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viernes, 25 de mayo de 2018

MUJERES EN LA IGLESIA(I). SANTA HELENA (Capitán Ryder)



Creo que pocos elogios superan al que Harper Lee dedica al protagonista de Matar a un ruiseñor: “Era igual en casa que fuera de ella”. Una forma de señalar la integridad, la ausencia de doblez, la hombría del protagonista y sus convicciones, que defendería también en público.
Una virtud que se le acercaría sería la de saber cuál es el lugar que a cada uno le corresponde en cada sitio o lugar.
No abundan ni la una ni la otra. De hecho, respecto a la segunda, es muy común ver todo lo contrario, dado el afán de protagonismo que existe en el mundo, o simplemente, la mala educación. La Iglesia, desgraciadamente, no escapa a esta moda. Todo el mundo quiere ser el niño en el bautizo, la novia en la boda y el muerto en el entierro, considerándose discriminado si no ocurre tal cosa.
Una de las muchas corrientes que buscan dinamitar la Iglesia se apoya en el “lugar que las mujeres deben ocupar dentro de la misma”. La deslealtad de esta propuesta se capta enseguida, basta echar un vistazo a la historia de la Iglesia, y a los modelos que las Iglesia ha propuesto. Muy alejados todos ellos de la mujer reivindicativa-feminista que parecería ser el espejo en que mirarse.
Sean las entradas siguientes, que dedicaremos a grandes mujeres católicas, inspiración y referencia para todas las jóvenes, entre las que espero se encuentren mis hijas.
Sirvan también para acabar con el mito de la mujer marginada en la Iglesia, mito extendido por muchos prelados, con tal de quedar bien con el mundo.
SANTA HELENA
Cuando el emperador Constantino murió en York, en el año 306, el ejército romano proclamó inmediatamente a su hijo, que se encontraba en el lecho de muerte, su sucesor.
La madre del emperador, Helena, dicen que hija del antiguo Rey Cole, príncipe de Colchester, pasaría a ser una figura clave en la historia de la Iglesia.
Pero las cosas que la hicieron Santa sucedieron mucho tiempo después de que ella y su hijo Constantino salieran de Gran Bretaña con destino a Roma.
Helena, como la mayor parte de la gente que vivía en Gran Bretaña en ese momento, era pagana, y su hijo, como ella, creía en los viejos dioses romanos. Pero el cristianismo estaba creciendo y el emperador había oído hablar de Jesús y la Cruz.
A pesar de que Constantino había sido proclamado emperador por los soldados en York, muchas personas poderosas en otras partes del imperio, y en Roma mismo, no lo reconocían, y tuvo que luchar durante mucho tiempo para obtener el trono.
Justo antes de la batalla que decidiría todo tuvo un sueño de una Cruz llameante en el cielo y las palabras “Con este Signo Vencerás”.
Cuentan que hizo un voto; si ganaba la batalla se haría cristiano, y más que eso, haría cristiano su imperio. Cumpliría su palabra.
Su madre fue una de las primeras bautizadas en esos nuevos tiempos, y a medida que aprendía más acerca de la Cruz donde murió Jesús quiso saber más sobre qué le había sucedido a esa Cruz en particular.
Cuanto más pensaba en ello, más sentía que debería ir a Jerusalén a tratar de encontrarla. Finalmente, con casi 80 años, Constantino hizo los preparativos para que viajara a Jerusalén.
Habían pasado casi 300 años desde que Jesús fue crucificado.
Uno de los primeros emperadores romanos, Adriano, que odiaba a los cristianos, había construido sobre el Calvario y el Santo Sepulcro una terraza de trescientos cincuenta pies de largo sobre la cual había una estatua del dios romano Júpiter y un templo a Venus.
Esto se había hecho sólo 100 años después de la Crucifixión, así que Helena pensó que debajo de esa terraza se podría encontrar algo.
Excavaron en un lugar, junto a una roca, donde Helena había soñado y descubrieron 3 cruces.
No sabían cuál era la Cruz en la que Jesús sufrió. Helena había rescatado a un hombre muy enfermo y pidieron a Dios que ese hombre fuese el instrumento para saber cuál era la verdadera Cruz.
Levantaron al hombre y lo posaron suavemente sobre la primera Cruz y no sucedió nada. Lo mismo pasó al posarlo sobre la segunda Cruz. Pero cuando su cuerpo tocó la tercera Cruz quedó inmediatamente curado. Todos sabían que era la verdadera Cruz.
Helena ordenó construir una Iglesia en el lugar.
Un pedazo de madera volvió con ella a Roma, así como 2 uñas que se habían encontrado cerca.
Cuando llegó a casa construyó otra Iglesia igual llamada “Santa Cruz de Jerusalén”, donde la madera y las uñas fueron guardadas.
Durante cientos de años los peregrinos de toda Europa fueron a Jerusalén para ver la Cruz, hasta que fue destruida por los enemigos del Cristianismo que capturaron la ciudad Santa; pero cada año, el 3 de mayo, la Iglesia sigue manteniendo la fiesta del encuentro de la Santa Cruz por SANTA HELENA.
Capitán Ryder
P.D: Pintura de portada: Jan Van Eyck, El hallazgo de la Vera Cruz

Noticias varias 24 y 25 de mayo de 2018 (Intercomunión, Humanae Vitae, Aborto en Irlanda, Finanzas Vaticano, Celibato sacerdotal,...)





GLORIA TV

ACADEMIA JUAN PABLO II VIDA Y FAMILIA EN ROMA. LA INTERVENCIÓN DE MONSEÑOR NEGRI. Las Falsas Noticias sobre HUMANAE VITAE. (Marco Tosatti)

De la Congregación para la Doctrina de la Fe, un documento sólo ideológico sobre las finanzas

Life Site News

Un 'Sí' en Irlanda del voto va a desatar nueva guerra civil sangrienta: El nacido contra los no nacidos 

Las encuestas de salida en Irlanda sugieren victoria 'aplastante' a la legalización del aborto (Claire Chretien)
Crux

More annulment processes done for free, Vatican statistics show

UK cardinal says Church, police together can end trafficking

Infovaticana

¡Un mundo sin Dios es un mundo de oscuridad, de mentiras y de egoísmo!

The Catholic World Report

Cristo, sumo y eterno Sacerdote, y el significado del celibato sacerdotal

Life Site News

URGENTE: orar y ayunar por Irlanda a votar a favor de la vida el viernes 25 de mayo de 2018

National Catholic Register

Archbishop Chaput Highlights Voices of Young Adults Ahead of Youth Synod


La Nuova Bussola Quotidiana

Poteri forti e star per l'aborto: Irlanda allo scontro finale

Katholisches

David contra Goliat - la lucha de Irlanda por la vida

Crisis Magazine

Obispos de Kazajstán reafirman la Humanae Vitae

Secretum Meum Mihi

Cardenal Arinze sobre comunión para cónyuges protestantes casados con católicos

Selección por José Martí

Comunión a los protestantes. La bomba ha estallado en Alemania, pero implica a toda la Iglesia



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Si volvemos a escucharla y a verla, la tortuosa respuesta – sí, no, no sé, decidid vosotros– que el Papa Francisco dio el 15 de noviembre de 2015, en la iglesia luterana de Roma, a la mujer protestante que le preguntó si podía hacer la comunión en la misa junto a su marido católico, resulta ser una fotografía perfecta de la realidad:
Los sí, no, no sé, decidid vosotros pronunciados por Francisco en esa ocasión no eran, de hecho, la incertidumbre de quien no sabe qué responder, sino exactamente lo opuesto. Decían lo que el Papa quería que sucediera y que, efectivamente, está sucediendo ahora en la Iglesia.
El detonante ha sido la decisión que ha tomado la mayoría de los obispos de Alemania, el pasado febrero, de admitir a la comunión eucaristica también a los cónyuges protestantes. Una decisión que suscitó immediatamente la reacción de los obispos disidentes, siete de los cuales, entre ellos el cardenal de Colonia, Rainer Woelki, recurrieron a Roma, a la congregación para la doctrina de la fe:
El Papa Francisco decidió convocar en Roma una cumbre entre las autoridades vaticanas competentes en doctrina y los representantes alemanes de las dos partes en desacuerdo. Pero dicha cumbre, que tuvo lugar el 3 de mayo, se ha concluido por voluntad expresa del Papa sin que se tomara ninguna resolución. O, más concretamente, con la orden dada por Francisco a los obispos de "encontrar, en espíritu de comunión eclesial, un resultado posiblemente unánime". En la praxis, al ser imposible un tal acuerdo, es un vía libre a todas las posiciones enfrentadas.
Y es lo que está sucediendo. Pero esta división, dada la gravedad extrema de la materia en juego, que atañe a la concepción de la eucaristía y, por lo tanto, del sacramento que es "fuente y culmen de la vida de la Iglesia", ha superado los confines de Alemania y está interesando a toda la catolicidad, con intervenciones -enfrentadas- de obispos y cardenales de primerísimo nivel, como por ejemplo, -en defensa de la "recta doctrina" puesta en peligro por la negativa del Papa de "aclarar"-, la del cardenal holandés Willem Jacobus Eijk:
Por consiguiente, era previsible que alguna voz se elevase también en los Estados Unidos, otro país en el que la controversia es muy viva debido al gran número de matrimonios mixtos.
Es lo que ha sucedido el 23 de mayo con esta intervención en "First Things" del arzobispo de Filadelfia, Charles J. Chaput (en la foto), también él contrario a la "protestantización" de la Iglesia católica, es decir, a esa deriva general que muchos ven como típica del pontificado actual, y que se manifiesta en el "debilitamiento" de sacramentos como el matrimonio, la confesión y la eucaristía.
He aquí, a continuación, el pasaje central de su escrito, que aconsejamos leer en su totalidad.
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UN MODO AMABLE DE ESCONDER LA VERDAD
por Charles J. Chaput
Quién puede recibir la Eucaristía, cuándo y por qué, no son sólo preguntas alemanas. Si, como ha dicho el Vaticano II, la Eucaristía es fuente y culmen de nuestra vida como cristianos y el sello de nuestra unidad católica, entonces las respuestas a estas preguntas tienen implicaciones para toda la Iglesia. Nos afectan a todos. Y, a la luz de todo esto, ofrezco estos puntos de reflexión y discusión, hablando sencillamente como uno de los muchos obispos diocesanos:
1. Si la Eucaristía es verdaderamente el signo y el instrumento de la unidad eclesial, entonces, si cambiamos las condiciones de la comunión, ¿no estamos redefiniendo de hecho quién y qué es la Iglesia?
2. Intencionadamente o no, la propuesta alemana, de manera inevitable, hará precisamente esto. Es la primera fase de la apertura de la comunión a todos los protestantes, o a todos los bautizados, dado que el matrimonio, al final,  no es la única razón para admitir a la comunión a los no católicos.
3. La comunión presupone una fe y un credo común, incluyendo la fe sobrenatural en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, junto con los siete sacramentos reconocidos por la tradición perenne de la Iglesia católica. Al renegociar este hecho, la propuesta alemana adopta una noción protestante de identidad eclesial. El simple bautismo y la fe en Cristo parecen ser suficientes, y no la creencia en el misterio de la fe tal como es comprendido por la tradición católica y los concilios. ¿Necesitará el cónyuge protestante creer en el sacramento del orden tal como lo entiende la Iglesia católica, para la que está lógicamente relacionado con la fe en la consagración del pan y el vino como cuerpo y sangre de Cristo? ¿O están sugiriendo los obispos alemanes que el sacramento del orden podría no depender de la sucesión apostólica? En tal caso, estaríamos enfrentándonos a un error aún más grave.
4. La propuesta alemana rompe el vínculo vital entre comunión y confesión sacramental. Presumiblemente, esa no implica que los cónyuges protestantes deben confesar los pecados graves como preludio a la comunión. Pero esto se contradice con la práctica perenne y la enseñanza dogmática explícita de la Iglesia católica, del Concilio de Trento y del actual Catecismo de la Iglesia católica, como también del magisterio ordinario. Implica, en sus efectos, una protestantización de la teología católica de los sacramentos.
5. Si la enseñanza de la Iglesia puede ser ignorada o renegociada, incluso una enseñanza que ha recibido una definición conciliar (como en este caso, en Trento), ¿entonces todos los concilios pueden ser históricamente relativizados y renegociados? Muchos protestantes progresistas modernos cuestionan, o rechazan, o simplemente ignoran como bagaje histórico la enseñanza sobre la divinidad de Cristo del concilio de Nicea. ¿Se exigirá a los cónyuges protestantes que crean en la divinidad de Cristo? Si es necesario que crean en la presencia real de Cristo en el sacramento, ¿por qué no deberían compartir la fe católica en el sacramento del orden o en el sacramento de la confesión? Y si creen en todas estas cosas, ¿por qué no se les invita a ser católicos como manera de entrar en una comunión plena y visible?
6. Si los protestantes son invitados a la comunión católica, los católicos ¿seguirán estando excluidos de la comunión protestante? Si es así, ¿por qué deberían ser excluidos? Si no lo están, ¿no implica esto que la visión católica acerca del sacramento del orden y la consagración eucarística válida es de hecho falsa y, si es falsa, que las creencias protestantes son verdaderas? Si la intercomunión no supone una equivalencia entre las concepciones católica y protestante de la Eucaristía, entonces la práctica de la intercomunión aleja a los fieles de la recta vía. ¿No es esto un caso de manual de "causar escándalo"? ¿Y no lo verán muchos como una forma educada de engañar o de esconder enseñanzas difíciles, en el contexto de la discusión ecuménica? La unidad no se puede construir sobre un proceso que, sistemáticamente, oculta la verdad de nuestras diferencias.
La esencia de la propuesta alemana sobre la intercomunión es compartir la Sagrada Comunión incluso cuando no hay una verdadera unidad eclesial. Esto golpea el corazón mismo del sacramento de la Eucaristía, porque por su verdadera naturaleza la Eucaristía es el cuerpo de Cristo. Y el "cuerpo de Cristo" es tanto la presencia real y sustancial de Cristo en las especies del pan y el vino, como también la propia Iglesia, la comunión de los creyentes unidos a Cristo, su cabeza. Recibir la Eucaristía significa anunciar de manera solemne y pública, ante Dios y en la Iglesia, que estamos en comunión con Jesús y con la comunidad visible que celebra la Eucaristía.
Sandro Magister

“El gran teatro del mundo”. Obrar bien, que Dios es Dios



Una de las carencias de la educación en los colegios, incluso en los de ideario católico, es la ausencia de lecturas de los clásicos y sobre todo la ausencia de profesores “apasionados “ por la fe, y que sean capaces de poner los cimientos de una educación sólida para que sobre esos cimientos se vaya construyendo una mente católica.

El gran Calderón de la Barca supo transimitir a través de sus obras de teatro una riqueza teológica incalculable. Solo conforme vas profundizando en su obra vas entendiendo hasta qué punto este gran escritor consiguió reflejar el gran tesoro de la fe.

En la obra “El gran teatro del mundo” en la que un coro va repitiendo. “Obrar bien que Dios es Dios”. Sólo en esa frase se resume toda la teología de la libertad, de la ley natural impresa en nuestros corazones por el autor (Dios) y a la que todos debemos obedecer, sólo a ella. Tanto el rey, como el mendigo o el religioso se deben a la ley de Dios. Sólo a esa ley nos debemos y nos debemos a nuestros superiores en la medida que ellos son obedientes a esa ley suprema.

A propósito de esta reflexión les traigo un fragmento de una conferencia del profesor Roberto de Mattei que de una forma diferente nos explica este regalo de la libertad, la obediencia y la ley natural grabada en nuestros corazones:

Leyes justas e injustas

La ley natural, a la que debe someterse nuestra conciencia, es un orden objetivo e inmutable de verdades y valores morales. Ante todo, la razón descubre este orden en el propio corazón, porque este orden es una ley escrita en el corazón humano por el dedo mismo del Creador (cf. Rom. 2,14-15). La ley moral es válida para todo hombre precisamente porque todo hombre la lleva impresa en la propia conciencia; no podría tenerla impresa en la conciencia si no tuviera sus raíces en la naturaleza humana.
Toda ley positiva que contraríe la ley natural y divina es injusta, y la autoridad que pretenda imponerla abusa de su poder.

El concepto de ley justa e injusta no procede de la filosofía iusnaturalista moderna, sino de la teología y del derecho medieval, que hereda dichos conceptos de la filosofía grecorromana y los desarrolla con más profundidad y precisión.

El derecho a la resistencia

Ante una ley o un gobierno injusto, los católicos tienen derecho a colocarse también fuera de la legalidad. Las insurgencias de la Vandea y de la Santa Fede napolitana, así como la Cristiada mexicana, nos brindan un ejemplo luminoso de resistencia del pueblo católico a una autoridad ilegítima. Pero la Historia también nos proporciona ejemplos de intervenciones de la autoridad eclesiástica contra autoridades y leyes. La Iglesia es ciertamente custodia de la ley divina y natural, y tiene la misión de determinar en última instancia si una ley refleja o no el orden natural divino. En esta autoridad se basa el derecho de excomunión y destitución ejercido por el Papa sobre reyes y emperadores.

Cuando subió al trono Isabel I Tudor, la Iglesia católica fue perseguida por la que los contemporáneos llamaban filia sanguinis. El 14 de noviembre de 1569 se levantaron los católicos del norte de Inglaterra, enarbolando la antigua bandera con la cruz y las cinco llagas que ya había ondeado en 1536 en tiempos de Enrique VIII. El 27 de febrero de 1570, Pío V promulgó en consistorio la bula Regnans in excelsis, por la que declaraba a Isabel I culpable de herejía y de promoción de la herejía, incurrida en excomunión, y por tanto había perdido su pretendido derecho a la corona inglesa: sus súbditos quedaban liberados de cumplir el juramento de fidelidad hacia ella y, bajo pena de excomunión, no podían obedecerla. Pío V fue objeto de críticas, porque este acto tuvo por consecuencia un recrudecimiento de la persecución. Estar en posesión de la bula o difundirla era considerado delito de alta traición. Entre los numerosos mártires, recordamos al beato Juan Felton, que el 8 de agosto de 1570 fue ahorcado y descuartizado ante la catedral de San Pablo por haber fijado en un lugar público la bula mediante la que el Papa excomulgaba a la Reina. Si Pío V se hubiera guiado por los principios que aplicaron Juan XXIII y Pablo VI en su relación con los regímenes comunistas, habrían mantenido con Isabel I una política que hoy podríamos calificar de Westpolitik. Pero Pío V era un pontífice que gobernaba la Iglesia con criterios sobrenaturales, sin buscar los aplausos del mundo, y quiso afirmar el principio por el que es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres. Los neronianos decretos de Isabel no se aplicaron al pie de la letra, y la persecución de la última Tudor no logró su objetivo, que era extirpar totalmente la fe católica de las tierras británicas. Los católicos no tuvieron miedo. Entre 1580 y 1585, una nueva oleada de persecución se abatió sobre Inglaterra, mientras desembarcaban de incógnito en suelo británico los primeros misioneros de la Compañía de Jesús, entre ellos San Edmundo Campion, formados en los seminarios ingleses de Roma y Douai.

En la encíclica Firmissimam constantiam del 28 de marzo de 1937, dirigida a los católicos mexicanos, Pío XI recuerda que en ningún caso es la obediencia un valor supremo: «Por consiguiente es muy natural que, cuando se atacan aun las más elementales libertades religiosas y cívicas, los ciudadanos católicos no se resignen pasivamente a renunciar a tales libertades. Aunque la reivindicación de estos derechos y libertades puede ser, según las circunstancias, más o menos oportuna, más o menos enérgica». En caso de que los poderes constituidos «se levantasen contra la justicia y la verdad hasta destruir aun los fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo se podría entonces condenar el que los ciudadanos se unieran para defender la nación y defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados contra los que se valen del poder público para arrastrarla a la ruina».

Seguidamente, Pío XI recuerda los principios generales que deben tenerse presentes en todo momento, los cuales no se diferencian de los de Santo Tomás, y exhorta a los católicos mexicanos a tener «aquella visión sobrenatural de la vida, aquella educación religiosa y moral y aquel celo ardiente por la dilatación del reino de Nuestro Señor Jesucristo, que la Acción Católica se esfuerza en dar a sus miembros. Frente a una feliz coalición de conciencias que no están dispuestas a renunciar a la libertad que Cristo les reconquistó (Gál. 4,31), ¿qué poder o fuerza humana podrá subyugarlas al pecado? ¿Qué peligros ni qué persecuciones podrán separar a las almas, así templadas, de la caridad de Cristo? (cf. Rom. 8,35)».

https://adelantelafe.com/obediencia-y-resistencia-en-la-historia-y-en-la-doctrina-de-la-iglesia/

"La Iglesia en Tegucigalpa está gobernada por el terror"




Cardenal Francis Arinze: la Santa Comunión no es como una cerveza o una torta compartida entre amigos



Chaput, sobre la propuesta alemana de intercomunión: ‘Implica una protestantización de la teología católica de los sacramentos’


Monseñor Chaput, arzobispo de Filadelfia

En los últimos meses, se ha intensificado el debate sobre la llamada “intercomunión”, planteado por las directrices de los obispos alemanes partidarios de que se admita a la comunión a los cónyuges protestantes de los católicos, y contra las que se han manifestado siete obispos alemanes. El arzobispo de Filadelfia, Charles J. Chaput, ha entrado también en el debate sobre la propuesta alemana sobre la “intercomunión”, advirtiendo en un artículo publicado en First Things de los peligros que implica para la Iglesia. Chaput explica que, quién puede recibir la Eucaristía, cuándo y por qué, no son meramente preguntas alemanas. “Si, como dijo el Vaticano II, la Eucaristía es la fuente y la cumbre de nuestra vida como cristianos y el sello de nuestra unidad católica, entonces las respuestas a estas preguntas tienen implicaciones para toda la Iglesia. Nos conciernen a todos”, ha señalado.

En este sentido, el arzobispo de Filadelfia ofrece unos puntos de reflexión y discusión y manifiesta que “la esencia de la propuesta alemana sobre la intercomunión es compartir la Sagrada Comunión incluso cuando no hay una verdadera unidad eclesial” y que esto “golpea el corazón mismo del sacramento de la Eucaristía, porque por su verdadera naturaleza la Eucaristía es el cuerpo de Cristo”.

Chaput también indica que “la unidad no se puede construir sobre un proceso que, sistemáticamente, oculta la verdad de nuestras diferencias” y advierte acerca del peligro y la tentación de engañar o de esconder enseñanzas difíciles en el contexto de la discusión ecuménica.

Sandro Magister recoge en su blog la intervención en “First Things” del arzobispo de Filadelfia, Charles J. Chaput, en relación con la propuesta alemana de intercomunión:

UN MODO AMABLE DE ESCONDER LA VERDAD

por Charles J. Chaput

Quién puede recibir la Eucaristía, cuándo y por qué, no son sólo preguntas alemanas. Si, como ha dicho el Vaticano II, la Eucaristía es fuente y culmen de nuestra vida como cristianos y el sello de nuestra unidad católica, entonces las respuestas a estas preguntas tienen implicaciones para toda la Iglesia. Nos afectan a todos. Y, a la luz de todo esto, ofrezco estos puntos de reflexión y discusión, hablando sencillamente como uno de los muchos obispos diocesanos:

1. Si la Eucaristía es verdaderamente el signo y el instrumento de la unidad eclesial, entonces, si cambiamos las condiciones de la comunión, ¿no estamos redefiniendo de hecho quién y qué es la Iglesia?

2. Intencionadamente o no, la propuesta alemana, de manera inevitable, hará precisamente esto. Es la primera fase de la apertura de la comunión a todos los protestantes, o a todos los bautizados, dado que el matrimonio, al final, no es la única razón para admitir a la comunión a los no católicos.

3. La comunión presupone una fe y un credo común, incluyendo la fe sobrenatural en la presencia real de Jesucristo en la Eucaristía, junto con los siete sacramentos reconocidos por la tradición perenne de la Iglesia católica. Al renegociar este hecho, la propuesta alemana adopta una noción protestante de identidad eclesial. El simple bautismo y la fe en Cristo parecen ser suficientes, y no la creencia en el misterio de la fe tal como es comprendido por la tradición católica y los concilios. ¿Necesitará el cónyuge protestante creer en el sacramento del orden tal como lo entiende la Iglesia católica, para la que está lógicamente relacionado con la fe en la consagración del pan y el vino como cuerpo y sangre de Cristo? ¿O están sugiriendo los obispos alemanes que el sacramento del orden podría no depender de la sucesión apostólica? En tal caso, estaríamos enfrentándonos a un error aún más grave.

4. La propuesta alemana rompe el vínculo vital entre comunión y confesión sacramental. Presumiblemente, esa no implica que los cónyuges protestantes deben confesar los pecados graves como preludio a la comunión. Pero esto se contradice con la práctica perenne y la enseñanza dogmática explícita de la Iglesia católica, del Concilio de Trento y del actual Catecismo de la Iglesia católica, como también del magisterio ordinario. Implica, en sus efectos, una protestantización de la teología católica de los sacramentos.

5. Si la enseñanza de la Iglesia puede ser ignorada o renegociada, incluso una enseñanza que ha recibido una definición conciliar (como en este caso, en Trento), ¿entonces todos los concilios pueden ser históricamente relativizados y renegociados? Muchos protestantes progresistas modernos cuestionan, o rechazan, o simplemente ignoran como bagaje histórico la enseñanza sobre la divinidad de Cristo del concilio de Nicea. ¿Se exigirá a los cónyuges protestantes que crean en la divinidad de Cristo? Si es necesario que crean en la presencia real de Cristo en el sacramento, ¿por qué no deberían compartir la fe católica en el sacramento del orden o en el sacramento de la confesión? Y si creen en todas estas cosas, ¿por qué no se les invita a ser católicos como manera de entrar en una comunión plena y visible?

6. Si los protestantes son invitados a la comunión católica, los católicos ¿seguirán estando excluidos de la comunión protestante? Si es así, ¿por qué deberían ser excluidos? Si no lo están, ¿no implica esto que la visión católica acerca del sacramento del orden y la consagración eucarística válida es de hecho falsa y, si es falsa, que las creencias protestantes son verdaderas? Si la intercomunión no supone una equivalencia entre las concepciones católica y protestante de la Eucaristía, entonces la práctica de la intercomunión aleja a los fieles de la recta vía. ¿No es esto un caso de manual de “causar escándalo”? ¿Y no lo verán muchos como una forma educada de engañar o de esconder enseñanzas difíciles, en el contexto de la discusión ecuménica? La unidad no se puede construir sobre un proceso que, sistemáticamente, oculta la verdad de nuestras diferencias.

La esencia de la propuesta alemana sobre la intercomunión es compartir la Sagrada Comunión incluso cuando no hay una verdadera unidad eclesial. Esto golpea el corazón mismo del sacramento de la Eucaristía, porque por su verdadera naturaleza la Eucaristía es el cuerpo de Cristo. Y el “cuerpo de Cristo” es tanto la presencia real y sustancial de Cristo en las especies del pan y el vino, como también la propia Iglesia, la comunión de los creyentes unidos a Cristo, su cabeza. Recibir la Eucaristía significa anunciar de manera solemne y pública, ante Dios y en la Iglesia, que estamos en comunión con Jesús y con la comunidad visible que celebra la Eucaristía.

Obediencia y resistencia en la Historia y en la doctrina de la Iglesia (Roberto De Mattei)



Hablar de resistencia en la Historia y la doctrina de la Iglesia no significa en modo alguno hacer apología de la desobediencia y la rebelión. Todo lo contrario; voy a hacer apología de la obediencia. La virtud de la obediencia, no de la desobediencia, autoriza a la resistencia católica frente a las autoridades familiares, políticas y religiosas cuando éstas infringen la ley divina y natural.
La virtud moral de la obediencia
Cuando se habla de obediencia, se suele pensar en el voto que hacen los religiosos. Es el voto más difícil de observar, y por tanto el más perfecto de los tres, ya que sacrifica lo más importante: la propia voluntad. Pero antes que un voto, la obediencia es una virtud moral. Santo Tomás define la obediencia como la virtud moral que prepara la voluntad para cumplir los preceptos ordenados por los superiores. Al obedecer a los superiores legítimos obedecemos a Dios, porque toda potestad procede de Él (Rom. 13,1). Así pues, la obediencia, como todas las virtudes, tiene un fundamento divino y no humano.
La virtud moral de la obediencia proviene del Decálogo. El cuarto mandamiento nos manda: honrarás a tu padre y a tu madre. Es en la familia donde el ser humano aprende el valor de la obediencia. El cuarto mandamiento incluye el deber de obedecer, no sólo a los progenitores, sino a toda autoridad, en tanto que expresión de la Voluntad de Dios, la cual, como explica Santo Tomás, es la primera regla de orden para todas las voluntades creadas.
Este mandamiento, que exige obedecer a las autoridades y las leyes legítimas, como formulación que son de la ley natural, es tan universal y absoluto como el quinto mandamiento que prohíbe matar y el sexto que proscribe los actos impuros.
Pero la obediencia tiene también un cimiento sobrenatural y es la regla de vida espiritual para todo cristiano.
Dice San Pablo que Jesucristo «fue obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Fil. 2,8). Los santos, imitando el ejemplo del Divino Maestro en el respeto de la ley divina, no se limitaron a obedecer a las autoridades; procuraron obedecer la voluntad ajena renunciando a la propia. Bienaventurado el que no hace nunca su propia voluntad, sino siempre y sin excepción la de otros, ya sean sus padres, sus superiores, su marido o su mujer, e incluso el prójimo con el que nos encontramos y a quien debemos amar como a nosotros mismos, según una ley de la caridad que define el propio Santo Tomás en la Suma.
Lo contrario de la obediencia es la afirmación desordenada del yo, el egoísmo, el interés por uno mismo y la propia voluntad, que conduce al pecado. El pecado siempre es, por encima de todo, una desobediencia. Por eso dice San Pablo que «por la desobediencia de un solo hombre los muchos fueron constituidos pecadores» (Rom. 5,19). La sociedad cristiana es una sociedad reglada por la obediencia y vivificada por el amor a Dios y al prójimo.
¿Están obligados los súbditos a obedecer en todo a sus superiores?
El principio por el cual a los superiores se les debe obediencia porque representan la autoridad misma de Dios tiene unas repercusiones importantes. Nuestros superiores en el orden familiar, político y eclesiástico representan la autoridad en tanto que respetan y hacen respetar la ley divina. La ley divina no es tal porque la imponga un superior, sino porque se cimenta en sí misma, o sea, en su autoría divina. Dice San Pablo que quien ejerce la autoridad «es ministro de Dios para hacer el bien» (Rom. 13,4). Ahora bien, el amor a la voluntad de Dios nos puede impulsar a rechazar las autoridades y leyes que rechazan a Dios y que, al rechazarlo, perjudican la gloria de Él y ponen en peligro las almas.
Por eso, cuando Santo Tomás plantea la cuestión de si están obligados los súbditos a obedecer en todo a sus superiores la respuesta es negativa.
Según explica el Doctor Angélico, los motivos por los que un súbdito puede no estar obligado a su superior son dos.
Primero: En consideración a una autoridad mayor, porque es necesario respetar la escala jerárquica de la autoridad.
Segundo: Que el superior ordene al súbdito hacer algo ilícito. Por ejemplo, los hijos no están obligados a obedecer a los padres en lo relativo a contraer matrimonio, mantener o no la virginidad y otras cosas por el estilo.
Concluye Santo Tomás: «El hombre está sujeto a Dios de modo absoluto, en todas las cosas internas y externas; por eso está obligado a obedecerle en todo. Por el contrario, los súbditos no están sujetos a sus superiores en todo, sino sólo en algunas cosas determinadas. (…) Así pues, pueden distinguirse tres clases de obediencia: la primera, suficiente para salvarse, está  en obedecer lo que es obligatorio; la segunda, perfecta, obedece en todo lo que es lícito; y la tercera, desordenada, obedece incluso en lo ilícito».
Esto significa que la obediencia no es ciega ni incondicional, sino que tiene sus límites. En caso de pecado, no sólo mortal sino venial, no tendremos el derecho, sino el deber de desobedecer. Esta norma se aplica también a todo lo que sea nocivo para la vida espiritual.
¿Y quién determina si es ilícito un precepto que nos imponen nuestros superiores? Nos lo dice la conciencia, que no es una vaga sensación del espíritu, sino el recto juicio de la razón sobre nuestras acciones; el juicio definitivo sobre lo que se debe o no debe hacer. La conciencia no posee en sí misma la norma, sino que debe someterse a la ley moral, que está basada en la divina. El mayor acto de obediencia que podemos realizar es someter nuestra conciencia a la ley moral.
Debemos estar dispuestos por amor a Dios a realizar actos de obediencia suprema a su ley y su voluntad que nos liberan de ataduras a una falsa obediencia humana. Dios nos obliga solamente para santificarnos, y cuando la ley pone en peligro nuestra santificación, tenemos derecho a oponernos.
Los mártires no obedecían a la autoridad estatal que les obligaban a ofrecer incienso a los ídolos. Ni tampoco a los padres, hijos o cónyuges que les rogaban que evitasen el martirio por el bien de su familia.
Santo Tomás Moro era un leal servidor de Enrique VIII, pero no hizo su voluntad ni la de su mujer Alice, que en sus últimas conversaciones le suplicaba diciéndole: «¿Acaso quieres abandonarme y abandonar a mi desgraciada familia? ¿Quieres renunciar a la vida en el nido doméstico que hasta hace poco tanto te agradaba?» Y Tomás Moro repuso: «¿Cuántos años, querida Alice, crees que pueda seguir gozando aquí abajo de esos placeres terrenales que me describes con tan persuasiva elocuencia? Veinte al menos, si Dios quiere. Pero, querídisima esposa mía, no sabes hacer buenos negocios: ¿qué son veinte años al lado de una eternidad de bienaventuranza?»
Leyes justas e injustas
La ley natural, a la que debe someterse nuestra conciencia, es un orden objetivo e inmutable de verdades y valores morales. Ante todo, la razón descubre este orden en el propio corazón, porque este orden es una ley escrita en el corazón humano por el dedo mismo del Creador (cf. Rom. 2,14-15). La ley moral es válida para todo hombre precisamente porque todo hombre la lleva impresa en la propia conciencia; no podría tenerla impresa en la conciencia si no tuviera sus raíces en la naturaleza humana.
Toda ley positiva que contraríe la ley natural y divina es injusta, y la autoridad que pretenda imponerla abusa de su poder.
El concepto de ley justa e injusta no procede de la filosofía iusnaturalista moderna, sino de la teología y del derecho medieval, que hereda dichos conceptos de la filosofía grecorromana y los desarrolla con más profundidad y precisión.
El profesor Wolgang Waldstein es autor de un hermoso estudio titulado Escrito en el corazón: el derecho natural como cimiento de una sociedad humana, en el que demuestra que el derecho natural se conoce y aplica prácticamente desde los albores de la Historia. Waldstein recuerda el célebre texto de Sófocles (496-404 a.C.) en la tragedía Antígona, tan frecuentemente citado por Aristóteles: «Por la arrogancia de un hombre no podía atraer sobre mí el castigo de los dioses». Los juristas romanos, y sobre todo Cicerón, desarrollaron en sus escritos sobre la res pública (De república), la ley (De legibus) y sus deberes (De officiis) las nociones de la filosofía griega. El derecho romano se compiló en la obra conocida como Digesto, publicada por el emperador de Oriente Justiniano en 533 d.C. El redescubrimiento y estudio de esta obra en la Edad Media condujo a la fundación de la primera universidad europea, la de Bolonia, que ejerció una influencia decisiva en el pensamiento medieval.
En Bolonia enseñó Graciano (1075/80-1145/1157), el gran codificador del Derecho Canónico; derecho en el que a la autoridad de la ley natural se añade la de las Sagradas Escrituras, los decretos promulgados por los pontífices y los concilios, y la costumbre de la Iglesia.
Los hermanos Carlyle, autores de una conocida historia de las doctrinas políticas, recuerdan que los juristas medievales distinguían con precisión entre la ley natural o divina y la ley positiva elaborada por los hombres. Henri de Bracton (c. 1216-1268), en su De legibus et consuetudinibus Angliae, afirma que ninguna autoridad real puede sustituir a la divina: «Non est enim rex, ubi dominatur voluntas et non lex». No se trata de una frase aislada –subrayan los Carlyle–, sino del enunciado sintético de un principio que impregna toda la estructura constitutiva de la sociedad medieval.
El concepto político más importante de la Edad Media, concluyen los hermanos Carlyle, es el de la supremacía de la ley, no tanto como expresión de la voluntad del gobernante, sino en su doble aspecto de ley natural y ley consuetudinaria, que tiene su origen en el uso de una sociedad formada por el rey, los nobles y el pueblo.
El principio del príncipe de legibus solutus se remonta a los legisladores de Felipe el Hermoso de Francia, y más tarde, en el siglo XIV, a Marsilio de Padua y a Guillermo de Ockam. De este principio deriva el concepto moderno, según la cual la soberanía del titular de la ley no está limitada por ninguna autoridad superior. Según el concepto medieval, por el contrario, el soberano, fuente del derecho civil, está sometido a la ley natural y divina, a la cual debe conformarse toda ley humana. Y en caso de conflicto entre la ley humana y la divina, «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch.5,29).
Este concepto de la ley pertenece al Magisterio de la Iglesia.
En la encíclica Quod numquam del 15 de febrero de 1875 dirigida al episcopado prusiano, Pío IX afirma: «Conviene más bien obedecer a Dios antes que a los hombres; sepan al mismo tiempo que cada uno de vosotros está dispuesto a rendir su tributo y obediencia al César, no por temor a su ira sino por la ley de la conciencia».
León XIII lo recuerda en la encíclica Libertas: en los gobiernos tiránicos, «cuando se manda algo contrario a la razón, a la ley eterna, a la autoridad de Dios, es justo entonces desobedecer a los hombres para obedecer a Dios».
Y si en la encíclica Diuturnum el mismo pontífice pone de relieve el carácter sagrado de la autoridad y de los deberes de la obediencia, en la Sapientiae Christianae sobre los deberes del ciudadano cristiano explica que cuando las leyes del Estado se oponen a la ley divina y la autoridad se pone al servicio de la injusticia, «resistere officium est, parere scelus», resistir es obligatorio y obedecer culpa. Reitera los mismos conceptos en la carta Officio Sanctissimo a los arzobispos y obispos de Baviera del 22 de diciembre de 1887, en la que afirma que «en caso de plantearse como alternativa inevitable entre desobedecer al mandato de Dios y complacer a los hombres, asuma con franqueza la memorable respuesta de los apóstoles: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch.5,29)».
Juan Pablo II lo ratifica en Evangelium vitae: «Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación apostólica inculcó a los cristianos el deber de obedecer a las instituciones públicas (cf. Rm 13, 1-7, 1 P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch.5,29)».
El poder se ejerce legítimamente cuando respeta la vida, la libertad de enseñanza, la familia, el matrimonio natural, la propiedad privada y los principios religiosos y morales. Pero cuando un Estado legisla contra los derechos de Dios y de la Iglesia, cuando vulnera la ley moral y natural o cuando persigue y discrimina a los buenos es un Estado inicuo que debe combatirse y condenarse. Es posible, pues, desobedecer por obediencia, de modo que la aparente desobediencia sea en realidad una forma más perfecta de obediencia.
El derecho a la resistencia
Ante una ley o un gobierno injusto, los católicos tienen derecho a colocarse también fuera de la legalidad. Las insurgencias de la Vandea y de la Santa Fede napolitana, así como la Cristiada mexicana, nos brindan un ejemplo luminoso de resistencia del pueblo católico a una autoridad ilegítima. Pero la Historia también nos proporciona ejemplos de intervenciones de la autoridad eclesiástica contra autoridades y leyes. La Iglesia es ciertamente custodia de la ley divina y natural, y tiene la misión de determinar en última instancia si una ley refleja o no el orden natural divino. En esta autoridad se basa el derecho de excomunión y destitución ejercido por el Papa sobre reyes y emperadores.
Cuando subió al trono Isabel I Tudor, la Iglesia católica fue  perseguida por la que los contemporáneos llamaban filia sanguinis. El 14 de noviembre de 1569 se levantaron los católicos del norte de Inglaterra, enarbolando la antigua bandera con la cruz y las cinco llagas que ya había ondeado en 1536 en tiempos de Enrique VIII. El 27 de febrero de 1570, Pío V promulgó en consistorio la bula Regnans in excelsis, por la que declaraba a Isabel I culpable de herejía y de promoción de la herejía, incurrida en excomunión, y por tanto había perdido su pretendido derecho a la corona inglesa: sus súbditos quedaban liberados de cumplir el juramento de fidelidad hacia ella y, bajo pena de excomunión, no podían obedecerla. Pío V fue objeto de críticas, porque este acto tuvo por consecuencia un recrudecimiento de la persecución. Estar en posesión de la bula o difundirla era considerado delito de alta traición. Entre los numerosos mártires, recordamos al beato Juan Felton, que el 8 de agosto de 1570 fue ahorcado y descuartizado ante la catedral de San Pablo por haber fijado en un lugar público la bula mediante la que el Papa excomulgaba a la Reina. Si Pío V se hubiera guiado por los principios que aplicaron Juan XXIII y Pablo VI en su relación con los regímenes comunistas, habrían mantenido con Isabel I una política que hoy podríamos calificar de Westpolitik. Pero Pío V era un pontífice que gobernaba la Iglesia con criterios sobrenaturales, sin buscar los aplausos del mundo, y quiso afirmar el principio por el que es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres. Los neronianos decretos de Isabel no se aplicaron al pie de la letra, y la persecución de la última Tudor no logró su objetivo, que era extirpar totalmente la fe católica de las tierras británicas. Los católicos no tuvieron miedo. Entre 1580 y 1585, una nueva oleada de persecución se abatió sobre Inglaterra, mientras desembarcaban de incógnito en suelo británico los primeros misioneros de la Compañía de Jesús, entre ellos San Edmundo Campion, formados en los seminarios ingleses de Roma y Douai.
En la encíclica Firmissimam constantiam del 28 de marzo de 1937, dirigida a los católicos mexicanos, Pío XI recuerda que en ningún caso es la obediencia un valor supremo: «Por consiguiente es muy natural que, cuando se atacan aun las más elementales libertades religiosas y cívicas, los ciudadanos católicos no se resignen pasivamente a renunciar a tales libertades. Aunque la reivindicación de estos derechos y libertades puede ser, según las circunstancias, más o menos oportuna, más o menos enérgica». En caso de que los poderes constituidos «se levantasen contra la justicia y la verdad hasta destruir aun los fundamentos mismos de la autoridad, no se ve cómo se podría entonces condenar el que los ciudadanos se unieran para defender la nación y defenderse a sí mismos con medios lícitos y apropiados contra los que se valen del pode público para arrastrarla a la ruina».
Seguidamente, Pío XI recuerda los principios generales que deben tenerse presentes en todo momento, los cuales no se diferencian de los de Santo Tomás, y exhorta a los católicos mexicanos a tener «aquella visión sobrenatural de la vida, aquella educación religiosa y moral y aquel celo ardiente por la dilatación del reino de Nuestro Señor Jesucristo, que la Acción Católica se esfuerza en dar a sus miembros. Frente a una feliz coalición de conciencias que no están dispuestas a renunciar a la libertad que Cristo les reconquistó (Gál. 4,31), ¿qué poder o fuerza humana podrá subyugarlas al pecado? ¿Qué peligros ni qué persecuciones podrán separar a las almas, así templadas, de la caridad de Cristo? (cf. Rom. 8,35)».
El ejemplo prusiano
Hasta ahora hemos tomado ejemplos de la doctrina y la práctica católica. Pero quiero recordar también un ejemplo de resistencia a las leyes injustas que nos llega de un mundo no específicamente católico. La condesa Marion Döhnoff ((1909-1992), destacada escritora y periodista alemana de una familia de honda raigambre prusiana, ha evocado en sus memorias la conjura antinazi del 20 de julio de 1944. Muchos de los hombres que en Alemania osaron plantarle cara a Hitler eran prusianos, en su mayoría altos funcionarios del Estado, diplomáticos y militares unidos, no por una ideología, sino por un sentimiento del honor cultivado por familias habituadas desde hacía siglos a servir a su patria en la guerra y en la paz.
Esos hombres no habían estudiado a Santo Tomás de Aquino, pero su conciencia, su sentido del bien y del mal, de la justicia y la injusticia, les hacía comprender la necesidad de rebelarse contra Hitler. Y el supremo holocausto que aquellos opositores al Führer tuvieron que afrontar antes incluso que el de dar la vida fue aquel sentimiento de obediencia en torno al que giraba su formación moral. No hay tradición como la tradición militar prusiana que cultive con más empeño y sentimiento la obediencia a la autoridad legítimamente constituida. Pero el valor para desobedecer una orden injusta, la Libertas oboedientiae, es parte de la tradición prusiana, que ha conocido otros casos a lo largo de su historia. En la marca de Brandeburgo hay una lápida que recuerda a Johann Friedrich Adolf von der Marwitz, que se negó a cumplir la orden de Federico II de saquear el castillo de Hubertusburg. En ella se lee: «Conoció los tiempos heroicos de Federico y combatió con él en todas las guerras. Prefirió caer en desgracia cuando la obediencia dejó de ser compatible con el honor».
¿Están obligados los fieles a obedecer en todo al Papa?
No se puede exigir mayor sacrificio que la rebelión a quien ha sido educado para obedecer y servir. Amar la Patria y desear su derrota en nombre de ese amor es un sacrificio extremo. La suerte de los conjurados del 20 de julio fue, en este sentido, amarga. No sólo fueron sometidos a procesos judiciales que constituyeron una farsa, seguidos de torturas y bárbaras sentencias de muerte, sino que fueron además objeto de incomprensión por parte de muchos compatriotas y de sus propios enemigos, que pusieron en duda su patriotismo, a pesar de que en su mayoría habían demostrado su valor y se habían cubierto de heridas en todos los frentes. Ahora bien, hay un drama de conciencia mayor aún que el que afrontó la nobleza prusiana con Hitler. El drama de conciencia que viven hoy incontables católicos ante las òrdenes injustas de las autoridades eclesiásticas y aun del mismo Papa.
¿Es posible que un obispo, una conferencia episcopal, un concilio o un papa incurran en error o herejía, y pretendan que los sigan por ese camino? ¿Qué deben hacer los fieles en estos casos? Preguntésemoslo nuevamente a Santo Tomás.
En varias de sus obras, el Doctor Angélico enseña que en caso de peligro para la fe es lícito y hasta obligado resistir públicamente una decisión pontificia, como hizo San Pablo con San Pedro. De hecho, San Pablo, que estaba sujeto a San Pedro, lo reprendió públicamente debido a un gravísimo peligro de escándalo en materia de fe. Dice el comentario de San Agustín que «el mismo San Pedro dio ejemplo a los que gobiernan para que si se apartan del buen camino no rechacen como indebida la corrección por parte de sus súbditos» (Ad. Gál. 2, 14).
La resistencia paulina se manifestó en forma de corrección pública a San Pedro. Santo Tomás dedica toda una cuestión de la Suma a la corrección fraterna, y explica que es un acto de caridad, superior al cuidado de los enfermos de cuerpo y a la lismona, «porque consiste en combatir el mal que padece el hermano, o sea el pecado». La corrección fraterna puede ser de los inferiores a los superiores, y hasta de los laicos a los prelados. «Como, no obstante, el acto virtuoso debe ser moderado por las circunstancias, en la corrección de los súbditos a los superiores se deben observar los modos: no debe hacerse con insolencia ni con dureza, sino con mansedumbre y respeto». Cuando hubiere peligro para la fe, los súbditos tienen el deber de incluso reprender públicamente a sus superiores. «Por eso San Pablo, que era subalterno a San Pedro, lo recriminó públicamente por el peligro de escándalo para la fe.».
Si a San Pedro, príncipe de los Apóstoles, se lo reprendió, ¿no podrá corregirse fraternalmente a un sucesor suyo que se aparte de la fe? Santo Tomás responde afirmativamente, como Graciano, príncipe de los canonistas, autor de un célebre Decreto (1140), que en el campo del derecho es el equivalente de lo que es la Suma en teología.
El Papa, recuerda Graciano, está obligado por las leyes de las que es custodio y no puede promulgar cánones que contradigan la autoridad del Evangelio o las sentencias de los Padres. El axioma Prima Sedis non iudicabitur a quoquam, según el cual ninguna autoridad humana es superior al Sumo Pontífice, ademite una excepción: el pecado de herejía. Citando una frase atribuida a San Bonifacio obispo de Maguncia y citada por Ivo de Chartres, Graciano afirma que el Papa a nemine est iudicandus, nisi deprehendatur a fide devius.
El Romano Pontífice tiene potestad plena e inmediata sobre todos los fieles, sobre la cual no hay autoridad alguna en la Tierra, pero no puede alterar la regla de la fe ni la divina constitución de la Iglesia. Si ello sucediera, la desobediencia a una orden en sí injusta se puede llevar incluso a la resistencia al Sumo Pontífice. Sería un caso excepcional, pero posible, que no vulneraría sino confirmaría la regla de la devoción y obediencia que debe todo católico a aquel que está llamado a confirmar en la fe a sus hermanos.
La resistencia puede ser privada, pero también pública, y asumir la forma de una corrección filial o fraterna. El Dictionnaire de Théologie catholique afirma que la corrección fraterna no es un precepto opcional, sino obligatorio, sobre todo para quien ejerce cargos importantes en la Iglesia, porque su fuente está en el derecho natural y el derecho positivo divino.
Espíritu de resistencia y amor a la Iglesia
El Concilio Vaticano II y lo que ha venido a continuación al interior de la Iglesia han planteado graves problemas de conciencia a muchos fieles. Son los problemas que actualmente plantea también el pontificado de Francisco.
Recuerdo dos claros ejemplos de resistencia a la autoridad eclesiástica que siguieon al Concilio Vaticano II y precedieron al caso Lefebvre. Me refiero a la resistencia del padre Calmel al Novus Ordo de Pablo VI y a la Plinio Correia de Oliveira a la Ostpolitik del Vaticano para con los regímenes comunistas.
En ambos casos, la actitud fue filial, respetuosa, pero firme y sin transigencias, y conserva toda su validez todavía. Ningún sacerdote puede ser obligado a decir la Misa nueva, y ninguna autoridad puede impedir a un sacerdote celebrar la Misa tradicional. Ninguna autoridad puede imponer una política de entendimiento con un régimen como el comunista –ayer ruso, hoy chino– que viola descaradamente la ley natural y persigue con saña a los cristianos. Tanto en un caso como en otro, así como en el de la exhortación postsinodal Amoris laetitia, la corrección fraterna es moralmente lícita y obligada.
En el discurso sobre la sallus animarum, la salud de las almas, como principio del ordenamiento canónico, pronunciado el 6 de abril de 2000, el cardenal Julián Herranz, presidente del Pontificio Consejo para los Textos Legislatgivos, reiteró que ése es el principio supremo que ordena el Derecho Canónico. Hoy en día prevalece un positivismo jurídico que tiende a reducir el derecho a un mero instrumento en manos de quien ejerce el poder, olvidando sus fundamentos metafísicos y morales. Según esta concepción legalista que se ha infiltrado en la Iglesia, todo lo que promulgue la autoridad es justo. En realidad, el ius divinum es el fundamento de toda manifestación del derecho. Dios es el derecho viviente y eterno, principio absoluto de todos los derechos. Por eso, en caso de conflicto entre la ley humana y la divina, «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch. 5,29).
Los tratados espirituales nos enseñan cómo debemos actuar en épocas normales, no en tiempos excepcionales como los que vivimos. Reconocemos la suprema autoridad del Papa y su jurisdicción universal, pero sabemos que en el ejercicio de su potestad puede cometer abusos de autoridad, como desgraciadamente ha sucedido en la historia. Queremos obedecer al Papa. A todos los papas, incluido el actual, pero si en la enseñanza de un pontífice encontramos alguna contradicción, siquiera aparente, nuestra norma de juicio es la ley natural y divina, expresada en la bimilenaria Tradición de la Iglesia. El espíritu de rebeldía caracteriza por desgracia a muchos hombres de la Iglesia rebeldes a su Tradición y sus leyes inmutables. Quieren una Iglesia distinta de la que quiere Nuestro Señor. Por nuestra parte, queremos emplear nuestras almas en un acto de obediencia y amor a la Iglesia y a su Tradición.
La perfecta obediencia cristiana es la que tiene por objeto cumplir la voluntad de Dios, que ve en la persona del superior. Pero en el caso de ejercicio inicuo e injusto del poder, explica un teólogo pasionista, «el rechazo de la orden o la prohibición es la desobediencia obligada; no rebelión contra la persona del superior, sino protesta contra sus ideas, intenciones y órdenes».
Según el padre Zoffoli, los mayores males de la Iglesia no provienen de la malicia del mundo, de las injerencias y persecuciones del poder laico o de otras religiones, sino principalmente de los elementos humanos que componen el Cuerpo Místico: el laicado y el clero. «Es el desacuedo resultante de la insubordinación de los laicos a la labor del clero, y del clero la voluntad de Cristo.»
Podríamos agregar que dentro de la insubordinación del clero a Cristo, que tantas veces se ha observado en la Historia, hay una que raras veces se ha visto pero es, desde luego, la más grave: la rebelión contra la voluntad de Cristo por parte del Supremo Pastor de la Iglesia, porque nada como ello es más causa de desorientación, corrupción de la fe y apostasía de los fieles.
¿Qué podemos hacer, pues? Buscar la solución en el espíritu de verdadera obediencia. Con frecuencia, quienes dicen que siempre hay que obedecer al Papa son personas anárquicas y desobedientes en su vida espiritual, porque basan su regla de vida en sí mismas en vez de una ley moral objetiva y absoluta.
Es preciso explicar que, por el contrario, que existen la obediencia verdadera y la obediencia falsa. La verdadera es la de quien, obedeciendo, es capaz de elevarse a Dios uniendo su propia voluntad a la de Él.
La falsa obediencia es la de quien diviniza al hombre que representa la autoridad y llega a aceptar de él órdenes ilícitas.
Hay que explicar que la obediencia tiene un fundamento, una finalidad, unas condiciones, unos límites. Únicamente Dios no tiene límites: es inmenso, infinito, eterno. Toda criatura es limitada, y el límite define su esencia. No existe por tanto en la Tierra ni autoridad ilimitada ni obediencia sin límites. La autoridad está definida por sus propios límites, e igualmente pasa con la obediencia. Conocer esos límites permite perfeccionarse en el ejercicio de la autoridad y en el de la obediencia. El límite de la autoridad que no se puede traspasar es el respeto a la ley divina. Y este respeto está también el límite máximo de la obediencia. Debemos conocer los límites de la obediencia y respetarlos, sobre todo cuando la propia autoridad no respeta esos límites.
A la autoridad que se pasa de la raya debe oponérsele una firme resistencia, que puede llegar a ser pública. Ahí está el heroísmo de nuestros tiempos, la manera más seria de ser santos hoy en día. Ser santo significa hacer la voluntad de Dios, y hacer la voluntad de Dios significa obedecer siempre su ley, sobre todo cuando es difícil, cuando contraviene las leyes humanas.
A lo largo de la Historia, muchos han hecho gala de un comportamiento heroico resistiendo las leyes injustas de las autoridades políticas. Mayor todavía es el heroísmo de quienes resisten las pretensiones de la autoridad eclesiástica de imponer doctrinas que se apartan de la Tradición de la Iglesia. Una resistencia filial, devota y respetuosa, que no lleva a abandonar la Iglesia sino que multiplica el amor a la Iglesia, a Dios y a sus leyes, porque Dios es el fundamento de toda autoridad y toda obediencia.
En el fondo, todo se resume en dos palabras: SÓLO DIOS.
Roma Life Forum
18 de mayo de 2018
Roberto De Mattei
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)