papa. Por eso considero que es mi deber no retirarme de la lucha».

Fue decisiva en aquellas horas la intervención del cardenal Francesco Satolli, que, encontrándose con Sarto mientras salía de su celda, le reprochó: «Su eminencia quiere resistirse a la voluntad de Dios manifestada tan abiertamente por el Sagrado Colegio…». Sarto se rindió y afirmó: «Hágase la voluntad de Dios». La noticia corrió de boca en boca en el cónclave. En la votación de la tarde el patriarca de Venecia consiguió 35 votos y Rampolla 16. Comentará el cardenal americano James Gibbons: «Tras cada escrutinio en el que veía aumentar los votos a su favor, el cardenal Sarto tomaba la palabra para suplicarle al Sagrado Colegio que abandonara la idea de elegirle: todas las veces le temblaba la voz, se le encendía la cara y se le saltaban las lágrimas. Trataba de documentar cada vez más detalladamente los títulos que parecían faltarle para el papado. Y, en cambio, ¿lo cree?, fueron estos discursos, tan llenos de humildad y sabiduría, los que hicieron cada vez más vanas sus súplicas».

La mañana del día siguiente los cardenales franceses, irritados por la resistencia de Rampolla, apoyaron la elección de Sarto, que gracias a ellos obtuvo 50 votos; Rampolla, por su parte, obtuvo 10; Gotti, 2. El elegido respondió así a la pregunta ritual: «Quonianm calix non potest transire, fiat voluntas Dei [Puesto que el cáliz no puede pasar, hágase la voluntad de Dios]. Lleno de confianza en la protección divina y de los santos apóstoles Pedro y Pablo y de los santos pontífices que se han llamado con el nombre de Pío, sobre todo de los que extremadamente combatieron contra las sectas y los errores del siglo pasado, asumo el nombre de Pío X

viernes, 4 de septiembre de 2020

León XIII sigue siendo el Papa más longevo de la Historia (Carlos Esteban)



Hoy saltaba la noticia anecdótica de que Benedicto XVI, a sus 93 años y 141 días, se convertía en el Papa más longevo de la historia, superando en un día al segundo, León XIII. Pero Joseph Ratzinger no es Papa. En todo caso, es el hombre más longevo entre los que han sido Papas.

Podría haberlo sido. De haber sido diferente la historia, de haber tomado él mismo otra decisión, de no haberse sentido superado por la presión del cargo, efectivamente, Benedicto XVI sería el Papa más longevo de la historia.

Pero -disculpen que insistamos- Benedicto XVI no es el Papa. Renunció. Todos hemos visto el vídeo del momento, o podemos verlo. El Papa es Francisco, y de ninguna manera pueda haber dos Papas.

Sí, es cierto, sigue en el Vaticano, vestido de blanco, los propios cardenales le besan el anillo y el propio Francisco le llama “Santidad”. Como, por otra parte, se hace con los obispos o aun reyes eméritos, que conservan tratamientos y símbolos de su pasado cargo.

También es cierto que muchos han puesto sus esperanzas en teorías de la conspiración un poco cogidas por los pelos, sobre defectos formales en la redacción latina de su renuncia, sobre la posibilidad de un desdoblamiento del ministerio petrino. Es cierto que todo lo dicho en el párrafo anterior no contribuye mucho a aclarar el panorama, como que la furia renovadora de Francisco y su estilo campechano en el hablar -por no decir nada de su peculiar criterio en la elección de amistades- ha llevado a muchos a confundir deseos con realidades y caer en la trampa ‘benevacantista’.

Pero Benedicto ha tenido múltiples ocasiones de deshacer el malentendido, si lo hubiere, y en cambio ha insistido en lo obvio: que el único Papa es Francisco. Por otra parte, en la historia de la Iglesia se han dado situaciones aún más confusas en la determinación del Papa. Me viene ahora a la cabeza el cónclave de 1378 en el que los cardenales eligieron a Urbano VI en el convencimiento de que, de no hacerlo, el populacho romano que fuera de la sala entonaba “¡romano lo queremos o, al menos, italiano!” les descuartizaría. Pero Urbano VI es un Papa de la Iglesia, reconocido como tal. Y en este casi no ha habido un solo cardenal que haya disputado la condición de Francisco como Papa legítimo.

En Infovaticana, para qué negarlo, no nos distinguimos por un entusiasmo indescriptible sobre la renovación que quiere traer a la Iglesia el Santo Padre. Pero es el Santo Padre. Y, en cualquier caso, no nos correspondería a nosotros decidir lo contrario.
Carlos Esteban

martes, 14 de julio de 2020

¿Quién será el próximo Papa? (Carlos Esteban)



Solo Dios lo sabe, naturalmente. Sin embargo, sabemos cómo se eligen, y entre qué elenco de personas, los cardenales desde hace siglos, de modo que la especulación no es tan ociosa. El prestigioso vaticanista del National Catholic Register Edward Pentin acaba de publicar un libro -The Next Pope- en el que estudia la figura de los 19 cardenales con más probabilidades.

No es un libro ocioso, por lo demás. Hay 117 cardenales electores repartidos por todo el mundo que se reúnen en el cónclave, sin conocerse demasiado unos a otros, con lo que su decisión de voto está, con frecuencia, mediatizada por información escasa y/o sesgada sobre los posibles candidatos. Y eso es lo que ofrece el libro de Pentin: información, abundante, documentada, detallada.

Pentin, naturalmente, tiene su propia opinión sobre los candidatos y sus posibilidades de ocupar el Solio Pontificio tras el próximo cónclave, a la muerte o renuncia de Francisco, y la despliega en una entrevista concedida al portal de información católica LifeSiteNews. Así, por ejemplo, no cree que vaya a elegirse a alguien del perfil del cardenal Christoph Schönborn, arzobispo de Viena, sino que tiende a decantarse por figuras más conservadoras como Robert Sarah, Peter Erdö, Malcolm Ranjith y Raymond Burke. ¿Burke? ¿No está ‘quemado’ por su participación en los Dubia? Pentin no está tan seguro: “Aunque muchos creen que el cardenal Burke tiene poquísimas probabilidades de ser elegido, pienso que hay tanta desazón con respecto a este pontificado entre numerosos cardenales que podría llevar a algunas sorpresas en el sector más ortodoxo”.

En el lado progresista, Pentin considera que los candidatos con más probabilidades de salir elegidos en el próximo cónclave serían el secretario de Estado Pietro Parolin, el filipino Luis Antonio Tagle, considerado por muchos como el ‘delfín’ designado por el propio Francisco, y Matteo Zuppi, arzobispo de Bolonia.

Pentin considera que, tras el ‘movido’ pontificado de Francisco, el próximo Papa tendrá que enfrentarse a numerosos retos, incluyendo una “franca valoración del Concilio Vaticano II”. En cualquier caso, concluye Pentin, “es importante rezar para que sea elegido el candidato adecuado en un cónclave”, y esa es una de las razones que le han movido a escribir este libro, de modo que los lectores puedan rezar para que salga elegido el candidato que consideren más idóneo para unos momentos especialmente espinosos en la vida de la Iglesia.

jueves, 2 de julio de 2020

Incógnitas sobre el final de un pontificado (Roberto De Mattei)




La abdicación de Benedicto XVI pasará a la historia como uno de los sucesos más catastróficos de nuestro siglo, porque no sólo dio paso a un pontificado desastroso, sino ante todo a una situación de creciente caos en la Iglesia. Más de siete años después del desdichado 11 de febrero de 2013, la vida de Benedicto XVI y el pontificado de Francisco se acercan inexorablemente a su fin. No sabemos cuál de las dos cosas tendrá lugar primero, pero en ambos casos hay peligro de que el humo de Satanás envuelva el Cuerpo de Cristo de un modo que no tendrá precedentes en la historia.

El pontificado de Bergoglio ha llegado a su fin. Si no desde el punto de vista cronológico, al menos desde la perspectiva de su impacto revolucionario. El Sínodo para la Amazonía ha fracasado, y la exhortación Querida Amazonia del pasado 2 de febrero ha resultado ser una lápida para muchas esperanzas en el mundo progresista, sobre todo en la zona germánica. El coronarivus Covid-19 ha sepultado definitivamente los ambiciosos proyectos pontificios para 2020, presentándonos la imagen de un papa derrotado y solo en medio del vacío espectral de una Plaza de San Pedro sin gente. Por otra parte, la Divina Providencia, que siempre regula todas las vicisitudes humanas, ha permitido a Benedicto asistir a la debacle que siguió a su abdicación. Pero probablemente lo peor aún esté por venir.

Era previsible que con dos pontífices conviviendo en el Vaticano, un sector del mundo conservador descontento con Francisco dirigiese la mirada a Benedicto considerándolo el verdadero Papa enfrentado al falso profeta. Aun estando convencidos de que Francisco había cometido errores, esos conservadores no quisieron seguir el camino abierto por la Correctio filialis dirigida al papa Francisco el 11 de agosto de 2016. Probablemente esto se deba a que la Correctio pone de relieve que las desviaciones bergoglianas tienen su raíz en los pontificados de Benedicto XVI y Juan Pablo II e incluso antes, en el Concilio Vaticano II. Para muchos conservadores, por el contrario, la hermenéutica de la continuidad de Juan Pablo II y Benedicto XVI no admite rupturas, y dado que el pontificado de Bergoglio representa al parecer la negación de dicha hermenéutica, la única solución al problema es perder de vista a Francisco.

El propio Benedicto, al atribuirse el título de papa emérito y seguir vistiendo de blanco e impartiendo la bendición apostólica ha realizado gestos que parecen fomentar esta impracticable obra de sustitución del papa antiguo por otro nuevo. Con todo, el argumento principal es la distinción entre munus y ministerium, por la que Benedicto parece querer conservar para sí una especie de pontificado místico dejando el ejercicio del gobierno en manos de Francisco. El origen de esta tesis se remonta a un discurso que pronunció monseñor Georg Gänswein el 20 de mayo de 2016 en la Pontificia Universidad Gregoriana, en el cual sostenía que Benedicto no había abandonado su oficio, sino que le habría dado una nueva dimensión colegiada convirtiendo en un ministerio casi compartido. De nada ha servido que en una declaración a LifeSiteNews publicada el 14 de febrero de 2019 el propio monseñor Gänswein corroborase la validez de la renuncia al ministerio petrino, afirmando: «Sólo hay un papa legítimamente elegido: Francisco». La idea de una posible redefinición del munus petrino ya estaba lanzada. Ante la objeción de que el papado es uno e indivisible y no tolera divisiones internas, los mencionados conservadores responden que eso demuestra precisamente la invalidez de la dimisión de Benedicto XVI. La intención de éste –dicen– era conservar el pontificado, suponiendo que dicho oficio pudiera dividirse en dos. Pero esto es un error sustancial, ya que la naturaleza monárquica y unitaria del pontificado es de derecho divino. Por tanto, la renuncia de Benedicto XVI sería inválida.

Es fácil refutarlo afirmando que en caso de demostrarse que Benedicto XVI hubiera tenido intención de dividir el pontificado, modificando así la constitución de la Iglesia, habría incurrido en herejía. Y como ese concepto herético del papado habría sido desde luego anterior a su elección, la elección de Benedicto debería considerarse nula por el mismo motivo por el que se considera nula la abdicación. En ningún caso sería papa. Pero estos son discursos abstractos, porque sólo Dios juzga las intenciones, mientras que el derecho canónico se limita a evaluar el comportamiento externo de los bautizados. Una célebre sentencia del derecho romano, recordada tanto por el cardenal Walter Brandmüller como por el cardenal Raymond Leo Burke, afirma: De internis non iudicat praetor: un juez no juzga cuestiones internas. Por otra parte, el canon 1526 § 1 del nuevo Código de Derecho Canónico recuerda que «onus probandi incumbit ei cui asserit» (la carga de la prueba incumbe al que afirma). No es lo mismo indicio que prueba. El indicio indica la posibilidad de un hecho, en tanto que la prueba demuestra la certeza en cuanto al mismo. La regla de Agatha Christie según la cual tres indicios equivalen a una prueba sirve en la literatura, pero no tiene validez ante un tribunal civil o eclesiástico.

Es más, si el papa legítimo es Benedicto XVI, ¿qué pasaría si se muriera de un día para otro o si, antes de morirse, faltara el papa Francisco? Teniendo en cuenta que muchos de los actuales purpurados han sido creados por Francisco y que ninguno de los cardenales electores lo considera antipapa, la sucesión apostólica quedaría interrumpida, lo cual perjudicaría la visibilidad de la Iglesia. La paradoja está en que para demostrar la nulidad de la renuncia de Benedicto se valen de sofismas jurídicos, pero luego, para resolver el problema de la sucesión de Benedicto o de Francisco sería necesario recurrir a soluciones extracanónicas. La tesis del visionario franciscano Jean de la Roquetaillade (Giovanni di Rupescissa, 1310-1365), según la cual cuando sea inminente el final de los tiempos aparecerá un papa angélico a la cabeza de la Iglesia invisible es un mito difundido por muchos falsos profetas que jamás ha sido aceptado por la Iglesia. ¿Será ése el camino que siga un sector del mundo conservador? Sería más lógico sostener que los cardenales reunidos en cónclave, después de la muerte o renuncia de Francisco al pontificado contarían con la asistencia del Espíritu Santo. Y si es cierto que los cardenales podrían rechazar la influencia divina eligiendo a un papa peor que Francisco, también es cierto que la Providencia podría reservarnos sorpresas inesperadas, como pasó con la elección de Pío X y otros grandes pontífices de la historia.

Lo que necesitamos es un papa santo y, antes aún, un próximo papa. Con el título de The Next Pope, ha aparecido hace pocos días un excelente libro del periodista inglés Edward Pentin publicado por Sophia Institute Press (The Next Pope: The Leading Cardinal Candidates). Lo más meritorio de esta obra de más de 700 páginas es que nos recuerda que habrá un próximo papa y nos brinda, aportando descripciones de 19 papables, toda la información necesaria para entrar en la época posfranciscana.

Es necesario convencerse de que la hermenéutica de la continuidad ha fracasado, porque atravesamos una crisis en la que se deben evaluar los hechos, no sus interpretaciones. «Lo inaceptable de tal actitud –señala Peter Kwaskniewski– lo demuestra entre otras cosas el insignificante éxito de los conservadores en lo que respecta a invertir reformas desastrosas, tendencias, actitudes e instituciones establecidas a raíz y en nombre del último concilio con aprobación o tolerancia pontificia».

El papa Francisco nunca ha teorizado sobre la hermenéutica de la discontinuidad, sino que ha querido llevar el Concilio a la práctica, y la única respuesta que puede superar esa praxis está en la realidad concreta de los hechos teológicos, litúrgicos, canónicos y morales, no en un estéril debate hermenéutico. Según esta perspectiva, el verdadero problema no será la continuidad o discontinuidad entre el próximo pontífice y el papa Francisco, sino su relación con el núcleo histórico del Concilio Vaticano II. Algunos conservadores desean eliminar a Francisco mediante sofismas en nombre de la hermenéutica de la continuidad. Pero si es posible acusar a un papa de discontinuidad con su predecesor, ¿por qué no admitir la posibilidad de la solución de continuidad entre un concilio y los que lo precedieron? En este contexto, son dignas de aprecio las recientes intervenciones sobre el Concilio Vaticano II del arzobispo Carlo Maria Viganò y el obispo auxiliar de Astaná Athanasius Schneider, que han tenido el valor de afrontar un debate teológico y cultural ineludible. Esta labor de revisión histórica y teológica del Concilio es necesaria para disipar las sombras que se espesan sobre el fin del pontificado, así como para evitar una división que podría obligar a los buenos católicos a elegir entre un papa malo pero legítimo y otro de mejor doctrina o místico aunque desgraciadamente ilegítimo.

Roberto De Mattei

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

sábado, 4 de enero de 2020

Francisco ha canonizado más santos que sus predecesores en más de cuatro siglos (Carlos Esteban)



La Iglesia se ha mostrado hasta hace poco parsimoniosa a la hora de hacer santos. Desde 
que instaurara un proceso formal de canonización, en 1588 con la constitución apostólica Immensa Aeterni Dei de Sixto V, ha preferido ir despacio para cerciorarse de que el sujeto examinado realmente reunía todas las condiciones para ser presentado al pueblo de Dios como ejemplo de virtudes heroicas y eficaz intercesor. Basta pensar en la copatrona de Francia, Juan de Arco, muerta en 1431 y canonizada en 1920; o en el santo patrón de políticos y gobernantes, Santo Tomás Moro, que pese a su muerte martirial en 1535 no fue elevado a los altares hasta 1935.

Desde que existe proceso regular de canonización se han proclamado 1726 santos, pero a un ritmo muy irregular. Por ejemplo, desde 1592 a 1978 -386 años- solo ha habido 302 nuevos santos. Es con Pio IX cuando el proceso empieza a coger velocidad, creando el último Papa Rey 52 santos. Pero la gran aceleración se dispara con Juan Pablo II quien, deseoso de llenar los altares con santos relevantes para el hombre moderno, llega incluso a reformar el proceso para hacerlo más rápido y menos riguroso, proclamando 482 nuevos santos. Y, tras un cierto parón con Benedicto XVI -44 canonizaciones-, llegamos al presente pontificado con una ‘inflación’ de santidad que se sale de las gráficas: 898 nuevos santos.

¿Cómo afecta esto a la Iglesia? ¿Tiene la inflación de santos un efecto similar al de la inflación monetaria, que reduce el valor de cada unidad? Hemos visto canonizaciones, como la de Pablo VI, en las que el milagro necesario distaba un tanto de cumplir los estrictos requisitos que se exigían en otros tiempos, y otras, como la de Juan XXIII, que han dependido solo de la voluntad soberana del Romano Pontífice, que llegó a bromear sobre la previsible canonización de todos los papas posteriores. También hemos visto decretar como ‘martirio’ la muerte de un obispo argentino que los tribunales juzgaron accidente de tráfico, por testimonios no contrastados aducidos dos décadas después del deceso.

Quizá el resultado de todo esto acabe siendo crear en la conciencia de los fieles dos categorías de santos, los oficiales y los realmente venerados.

Carlos Esteban