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martes, 31 de diciembre de 2019

Noticias varias 29 a 31 de diciembre de 2019



SPECOLA

El Vaticano quiere morir matando, el silencio envuelve el caso McCarrik, el Papa Francisco busca un cisma, la familia es sagrada. 
29 dic 19

El fin del cristianismo del Papa Francisco, la renuncia a la evangelización, la familia y el teléfono, el Vaticano olímpico. 30 dic 19

Scalfari pontifica sobre la Navidad, el Papa Francisco y el Vaticano en silencio, Viena musulmana, la pachamama y los gretinos. 31 dic 19

Te Deum laudamus. In te, Domine, speravi: non confundar in aeternum.31 dic 19

INFOVATICANA

Un repaso a 2019 (Fernando Beltrán) 31 dic 19


Domine, ut Videam! Una reflexión para comenzar el 2020 con algo de esperanza



Domine, ut videam! Lc XVIII, 41

El ciego que nunca ha visto la luz no sabe qué son los colores, así como el sordo que nunca ha escuchado un sonido no tiene idea de lo que sea la música o la voz de un ser querido. Pero incluso aquel que ve no sabe lo que significa estar condenados a la ceguera, privados de la visión de una puesta de sol o de la posibilidad de mirar a los ojos a quien se ama; y aquel que escucha no imagina el vacío de la ausencia de una melodía, del canto de los pájaros, del flujo del agua en un arroyo. Y a menudo sucede que dos personas no alcanzan a comunicarse porque aquel que ve intenta en vano explicar al ciego las tonalidades que inflaman las hojas de los árboles en otoño, o al sordo cuánto sean capaces despertar de sentimientos indescriptibles los maravillosos acordes de una sinfonía.
Del mismo modo, aquel que no tiene la gracia de la Fe no puede entender la luz resplandeciente que ésta proyecta en el alma, ni la sublime armonía que une admirablemente todas las verdades católicas. Pero incluso aquel que posee la Fe difícilmente alcanza a concebir las tinieblas en las que camina a tientas el incrédulo, el silencio de muerte que lo circunda. Incluso en esto puede haber incomunicabilidad, cuando aquel que considera a la Fe como algo que no requiere explicación intenta persuadir al amigo de que su ceguera espiritual y su sordera moral no tienen motivo y pueden superarse con un simple razonamiento, casi con un vistazo del alma sobre la realidad. 
Sin embargo. Sin embargo, aquel que ve puede perder la vista en un accidente, aquel que oye puede quedar sordo y descubrir lo doloroso que es verse privado de estos sentidos que se tenían por descontados, normales y obvios. Todos los hechos cotidianos se convierten en acciones complejas, algunos resultan impedidos, otros necesitan de la ayuda de otros. No hay más colores en nuestra vida, no hay más autonomía en el obrar, todo es oscuridad y silencio. Nos damos cuenta de lo que hemos perdido sólo cuando ya no lo tenemos. Y pensamos con pesar que ese amanecer, aquel sonido de campanas, esa voz amiga permanecen como un recuerdo destinado a difuminarse con el tiempo, y que quizás podríamos haber utilizado mejor nuestros días saboreando con avidez los claroscuros de una pintura, los rasgos faciales de nuestra madre, la voz de la niña que juega en el patio, el ladrido lejano de un perro.
Incluso aquel que asiste al inexorable enceguecimiento del mundo que lo rodea, a la sordera espiritual de la humanidad, termina lamentando muchos gestos pequeños y simples que hasta entonces tenía por obvios, cosas en las que ni siquiera había necesidad de detenerse porque se daban por sentado. Pienso en cuando, de niño, mi madre solía enjugar mis ojos al sonido de las campanas el Sábado Santo -entonces el Exsultet resonaba durante el día-, o cuando se recibía en casa al cura para la bendición pascual y se le ofrecía un pequeño refrigerio; cuando se instalaba el pesebre en el escaparate de la panadería, o cuando para Epifanía, los niños esperábamos no encontrar trozos de carbón en el calcetín, y nos contentábamos con un par de caramelos, con un pequeño coche de hojalata, con un trompo. Pienso en cuando se saludaba por la calle a las monjas o los clérigos con ese alabado sea Jesucristo que distinguía a los católicos de los comunistas y los liberales; cuando mi padre se arrodillaba descubriendo su cabeza si nos encontrábamos con un sacerdote que llevaba el Viático a un  moribundo. Pienso en el velo que mi madre y mi hermana se ponían para entrar a la iglesia, aunque solo fuera para decir un  Ave María mientras se iba de compras o a colocar una flor en el altar de Santa Rita. Pienso en el silencio austero de la radio el Viernes Santo, en las rosas recogidas del jardín para arrojar los pétalos al paso del Santísimo el jueves de Corpus Domini, en las telas y las alfombras puestas para decorar los balcones cuando el Señor pasaba por la avenida de la iglesia. Pienso en los paseos en bicicleta para ir a servir a las Vísperas los domingos: aquellas Vísperas de las cuales, aun de niño, conocía todos los Salmos de memoria, y el turíbulo que de jovencito le extendía al párroco en el Tantum ergo. Y la cola en el confesionario el sábado y los días previos a las fiestas. Pienso en la voz solemne de Pío XII, en su mirada hierática y serena, en su dignidad no afectada, en su dulzura con los hijos del Cardenal Ottaviani. Pienso en los cantos lejanos de las monjas detrás de las rejas, en el aroma a cera de los bancos de la sacristía, en las palabras de la Súplica a Nuestra Señora de Pompeya que mi abuela  recitaba para sí. En este día sumamente solemne de la fiesta de vuestros triunfos… Pienso en la imagen de san Antonio Abad en el negocio del carnicero, con su vela encendida, o en el cuadro de la Virgen de Fátima en la sala de la modista a la que acompañaba a mi madre. Pienso en el vestido blanco de la Confirmación, en el lazo atado en la frente, en las estampas de la Comunión de mis compañeros, en el folleto del Precepto Pascual. Pienso en las monjas sombreronas en los hospitales, en los frailes con sandalias incluso en invierno, con la alforja llena de pan viejo que el panadero guardaba aparte para ellos. En las Misas de las seis de la mañana, casi siempre de Requiem, a las que asistían alumnos y estudiantes, dependientes y damas, en silencio, con el Rosario en la mano. Pienso en mi tonsura –Dominus pars haereditatis meae– y en el rito con el que recibí las Órdenes Menores, en el sacerdote asistente en pluvial: Eminentissime Pater, postulat Sancta Mater Ecclesia… En la mesa sobre la que se ordenaba silentium, en las Precesdicendae y en la meditación diaria en el silencio de la capilla, en el canto de Completas, en la oración a Nuestra Señora de la Confianza. 
Y me veo ciego, o temo convertirme en uno tal, porque ya no veo a las monjas con la toca, siempre de a dos y con la mirada baja, ni al monseñor con medias rojas que bajaba, rodeado de clérigos en saturno, la escalera del Seminario. En su lugar, mujeres con los cabellos tratados con permanente y homúnculos con la cruz escondida en el bolsillo. No veo aquellos ojos serenos, esas sonrisas espontáneas, esa compostura educada, aquella despreocupación del repartidor que cantaba mientras iba a hacer las entregas, del albañil en el andamio, del zapatero en su tienda. 
Me siento sordo, o al menos no encuentro ya más todos aquellos sonidos queridos, aquellas voces amadas, esas melodías tan sublimes como normales para nosotros en aquellos tiempos. Música alegre, sonidos familiares, una costumbre con lo sagrado que estaba tan íntimamente ligada a nuestra vida cotidiana como para no despertar ni asombro ni vergüenza. Y también el herrero socialista, el librero judío, el médico masón respetaban y se adaptaban voluntariamente a un orden social que hacía que nuestros días fueran serenos a pesar de fatigosos, nuestra mesa feliz aunque sobria. Porque todo giraba en torno a Cristo. 
Han pasado tantos años desde aquel tiempo, que hoy parece que estemos viviendo en otro mundo. No nos dimos cuenta. No nos percatamos de que alguien había decidido trocar una civilización milenaria por los cigarrillos estadounidenses y las radios de transistores, por las minifaldas y los jeans, y luego por el referéndum sobre el divorcio, por los ataques de las Brigadas Rojas, por la ley sobre el aborto. Pero este grotesco trueque era mundano, era profano, no había tocado el alma de la Iglesia ni mucho menos la de los fieles. La verdadera venta de liquidación la hemos visto con el Concilio, con los birretes sacerdotales arrojados al Tíber, y con todo este frenesí de complacer al mundo, de mostrarse modernos, de no suscitar la impresión de quedarse atrás. Fuera con todo, y todavía no era nada: aún debía llegar Bergoglio.
Como señaló sagazmente monseñor Viganò en su última intervención (aquí), todo sucedió «sin que la mayoría repare en ello. Sí, porque el Concilio Vaticano II abrió algo peor que la Caja de Pandora: la Ventana de Overton, de un modo tan gradual que nadie se ha dado cuenta de la alteración que se ha llevado a cabo, de la auténtica naturaleza de las reformas, de sus dramáticas consecuencias, y ni siquiera se ha llegado a sospechar quién manejaba realmente los hilos de esta gigantesca operación subversiva». 
El mundo –nuestro mundo, nuestra Patria, Italia, que se enorgullecía de ser católica, apostólica y romana- se está volviendo ciego y sordo. Ya no quiere ver ni escuchar más a Dios. Y quizás Dios no quiere ver el abismo en el que se hunde en violación de Su ley, no quiere escuchar sus blasfemias. Y hay quien espera que ese mundo finalmente resulte destruido, esfumado, extinto. Es más: se alegraría de ello, porque la mera presencia de un Crucifijo o de un Niño en el pesebre provoca escándalo, ofende a los que no creen, viola la libertad de religión. Esa libertad aclamada desgraciadamente por el Concilio, y de la cual hoy vemos los frutos amargos, con las estatuas de Lucifer erigidas en las plazas y los niños inmolados al Moloch pro-choice
Pero en este mundo de imágenes y fantasmas, de estrépito y rumor, de obscenidades y herejías, hay ciegos y sordos que comienzan a entender qué es lo que han perdido, al igual que aquel que ha sido privado de la vista o del oído después de haber visto y oído. Hay quien entiende que es ciego y sordo, mientras que antes no entendía acerca del ver y del oír, o tal vez no quería hacerlo. Hay sacerdotes que, enfrentados con la sordidez calvinista de la liturgia reformada, no acertaban a tomar una decisión que hoy resulta inevitable, y vuelven -o comienzan ex novo- a celebrar los ritos antiguos y venerandos. Hay monjas que, ante la persecución de figuras como Braz de Aviz, redescubren el espíritu de la Regla y se inmolan por la Iglesia. Hay frailes que se dejan crucificar por sus Superiores, tal como Cristo se dejó prender por los Sumos Sacerdotes del templo. Hay fieles que descubren la vida cristiana precisamente cuando desde el Solio se los incita al adulterio en nombre del discernimiento. Hay pecadores que comprenden el heroísmo del arrepentimiento y de la virtud precisamente cuando los Pastores legitiman el concubinato y la sodomía. Hay Católicos tibios que se encuentran defendiendo el honor de Dios ante los eclesiásticos que vilipendian a la Virgen y adoran a los ídolos. Profesores mudos y teólogos hasta aquí silenciosos que denuncian públicamente las desviaciones doctrinales del Clero, periodistas moderados que escriben artículos en defensa de la moral tradicional, mientras que horrendos jesuitas alaban la herejía y arguyen en pro de la inmoralidad. Hay jóvenes que descubren la Sagrada Escritura y los tesoros invaluables de los Santos Padres, mientras los Obispos falsifican el Antiguo y el Nuevo Testamento. Hay políticos que aprenden a defender a la Nación y su Fe mientras desde Santa Marta se repite ad nauseam el mantra de la acogida. 
La Gracia nos toca cuando menos lo esperamos, como le sucedió al ciego al paso de Nuestro Señor. 
Los últimos tiempos que estamos viviendo nos muestran que en las buenas almas la Verdad brota límpida y cristalina y que en las almas corruptas el engaño, el fraude, la mentira que propagan es la misma que sugirió la Serpiente antigua desde su Non serviam. y desde la caída de Adán y Eva: seréis como dioses. Pero el pecado no es, en el sentido de que al no remitir a la Verdad que es Dios, no posee en sí mismo el ser, no puede ni debe existir, y como tal está destinado a desaparecer cuando la Providencia nos haya hecho comprender nuestra ceguera y nuestra sordera. Cuando nos demos cuenta de cuán verdaderas son las palabras del Salvador: “Sine me nihil potestis facere”. Por esta razón, tanto al ciego del Evangelio como a cada uno de nosotros, Él pregunta: «¿Quid vis tu faciam tibi?», porque quiere que reconozcamos nuestra enfermedad y que Lo reconozcamos como nuestro único Médico. 
En estos tiempos de tribulación vemos al Mal por lo que es, en su fealdad, en su insoportable arrogancia, en su violencia verbal y física, en su inevitable carga subversiva y revolucionaria; pero precisamente por esto -a diferencia de otras épocas en que la cizaña infestaba el campo de Dios pero aún no había sofocado la mies como lo hace hoy- es la ostentación del Mal lo que ha abierto los ojos de muchos fieles, haciéndolos comprender el engaño al que habían estado sujetos. 
Pensemos en mons. Viganò: sus palabras de fuego contra la apostasía de la secta bergogliana nunca se hubieran podido oír hace sólo diez años, aun cuando todas las premisas de esta crisis habían sido ya puestas, y de hecho remitían a una conspiración de más de cincuenta años de vigencia. Y dan ganas de decir: Viganò habla como Lefebvre. “Hago y digo lo que me han enseñado”, dice el cardenal Burke. Palabras que hacen eco al Tradidi quod et accepti de San Pablo. Es cierto: son las mismas palabras de los Apóstoles, de los Santos Padres, de los Doctores de la Iglesia, de los Papas de los siglos pasados. Debido a que la fuente de la que provienen es siempre la misma, la Verdad que los ilumina es siempre idéntica, como siempre el mismo es Dios, inmutable en el tiempo. E incluso aquellos que hasta ahora no habían entendido, hoy tienen la gracia de poder recuperar la vista. 
A los mismos errores malditos de Satanás diseminados a lo largo de los siglos, opongamos con orgullo la misma y bendita Verdad de Dios, quien nos prometió la victoria final. Pero antes de que podamos saludar ese día glorioso, todos nosotros -todos: Prelados, clérigos, fieles- clamemos al cielo: «¡Domine, ut videam!», para que finalmente caiga el velo que oscurece nuestra visión espiritual. “Domine, ut audiam!», para que nuestros oídos se abran a la voz de Cristo.  
Cesare Baronio
(Traducción: Flavio Infante. Artículo original)

lunes, 30 de diciembre de 2019

La revolución de Francisco no perdona tampoco a la Virgen. Así es como él quiere que sea (Sandro Magister)



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En el octavo día después de Navidad, cuando Jesús fue circuncidado y le fue impuesto el nombre que dictó el ángel, la Iglesia celebra la fiesta de María Santísima Madre de Dios.

Pero, ¿quién es María en la devoción y en la predicación del papa Francisco? Una de sus recientes homilías ha causado estupor por el modo cómo ha rediseñado el perfil de la madre de Jesús.

Pietro De Marco nos ha enviado este análisis de la homilía papal. El autor, anteriormente docente de sociología de la religión en la Universidad de Florencia y en la Facultad Teológica de Italia central, filósofo e historiador por formación, es conocido y apreciado por los lectores de Settimo Cielo desde hace años.

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“NO NOS PERDAMOS EN TONTERAS”. LOS DOGMAS MARIANOS SEGÚN EL PAPA FRANCISCO
por Pietro De Marco

En pocos días hemos tenido conocimiento tanto de la noticia de que el comentario a la fiesta de la Inmaculada para los fieles de la archidiócesis de Milán había sido encomendado a dos pastores baptistas, marido y mujer, como de la sorprendente homilía del papa Francisco sobre María durante la misa en San Pedro, en el día de la festividad de la Virgen de Guadalupe.

Si bien Francisco no ha emulado el estilo protestante en la cuestión mariológica, ha querido, sin embargo, dar a conocer, con todo su fervor, un juicio restrictivo personal sobre los dogmas marianos, y negativo en lo que respeta al título de corredentora, tema que es objeto de reflexión teológica desde hace siglos. “No nos perdamos en tonteras”, en tonterías, –“in chiacchiere” ["en habladurías"], en la traducción oficial al italiano–, ha dicho a propósito de las investigaciones que, desde hace siglos, llevan a cabo la teología y la espiritualidad marianas.

¿Qué ha querido afirmar el papa en esta homilía? Ante todo, que María es mujer. Y como mujer es portadora de un mensaje, es señora, es discípula. “Es así de simple. Ella no pretende otra cosa”. Los otros títulos, por ejemplo, los del himno “Akathistos”, o las letanías lauretanas, y los títulos milenarios de alabanza a María, “no añaden nada” según Francisco. Ahora bien, esto en sí ya es un error. María nunca ha sido “la mujer”, una homología peligrosa con la variedad de cultos femeninos mediterráneos y de Medio Oriente. Ni tampoco ha sido lo femenino en cuanto tal, en una de sus múltiples versiones románticas o decadentistas, por mucho asombro que pueda causar el culto que generaciones de artistas tuvieron por la Virgen de Dresde de Rafael. María tampoco es la mujer de las revoluciones femeninas contemporáneas, cuyas facciones católicas aborrecen los iconos de la maternidad de María. No es Señora, “domina”, en la medida en que es “mujer” o madre. Es “domina” en la medida en que esa maternidad, la maternidad divina, le da realeza. La humilde esclava de Lucas 1, 38 es la virgen madre de Dios, definida así, ante todo, por las tradiciones cristianas a lo largo de los siglos, y no puede ser sustituida por figuras sagradas de la Madre Tierra o el principio femenino.

El lector puede observar que el apelativo de virgen no aparece ni una sola vez en la homilía de Jorge Mario Bergoglio, mientras que el “Nican mopohua” (“Aquí se relata”, de 1556 aproximadamente) que él cita, el relato en lengua nahuatl de la aparición de María a Juan Diego, lo explicita en el testimonio de Juan Bernardino, el tío de Juanito: la imagen milagrosa deberá ser designada como “la perfecta Virgen Santa María de Guadalupe”. Y aparece, claramente, en otros pasajes de ese texto; por ejemplo, en la invocación: ”Noble reina de los cielos, siempre virgen, madre de Dios”.

Además, el apelativo de “señora” no es una fórmula genérica como parece creer el papa, sino que es un título elevado, de soberanía, como el “déspoina” bizantino. El uso absoluto de “nuestra señora” (el italiano antiguo “nostra donna” está calcado de “nostra domina”) demuestra que “domina” es un título real, equivalente a reina: “Salve regina”. Así, y siguiendo el modelo de Ester, María es “domina”, “patrona”, “advocata nostra”. Cuando también Ignacio de Loyola, citado en la homilía, llama a María “nuestra señora”, utiliza una expresión antigua y siempre presente entre los cristianos a partir, parece ser, del ”emè kyría”, mi soberana, de Orígenes, expresión análoga a “déspoina”.

Por tanto, una simple reflexión sobre “domina”, “señora”, etc., anula las tesis minimalistas de la homilía. De hecho, es evidente que este tipo de intervenciones papales tiene como objetivo degradar la gran mariología occidental y oriental en favor de una imagen horizontal de María, idónea más bien para dignificar la cotidianidad de la mujer contemporánea.

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¿Entonces María es una madre que se hizo “discípula” de Jesús, su hijo? Para que el apelativo de “discípula”, raro en la tradición, no quede reducido a una obviedad con tintes pastorales, debe por lo menos tener el significado que le dio Máximo el Confesor: “La santa Madre se convirtió en discípula de su dulce Hijo, verdadera Madre de la sabiduría e hija de la Sabiduría, porque ya no Le miraba de manera humana o como simple hombre, sino que Le servía con respeto como Dios y acogía Sus palabras como palabras de Dios”.

El binomio papal mujer-discípula, si es declinado en la espiritualidad de lo cotidiano y la exégesis sociológica, resulta entonces ajeno al orden de la divina revelación y deja entrever en el imaginario del papa a ese Jesús itinerante con su séquito, mujeres incluidas, tan querido por los exegetas y los escritores desconocedores de la cristología; un Jesús separado del conjunto de la historia teológica y sacramental de la Iglesia. La madre-discípula de la homilía recuerda demasiado a la madre de una película reciente cuya protagonista es María Magdalena, uno de los productos resultado del “movimiento de Jesús”, cuyos partidarios teosociológicos pueden presumir de ser los guionistas gratuitos.

Una María que ha sido despojada del dogma para ser “prototipo” de lo femenino proyecta, también, esta misma banal simplificación en una Iglesia que se quiere cada vez más "femenina". Todo vale para ir contra el dogma. Esto ha sucedido durante siglos, pero nunca, hasta hoy, desde la cátedra de Roma.

El tono combativo de la homilía (“no pretenden”, “no tocaba”, “tocaban para nada”, “jamas quiso”, etc.) está, por lo tanto, mal fundamentado y mal dirigido. De ella emerge una especie de clara indiferencia teológica, además de un ultraje a la Iglesia de siempre, para poder tener, en práctica, las manos libres y, así, establecer alianzas con la opinión pública progresista mundial.

A esta actitud, buena para engañar a los simples, pertenece también el curioso argumento papal según el cual la Virgen nunca quiso quitarle nada al Hijo (“tomar algo de su Hijo”, o: “No robó para sí nada de su Hijo”). Es decir, fuera la corredención, porque sería un hurto; y también fuera casi toda la teología mariana. Cualquier tratado mariológico presenta, además de la maternidad y, en virtud de esta, la concepción inmaculada de María, su “immunitas” del pecado y los otros “privilegia”, incluyendo la gloria asunción al cielo. La teología clásica afirma que la Virgen es, objetiva y ontológicamente, mediadora de todas las gracias, partícipe de los méritos de Cristo “in quantum universo mundo dedit Redemptorem”, puesto que ella dio el Redentor al mundo.

La unión “sui generis” a la carne redentora del Hijo hace que María esté necesariamente dentro del orden de la acción y la gracia redentora: “omnium gratiarum mediatrix”. De la mediación redentora a la corredención hay sólo un paso, y muchos teólogos marianos lo han dado. Su ser madre de Dios eleva a María a este nivel “de congruo”, como expresa el lenguaje teológico: es decir, no por su naturaleza ni porque ella sea “immediate co-operans”: sólo Cristo actúa “immediate”, sólo el Hijo es redentor “de condigno” como consecuencia debida y justa de su sacrificio. En el magnífico pasaje de san Anselmo atribuido hoy a Eadmer de Canterbury (“De excellentia Virginis”, 11), a menudo citado por los dogmáticos, y en la encíclica “Ad caeli Reginam” de Pío XII, podemos leer: “Así como... Dios, al crear todas las cosas con su poder, es Padre y Señor de todo, así María, al reparar con sus méritos las cosas todas, es Madre y Señor de todo”. En otro pasaje, María es, según Eadmer, “nutrix Reparatoris totius substantiae meae”, la que ha nutrido, ha tomado sobre sí, el Regenerador de todo mi ser.

La “esclava del Señor por excelencia”, la “discípula”, o es todo lo que sus “privilegia” de madre de Dios declaran, o es poca cosa, como ya lo es en las tradiciones protestantes, y como es cada vez más en la predicación católica. Una parte considerable de la espiritualidad cristiana ha vivido y vive de la gran cantidad de riquezas teológicas que María ha merecido y ha atraído sobre sí. Estas riquezas no se conservarán con una mariología de tipo populista, y mucho menos sustituyéndolas. Que, además, se puedan degradar los “privilegia” de la madre de Dios, tal como descienden teológicamente de su estatus de criatura eminente y única, transmitiendo a los fieles la sospecha ridícula de que en María esos "privilegia" serían hurtos, o ambiciones indignas de una madre-discípula, es un dislate. Esta y otras locuras de la homilía implican realmente, en profundidad, que el papa niega todo el significado y valor del trabajo teológico cristiano desde los orígenes. Y que desprecia el maravilloso alimento que la teología proporciona al culto, a las tradiciones, a las espiritualidades vivas, al mismo tiempo que ignora la santidad de su depósito en la tradición de la Iglesia. ¿Y para qué? ¿Para proponer una revelación cristiana sin misterio, sin transcendencia, sin gloria, sin divino-humanidad, como en las iglesias reformadas?

“Cecidere manus”, es decir, se cae el alma a los pies ante tanta impertinencia y malicia; esa malicia restrictiva de los teólogos innovadores que estaba ya presente en el Concilio Vaticano II, apenas desenmascarada. Si, además, para los hombres del papa –no oso decir para él– es válido el “esto no puedo creerlo” del obispo y teólogo liberal anglicano John A.T. Robinson, que lo digan. Y que busquen amparo, si los acogen, en el protestantismo residual. Me reservo la posibilidad de volver sobre la cuestión de la protestantización en curso. Basta recordar que la ambición protestante de cristianizar la secularización, tras haber contribuido a ella, ha fracasado, aplastando a las iglesias reformadas.

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Ahora me gustaría abordar la cuestión del “mestizaje” cristológico con la que Francisco termina su homilía del 12 de diciembre, inmediatamente convertida en objetivo por parte de comentaristas severos como Maria Guarini, Roberto de Mattei y otros del ámbito “tradicional”. ¿Acaso se puede encontrar en otro lugar de la Iglesia el mismo valor y cuidado de la fe?

Recuerdo que “mestizaje” es el equivalente español a la categoría general de mezcla interracial o interétnica, mientras que con el término “mestizos” se indica a las personas nacidas de la mezcla de españoles e indios. En la imagen milagrosa en el ayate de Juan Diego, la Virgen de Guadalupe es “morenita”; muchos hemos podido contemplarla en el cerro de Tepeyac. Esto le sugiere a Bergoglio un desarrollo brillante que, sin embargo, acaba en otra metedura de pata.

Dice el papa que María “se mestizó para ser Madre de todos. […] ¿Por que? Porque ella mestizó a Dios”. De hecho, prosigue la homilía, este es el gran misterio: “María mestiza a Dios, verdadero Dios y verdadero hombre, en su Hijo”. Qué significa esto realmente, nos gustaría que nos lo explicaran.

No me atrevo a pensar -como, legítimamente, han hecho otros– que Francisco con esto quiera decir que María ha mestizado a Dios; es decir, que en su seno haya mezclado la naturaleza divina y humana, mediando en sí misma lo divino con la carne humana, de la que sólo sería madre, porque este sería uno de los errores del siglo IV-V contra el que combatió Cirilo de Alejandría.

Suponemos, más bien, que el papa quiere decir que en el ser hijo de María, es decir, en el ser generado de una mujer, el Cristo eterno habría sido mestizado como ella “se mestizó” –siguen siendo palabras del papa– para ser madre de todos los hombres. Entonces, este “mestizar” es un recurso oratorio, una teología de la situación para la gran fiesta de la nación mexicana en la basílica de San Pedro. Es sólo un modo sugestivo de subrayar el hecho de que Dios se hizo hombre, mezclándose metafóricamente, como hombre, con la humanidad. Sin embargo, ¿puede quedar reducido el inmenso tema cristológico del “Dios con nosotros” de Cirilo a un ejemplo del “convivid y mezclaos”?

O este “mestizaje“ lleva en sí, de verdad, algo más: la idea de que en María, Dios mismo haya sido mestizado, en contra de las definiciones de los Concilios antiguos, necesarias para salvar la verdad y la riqueza de la fe; y en contra, también, del Credo y lo que proclamamos en la liturgia. Me inclino por la versión ligera, aunque muy imprudente. Es bien cierto que nadie puede ya fiarse del papa porque, en lugar de “confirmare fratres suos”, “infirmat” día tras día la fe de sus hermanos.

De hecho, la idea de la “Theotokos” que mestiza a Dios no es menos insensata que la de los cónyuges baptistas de Milán, que honran a María porque “acogió” un embarazo irregular, fuera de la norma, el “más irregular” de los embarazos, y acogió “a ese extranjero que venía de Dios mismo, ¡y sin permiso de residencia!”. Tal vez el fantasioso teologúmeno de Cristo migrante en la miseria de la “kenosis” (se supone) hasta la hospitalidad en la Virgen pretende ser, con el repudio a las “tonteras” dogmáticas por parte de Francisco para una mariología “de la puerta de al lado”, la nueva frontera del anuncio cristiano.

A esto hay que oponer que la misma afirmación de que la “esencialidad” de María es su ser mujer y madre es una traición a la mariología milenaria. De hecho, una maternidad de María que no incluya de manera explícita, para la conciencia teológica y la vida espiritual, también la realidad y la potencia de la participación de la Madre a la carne redentora, proyecta en la misma obra del Hijo sombras llenas de relativismo. La banalización de María, reducida de la “omnium gratiarum mediatrix” a la subjetividad virtuosa de un “ecce” y un “fiat” y un discipulado totalmente humano, hiere simétricamente a la cristología, no sólo en la dimensión fundamental de la redención y la gracia, sino también en el núcleo dogmático de las mismas prerrogativas sobrenaturales de Cristo. ¿Es este el precio que hay que pagar en aras de la “nueva evangelización”? ¿En qué es esto una buena noticia?

Los argumentos de Francisco, expresados en esa especie de submagisterio subjetivo que él lleva a cabo “in persona papae” pero “quasi papa non esset”, como papa pero como si no lo fuera, como si no existiera una responsabilidad petrina, son un daño seguro para la Iglesia. Y creo que ha llegado el momento de no tolerar más esta distonía.

Pietro de Marco

domingo, 29 de diciembre de 2019

El sodomita Salvini (Carlos Esteban)




En el documento encargado por Su Santidad, del que ya hemos tratado, la Pontificia Comisión Bíblica enmienda la plana a milenios de interpretación de las Escrituras y nos dice que el pecado por el que fueron destruidas Sodoma y Gomorra no fue la perversión sexual, sino tratar mal a los extranjeros. Y usted se preguntará: ¿Y cómo durante tres mil años se dio una explicación tan errónea? Fácil, responden los ‘expertos’: los exégetas y autores materiales de la Escritura estaban “históricamente condicionados”.

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Todos estábamos equivocados todo este tiempo. Yahvé hizo llover fuego y azufre sobre las ciudades del llano, no porque se entregaran a todo tipo de perversiones sexuales, como ya de yacer varón con varón, sino porque su política migratoria era notoriamente restrictiva. Esa es la nueva interpretación que ofrece la Pontificia Comisión Bíblica consultada por Francisco, que en todas partes (todas las partes convenientes, se entiende) ve explicaciones y posicionamientos “arcaicos”, “históricamente condicionados”, “anticuados” y carentes de una “comprensión nueva y más adecuada de la persona humana”.

Así que borren de sus diccionarios personales las acepciones comunes de las palabras ‘sodomita’ y ‘sodomía’ -aunque no estén muy en uso, de cualquier forma-, y sustitúyanlas por la nueva, por la que el pecado de sodomía vendría a ser votar a Salvini, a Orbán o a Abascal, para entendernos.

Naturalmente, este planteamiento presenta un problema, no por común demasiado evidente. Cada época -cada hombre, en realidad- cree ocupar un punto central en la historia, lo que es obviamente absurdo. Nuestra época no es la culminación de los tiempos, ni se halla en una cumbre desde la que juzgar infalible a todas las demás. Es, como todas, solo un punto en una línea temporal de la que no conocemos cuánto queda.

Dicho de otra manera: si nuestros antepasados, al juzgar con tal severidad las perversiones sexuales, eran esclavos de los prejuicios y las ideas de su tiempo, si estaban ‘históricamente condicionados’, ¿qué nos hace pensar que la Pontificia Comisión Bíblica no lo esté al enmendarles la plana y juzgar con desusada benignidad actos que en la Biblia “llaman la ira de Yahvé”?

Veamos: ¿se muestra nuestra era benigna con las relaciones homosexuales? No, no benigna: positivamente entusiasta. Las multinacionales se dan codazos el Día del Orgullo para presentarse más ‘gay-friendly’ que la competencia, los partidos rivalizan en halagar al colectivo LGTBI, la cultura oficial canta incesante las loas al amor que antaño, al decir de Oscar Wilde, “no se atreve a decir su nombre”.

Incluso en ambientes eclesiales, ¿no son evidentes los esfuerzos por complacer al ‘lobby lavanda’, desde el jesuita James Martin a los últimos nombramientos cardenalicios en Estados Unidos y otras partes, entre los prelados más comprensivos en este asunto? Siendo así, ¿no tendría sentido pensar que la Pontificia Comisión Bíblica podría -podría- estar más que ‘históricamente condicionada’. Mucho.

Por otra parte, ¿cuál es la obsesión más repetida del Pontífice, para hablar de la cual tanto le vale la Navidad que la Pascua, y que se ha transmitido intacta, sin romperse ni mancharse, por un milagro de la sinodalidad, a la última parroquia de Occidente: la ‘acogida’ indiscriminada e incuestionada de la inmigración masiva. ¡Caramba, qué feliz coincidencia! A eso le llamo yo matar dos pájaros de un tiro.

Así las cosas, mientras la Pontificia Comisión Bíblica no ofrezca argumentos de que piensa y actúa ‘sub specie aeternitatis’, me asisten más razones para pensar que es ella la ‘históricamente condicionada’ (y pronto, inevitablemente, ‘arcaica’ y ‘anticuada’) y no tres mil años de visión común.

Carlos Esteban

viernes, 27 de diciembre de 2019

Su Santidad repitió la palabra ‘cambio’ -y sus variantes- varias decenas de veces en su alocución navideña a la Curia, muchas más de las que nombró a Nuestro Señor o cualquier otra realidad sobrenatural o exclusiva de nuestra fe, y nos conminó a que no tuviéramos miedo al ‘cambio’, sin especificar en qué sentido (Carlos Esteban).



O sí, si atendemos la cita que hizo del Cardenal Martini, asegurando que la Iglesia lleva doscientos años de retraso. Ir con retraso significa saber con respecto a qué, y esa mención a los dos siglos, si contamos hacia atrás, nos lleva al Periodo Revolucionario que puso fin a la Europa cristiana. ¿Es eso? ¿Tiene que adecuarse la Iglesia al mundo?

Basta pensar unos minutos para darse cuenta de que la Iglesia no puede contentar al mundo -adecuarse a su mensaje, por lo demás cambiante- sin acometer cambios radicales en su doctrina perenne, y hacer algo así significaría, sin más, dejar de ser la Iglesia de Cristo. De modo que el Santo Padre debe de referirse a otra cosa, debe de estar hablando de las formas, de las estrategias de comunicación, de lo que puede, en fin, cambiarse.

Ahora bien, cuando alguien habla obsesivamente de la necesidad del ‘cambio’, aunque utilice esa palabra genérica, siempre tiene en la cabeza una dirección, tiene una idea más o menos clara de hacia dónde hay que cambiar o se va ineluctablemente a cambiar. Pero el pontífice, llamado a ser pastor y maestro, no tiene por qué ser un profeta acertado en el sentido vulgar de la palabra, en cuanto a saber por dónde irán los cambios. Y sospecho que no van a ser precisamente en la dirección que parece tener en la cabeza.

Francisco es un hombre de la generación del inmediato postconcilio, formado en aquella efervescencia de la llamada ‘primavera de la Iglesia’ a la que quiere, explícitamente, dar culminación, retomar el camino que se vio moderado o directamente interrumpido por sus dos inmediatos predecesores. Ese es el paradigma en el que se mueve; esa es su ‘modernidad’.

Pero, al menos en términos cuantificables, la celebrada ‘primavera’ ha sido un desastre. La proporción de católicos en Occidente ha caído en picado, pero no para dar ese ‘resto de Israel’ que, reducido, es más ferviente y comprometido. Este mismo año que termina supimos, por ejemplo, que una holgada mayoría de católicos en Estados Unidos no cree en la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía. ¿En qué sentido se sigue siendo católico sin eso?

El cambio real que, por el contrario, se está detectando entre los fieles practicantes quizá vaya en una dirección muy diferente a la que se refiere el Santo Padre. Por ejemplo, la preferencia por el Rito Extraordinario de la Misa. Se suponía que la misa de San Pío V, la que ha sido universal durante siglos, se permitía como una reliquia para un puñado de ancianos nostálgicos. Pero se está convirtiendo en algo muy distinto.

En la Iberoamérica natal de Su Santidad, por ejemplo. He aquí una enorme región sólidamente católica hace solo unas décadas que está apostatando en bandadas hacia el secularismo o hacia el protestantismo. Y un número no despreciable y creciente de quienes se quedan parecen optar por la ‘misa indultada’ y finalmente liberada por el motu proprio de Benedicto XVI ‘Summorum pontificum‘. Y no, no son el puñadito de viejos que reviven la misma de su niñez, sino en muchos casos familias jóvenes que no la han conocido hasta ahora.

Ya no existe la Cristiandad, como nos recuerda el Papa; los católicos somos cada día menos relevantes en la cultura y en la vida pública. Pero quizá la reacción que buscan los fieles no sea en seguir fundiéndose con el mundo halagando sus modas ideológicas, sino satisfacer el hambre de Dios, de esa sobrenaturalidad y transcendencia que parece haber desaparecido del mensaje cotidiano de nuestros pastores, con una práctica religiosa que acentúe el misterio central de nuestra fe.

Carlos Esteban

NOTICIAS VARIAS (26 y 27 de diciembre de 2019)



GLORIA TV

Cardenal Müller: ¿El evangelista falsificó el Evangelio? (26 dic 19)


Inmigracionismo del Papa Francisco, el rígido San Esteban, información digital, la pachamama del Vaticano (27 dic 19)



Selección por José Martí

Inmigracionismo del Papa Francisco, el rígido San Esteban, información digital, la pachamama del Vaticano



No son unas navidades fáciles en el Vaticano. Estábamos acostumbrados a que estos días todo se ralentizaba y los periódicos se llenaban de noticias amables esperando el retorno al trabajo después de la befana, o de reyes en las tierras hispanas. Este año estamos observando cómo las noticias tienen una vida propia, independiente de la Navidad, y siguen su camino. No son tiempos de perder el tiempo y tenemos la sensación de que todo se está precipitando.

Lo que el Papa Francisco puede decir o hacer a estas alturas de su pontificado ya no es una sorpresa para nadie. En un primer momento podían sonar a cierta novedad alguno de sus argumentos y actuaciones. Esto ya no es así y estamos cayendo en la continua repetición. Algunos se plantean que esto se parece mucho más a una obsesión enfermiza que a una estrategia. Hablar siempre, a todas horas, de inmigración, sean pascuas o ramos, no es normal. Los hay que hablan de una nueva religión laica centrada en una visión chata del fenómeno de la inmigración. Olvidarse de la Navidad, de la Revelación divina, de todo lo sagrado que compone la vida del ser humano y quedarnos en los discursos vacíos a la moda produce un cansancio intelectual que se está volviendo en contra de su predicador máximo, el Papa Francisco.

Otro fenómeno que estamos observando es la capacidad de hacer el ridículo por parte de las autoridades vaticanas. Nos están demostrando su total incapacidad para enfrentarse a los complicados asuntos que traen entre manos. El paso del tiempo está enrareciendo y complicando toda la situación en torno a los abusos. Los casos aumentan y los procesos no terminan nunca. El prometido informe McCarrick sigue esperando y no termina de ver la luz. La justicia civil sigue su lenta marcha, aplicando sanciones económicas que están llevando a la bancarrota a algunas diócesis americanas y está saltando al Vaticano. En escándalos financieros mejor no entramos, pero hasta en Navidad seguimos con las noticias de las sorprendentes inversiones en Budapest, en Londres … en una cadena que no tiene fin.

Por si faltará algo, seguimos haciendo el ridículo universal viendo a sus eminencias, el bertoniano Versaldi en primer plano con el amigo Edgar, en situaciones pueriles siguiendo las instrucciones de una chamana en el corazón del Vaticano y en plenas celebraciones navideñas. Creemos que no es mucho pedir que si tanto les gustan estás cosas las hagan en la intimidad y nos ahorren a todos el verlos con sus vergüenzas aireadas. Hay motivos sobrados (por mucho menos, las personas sensatas lo hacen) para acercarse a un buen especialista que tranquilice a tan elevadas inteligencias ante la locura colectiva en la que están sumergidos.

Hoy no está de moda celebrar a los mártires, porque todos, absolutamente todos, eran poco dialogantes y de una rigidez insoportable. Son tiempos de besos y abrazos, aunque sean vacíos y falsos, de fraternidades platónicas, sin paternidades que las sustenten, de apegarse a lo políticamente correcto, de cambiar de chaqueta (ahora lo llaman discernimiento) todas las veces que haga falta. El diácono Mártir San Esteban sigue siendo el mejor fruto de la Navidad y su martirio la llena de sentido.

El blog amigo de Marco Tosatti nos ofrece los datos de sus lectores que ya pasan de los 13 millones. Estamos ante un nuevo fenómeno, cuyas consecuencias no podemos valorar, que está cambiando lo que entendemos como información. Sabemos, lo estamos viviendo en propia carne, lo importante que está siendo en este momento la información libre en el mundo religioso: nos ayuda a estar unidos y a ser conscientes de que ni somos pocos ni estamos solos. Ya quisieran los medios oficiales del Vaticano contar con este número de lectores. Están gastando enormes sumas de dinero, que no tienen, en sostener medios de información que no interesan a nadie. Tienen buen cuidado de no dar nunca los datos de lectores porque la decisión de cierre sería inmediata. Mientras sus eminencias, y el amigo Edgar, estén entretenidos con la pachamama, Parolin en su mundo multicolor, y el Papa Francisco con sus chalecos salvavidas, todo sigue tranquilo aunque todos callen la inutilidad.

Un grupo de fieles se ha acercado a la prisión en la que se encuentra el Cardenal Pell a cantar villancicos, con la esperanza de llevarle un poco de consuelo en estos días. Cuanto más tiempo dure esta injusta situación más se engrandecerá la figura del cardenal, injustamente apresado. Esperemos que aguante el tirón (no es fácil) y pueda salir fortalecido. Tenemos la esperanza de que los cantos de los fieles curen la herida de los silencios, o cosas peores, del Vaticano.

En la curia romana las felicitaciones de Navidad y Pascua son una plaga. Un cardenal medio, o un alto cargo, puede pasar de 2.000 felicitaciones oficiales. La inmensa mayoría son giros entre organismos vaticanos de personas que se encuentran a pocos metros, pero que consideran una vulgaridad prescindir del lujoso tarjetón. En medio de esta avalancha se busca con intensidad si existe alguna pequeña carta que contenga una verdadera felicitación. El Papa Francisco nos dice que recibe muchas, y le creemos: una avalancha incontenible de cartas y tarjetas imposibles de contestar. Esperemos que muchas de ellas sean fruto de un verdadero cariño.

Terminamos con unas palabras de Benedicto XVI al que aprovechamos para felicitar también en estos días: “Queridos amigos, la solemnidad del Nacimiento del Señor nos invita a vivir esta misma humildad y obediencia de fe. La gloria de Dios no se manifiesta en el triunfo y en el poder de un rey, no resplandece en una ciudad famosa, en un suntuoso palacio, sino que establece su morada en el seno de una virgen, se revela en la pobreza de un niño. La omnipotencia de Dios, también en nuestra vida, obra con la fuerza, a menudo silenciosa, de la verdad y del amor. La fe nos dice, entonces, que el poder indefenso de aquel Niño al final vence el rumor de los poderes del mundo”

«…os damos testimonio y os anunciamos la vida eterna que estaba con el Padre y se nos manifestó.»

Buena lectura.

Specola

San Juan Evangelista (Padre Santiago Martín)


Duración 8:28 minutos

jueves, 26 de diciembre de 2019

LA PAJARERA DEL NIÑO JESÚS (Santa Teresita de Lisieux)



Santa Teresita del Niño Jesús

Poesía que compuso para la comunidad carmelita en la noche de Navidad de 1896

LA PAJARERA DEL NIÑO JESÚS


1 Para los desterrados de la tierra
Dios creó los graciosos pajarillos.
Ellos van gorjeando su plegaria
por bosques, valles, montes y laderas.


2 Los traviesos y alegres rapazuelos,
tras de escoger algunos preferidos,
los cazan y aprisionan
en lindas jaulas de doradas rejas.


3 ¡Oh Jesús, hermanito!,
tú abandonaste el cielo por nosotros,
pero sabes muy bien que es el Carmelo
Niño divino, tu bella pajarera.


4 Amamos nuestra jaula,
sin ser ella dorada.
Nunca de su prisión escaparemos
ni a la llanura azul ni al bosque oscuro.


5 Jesús, los bosques de este mundo
no pueden contentarnos.
En la profunda soledad queremos
cantar para ti solo.


6 Es tu blanca manita
la que orienta y atrae nuestro vuelo.
¡Qué bellos son, oh Niño, tus encantos!
En tu sonrisa quedan,
cautivos de su luz, los pajarillos.


7 Aquí el alma sencilla, pura y cándida
halla el motivo exacto de su amor.
Aquí la blanca y tímida paloma
no teme ya el ataque del buitre carnicero.


8 En alas de una cálida plegaria
el corazón se eleva como alondra ligera,
como alondra que sube cantando
y sube altísima.


9 Se escucha aquí el gorjeo
del reyezuelo y del pinzón alegre.
Niño Jesús, tus pajarillos cantan,
en su jaula, tu santo y dulce nombre.


10 Vive siempre cantando el pajarillo,
su pan no le preocupa,
ni siembra ni recoge,
y un granito de mijo le contenta.


11 Y como al pajarillo,
en nuestra pajarera
todo, Divino Niño, nos viene de tu mano.
Sólo una cosa es necesaria, una,
y esta cosa es amarte.


12 Por eso, con los puros espíritus del cielo
contamos noche y día tus glorias y alabanzas.
Y sabemos con cuánto amor los ángeles
nos miran a nosotras,
tus pobres pajarillos del Carmelo.


13 Para enjugar las lágrimas
que te hacen derramar los pecadores,
tus pajarillos cantarán tus gracias,
y el dulce canto de tus avecillas
te atraerá corazones.


14 Un día, lejos de la triste tierra,
al escuchar tu voz y tu llamada,
desde tu pajarera
tus pajarillos volarán al cielo.


15 Y allí, con las falanges
de pequeños y alegres querubines,
eternamente, Niño,
cantaremos tus glorias.

Teresa de Lisieux

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Un soneto (comentado) tomado del libro "La Poesía Olvidada" , de José Martí




El soneto que sigue, de Manuel Machado (1874-1947) está relacionado con un determinado tipo de respuesta que el hombre suele dar al Señor.



SONETO DE NAVIDAD


Nunca, Señor, pensé que te ofendía
porque jamás creí que a tu pureza
alcanzase la mísera torpeza
de quien, aun de quererlo, ¡no podría!


Triste de mí, tampoco concebía
que pudiera caber en tu grandeza
amar la nulidad y la pobreza
de este gusano vil, que dura un día.


Pero, al llegar la Navidad, y verte
niño y desnudo, celestial cordero,
y para el sacrificio señalado ...


sé cuánto mi maldad pudo ofenderte
y sé también -y en ello solo espero-
que más que te he ofendido, me has amado.



Como le ocurría a Manuel Machado, tampoco nosotros comprendemos cómo puede ser que Dios se sienta ofendido por lo que yo haga o deje de hacer. 

Damos por hecho que, siendo Él Todopoderoso y Eterno, es imposible que nosotros, seres tan limitados, podamos ofenderle; pensamos en Dios como un ser muy lejano que, una vez que nos ha creado, se ha despreocupado ya de nosotros. Y, además, siendo -como es- Espíritu puro (sin cuerpo), ¿cómo podría entender nuestros problemas, alegrías o sufrimientos, si Él no los ha experimentado en sí mismo? Y así ha sido, en efecto, durante buena parte de la existencia del ser humano sobre la Tierra, desde el pecado del primer hombre hasta la venida de Jesucristo. 

Las manifestaciones de Dios al hombre, a lo largo del tiempo, han seguido un proceso que podríamos calificar de pedagógico: ha ido preparando el terreno y enseñándonos paulatinamente cómo es Él en realidad; y esto tanto a los gentiles: “Desde la creación del mundo, las perfecciones invisibles de Dios –su eterno poder y su divinidad- se han hecho visibles a la inteligencia a través de las cosas creadas” (Rom 1, 20), como a los judíos: “En diversos momentos y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas” (Heb 1,1). El hecho de que Dios se nos haya ido dando a conocer poco a poco, a lo largo del tiempo, es señal de que somos muy importantes para Él, hasta el extremo de que, como se puede leer en la carta a los hebreos: “en estos últimos días (Dios) nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien instituyó heredero de todas las cosas y por quien hizo también el Universo” (Heb 1,2). 

Dice el poeta (y esto nos lo podemos aplicar igualmente a nosotros) que no concebía que fuese posible, de ninguna de las maneras, que Dios se rebajara a amarnos, con nuestra nulidad y nuestra pobreza … dada su Grandeza, tal como él la entendía. Sin embargo, hubo un momento en el que cambió su modo de pensar: ¿Qué fue lo que le motivó a hacerlo? Aunque habría que tener en cuenta muchos aspectos, de entrada, podemos decir, acerca del poeta, que era un hombre bueno, un hombre que buscaba sinceramente la verdad. El aspecto de búsqueda sincera es imprescindible para poder encontrarnos con Dios, según sus propias palabras: “Buscad y hallaréis … porque todo el que busca encuentra” (Mt 7, 7.8; Lc 10, 9:10). Y vistas así las cosas, entendemos que el descubrir a Dios va a depender de nosotros: de nuestro esfuerzo, de nuestro deseo … de nuestra buena voluntad, en definitiva … pues Él se deja encontrar siempre por aquéllos que le buscan con un corazón sincero. 

Pero sigamos con la idea esbozada en este soneto, ¿qué es lo que vio el poeta que le hizo tanta mella y transformó su vida? Sucedió al llegar la Navidad y ver al Niño Jesús. Es obvio que el poeta, a lo largo de toda su vida, había visto ya la figura del Niño Jesús; y no sólo una, sino decenas de veces. No era la primera vez. Ahora bien: su inquietud actual y su disposición interior eran muy distintas a las que habían sido antes. El poeta estaba ahora abierto a la verdad. Por eso vio (se le abrieron los ojos) … y reconoció a Dios en aquel niño pequeñito y desnudo

Nos encontramos con el misterio sublime de la Encarnación del Hijo de Dios, uno de los más importantes del cristianismo: el misterio del Amor de Dios hacia cada uno de nosotros,  un amor que le llevó a hacerse hombre, verdaderamente hombre (“se encarnó, tomó nuestra carne”), sin dejar de ser Dios, verdaderamente Dios, Aquél de quien dice San Pablo: “Todo ha sido creado por Él y para Él. Él es antes que todas las cosas y todas subsisten en Él” (Col 1, 16:17). Y en otro lugar: “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 28). 

Es decir, Dios mismo, en la Persona de su Hijo, el Dios Omnipotente y Eterno, Creador del Universo y de todo cuanto existe, nos ha querido hasta el extremo, totalmente incomprensible para nosotros, de tomar nuestra carne, haciéndose realmente hombre y pasando por todas las etapas propias de un ser humano normal: concebido en el vientre de una mujer (la Virgen María) por obra del Espíritu Santo, nacido como un niño, desnudo y  completamente necesitado de José y de María para poder sobrevivir; se desarrolla y crece en el seno de una familia (la Sagrada Familia), aprende el oficio de aquél que “legalmente” era su padre (José); y, siendo Dios, vive “sujeto a sus padres” durante treinta años, hasta que llegó su hora de manifestarse al mundo, conforme a la voluntad de su Padre Dios (siendo, Él mismo, Dios): “Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra” (Jn 4, 34)

Y la voluntad del Padre (que es también la voluntad del Hijo) fue que su Hijo se hiciera hombre, para salvarnos [para que pudiéramos estar con Él, que no otra cosa es la salvación] y para enseñarnos aquello en lo que consiste el amor, el verdadero amor. Jesucristo (el Dios-hombre) experimentó en Sí mismo todos los avatares que conlleva la existencia humana: la única explicación de lo que hizo es su Amor por cada uno de nosotros, Amor incomprensible, no merecido, que le llevó a querer tener necesidad de nosotros, porque verdadero quiere que sea también el amor que nosotros le tengamos. No hay “razones humanas” que justifiquen o puedan justificar esta acción, llevada a cabo por Dios, de hacerse hombre realmente y de tomar nuestra carne ....

... pues no es que Dios “aparezca” como hombre (lo que sería una farsa, inconcebible en Dios, que es la Verdad) sino que se hace “realmente” hombre, uno de nosotros, sin dejar de ser Dios: Jesucristo es “realmente” Dios, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Misterio inefable éste de la Encarnación de Dios, inexplicable, humanamente hablando. Bueno, en realidad sí hay una razón por la que Dios se hizo hombre, pero es una razón divina y, por lo tanto, incomprensible para nosotros … pero no por ello menos real. 

“Dios es Amor” y Dios es soberanamente libre: ambas cosas. Porque quiso (“quiso” de libertad) y porque nos quiso (“quiso” de amor), tomó nuestra naturaleza humana,“en todo igual a nosotros, menos en el pecado” (Heb 4, 15), se hizo un niño, completamente vulnerable, para que así pudiéramos amarle como Él nos amó y nos ama; pues nosotros amamos a nuestra manera, y nos expresamos con nuestro cuerpo: no tenemos otro modo de amar ni de conocer: “Nihil est in intellectu quod prius non fuerit in sensu” (Nada hay en la inteligencia que no haya pasado antes por los sentidos) decía Santo Tomás, gran conocedor del ser humano. Dios, que nos conoce mucho mejor que Santo Tomás [¡pues nos ha creado!], ha querido tener necesidad de nosotros, pues verdadero es el amor que nos tiene.  Y verdadero quiere que sea el amor que podamos tenerle. Por eso ha tomado un cuerpo humano y se ha hecho "realmente" un hombre, uno de nosotros.

No se entiende el amor si no hay compartición de vidas. Nosotros, dada nuestra naturaleza humana (con un alma espiritual, pero también con un cuerpo material, unidos ambos en unidad sustancial) no podríamos querer a Dios, que es Espíritu Puro (incapacidad metafísica) ... al menos, no podríamos quererlo tal como Él desea ser querido, es decir, tal como se entiende el amor para que sea amor verdadero, en perfecta reciprocidad de amor entre amante y amado, dándoselo todo el uno al otro y recibiéndolo todo del otro.

De no haberse hecho hombre, la relación del hombre con Dios hubiese sido de admiración y adoración … pero no hubiera habido amor, propiamente dicho. Era preciso que también Él, de algún modo, nos necesitara, al igual que nosotros lo necesitamos a Él. Por eso hizo lo que hizo, esto es, “se hizo un niño”, se hizo “visible”, tomó nuestra carne, haciéndose vulnerable y necesitado de nuestro amor: Por increíble o escandaloso que esto nos pueda parecer, Él quería sentirse necesitado de nosotros: “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos” se lee en la Biblia. (Is 55,8). Y aunque no lo entendamos, Dios, al hacerse un niño se hizo completamente dependiente de aquéllos a quienes eligió como “padres” ante la Ley: José y María(1): sólo así seríamos capaces de poder amarlo. 

Pues ¿quién no va a amar a un niño? Desde que Dios se ha hecho un niño muy pequeño  podemos tocarlo y acariciarlo y besarlo … podemos amarlo, en definitiva; por desgracia, podemos también hacerle daño, pues al hacerse un niño se ha quedado indefenso y es capaz de sufrir y de sentir al modo humano, porque no sólo tiene apariencia de niño, sino que lo es realmente (algo que no debemos de olvidar)

Este sentimiento se expresa muy bien por el poeta Manuel Machado, en su soneto, cuando dice:  

Pero, al llegar la Navidad, y verte
niño y desnudo, celestial cordero,
y para el sacrificio señalado…

Sé cuánto mi maldad pudo ofenderte
y sé también –y en ello solo espero-
que más que te he ofendido, me has amado.


Dios se siente ofendido ante nuestra falta de amor, bien sea porque le volvemos la espalda y no queremos saber nada de Él, o bien porque le atacamos directamente ; y esto ocurre siempre que atacamos a su Iglesia, a la Iglesia que Él fundó. Cuando se ataca a los cristianos se está atacando a Jesucristo, como se lee en esta narración del Nuevo Testamento:
Saulo, respirando todavía amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al Sumo Sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, con el fin de llevar detenidos a Jerusalén a todos cuantos encontrara, hombres o mujeres, seguidores de este camino. Pero mientras se dirigía allí, al acercarse a Damasco, de repente le envolvió de resplandor una luz del cielo. Cayó al suelo y oyó una voz que le decía: 
-  Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Él respondió: 
- “¿Quién eres, Señor?”. Y Él: 
- “Yo soy Jesús, a quien tú persigues” (Hch 9, 1:5)
La persecución que se da hoy en día contra los cristianos, prácticamente en todo el mundo, y de un modo especial aquí en España, es una persecución contra Jesucristo. En el trasfondo de las persecuciones (mejor o peor disimuladas) contra los cristianos no hay otra cosa que una negación del Amor. Odiar a los cristianos y a la Iglesia es odiar a Jesucristo y es, por lo tanto, odiar a Dios. Esto decía Jesús: “Quien me odia a Mí, odia también al Padre” (Jn 15, 23). 

De manera que, si bien es cierto que “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la Verdad” (1 Tim 2,4), también lo es que, siendo sumamente respetuoso con nuestra libertad, no salvará a nadie que no quiera ser salvado. Como bien sabemos, la salvación sólo se encuentra en Jesucristo: “Uno solo es el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, que se dio a sí mismo como rescate por todos” (1 Tim 2, 5:6).  “Sin Mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5b), dijo Jesús en otra ocasión. 

Tenemos, con frecuencia, la tentación de escandalizarnos por lo que está ocurriendo actualmente … No deberíamos, pues estamos ya prevenidos por el mismo Jesús de que eso iba a ocurrir: “Esto os lo he dicho para que no os escandalicéis …; más aún, se acerca la hora en la que quien os dé muerte piense que así sirve a Dios” (Jn 16, 1:2). Por lo tanto, aunque hay verdaderos motivos de sufrimiento, no los hay para estar tristes, porque Él está con nosotros y “es nuestro amigo” (Jn 15, 14a). Estas son sus palabras: “En el mundo tendréis tribulación; pero confiad: Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). Por eso es necesario, para todo cristiano, la fe y la confianza total en Dios, manifestado en Nuestro Señor Jesucristo.
José Martí
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(1) Como sabemos, en el caso de María, ella es también, real y verdaderamente -y no sólo legalmente- la madre de Jesús y, por lo tanto, la madre de Dios, pues Jesús, además de ser verdaderamente hombre, es verdaderamente Dios; su Persona es divina. 

La humildad aleja de sí la tristeza (José Martí)



Si bien se piensa, cuando las cosas no salen como uno quisiera, cuando ante las contrariedades nos ponemos tristes o de mal humor, lo que hay, en el fondo, es falta de humildad, falta de aceptación de nuestra realidad concreta y un gran desconocimiento de lo que verdaderamente somos, por nosotros mismos.

Es evidente que a nadie que esté en su sano juicio le puede gustar que las cosas salgan de modo contrario a lo que él quiere. Esto sería enfermizo. El humilde no es masoquista.


Humilde es aquel que se sabe muy poca cosa, que es consciente de su realidad ante Dios; es aquel que sabe que sólo una cosa es necesaria y todo lo demás es secundario: por eso las contrariedades no pueden derrumbarlo. El humilde sufre ante los acontecimientos adversos (dolor, enfermedad, etc.), como cualquier otra persona ... pero no se pone triste, pues  la tristeza (si es un estado de ánimo habitual) conduce a la muerte. En el corazón de la tristeza lo que hay, en verdad, es una actitud nihilista, de fatalismo, de falta de esperanza. 

Tristeza y desesperación ante la vida equivalen a decir: No hay nada que hacer; ya sólo queda morir ... Es un pecado grave contra la virtud de la Esperanza pensar que Dios nos ha dejado solos y que nos ha abandonado... ¡esto es una gran mentira con la que el Diablo nos quiere envenenar! La gran y maravillosa verdad es que Dios nunca nos deja solos ... ¡porque nos quiere!: "¿Puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? ¡Pues aunque ellas se olvidaran, Yo no te olvidaré!" (Is 49, 15). 


Por eso, ante el sufrimiento, ante las contrariedades (del tipo que sean) tenemos que actuar como hizo Jesús,  nuestro Maestro, que se postró en tierra mientras oraba diciendo: "Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no sea tal como yo quiero, sino como quieres Tú" (Mt 26,39). "Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42).


El hombre humilde no es un bicho raro. Es una persona muy normal: ama la vida y disfruta viviendo. No ama las contrariedades. Sin embargo, y éste es su distintivo como cristiano, las soporta sin tristeza, pues sabe que en este mundo todo pasa y que sólo una cosa es necesaria; sabe, por lo tanto, lo más importante. 


El hombre humilde es el verdadero sabio, es el que conoce el secreto de la felicidad, que no es otro que el de estar junto a Jesús y vivir la vida de su Maestro: "Aprended de Mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi suyo es suave y mi carga ligera" (Mt 11, 29)

José Martí