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jueves, 31 de agosto de 2017

¿Es irreversible la Reforma Litúrgica? (Observaciones personales)

SAN PÍO V



FRANCISCO 

EN INGLÉS
[TRADUCIDO A CONTINUACIÓN]

Francis: "We can affirm with certainty and with magisterial authority that the liturgical reform is irreversible"

Pope Francis gave an address on the liturgical reform of Pope Paul VI today, speaking to participants of the 68th Italian National Liturgical Week. In it, Francis declares: "After this magisterium, after this long journey, we can affirm with certainty and with magisterial authority that the liturgical reform is irreversible."

Francis' remarks ironically read like a Quo Primum for the Novus Ordo

Pope St. Pius V's Quo Primum (1570), which has never been revoked or abolished by any pope, decreed that the Traditional Latin Mass, which the saintly pontiff promulgated in accord with the directives of the Council of Trent, would be "valid henceforth, now, and forever" and "cannot be revoked or modified, but remain always valid and retain its full force." 

Furthermore, St. Pius V warned that if anyone, including any future pope (by implication), would alter his missal, they would "incur the wrath of Almighty God and of the Blessed Apostles Peter and Paul". 

[However, it seems that ...]

The Reforms of Vatican II are IRREVERSIBLE ... unlike Jesus' words on marriage and adultery, which are totally reversible!

[Incredible!...what is happening in the Church?]

Pope Benedict XVI, in Summorum Pontificum, reiterated that the Traditional Latin Mass "was never juridically abrogated and, consequently, in principle, was always permitted." 

Benedict continued: "What earlier generations held as sacred, remains sacred and great for us too, and it cannot be all of a sudden entirely forbidden or even considered harmful."

For Francis, however, not the Traditional Latin Mass, but the reforms that deformed it are what are truly "irreversible."

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Francisco: “Podemos afirmar con seguridad y autoridad magisterial que la reforma litúrgica es irreversible

El papa Francisco dio el pasado día 24 de agosto un discurso sobre la reforma litúrgica del papa Pablo VI, frente a los participantes de la 68º Semana Nacional de Liturgia. En él, Francisco declara: “Después de este magisterio, después de este largo camino, podemos afirmar con seguridad y autoridad magisterial que la reforma litúrgica es irreversible.”

Los comentarios de Francisco se leen irónicamente como un Quo Primum para el Novus Ordo

El Quo Primum del papa San Pío V (1570), que aún no ha sido revocado ni abolido por otro Papa, decretó que la misa tradicional en latín que el santo pontífice promulgó de acuerdo a directivas del Concilio de Trento, es “válida de aquí en más y para siempre” y nadie puede “ anular la presente intrusión o a modificarla, sino que ella estará siempre en vigor y válida con toda su fuerza.” 

Es más, San Pío V advirtió que si alguien, incluso un futuro Papa (por implicancia) alterara su misal, habrá “incurrido en la indignación de Dios Omnipotente y de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo”.

[Sin embargo, parece ser que ...]

¡Las reformas del Vaticano II son IRREVERSIBLES ... a diferencia de las palabras de Jesús sobre el matrimonio y el adulterio, que son totalmente reversibles

[¡Increíble! ¿Qué está pasando en la Iglesia?]

En Summorum Pontificum, el papa Benedicto XVI reiteró que el rito tradicional en latín “no ha sido nunca jurídicamente abrogado y, por consiguiente, en principio, ha quedado siempre permitido”

Benedicto continuó: “ Lo que para las generaciones anteriores era sagrado, también para nosotros permanece sagrado y grande y no puede ser improvisamente totalmente prohibido o incluso perjudicial.”

Sin embargo, para Francisco, lo verdaderamente “irreversible” no es la misa tradicional en latín sino las reformas que la deformaron.

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OBSERVACIONES PERSONALES

- Es evidente que el "magisterio" de Francisco,  con poco más de cuatro años de Pontificado, no coincide con el "Magisterio de la Iglesia de dos mil años". ¿Es posible que en una misma Iglesia haya dos Magisterios? ¡No lo es! 

- ¡Algo muy grave está ocurriendo en la Iglesia católica y es necesario clamar a Dios y a su madre, la Virgen María, para que la Iglesia vuelva a ser lo que siempre ha sido, lo cual no es un retroceso sino un signo de aquello en lo que consiste el auténtico progreso, el cual está relacionado con la fidelidad al depósito de la Fe que se ha recibido para transmitirlo en toda su integridad. Una fidelidad sin la cual no es posible hablar de amor verdadero: El que ama nunca traiciona a la persona amada. En este caso, se trataría de una traición al mismo Jesucristo, quien claramente afirmó, como una premonición, en cierto modo, aun cuando es algo de sentido común: "Todo reino dividido contra sí mismo queda desolado y cae casa sobre casa" (Lc 11, 17)

Una Iglesia traicionada desde dentro, tal y como está sucediendo, se dirige, de modo inevitable, por pura aplicación de la lógica, a su propia autodestrucción; o lo que es igual, a la Apostasía General que es la que anuncia el fin de los tiempos y la segunda venida de Jesucristo ... y esta vez no vendrá a sufrir, sino que lo hará con Poder y Majestad (Mt 24,30), y dará a cada uno según sus obras (Ap 22, 12)

No conocemos el momento, pero sí sabemos algo muy importante que dijo Jesús con relación a los tiempos finales ... y es que "si no se acortasen tales días, nadie se salvaría; pero por los elegidos se abreviarán aquellos días" (Mt 24, 22), lo cual no es sino un eco de aquellas otras palabras de Jesús, cuando dijo: "Pensáis que cuando venga el Hijo del hombre encontrará fe sobre la Tierra?" (Lc 18, 8).

¿Y qué podemos hacer? Dado que "aquel día vendrá de improviso" y "caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra" (Lc 21, 34-35), éste es el consejo que el Señor, nuestro amado Maestro, nos da: "Velad, pues, orando en todo tiempo, para que podáis escapar de todo lo que va a suceder, y podáis estar firmes ante el Hijo del hombre" (Lc 22, 36). 

Este vivir en vela, esperando la venida de Jesús, hace que toda nuestra vida tenga el más hermoso de los sentidos, cual es el del amor, máxime cuando de lo que se trata no es de amar a cualquiera sino al mismo Dios, encarnado en la Persona de su Hijo, el cual sabemos, con certeza, por la fe, que nos ama, de un modo personalísimo y único, como así se lo decía a su propio Padre en la oración sacerdotal de la última cena: "Padre, quiero que donde Yo estoy, estén también ellos conmigo, los que Tú me has confiado, para que vean mi Gloria, la que me has dado, porque me amaste antes de la Creación del mundo" (Jn 17, 24).

De manera que no nos queda sino vivir felices, en medio de esta tormenta que asola a la Iglesia? Él está a nuestro lado. ¿Acaso necesitamos algo más? Ésta es una prueba de fe, de la cual saldremos victoriosos, pues contamos siempre con su ayuda, que nunca nos va a faltar si ponemos en práctica los medios que Él nos ha dado para ello.

"Cuando comiencen a suceder estas cosas, tened ánimo y levantad vuestras cabezas, porque se aproxima vuestra Redención" (Lc 21, 28). ¿Hay algo más bello y más consolador que estas palabras que Jesús nos dirige a cada uno, personalmente? Desde luego que no. De ahí que un cristiano no debe tener miedo nunca, puesto que tiene puesta su confianza en Dios, completamente. 

Y puesto que "no somos de este mundo, al haber sido escogidos del mundo" (Jn 15, 19) por Jesús,  " y no somos extraños ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios" (Ef 2, 19). Y "sabemos que si esta tienda, que es nuestra mansión terrena, se deshace, tenemos otra casa que es de Dios, una morada eterna en los cielos, no construida por mano humana" (2 Cor 5, 1), no nos queda sino vivir agradecidos, expectantes y alegres, teniendo, como tenemos, esta seguridad, que nos ha sido dada por pura gracia, pero que es absolutamente real. Dios no nos engaña.

Acabo estas reflexiones con las últimas palabras del Apocalipsis: "Dice el que da testimonio de estas cosas: "Sí, voy enseguida". Amén. ¡Ven, Señor Jesús!" (Ap 22, 20) 

José Martí

Buscando la Tradición: "No podemos dar lo que no tenemos" (Zane Williamson) [Incluye comentario personal]



El artículo original está en inglés. Quien domine el inglés es preferible que lo lea directamente en ese idioma. Siempre es posible usar un traductor, como el de Google, pero no es lo mismo.

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As many have recently noted, there is a deficit not in the deposit of faith, but in our access to it. Take, for example, Aaron Seng’s recent article “Exiting ‘SquishyChurch,” Eric Sammons’s explanation on the “Old Evangelization,” and OnePeterFive’s mission of “Rebuilding Catholic Culture. Restoring Catholic Tradition.”

When I returned to the faith, having abandoned the shelter of the Church’s wings early in my youth, I remember being zealous for the Church’s permanence and unchanging truths. Such zeal was well placed but confused, for I experienced a tumultuous year when I discovered, among other things, that the liturgy I celebrated had existed a mere fifty years, that religious liberty is opposed by the Church, and that the Catechism was not the bulwark of clear teaching I thought it to be. While I pray that my struggle deepens my faith and draws me closer to Him Who is, I still have yet to be as comfortable as I briefly was upon returning to the Church.

Although this is good for my soul on an individual level, for it demands better study of the faith and, most of all, to trust in our beloved Lord, it is not, I believe, good for the Catholic culture as a whole. Ambiguity, uncertainty, and confusion do not foster the faith, but instead obscure it to the point where many abandon the Church. Those who could rest within her walls freely wander out, carefree of the errors that poison their thoughts, words, and deeds.

The deposit of faith, in which lies so deep a well of knowledge and life, seems to be hardly accessible to us in modern times. We are as a nomadic people who travel the deserts to find even the smallest spring. Just as nomads cannot create for themselves life-giving water, today, we cannot give the truth we do not have. St. Paul, in his letter to the Romans, said, “For, ‘every one who calls upon the name of the Lord will be saved.’ But how are men to call upon him in whom they have not believed? And how are they to believe in him of whom they have never heard? And how are they hear without a preacher? And how can men preach unless they are sent?” (Rom 10:13-15).

Just consider what was passed down to many of us when we were children. One common primer for children in the ’80s taught that the Eucharist is about friends, family, community, sharing, and any other number of sweet-sounding terms – terms that agree with and don’t offend Protestants and non-Christians. Never did it teach what the Eucharist truly is: the body, blood, soul, and divinity of our Lord Jesus Christ.

Even today, the well intentioned “orthodox” Catholicism – through which I returned to the faith – can be summed up as merely pro-life and anti-contraception. This is not necessarily due to every individual’s intentions for I believe most of these Catholics are striving to follow Christ as they know how. Rather, it is simply about all that remains of the patrimony of the faith! Those two things are indeed good, but what of the teaching that the poor will always be with us regardless of whatever new humanistic solution we might endeavor to enforce? What of the Church’s teachings condemning religious liberty, indifferentism, and universalism? More importantly, what of her teachings on salvation, grace, the necessity of the sacraments, divine worship, and the dogma that there is no salvation outside of the Catholic Church?

There is, simply put, a major defect in our knowledge of the faith in the Catholic culture today. This defect must be overcome if Catholics are going to actually live as Catholics once again. It must be rooted out if we are to share the Catholic faith with the world. It is a defect I sadly share and greatly lament.

As many of us have come to realize, the rapid abandonment of the deposit of faith and further obscuring of truth gathered steam throughout the past century. In many of our lives, liturgical innovation has reigned, moral tradition has been scoffed at and scorned, and even the veracity of the Catholic faith is cast in the mud. All this is done not by non-Catholics – they had long been doing so since the heresiarch Martin Luther – but often by those who claim the name Catholic. These Catholics were aptly defined by Pope St. Pius X as modernists. Drawing strength from a lack of clarity brought forth by the Second Vatican Council, a modernist rebellion has swept through our Catholic culture. This synthesis of all heresies destroyed the beauty of our Church through iconoclasm, falsely claimed the right of authority over themselves as Protestants do, and sought to remake the Catholic faith into humanistic secularism with a “Catholic” veneer.

Their full frontal assault failed, for no enemy can defeat Him Who has already triumphed. However, the damage they caused and still cause today is the reality of the Catholic culture we live in. We are children bereft of our patrimony. The deposit of faith has been kept from us, so we cannot share it with others. We are like the ancient tribe of Israel who lost the scrolls of the Law and unknowingly violated it (2 Kings 22-23).

As did ancient Israel, we must humble ourselves, do penance, restore the deposit of faith lost by our fathers, and reform our Catholic culture. We must diligently search out our patrimony, so long buried and even now obfuscated by modernist members of the clergy and hierarchy, and restore it in our homes, our parishes, and our dioceses. We must return to the very fundamentals of the faith – fundamentals that a vast majority of Catholics do not know or explicitly deny.

Though it seems as though no faith would be found were Christ to return today, the Holy Spirit is at work – not in novel ways, as many claim, but by preserving the Faith and enlightening those who seek it. We must respond to Him by digging deep and dusting off the grime that has covered the gems of the Faith that were abandoned by our present age. We must study Tradition and seek out these precious gems – like the beautiful truth on the sacraments taught by the Council of Trent and the prudent warnings of recent popes like Pope St. Pius X and Pope Leo XIII.

When the Holy Spirit leads us to these great treasures, we must sell everything we have to own them. Once owned, we must give our lives to proclaiming the truth of the gospel, for to keep Him to ourselves is to violate the last words He said to us: “Go forth and make disciples of all nations” (Matt 28:19).

We are called to go forth, but we cannot go forth unprepared and empty-handed. We must go forth with Him in our hearts and in our minds and with His praises upon our lips. To do this most fully, we need to be aware of our defect of knowledge and give ourselves to recovering what we ought to have received.

In seeking to restore the deposit of faith, let us heed closely Pope Leo XIII: “With humble and united prayer, therefore, let us all together beseech God fervently to pour out the spirit of knowledge on the sons of the Church, and to open their minds to the understanding of wisdom”(On the Restoration of Christian Philosophy According to the Mind of St. Thomas Aquinas, the Angelic Doctor, 1879).

The Holy Spirit is at work restoring us to Tradition. Pray we have the strength and grace to respond to His call and faithfully, with His grace, accomplish the part He has given to us – be it in raising our children or sharing Him with friends. Let us raise our voices in lament and pray that the most Holy Spirit might guide us and, through His power, grant us a true Catholic revival, especially through the rediscovery of our stolen patrimony, the full deposit of the Catholic faith.

Immaculate Mother, Seat of Wisdom, pray for us to the Lord, our God, that we may be once again restored to the full deposit of the Faith. May we be granted the strength to do our part in the restoration of the Catholic faith. May the Holy Spirit work in us and give us strength to study Tradition so that we may rediscover what has been lost, and even what we don’t yet know is missing.


Zane Williamson

[En traducción libre de los últimos párrafos y resumiendo] 

Afirma Zane Williamson que la cultura católica fue barrida a raíz de la rebelión modernista que se metió de lleno en el Concilio Vaticano II. El modernismo había sido declarado por el papa San Pío X como la síntesis de todas las herejías.  Introducido el modernismo en el Concilio destruyó la belleza de nuestra Iglesia a través de la iconoclasia ... Nos han robado el depósito de la fe. De modo que no podemos compartirlo con los demás ni dárselo a conocer hasta que, como niños, volvamos a aprender de nuevo las verdades que Cristo nos reveló para que las proclamáramos por todo el orbe. Y continúa diciendo que tenemos la obligación de estudiar la Tradición y de buscar las gemas preciosas que nos han sido escamoteadas, como la hermosa verdad sobre los sacramentos, enseñada en el Concilio de Trento y las prudentes advertencias de papas recientes como León XIII y san Pío X.

Cuando el Espíritu Santo nos lleve a estos grandes tesoros, debemos vender todo lo que tenemos para poseerlos. Y una vez poseídos, debemos dar nuestras vidas para proclamar la verdad del Evangelio, porque guardarla para nosotros mismos sería violar las últimas palabras que Él nos dijo: "Salid y haced discípulos de todas las naciones" (Mt 28:19). 
Estamos llamados a salir, pero no podemos salir sin estar preparados y con las manos vacías. Debemos salir llevándole a Él en nuestros corazones y en nuestras mentes y con su alabanza en nuestros labios. Para poder realizar esto con la mayor perfección posible, necesitamos ser conscientes de nuestra carencia de conocimientos y entregarnos de lleno a nosotros mismos, poniendo todos los medios a nuestro alcance para recuperar lo que deberíamos haber recibido. 

Y acude finalmente a la Virgen María:
Madre Inmaculada, Sede de la Sabiduría, ruega al Señor, Nuestro Dios, por nosotros, a fin de que podamos llegar a conocer el depósito completo de nuestra Fe ... y que se nos conceda la fuerza para que pongamos todo de nuestra parte en la restauración de la fe católica. Que el Espíritu Santo trabaje en nosotros y nos dé la fuerza suficiente para estudiar la Tradición y poder redescubrir lo que hemos perdido y también lo que ni siquiera sabemos que nos falta


COMENTARIO PERSONAL:

Básicamente, el autor relata la necesidad de volver a la Tradición, de buscar dónde se encuentra la verdadera Iglesia ... pero no se puede dar lo que no se tiene. ¿Cómo se puede evangelizar a los demás si nosotros no conocemos nuestra propia fe? Hay mucha ignorancia entre los "católicos" acerca de su fe, pues lo que han recibido, por desgracia, a lo largo de su vida han sido palabras mundanas más que la Palabra de Dios.

Es imprescindible la reconstrucción de la cultura católica y la restauración de la Tradición católica, que son los pilares básicos que han hecho posible el progreso verdadero de la humanidad, tanto en su aspecto humano y científico como también, y sobre todo, en el aspecto espiritual. Y no una espiritualidad cualquiera, de tipo subjetivo, sino aquella que procede del conocimiento de Nuestro Señor Jesucristo, que es la que nos lleva a amarle y la que nos puede hacer felices, ya en este mundo, en la medida en la que esto es posible.

Como sabemos, después de enseñar Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm que Él era el Pan de Vida y que sólo quien come su carne y bebe su sangre tiene vida eterna y Él lo resucitará en el último día (cfr Jn 6, 48.54) prácticamente todos sus discípulos, a excepción de los doce apóstoles, le abandonaron, diciendo: "Dura es esta enseñanza. ¿Quién puede oírla?" (Jn 6, 60). Y entonces Jesús, en lugar de suavizar sus palabras, preguntó a los Doce: "¿También vosotros queréis marcharos?" (Jn 6, 67).

Es emocionante escuchar la respuesta que le dio Pedro a Jesús, en representación de todos los apóstoles: "¿Y adónde iríamos, Señor? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y sabemos que Tú eres el Santo de Dios" (Jn 6, 68-69). 

¿Acaso Pedro y los demás habían comprendido lo que Jesús había dicho en su discurso? Con toda seguridad que no ... ¡pero se fiaron de Él! Lo conocían muy bien, habían tratado con Jesús durante tres años y Su figura les sedujo: sin Jesús, ¿adónde podrían ir? ¿qué harían? Su vida no tendría ningún sentido. ¿Por qué? Pues porque habían conocido y creído que Jesús era realmente Dios; habían experimentado su amistad y su amor hacia ellos, en todo momento. Junto a Él se sentían y eran verdaderamente felices, y esa felicidad no la habían conocido nunca ... hasta que Jesús se les dio a conocer. Desde ese momento, lo dejaron todo y le siguieron. 

¿Qué vieron en Jesús que les llevó a dar ese paso? Él había dado sentido a sus vidas. ¿Cómo lo iban a dejar ahora? Desde que lo conocieron, sus vidas cambiaron radicalmente. No podían concebir su vida si no es estando con su Maestro y Señor (y también amigo). Y así se lo hicieron saber, por medio de Pedro, que actuó como portavoz de los Doce. ¿Adónde iríamos, Señor?

Pues eso mismo es lo que tenemos que hacer aquellos que queremos ser fieles a la Palabra de Dios, contenida en los Evangelios y en el resto del Nuevo Testamento (fundamentalmente). Lo primero de todo, el trato con el Señor en la oración, meditando todos y cada uno de los pasajes bíblicos, que son los que nos dicen cómo es Jesús y cómo podemos imitarlo ... acudiendo siempre a las fuentes de la Tradición para no caer en el peligro de una interpretación personal que pudiera estar en contra de la fe de la Iglesia de toda la vida. Los grandes referentes, en este sentido, aunque no exclusivamente, son San Agustín y santo Tomás de Aquino.

Y junto al trato con el Señor vendrá, necesariamente, el amor hacia Él, junto con el entusiasmo y la alegría de poder conocerle y amarle, porque sabemos que "todo el busca encuentra" (Mt 7,8) y que, como Él nos dijo: "Si vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a quienes se lo piden?" (Lc 11, 19). Haciendo todas estas cosas, con perseverancia, podemos tener la absoluta seguridad de que Dios nos concederá cuanto le pedimos y, en particular, su propio Espíritu, que es el único que nos podrá llevar a entender y nos dará fuerza para proclamar el Evangelio, con nuestras palabras y con nuestra propia vida.

José Martí

martes, 29 de agosto de 2017

No lo conozco: Del Iscariotismo a la Apostasía (Antonio Caponnetto)

Duración 63:07 minutos



Yobana Carril desmonta la VIOLENCIA DE GÉNERO (Vídeo)

Duración 14:39 minutos

Fornicación en legítima defensa (Jim Russell)



Me permito disentir y ofrezco una interpretación ciertamente no autorizada y contraria a la que parece sostener el Arzobispo Fernández: Considero que sus afirmaciones son sofismas falsos y toscos de primera categoría.

¿Cuándo la fornicación no es realmente fornicación?

Si la información publicada es exacta
, el Arzobispo Víctor Manuel Fernández, al que algunos consideran el «asesor teológico más cercano del papa Francisco», ha afirmado que en el caso de una pareja no casada que convive y mantiene relaciones sexuales, «es lícito preguntarse» si esas relaciones sexuales «deben caer siempre, en su sentido íntegro, dentro del precepto negativo que prohíbe fornicar.»

Anticiparé desde este momento una respuesta teológico-moral: Sí, Excelencia. Sí, esas relaciones sexuales deben caer siempre dentro del precepto prohibitivo de la «fornicación».

Ah, pero no he sido suficientemente paciente como para escucharle por completo. Tiene más que decir. Fundamenta su notable afirmación en otra notable afirmación. Asegura que «no es posible sostener que esos actos sean, en todos los casos, gravemente deshonestos en sentido subjetivo.»

¿Recuerdan ese buen tiempo pasado en que la teología moral católica se basaba realmente de modo bastante concreto en normas morales objetivas? ¡Sorpresa! Hoy en día, si un acto no es «gravemente deshonesto en sentido subjetivo,» cabe suponer que ya no es tan importante el mero hecho observable de que ese mismo acto continúe siendo gravemente deshonesto en sentido objetivo.

Pero un momento: ¿no existen normas morales realmente objetivas? Sin duda. Ahora bien, según Fernández (si la información publicada es correcta), hay un gran problema, no con las normas, sino con su formulación: «Es la formulación de la norma la que no puede abarcarlo todo, no la norma en sí misma», indica el arzobispo. Añade que la formulación de la norma es «incapaz de expresarlo todo.»

¿Entendido?

Así, la fornicación es siempre mala como norma general. Pero si la fornicación se comete con la misma persona y bajo el mismo techo, esa situación queda fuera de la «formulación» de la norma y puede ser «subjetivamente honesta», por lo que en realidad no siempre debe considerarse como una vulneración del precepto prohibitivo de la fornicación.

Pero aún no he contado lo mejor de todo esto: la «defensa sistemática» por el Arzobispo Fernández de los pasajes problemáticos de Amoris Laetitia, que muchos consideran que contribuyó a redactar. Llega incluso a asegurar que la tristemente célebre nota 351 de Amoris Laetitia fue redactada intencionadamente con el fin de que la pastoral de la Iglesia se aproxime a permitir que algunos católicos divorciados sin anulación matrimonial, tras intentar inválidamente contraer otro matrimonio, puedan recibir la Comunión sin dejar de mantener relaciones sexuales.

Pero, en realidad, tal vez lo más grande de todo es la insistencia del Arzobispo Fernández en que el Papa Francisco ha dado a la Iglesia una «interpretación autorizada» del acuciante problema de la recepción de la Comunión a través de una carta en la que el Papa agradeció a los obispos de Buenos Aires las indicaciones de éstos, en virtud de las cuales pueden discernirse los casos en los que esas parejas podrían recibir la Comunión. En dicha carta, el Papa Francisco declaró que «no hay otras interpretaciones» distintas de la de dichos obispos.

Me permito disentir y ofrezco una interpretación ciertamente no autorizada y contraria a la que parece sostener el Arzobispo Fernández: Considero que sus afirmaciones son sofismas falsos y toscos de primera categoría.

Si fuera cierta su afirmación de que una nota de la exhortación apostólica postsinodal del Papa persigue de modo deliberado socavar «discretamente» el magisterio claro y constante de la Iglesia, dicha nota debería ser ignorada, suprimida o eliminada del recuerdo consciente de los fieles católicos. Examinadlo todo y quedaos con lo bueno.

Desde un primer momento, sé muy bien que no hay verdad alguna en las retorcidas tesis que el arzobispo expone acerca de la fornicación. Pero permítanme remachar algunos puntos para dar por sentenciadas sus tesis.

Si las ideas del arzobispo a este respecto fueran ciertas, la fornicación en legítima defensa sería posible.

En efecto, él mismo cita, a modo de comparación, los actos de matar en legítima defensa y robar para dar de comer a un hijo hambriento, como ejemplos de «excepciones» a normas en otro caso absolutas. Pero el problema con la comparación de la «legítima defensa» es éste: cuando estamos obligados por las circunstancias a hacer algo que produce un efecto malo, este efecto malo queda excusado por el hecho de que no teníamos otra opción, como sucede con la legítima defensa con resultado de muerte o con el robo de comida para librar a la familia de la muerte por inanición.

El caso de la fornicación es completamente distinto. La preservación de la propia vida y el derecho al alimento son cuestiones de justicia. Se refieren a valores que se derivan de la dignidad inviolable de la persona.

Por el contrario, la fornicación afecta a uno de esos valores inherentes a la dignidad humana –la realidad de que las relaciones conyugales están reservadas únicamente para un matrimonio auténtico, y no para un falso matrimonio aprobado por el Estado ni para el concubinato. Esta es una norma absoluta que no puede ser modificada, con independencia de la «formulación» que reciba.

No existe ningún «derecho» a la actividad sexual que deba ser salvaguardado o protegido por razones de justicia. Esto es especialmente obvio para quienes ni siquiera están casados. En cambio, existe el deber para una persona no casada de evitar por completo la fornicación.

No sólo no puede existir el ridículo concepto de «fornicación en legítima defensa,» sino que tampoco es admisible la fornicación en caso de extrema necesidad (como en la comparación con el robo). Imaginemos que fuera admisible. La llamada profesión más antigua del mundo –la prostitución– sería moralmente admisible, siempre que fuera un intento subjetivamente «honesto» de ejercerla como medio de vida.

La «lógica» de estas afirmaciones está viciada por una demencia increíblemente virulenta. Aunque la Iglesia siempre ha enseñado claramente que sólo lo que es verdad es auténticamente pastoral, ahora nos enfrentamos a una perspectiva distorsionada que sostiene que el único camino pastoral exige dejar a un lado lo que es verdadero porque, si no (según el Arzobispo Fernández), quedamos atrapados en una «trampa mortal» que es una «traición al corazón del Evangelio.»

La fornicación continuada en parejas en concubinato no puede ser calificada de honestidad «subjetiva». Tales alegaciones –procedentes incluso del clero– deben ser rechazadas por contrarias a la fe católica. El auténtico acompañamiento pastoral no implica ni puede implicar ignorar la realidad objetiva del pecado simplemente porque quienes lo cometen no creen subjetivamente que sus actos son gravemente deshonestos.

Asimismo, como fieles católicos debemos rechazar de modo cuidadoso y tenaz toda afirmación que sostenga que en ocasiones lo mejor que puede hacer una persona en situaciones concretas y reales es cometer un pecado de forma libre y deliberada. Esta conclusión priva a la persona de su más preciosa libertad interior de efectuar elecciones morales. La persona no debe verse rebajada y reducida a un objeto por este tormentoso razonamiento.

Todos lo hemos oído. Una persona abandonada por su cónyuge ha de encontrar una nueva pareja y ciertamente no cabe esperar que haga la elección moral correcta de mantenerse fiel a las promesas asumidas frente a un cónyuge que partió hace ya largo tiempo hasta que obtenga la nulidad matrimonial, en su caso. Del mismo modo, se dice que no puede esperarse que un divorciado vuelto a casar solucione el lío de su nuevo matrimonio ahora que esta unión «irregular» ha engendrado hijos.

Al igual que en el caso del absurdo de la fornicación en defensa propia, simplemente no hay forma de cometer «adulterio en legítima defensa», es decir, contrayendo nuevo matrimonio, sin obtener la nulidad previa, tras la separación del cónyuge legítimo.

Sin embargo, eso es lo que ahora está sucediendo ante nuestros propios ojos. Altos clérigos están dejando atrás las ambigüedades acerca de Amoris Laetitia mantenidas durante meses y ahora realizan declaraciones inequívocas sobre sus fines. Por desgracia para la Iglesia universal, estas tesis profundamente corruptas están siendo bien acogidas por algunos como auténtico «progreso.» Sin embargo, apenas cabe imaginar nada tan regresivo, tan temerario y nocivo para las almas. Al igual que el absurdo concepto de fornicar en legítima defensa, la aseveración de que la fornicación no es tal y el adulterio tampoco es adulterio no son en absoluto pastorales. Por otra parte, este tipo de «acompañamiento» de las almas heridas sólo las alejará del Reino de Dios, y no las acercará al mismo.

Con el debido respeto a las opiniones publicadas del Arzobispo Fernández, aquí la «trampa mortal» es pretender que las cosas no son lo que realmente son. El camino hacia la vida y la conservación del Evangelio sólo se encontrarán en las verdades que nos debemos a nosotros mismos y a todos los demás.

La verdad es, en última instancia, ineludible. No podemos cambiarla con sofismas artificiosos que se presentan bajo la forma de acompañamiento pastoral. Podemos conocer la verdad ahora o bien más tarde. Conocerla ahora es mucho más sencillo.

Rev. Jim Russell, diácono
Publicado originalmente en Crisis Magazine

Traducido por Víctor Lozano, del equipo de traductores de InfoCatólica

Análisis de un artículo de Rodrigo Guerra en defensa de Amoris Laetitia (Bruno Moreno)



Recientemente se ha publicado un interesante artículo firmado por D. Rodrigo Guerra López, dedicado a la exhortación postsinodal Amoris Laetitia del Papa Francisco. El artículo resulta especialmente significativo porque se ha publicado en la Revista Medellín de la CELAM (el Consejo Episcopal Latinoamericano), en un número dedicado al Papa Francisco.

Si bien el autor trata en su artículo la exhortación en su conjunto, lo cierto es que el tema fundamental parece ser el de los divorciados en una nueva unión. Más de un tercio de sus páginas se dedican a este tema y da la impresión de que la parte general del principio está orientada a preparar el camino de la tesis presentada por el autor a ese respecto.

En cuanto a la parte general del artículo, no se puede decir mucho, ya que es poco concreta. A lo sumo, se podría señalar que el autor tiende a subrayar y a entresacar, de la larguísima exhortación del Papa, las frases que van en una misma dirección: la de relativizar el aspecto objetivo de la ley moral y primar el aspecto subjetivo de los actos humanos. Las consecuencias serán evidentes al tratar el tema concreto de los divorciados.

En ese sentido, el autor hace algunas afirmaciones difícilmente defendibles. Por ejemplo, explica que una de las novedades de la exhortación está en que ahora sabemos que no todo el que se encuentra en una situación objetiva de pecado tiene necesariamente que estar pecando subjetivamente. Del mismo modo, resalta que, de acuerdo con el Papa Francisco, nadie puede estar condenado para siempre en esta vida. Como ambas cosas son conocidas para la teología moral desde hace dos mil años, da la impresión de que o bien se trata de elogios exagerados al Papa y a la exhortación postsinodal o bien el autor, como veremos más adelante, en realidad se está refiriendo a otras novedades muy distintas que ve en el texto y que, esas sí, están ausentes de la Tradición anterior de la Iglesia.

Para “aterrizar” el análisis del artículo sin perdernos en generalidades, vamos a centrarnos en la parte más concreta del mismo, que es el análisis que hace el autor del fenómeno de los dubia presentados al Papa por cuatro cardenales para que clarifique las ambigüedades o aparentes errores presentes en la exhortación. No solo D. Rodrigo considera que la presentación y publicación de los dubia fueron inadecuadas, sino que además expresa esa opinión con afirmaciones claramente ofensivas contra los cuatro cardenales, a los que compara con los judíos que querían lapidar a la mujer sorprendida en adulterio y que, según dice, por haber “jurado fidelidad al Papa” no deberían osar cuestionar sus afirmaciones. Por ejemplo, señala D. Rodrigo sobre la carta de los cuatro cardenales que contenía los dubia:

“Sin embargo, es lamentable que la hayan hecho pública ya que originalmente parece haber sido escrita como una misiva privada. En muchas ocasiones cuando una carta originalmente privada es dada a conocer públicamente sin la aprobación del destinatario se comete una grave falta moral. Más aún, no es extraño que este tipo de recursos mediáticos se conciban como medias de presión. Así mismo, declaraciones complementarias a la carta la arropan con un tono de amenaza”.


A mi entender, esa afirmación de que “en muchas ocasiones cuando una carta originalmente privada es dada a conocer públicamente sin la aprobación del destinatario se comete una grave falta moral” es indefendible e indigna de un artículo de esa naturaleza. Primero, porque insinúa una “grave falta moral” por parte de los cardenales sin probarla de ningún modo, algo que resulta totalmente inadecuado, ya que ante las insinuaciones no cabe defensa ninguna. Segundo, porque de hecho es una afirmación completamente falsa: es cierto que se puede faltar a la cortesía, a la legislación e incluso, en algunos casos, a la moral si se revela una carta privada sin la aprobación del remitente, pero en principio no es necesaria la del destinatario. Si alguien me envía una carta confidencialmente, puedo estar obligado a guardar esa confidencialidad que me impone el remitente al escribirme en confianza; en cambio, si yo le escribo una carta a alguien, lógicamente no estoy obligado a ninguna confidencialidad sobre ella, porque, no habiendo sido escrita la carta por el destinatario, no cabe suponer la confidencialidad con respecto a un texto del que yo mismo soy autor y propietario intelectual.

En cualquier caso, las críticas de D. Rodrigo contra los cuatro cardenales parecen revelar un llamativo desconocimiento de la enseñanza de la Iglesia sobre la defensa de la fe. Como muestra unánimemente la práctica eclesial de dos mil años de historia de historia del cristianismo, las afirmaciones y comportamientos públicos contrarios a la fe o la moral pueden y deben refutarse y denunciarse públicamente. El mismo Cristo enseñó que, si alguien no atendía a una corrección privada, debía repetirse la corrección de forma pública.

Dejando a un lado por un momento el tema de la validez de las afirmaciones concretas de los cardenales sobre Amoris Laetitia, debería ser evidente para cualquier católico que si, en efecto, el sucesor de Pedro se apartase, por acción u omisión, de la doctrina católica, la obligación de obispos y cardenales sería corregirle con respeto y caridad cristiana de forma pública. ¿No se da cuenta acaso D. Rodrigo Guerra de que su condena apriorística de los cuatro cardenales condena igualmente a San Pablo, que reprendió a Pedro “porque era reprensible” (Gal 2,11)? ¿No ve que condena asimismo a los teólogos parisinos que, movidos por el celo de la fe, arguyeron y demostraron a Juan XXII que su afirmación de que no existía la visión beatífica tras el juicio particular era contraria a la fe católica y consiguieron que se retractase de ella? ¿No es consciente de que condena también a Santa Catalina de Siena, que con grandísimo cariño pero con una firmeza inquebrantable corrigió multitud de veces al Papa de su época? ¿No sabe que condena del mismo modo a tres Concilios Ecuménicos, el tercero y cuarto de Constantinopla y el segundo de Nicea, que reprocharon a Honorio su conducta como promotor de la herejía? ¿Cree saber más que Santo Tomás de Aquino, doctor de la Iglesia, que enseñó que “en el caso de que amenazare un peligro para la fe, los superiores deberían ser reprendidos incluso públicamente por sus súbditos” (S. Th., II-II, 33, 4)? ¿No sabe que, cuando esos cuatro cardenales fueron consagrados obispos, la Iglesia les impuso solemnemente la obligación de “conservar íntegro y puro el depósito de la fe, tal como fue recibido de los apóstoles y conservado en la Iglesia siempre y en todo lugar”? ¿Desconoce que el mismo Código de Derecho Canónico reconoce a todos los fieles y no solo a los obispos y cardenales el “derecho y a veces incluso el deber” de manifestar públicamente su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia (canon 212 §3)?

Como dice el viejo adagio latino, quod nimis probat nihil probat. La tesis de D. Rodrigo “prueba demasiado”, porque de ser cierta condenaría también al Código de Derecho Canónico, a Santo Tomás de Aquino, a tres Concilios Ecuménicos, a Santa Catalina de Siena, al Apóstol y al mismo Cristo. Incluso condenaría al propio D. Rodrigo, que, no siendo ni siquiera sacerdote, pretende corregir públicamente a esos cuatro cardenales y obispos. Es decir, se trata de un reproche evidentemente incorrecto y que no se puede tomar en serio como argumentación.

Después de haber tratado la calificación que hace del hecho mismo de la presentación de los dubia, veamos ahora en concreto las respuestas de D. Rodrigo a las cinco dudas planteadas por los cardenales, que numeraremos del uno al cinco para mayor comodidad.

1) A la pregunta de si es posible ahora conceder la absolución en el sacramento de la Penitencia y, en consecuencia, admitir a la Santa Eucaristía a una persona que, estando unida por un vínculo matrimonial válido, convive “more uxorio” con otra, responde que sí, “siempre que existan atenuantes que hagan de la falta un pecado que no sea mortal”.

Como veremos, la opción de D. Rodrigo siempre es la misma: plantear la cuestión en un plano puramente subjetivo, contra toda la tradición de la Iglesia en este ámbito, de una forma que resulta indistinguible en la práctica del circunstancialismo moral condenado por la Iglesia (aunque teóricamente D. Rodrigo acepte esa condena).

Curiosamente, esos “atenuantes” en los que se basa no se explicitan en ningún momento durante el artículo. Se mantienen como una especie de “carta blanca” teórica, para decir que es posible comulgar por muchos pecados graves, públicos y sin propósito de la enmienda que se cometan, siempre que existan esos mágicos atenuantes, pero nunca se explica en qué consisten en realidad. D. Rodrigo solo se aproxima un tanto al terreno concreto en dos ocasiones y, como veremos, en ambas resulta inmediatamente evidente que se está negando en la práctica todo lo que se afirmaba en la teoría.


Baste decir, por ahora, que, si hubieran seguido a rajatabla esta forma de pensar, San Juan Bautista no habría perdido la cabeza por denunciar el adulterio del rey Herodes, porque ¿qué sabía él sobre los posibles atenuantes subjetivos del monarca? ¿Acaso estaba justificada esa durísima denuncia en un posible caso de simples pecadillos veniales? ¿Por qué le dijo “no te es lícito", en lugar de “no te es lícito a no ser que tengas atenuantes, que seguro que los tienes porque todo el mundo los tiene"? Rigiéndose por los mismos principios, San Ambrosio no habría excomulgado al emperador Teodosio por la matanza de Tesalónica, porque no podía saber si este tenía algún atenuante subjetivo que le había llevado a actuar así. Lo mismo podría decirse de tantas otras condenas de pecadores públicos dictadas por la Iglesia (y por los profetas antes de Cristo) sobre la base del fuero externo, sabiendo que el juicio último le corresponde a Dios pero sin abdicar por ello de su deber de denunciar esos comportamientos públicos pecaminosos.

D. Rodrigo se mantiene durante toda su exposición en el puramente ámbito subjetivo, pero lo cierto es que la Iglesia nunca ha hecho eso. Al contrario, ha mantenido siempre que la situación de una nueva unión, que por su propia naturaleza es pública, aumenta la gravedad del hecho. Recordemos lo que dice el Catecismo sobre esto:

“El hecho de contraer una nueva unión, aunque reconocida por la ley civil, aumenta la gravedad de la ruptura: el cónyuge casado de nuevo se halla entonces en situación de adulterio público y permanente” (Catecismo de la Iglesia Católica 2384)”

Del mismo modo que, como decíamos antes, corresponde una crítica pública a las afirmaciones públicas, cuando un comportamiento pecaminoso es público y permanente, puede y debe incurrir en censuras eclesiales. Lo cierto es que en la Iglesia siempre ha primado el aspecto objetivo (y juzgable) de los pecados públicos sobre el aspecto subjetivo (que no se puede juzgar), precisamente por su carácter de públicos. Esto se debe al peligro de escándalo, a que la conciencia recta está obligada a obedecer la ley de Dios, al carácter eclesial y no solo personal del matrimonio en el caso del adulterio y al hecho de que actuar de otro modo equivale a dar legitimidad a comportamientos completamente rechazables desde el punto de vista moral.

2) Asombrosamente, a la pregunta de si existen “normas morales absolutas, válidas, sin excepción alguna, que prohíben acciones intrínsecamente malas”, D. Rodrigo responde que sí. Sin embargo, inmediatamente alega la afirmación, también de Juan Pablo II, de que las “circunstancias particulares pueden atenuar su malicia”, dando a entender (contra la intención de la frase original) que esos atenuantes de alguna manera permiten que los divorciados que incumplen gravemente esa ley moral y no tienen la intención de dejar de hacerlo sigan recibiendo la comunión. Si eso no es una excepción a las normas morales, resulta muy difícil imaginar qué puede querer decir D. Rodrigo con la palabra “excepción”.

La lógica elemental indica que no pueden existir excepciones para lo que no admite “excepción alguna”. Si esas normas morales son absolutas y prohíben “sin excepción alguna” adulterar, también se lo prohíben al divorciado vuelto a casar, por mucho que alegue las circunstancias más diversas que atenúen su malicia. Es más, no solo lo prohíben en cuanto al pasado, sino también de cara al futuro, de manera que está igualmente prohibido tener la intención de seguir incumpliendo las leyes morales. Por lo tanto, no tiene sentido defender, como veremos que hace D. Rodrigo al final del artículo, que esas circunstancias suponen, en la práctica, que el interesado no tiene obligación grave de cumplir la ley moral en ese ámbito.

En cualquier caso, resulta teológica e intelectualmente deshonesto citar como apoyo a Juan Pablo II sin explicar que el santo Papa polaco enseñó, en el resto de la cita (que D. Rodrigo significativamente omite), que esos atenuantes no permitían en ningún caso dar la comunión a divorciados en una nueva unión.

3) En cuanto al tercer dubia, D. Rodrigo alega que la prohibición de comulgar en situación de pecado grave es meramente disciplinar:

“La prohibición de acceder a la Eucaristía en situación de pecado grave plasmada en el canon 915 descansa en la posibilidad afectar el orden de la comunidad, generar escándalo y situaciones parecidas, es decir, yace en una norma disciplinar, no doctrinal, que el Papa puede modificar o que aunque no modifique puede presentar excepciones basadas en el principio canónico de la “salus animarum”. Por el contrario, la imposibilidad de acceder a la Eucaristía en pecado mortal es de orden doctrinal, no meramente disciplinar”.

Esta afirmación no solo da por supuesto lo que debería demostrar, sino que prescinde de la enseñanza de la Iglesia sobre el tema. De hecho, es llamativo que, después de haber mencionado más de treinta veces a Juan Pablo II y a Benedicto XVI, no se moleste en citar lo que la Congregación para la Doctrina de la Fe, bajo Joseph Ratzinger como Prefecto y San Juan Pablo II como Papa dictaminaron sobre el asunto específico que está tratando (siguiendo, por cierto, la práctica bimilenaria de la Iglesia):

“Por consiguiente, frente a las nuevas propuestas pastorales arriba mencionadas, esta Congregación siente la obligación de volver a recordar la doctrina y la disciplina de la Iglesia al respecto. Fiel a la palabra de Jesucristo, la Iglesia afirma que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el anterior matrimonio. Si los divorciados se han vuelto a casar civilmente, se encuentran en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios y por consiguiente no pueden acceder a la Comunión eucarística mientras persista esa situación”.

Y también:

“Es verdad que el juicio sobre las propias disposiciones con miras al acceso a la Eucaristía debe ser formulado por la conciencia moral adecuadamente formada. Pero es también cierto que el consentimiento, sobre el cual se funda el matrimonio, no es una simple decisión privada,ya que crea para cada uno de los cónyuges y para la pareja una situación específicamente eclesial y social. Por lo tanto el juicio de la conciencia sobre la propia situación matrimonial no se refiere únicamente a una relación inmediata entre el hombre y Dios, como si se pudiera dejar de lado la mediación eclesial, que incluye también las leyes canónicas que obligan en conciencia. No reconocer este aspecto esencial significaría negar de hecho que el matrimonio exista como realidad de la Iglesia, es decir, como sacramento” (Congregación de la Doctrina de la Fe, Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar, 14 de septiembre de 1994).


Tanto San Juan Pablo II como el cardenal Joseph Ratzinger, posteriormente Benedicto XVI enseñaron que la cuestión de la comunión a los divorciados en una nueva unión no era simplemente disciplinar, sino doctrinal y disciplinar. D. Rodrigo Guerra, sin embargo, prescinde de esa enseñanza. Incluye en su artículo multitud de referencias sobre aspectos generales de la enseñanza de Juan Pablo II y Benedicto XVI, a la vez que oculta las que refutan específicamente su argumentación. Son textos fundamentales, que no solo rechazan su afirmación de que se trata de un tema meramente disciplinar y subjetivo, sino que además responden específicamente a la misma cuestión que está tratando de contestar él con su escrito, pero, como lo hacen en sentido contrario al que él desea, hace como si no existiesen. Esta forma de razonar es inaceptable en un teólogo católico y, en general, en cualquier estudio serio.

La realidad es que el matrimonio es una realidad sacramental y eclesial, no puramente personal. Por lo tanto, vivir en una situación que “contradice objetivamente la ley de Dios” en ese ámbito impide participar de la Comunión, como repitió Benedicto XVI, ya como Papa:

“El Sínodo de los Obispos ha confirmado la praxis de la Iglesia, fundada en la Sagrada Escritura (cf. Mc 10,2-12), de no admitir a los sacramentos a los divorciados casados de nuevo, porque su estado y su condición de vida contradicen objetivamente esa unión de amor entre Cristo y la Iglesia que se significa y se actualiza en la Eucaristía. Sin embargo, los divorciados vueltos a casar, […] cultiven un estilo de vida cristiano mediante la participación en la santa Misa, aunque sin comulgar […]” (Exhortación apostólica postsinodal Sacramentum Charitatis de Benedicto XVI, 2007).

Los divorciados vueltos a casar no pueden comulgar por razones teológicas y dogmáticas: la vida en la que permanecen sin arrepentimiento ni propósito de la enmienda es contraria a la naturaleza misma de la Eucaristía. Quien está rompiendo gravemente el amor de Cristo por la Iglesia en su matrimonio no puede acceder al sacramento que actualiza ese amor. Antes de hacerlo debe confesarse con propósito de la enmienda y, por lo tanto, romper esa situación objetiva que le aparta de la Eucaristía.

En este punto, D. Rodrigo da por primera y única vez una indicación de lo que quiere decir con “atenuantes”,aunque solamente a modo de comparación. Es significativo que el ejemplo que da no tenga nada que ver con el matrimonio, lo que hace que nos preguntemos por qué no se dan ejemplos reales sobre el tema y sospechar que esto se debe a que, en cuanto se dan esos ejemplos, inmediatamente resulta claro que son casos en los que tergiversa la moral de la Iglesia y se aceptan (imposibles) excepciones a la misma:

“Cuando se entiende correctamente esta distinción, ya no es posible afirmar que toda persona en situación de pecado grave por definición se encuentra cometiendo pecados mortales. Baste pensar en personas que viven en situaciones de esclavitud sexualy en las que evidentemente existe una situación de pecado grave (la prostitución) sin que por ello signifique que los actos que realizan son imputables”

Este ejemplo de D. Rodrigo es lo que los ingleses llaman un “red herring” (arenque rojo), es decir, algo que distrae y hace perder la pista a los sabuesos que persiguen al fugitivo. Nadie está hablando de los casos de locura o falta de libertad, porque en ellos no hay sujeto moral. Parece mentira que D. Rodrigo no sepa esto, que es un principio moral básico, pero lo cierto es que en acciones que no son voluntarias, como la esclavitud sexual que menciona, no hay situación de pecado grave, porque si falta el sujeto moral nunca puede existir tal situación, ni subjetiva ni objetiva. Además, en las personas que se encuentran en esa situación no está ausente el propósito de la enmienda, sino que, al contrario, lo que sucede es que no está en sus manos enmendar la situación y, si pudieran, la enmendarían. En cambio, en los divorciados en una nueva unión que mantienen relaciones sexuales y tienen la intención de seguir manteniéndolas, lo que falta es ese propósito de la enmienda, que debería existir.

Es decir, el ejemplo se diferencia de aquello que estamos tratando en un elemento esencial, con lo que resulta completamente inútil como ejemplo y lo que hace es desviar la atención. Por no hablar de que, además, resulta ofensivo para los divorciados en una nueva unión, ya que sugiere que, en realidad, D. Rodrigo les considera moralmente incapaces, como si fueran esclavos, locos o animales. A mi juicio, un respeto mínimo hacia los divorciados en una nueva unión nos obliga a considerarlos personas adultas, libres y conscientes de sus actos. Cualquier otra cosa es un paternalismo moral que hiede al clericalismo que tantas veces ha criticado el Papa Francisco.

4) En su artículo, D. Rodrigo responde correctamente (es decir, afirmativamente) a la pregunta sobre si se debe considerar todavía válida la enseñanza de que las circunstancias o las intenciones nunca podrán transformar un acto intrínsecamente deshonesto por su objeto en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección.

Conviene señalar, sin embargo, que despacha la pregunta en dos frases, como si no tuviera que ver con el tema tratado e, inmediatamente, vuelve al plano meramente subjetivo de la imputabilidad o la culpabilidad, obviando que el aspecto objetivo de la moral es esencial y, además, precede siempre ontológicamente al subjetivo. En cualquier caso, en su respuesta prefiere dejar a un lado el hecho de que, en Amoris Laetitia, se afirma, por ejemplo, que:

[El divorciado vuelto a casar] “también puede reconocer con sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo” (AL 303).

Y también:

“Existe el caso de una segunda unión consolidada en el tiempo, con nuevos hijos, con probada fidelidad, entrega generosa, compromiso cristiano, conocimiento de la irregularidad de su situación y gran dificultad para volver atrás sin sentir en conciencia que se cae en nuevas culpas” (AL 298).

Por lo tanto, en Amoris Laetitia se considera que, en algunas ocasiones, seguir adulterando es una “respuesta generosa”, que se puede “ofrecer a Dios” y que eso es lo que “Dios mismo está reclamando”. Se elogia, como algo positivo, la fidelidad a una relación de adulterio, que se describe como una “entrega generosa” y parece ser compatible con el “compromiso cristiano”). Esto equivale a afirmar directamente que “un acto intrínsecamente malo puede ser transformado por las circunstancias en un acto subjetivamente honesto o justificable como elección”. Es decir, que algo prohibido sin excepciones por la ley de Dios puede ser la voluntad de Dios para una persona concreta.

Don Rodrigo puede estar de acuerdo con esto si quiere, pero lo que no puede hacer es pretender que es una postura compatible con la doctrina de la Veritatis Splendor y toda la Iglesia anterior sobre los actos intrínsecamente malos. Del mismo modo, no tiene sentido defender la enseñanza de Amoris Laetitia y a la vez responder afirmativamente a esa dubia, que dice exactamente lo contrario que la exhortación. No es posible estar en misa y repicando, defender una cosa y también otra contradictoria. A lo largo de su artículo son múltiples las ocasiones como esta, en la que D. Rodrigo afirma una cosa y su contradictoria, como si las contradicciones intrínsecas no anulasen cualquier argumentación.

Estos dos textos de Amoris Laetitia parecen reducir la ley moral a un ideal que, en la práctica, no necesariamente se puede cumplir, de manera que hay que conformarse con lo posible en cada momento, que puede ser incumplir algunos de los preceptos fundamentales de esa ley, como los mandamientos. Esta postura, además de ser claramente una tesis moral y no meramente disciplinar, es directamente contraria a un dogma de fe católica, proclamado por el Concilio de Trento:

“Si alguno dijere que los mandamientos de Dios son imposibles de guardar, aun para el hombre justificado y constituido bajo la gracia, sea anatema” (Canon 18 sobre la justificación).

La Iglesia ha enseñado siempre que el pecado no es ni puede ser nunca voluntad de Dios y que nunca es lícito elegir el mal moral, ni siquiera con un fin bueno. Pretender que el pecado grave se puede “ofrecer a Dios” como algo bueno y “generoso” es incomprensible a la luz de la moral católica. La fidelidad al pecado no es elogiable, sino que su nombre verdadero es obstinación en el mal. Creer que en ocasiones los católicos tienen que conformarse con pecar porque no es posible para ellos dejar de pecar es una muestra de desesperanza pagana, más de que de catolicismo. Estos aspectos, que constituyen la parte más cuestionable de Amoris Laetitia, muestran claramente que la sin duda bienintencionada defensa de D. Rodrigo se basa en omitir todo aquello que no se ajusta a la finalidad de su artículo, como ya hemos visto antes en varias ocasiones.

5) La quinta pregunta versa sobre si se debe considerar todavía válida la enseñanza de San Juan Pablo II que excluye una “interpretación creativa del papel de la conciencia” y afirma que ésta nunca está autorizada para legitimar excepciones a las normas morales absolutas que prohíben acciones intrínsecamente malas por su objeto. De nuevo, la respuesta de D. Rodrigo es afirmativa y nos asegura que Amoris Laetitia no propone excepciones a las normas morales absolutas.

Inmediatamente, sin embargo, el propio D. Rodrigo muestra que la realidad, al menos según su interpretación, es la opuesta. Como siempre sucede en estos casos, en cuanto se cita el primer caso práctico, se ponen de manifiesto todas las contradicciones. Después de decirnos que Amoris Laetitia (y él) no contemplan excepciones a las normas morales absolutas, Don Rodrigo cita aprobatoriamente la declaración de los Obispos de la Región Pastoral de Buenos Aires sobre los divorciados en una nueva unión:

“Si se llega a reconocer que, en un caso concreto, hay limitaciones que atenúan la responsabilidad y la culpabilidad (cf. 301-302), particularmente cuando una persona considere que caería en una ulterior falta dañando a los hijos de la nueva unión, Amoris Laetitia abre la posibilidad del acceso a los sacramentos de la Reconciliación y la Eucaristía (cf. notas 336 y 351)”.

Don Rodrigo, una vez más, limita la cuestión al plano meramente subjetivo, diciendo que “siempre habrá que mirar caso por caso y si existe pecado mortal sin arrepentimiento no se podrá ofrecer la absolución y la eucaristía”. Desgraciadamente, esta aparente precisión no hace más que confundir la cuestión, porque resulta evidente que la afirmación de los obispos de Buenos Aires está dirigida a los divorciados en una nueva unión que no se arrepienten de seguir adulterando y que tienen la intención de seguir haciéndolo, ya que de otro modo el documento no tiene sentido (porque, si hay arrepentimiento, la cuestión del grado de responsabilidad es irrelevante para el acceso a los sacramentos).

Lo cierto es que la afirmación de que “una persona considere que caería en una ulterior falta dañando a los hijos de la nueva unión” para justificar la continuación del adulterio equivale a negar que haya actos intrínsecamente malos, que no se pueden elegir nunca en conciencia, aunque sea con un fin bueno. Es decir, el principio que están aplicando esas personas es que “el fin justifica los medios”. Y sin embargo, los obispos de Buenos Aires (y D. Rodrigo) consideran que los que actúan así pueden acceder a la Confesión y a la Eucaristía.

Ciertamente, es posible que algunos lleguen al confesionario con esa idea equivocada. Es evidente, sin embargo, que el confesor está obligado a señalarles que a) esa argumentación de que el fin justifica los medios no es válida para un católico, b) piensen lo que piensen, vivir en adulterio es un pecado grave, c) si siguen haciéndolo cometerán un pecado mortal, y e) la intención de cometer un pecado mortal impide recibir la absolución y la comunión. Si los divorciados aceptan la enseñanza de la Iglesia que les propone el confesor pero no tienen propósito de la enmienda, no pueden confesarse ni comulgar. Si no la aceptan, por otro lado, eso implica que rechazan firmemente la moral de la Iglesia y tampoco están en situación de acceder a los sacramentos.

Esto es enseñanza constante de la Iglesia. Ya en el siglo XVI, por ejemplo, el Santo Oficio (la actual Congregación para la Doctrina de la Fe) condenó la proposición de que “no se debe negar ni diferir la absolución al penitente que tiene costumbre de pecar contra la ley de Dios, de la naturaleza o de la Iglesia, aun cuando no aparezca esperanza alguna de enmienda, con tal de que profiera con la boca que tiene dolor y propósito de la enmienda” (Denzinger 2160). Lógicamente, mucho más debe condenarse esa afirmación cuando no hay ni dolor ni propósito de la enmienda.

Es decir, es posible que, en algunos casos, no haya pecado mortal antes de acudir al confesor, pero resulta inimaginable que esa inimputabilidad persista después del encuentro con el confesor. Lo único que puede haber es personas que se niegan a aceptar lo que enseña la Iglesia. Por lo tanto, si se considera que esas personas pueden confesarse y comulgar, en la práctica se está negando lo enseñado por la Veritatis Splendor sobre los actos intrínsecamente malos, se aplica que el fin justifica los medios, se crea de facto una clase especial de fieles que pueden vivir indefinidamente al margen de los preceptos más importantes de la ley moral y se da por supuesta la existencia de una “conciencia creativa” “autorizada para legitimar excepciones a las normas morales absolutas que prohíben acciones intrínsecamente malas por su objeto”.


Olvida D. Rodrigo que la condición del propósito de la enmienda, necesaria para la validez de la confesión, se refiere a la ley objetiva de Dios. Es decir, el propósito es de enmendar la propia conducta según lo que Dios manda, no el propósito de aprovechar los atenuantes para burlar la ley de Dios sin consecuencias. Por lo tanto, el divorciado tiene que tener el propósito de dejar de adulterar, atenuantes o no atenuantes, y eso implica el propósito de no tener relaciones sexuales con una mujer que no es su esposa, y, generalmente, de dejar de vivir en común y abstenerse de presentarse como marido y mujer y de sostener que su segunda “unión” es un matrimonio verdadero. Es decir, precisamente lo que no existe en el caso contemplado por los obispos de Buenos Aires. Es difícil o imposible encontrar la diferencia con esas “excepciones a las normas morales absolutas que prohíben acciones intrínsecamente malas por su objeto” que tanto nos ha asegurado D. Rodrigo que no existen.

De hecho, estas cosas habían sido rechazadas por D. Rodrigo en el plano teórico. Sin embargo, en cuanto llegamos a un caso práctico, inmediatamente las acepta sin inmutarse, elogiando y promoviendo el texto de los obispos de Buenos Aires. Esto hace pensar que, al margen de su buena fe, que damos por supuesta, su argumentación es errónea, ilógica, contradictoria consigo misma, prescinde de la Tradición y la enseñanza de la Iglesia cuando no están de acuerdo con su tesis y está dirigida únicamente a justificar una posición preconcebida y coincidente con la ideología mundana en boga.

En resumen, la argumentación de D. Rodrigo parece indicar que, cuando hablaba de la novedad de afirmar que “nadie puede ser condenado para siempre”, en realidad estaba hablando de otra novedad distinta: la idea de que se puede seguir pecando gravemente de forma indefinida sin que ese comportamiento sea condenado por la Iglesia, mediante la mágica apelación a unos atenuantes que nunca se definen. Eso, ciertamente, es una novedad que escandalizaría a todos los católicos anteriores desde San Pablo, por ser contraria a la Tradición, la moral y la enseñanza constante de la Iglesia.

De hecho, más que un signo de esperanza, esa postura equivale a consagrar la desesperanza radical como principio de la vida cristiana, ya que el mensaje que transmite a los que viven en adulterio es que no pueden salir de ese pecado grave, no tienen la obligación grave de hacerlo, pueden confesarse sin propósito de la enmienda y están autorizados a permanecer en ese pecado grave de forma indefinida y a acercarse a la Comunión con las bendiciones de la Iglesia. En lugar de un mensaje de conversión, es un mensaje dirigido a permanecer en el pecado: Lasciate ogni speranza.

Bruno Moreno

Liturgia. La contrarrelación del cardenal Sarah (Sandro Magister)



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Claramente no es obra suya. Nos referimos al discurso que el Papa Francisco ha leído el 25 de agosto a los participantes a la semana anual del Centro de Acción Litúrgica italiano. Un discurso lleno de referencias históricas, de citaciones doctas con sus correspondientes notas, sobre una materia que él nunca ha dominado. Sin embargo, es posible captar silencios y palabras que reflejan muy bien su pensamiento

Lo que ha dado más que hablar ha sido esta declaración solemne que ha hecho a propósito de la reforma litúrgica puesta en marcha por el Concilio Vaticano II:
"Podemos afirmar con seguridad y autoridad magisterial que la reforma litúrgica es irreversible"
Dicha declaración ha sido interpretada por la mayoría como una orden del Papa Francisco a detener la presunta marcha atrás iniciada por Benedicto XVI con el motu proprio "Summorum pontificum" de 2007, que restituía plena ciudadanía a la forma pre-conciliar de la misa en rito romano, permitiendo su libre celebración como segunda forma "extraordinaria" del mismo rito.

Efectivamente: en el largo discurso leído por el Papa Francisco se citan en abundancia a Pío X, Pío XII y Pablo VI. Pero, en cambio, ni una sola referencia a Benedicto XVI, grandísimo estudioso de la liturgia, o a su motu proprio, a pesar de que este verano se cumplía, precisamente, el décimo aniversario de su publicación.

Muy marginal es también la referencia a las enormes degeneraciones en la que ha caído, por desgracia, la reforma litúrgica post-conciliar, superficialmente denunciadas como "recepciones parciales y praxis que la desfiguran".

Silencio total también sobre el cardenal Robert Sarah, prefecto de la congregación para el culto divino, y sobre todo respecto a sus boicoteadas batallas en favor de una "reforma de la reforma" que restituya a la liturgia latina su auténtica naturaleza.

La que publicamos a continuación es, de hecho, la contrarrelación acerca del estado de la liturgia en la Iglesia que el cardenal Sarah ha publicado este mismo verano, unos días antes del discurso del Papa Francisco. Una contrarrelación centrada precisamente en Benedicto XVI y el motu proprio "Summorum pontificum".

Su texto íntegro puede leerse, en francés, en el número de julio-agosto de la publicación mensual católica "La Nef":

> Pour une réconciliation liturgique

A continuación reproducimos la traducción de algunos pasajes.

- En ella, el cardenal enuncia un objetivo futuro de gran importancia: un rito romano unificado que una lo mejor de los dos ritos pre-conciliar y post-conciliar.

- Naturalmente, no faltan referencias a temas particularmente sensibles para el cardenal Sarah: el silencio y la oración dirigida "ad orientem".

- Pero también aborda el tema del abandono de la fórmula "reforma de la reforma", rechazada por el mismo Papa Francisco y que se ha convertido en inservible. En su lugar, el cardenal Sarah prefiere hablar de "reconciliación litúrgica" en el sentido de una liturgia reconciliada «consigo misma, con su ser profundo". Una liturgia que sepa, efectivamente, atesorar las "dos formas del mismo rito" autorizadas por el Papa Benedicto, "en un enriquecimiento recíproco".

*

POR UNA RECONCILIACIÓN LITÚRGICA

"La liturgia de la Iglesia ha sido, para mí, la actividad central de mi vida, se ha convertido en el centro de mi trabajo teológico", afirma Benedicto XVI. Sus homilías seguirán siendo documentos insuperables durante generaciones. 

Pero es necesario también subrayar la gran importancia del motu proprio "Summorum pontificum". Lejos de concernir sólo a la cuestión jurídica del estatus del antiguo misal romano, el motu proprio plantea la cuestión de la esencia misma de la liturgia y su lugar en la Iglesia.

Lo que está en discusión es el lugar de Dios, el primado de Dios. Como resalta el Papa de la liturgia: "La verdadera renovación de la liturgia es la condición fundamental para la renovación de la Iglesia"

El motu proprio es un documento magisterial capital acerca del significado profundo de la liturgia y, en consecuencia, de toda la vida de la Iglesia. Diez años después de su publicación, es necesario hacer un balance: ¿hemos llevado a cabo estas enseñanzas? ¿Las hemos comprendido en profundidad?

Estoy íntimamente convencido que aún no se han descubierto todas las implicaciones prácticas de esta enseñanza … Quiero plantear aquí algunas de sus consecuencias.

HACIA UN NUEVO RITO COMÚN

Puesto que hay una continuidad y unidad profundas entre las dos formas del rito romano, entonces necesariamente las dos formas deben iluminarse y enriquecerse recíprocamente. Es prioritario que, con la ayuda del Espíritu Santo, examinemos, en la oración y en el estudio, cómo volver a un rito común reformado, siempre con la finalidad de una reconciliación dentro de la Iglesia.

Sería hermoso que quienes utilizan el misal antiguo observen los criterios esenciales de la Constitución sobre la Sagrada Liturgia del Concilio. 

- Es indispensable que estas celebraciones integren una justa concepción de la "participatio actuosa" de los fieles presentes (SC 30). - - La proclamación de la lecturas debe poder ser comprendida por el pueblo (SC 36). 
- Del mismo modo, los fieles deben poder responder al celebrante y no limitarse a ser espectadores ajenos y mudos (SC 48). 
- Por último, el Concilio hace un llamamiento a una noble sencillez del ceremonial, sin repeticiones inútiles (SC 50).

Le concernirá a la Comisión Pontificia "Ecclesia Dei" proceder en dicha cuestión con prudencia y de manera orgánica. Se puede desear, allí dónde sea posible, y si las comunidades lo requieren, una armonización de los calendarios litúrgicos. Se deben estudiar los caminos hacia una convergencia de los leccionarios.

EL PRIMADO DE DIOS

Las dos formas litúrgicas forman parte de la misma "lex orandi"

¿Qué es esta ley fundamental de la liturgia? Permítanme citar de nuevo al Papa Benedicto: "La mala interpretación de la Reforma Litúrgica que ha sido difundida durante mucho tiempo en el seno de la Iglesia católica ha llevado, cada vez más, a poner en primer lugar el aspecto de la instrucción, y el de nuestra actividad y creatividad. El 'hacer' del hombre ha provocado casi el olvido de la presencia de Dios. La existencia de la Iglesia toma vida de la celebración correcta de la liturgia. La Iglesia está en peligro cuando el primado de Dios ya no aparece en la Liturgia y, en consecuencia, en la vida. La causa más profunda de la crisis que ha trastornado a la Iglesia la hallamos en el oscurecimiento de la prioridad de Dios en la liturgia".

He aquí, por tanto, lo que la forma ordinaria debe volver a aprender en primer lugar: el primado de Dios.

Permítanme expresar humildemente mi temor: la Liturgia de la forma ordinaria puede hacernos correr el riesgo de alejarnos de Dios a causa de la presencia masiva y central del sacerdote. Éste está constantemente delante de su micrófono y tiene, sin interrupción, la mirada y la atención dirigidas hacia el pueblo. Es como una pantalla opaca entre Dios y el hombre. Cuando celebremos la misa pongamos sobre el altar una gran cruz, una cruz bien a la vista, como punto de referencia para todos: para el sacerdote y para los fieles. Así tendremos nuestro Oriente, porque en definitiva el Oriente cristiano, dice Benedicto XVI, es el Crucifijo.

"AD ORIENTEM"

Estoy convencido que la Liturgia puede enriquecerse de las actitudes sagradas que caracterizan la forma extraordinaria, todos esos gestos que manifiestan nuestra adoración de la santa eucaristía: 

- juntar las manos después de la consagración, 
- hacer la genuflexión antes de la elevación y después del "Per ipsum", 
- comulgar de rodillas, 
- recibir la comunión en los labios dejándose nutrir como un niño, como Dios mismo nos dice: "Yo soy el Señor, Dios tuyo. Abre tu boca que te la llene" (Salmo 81, 11).

"Cuando la mirada sobre Dios no es determinante, todo el resto pierde su orientación", nos dice Benedicto XVI. También lo opuesto es verdad: cuando se pierde la orientación del corazón y del cuerpo hacia Dios, se cesa de determinarse en relación a Él, se pierde el sentido de la Liturgia. Orientarse hacia Dios es, ante todo, un hecho interior, una conversación de nuestra alma hacia el Dios Único. La Liturgia debe obrar en nosotros esta conversión hacia el Señor, que es el Camino, la Verdad y la Vida. Por esto utiliza signos, medios simples. La celebración "ad orientem" es uno de ellos. Es un tesoro del pueblo cristiano que nos permite mantener vivo el espíritu de la Liturgia. La celebración orientada no debe convertirse en la expresión de una actitud facciosa y polémica. Al contrario, debe seguir siendo la expresión del movimiento más íntimo y esencial de toda Liturgia: dirigirnos hacia el Señor que viene.

EL SILENCIO LITÚRGICO

He tenido ocasión de resaltar la importancia del silencio litúrgico. En su libro "El espíritu de la liturgia", el cardenal Ratzinger escribía: "Todo el que haga experiencia de una comunidad unida en la oración silenciosa del Canon sabe que esto representa un silencio auténtico. Aquí el silencio es, al mismo tiempo, un grito poderoso, penetrante, lanzado hacia Dios, y una comunión de oración colmada por el Espíritu". En su momento ya había afirmado con firmeza que recitar en voz alta toda la oración eucarística no era el único medio para obtener la participación de todos. Tenemos que trabajar para alcanzar una solución equilibrada y abrir espacios de silencio en este ámbito.

LA VERDADERA "REFORMA DE LA REFORMA"

¡Hago un llamamiento con todo mi corazón para que se ponga en marcha la reconciliación litúrgica enseñada por el Papa Benedicto, en el espíritu pastoral del Papa Francisco! La Liturgia no debe convertirse nunca en el estandarte de un partido. Para algunos, la expresión "reforma de la reforma" se ha convertido en sinónimo de dominio de un partido sobre el otro; por lo tanto, esta expresión corre el riesgo de convertirse en una expresión inoportuna. Prefiero, por consiguiente, hablar de "reconciliación litúrgica". En la Iglesia, ¡el cristiano no tiene adversarios!

Como escribía el cardenal Ratzinger: "Tenemos que volver a encontrar el sentido de lo sagrado, el valor de distinguir lo que es cristiano de lo que no lo es; no para alzar barricadas, sino para transformar, para ser verdaderamente dinámicos". Más que de "reforma de la reforma", se trata de ¡una reforma de los corazones! Se trata de una reconciliación de las dos formas del mismo rito en un enriquecimiento recíproco. ¡La liturgia debe siempre reconciliarse consigo misma, con su ser profundo!

Iluminados por la enseñanza del motu proprio de Benedicto XVI, confortados por la audacia del Papa Francisco, es el momento de llegar al fondo de este proceso de reconciliación de la liturgia consigo misma.

Sería un signo magnífico si pudiéramos, en una próxima edición del misal romano reformado, incluir en el apéndice las oraciones al pie del altar de la forma extraordinaria, tal vez en una versión simplificada y adaptada, y las oraciones del ofertorio que contienen una epíclesis tan bella que completa el Canon romano. De este modo se pondría de manifiesto que las dos formas litúrgicas se iluminan recíprocamente, ¡en continuidad y sin oposición!

Cardenal Robert Sarah