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lunes, 15 de noviembre de 2021

La integración católica (Bruno Moreno)



Veo que últimamente se ha puesto de moda, en los documentos eclesiales, hablar de “integración” con respecto al tema de los inmigrantes en general y, en particular, en nuestro caso, de la inmigración hacia España (por alguna razón no parece que a nadie le preocupen mucho los emigrantes españoles en el extranjero, que ya son millón y medio).

Supongo que no sorprenderé a nadie si digo que, como es habitual, dichos documentos suelen meterse en multitud de temas que no son de la competencia de la Iglesia o incluso muestran predilección por esos temas ajenos y, a menudo, extremadamente complejos. Resulta tentador ponerse a hablar de tales asuntos, que dan lugar a discusiones sin número, pero, como estamos en un blog católico, me ha parecido más oportuno examinar la cuestión de la integración de los inmigrantes en su aspecto más propiamente católico.

Lo primero que conviene decir sobre este tema es que la Iglesia es algo muy especial. No existe en ella un concepto análogo al del “multiculturalismo” tan elogiado y en boga hoy en ámbitos políticos. Al margen de cuáles puedan ser las ventajas y desventajas seculares de esa multiculturalidad, el “multirreligionismo” es diametralmente opuesto a la doctrina de la Iglesia, fuera de la cual no hay salvación. Cristo es el único Señor de cielos y tierra y solo Él tiene en sus manos la vida eterna.

En ese sentido, la integración, para la Iglesia, solo puede ser la conversión a la fe católica, en cumplimiento del mandato evangélico: id y haced discípulos de todos lo pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Uno no se integra en el pueblo de Dios mediante un papel, una decisión jurídica o el cumplimiento de unos requisitos formales, sino mediante el milagro de la fe y de la gracia que transforman el corazón. Solo entonces se cumplen las palabras de San Pablo, todos los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, porque todos sois uno en Cristo Jesús.

Durante dos milenios, la Iglesia ha ido literalmente al fin del mundo conocido para cumplir el mandato de Cristo. Ya en tiempos de los Apóstoles llegó el anuncio del Evangelio hasta España al oeste y la India al este. Las calzadas romanas, las caravanas de especias, las legiones, los barcos mercantes… todo servía para ir a donde hiciese falta para predicar a Cristo al mundo entero. Cuando España descubrió un Nuevo Mundo, más allá de las fronteras del antiguo, los misioneros recorrieron un continente entero, valle por valle, montaña por montaña y desierto por desierto, a menudo a pie, para que no quedase nadie que no hubiera escuchado la más importante noticia de todos los tiempos, para que todo el mundo pudiera subir al arca de salvación que es la Iglesia. Y no contenta con eso, España mandó misioneros al Japón, a Filipinas, a la India, a China, a Alaska, a África… a todas partes.

Los tiempos han cambiado. Ya no hace falta ir al fin del mundo a buscar a personas que no tienen fe, porque la mitad de los españoles están en esa situación (y lo mismo se puede decir, mutatis mutandis, de los demás países antiguamente católicos). Por si eso fuera poco, las corrientes migratorias traen constantemente a nuestras costas a multitud de personas de otras religiones procedentes de diversas zonas del mundo. De nuevo, al margen de lo que se pueda decir sobre esto desde el punto de vista meramente secular, parece evidente que la respuesta de la Iglesia solo podría ser una: dedicarse con todas sus fuerzas a la evangelización de esos millones de personas que tiene a su alrededor y que Dios ha puesto a su alcance precisamente para eso.

¿Vivimos, entonces, en una nueva edad de oro de la evangelización? Er… Más bien no. Parece que, en vez de lanzarse a predicar a tiempo y a destiempo y cansarse de bautizar, como San Francisco Javier, los prelados escriben documentos en los que se dedican a pontificar sobre los efectos sociales de la inmigración, un tema en el que no tienen especial autoridad, y callan vergonzantemente sobre la grave obligación que tiene la Iglesia de evangelizar y catequizar a esos inmigrantes. Al contrario, parece que lo eclesialmente correcto es criticar el proselitismo y dedicar los esfuerzos al diálogo interreligioso, la fraternidad universal y la ecología. Parece que incluso sugerir que queremos que los inmigrantes se conviertan es de mal gusto.

Cuántas parroquias hay que dan dinero a los inmigrantes o les buscan trabajo, pero no les predican la fe, que es lo que más necesitan. Cuantos católicos, clérigos o laicos, están dispuestos a hablar sobre si la inmigración actual es buena o mala y sobre si debe ser así o asá (temas complejos sobre los que caben diversas posturas entre los católicos), pero no se les ocurre rezar por la conversión de esos inmigrantes, hablarles de Jesucristo y de nuestra Señora, ofrecer misas y sacrificios por su conversión, animarles a acudir a la parroquia o a un grupo católico, etc. Gracias a Dios, hay honrosísimas excepciones (yo conozco a varias de ellas), pero, si somos sinceros, nos veremos obligados a reconocer que la evangelización de los inmigrantes debe de tener, con suerte, el número ciento y algo en la lista de prioridades de la Iglesia española.

Lo más frecuente (¡Dios nos perdone!) es que los inmigrantes que vienen a España se conviertan al agnosticismo, el hedonismo y la adoración del dinero, que son las religiones mayoritarias en España hoy en día. Incluso los inmigrantes católicos de Hispanoamérica a menudo o bien pierden totalmente la fe o se hacen protestantes en la patria de sus antepasados. España ha pasado de “evangelizadora de la mitad del orbe, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma” a ser sal sosa, predicadora de la apostasía y el bienestar mundano, y una provincia más del mundo globalizado, indistinguible de cualquier otra.

No sé muy bien lo que es todo esto, pero estoy seguro de que no tiene nada que ver con esos casi dos mil años anteriores de evangelización del mundo entero. Del mismo modo que parece que el mundo se ha vuelto loco y sigue una dirección suicida, rechazando y odiando precisamente lo más valioso que tiene en su historia, sus culturas y sus tradiciones, también da la impresión de que gran parte de la Iglesia se haya vuelto loca, con el mismo deseo suicida que lleva a despreciar lo único necesario y a cambiarlo por baratijas políticamente correctas.

Todo esto produce ciertas ganas de llorar, pero el mensaje final solo puede ser de esperanza. A fin de cuentas, ya sabíamos que somos un desastre y que no podemos nada (y si no lo sabíamos, empecemos por ahí, que es un buen comienzo). Quien convierte al mundo es el Espíritu Santo, no nosotros. Y al Espíritu le bastan un puñado de personas, digamos doce, para llevar la fe hasta los confines de la tierra. Ya lo ha hecho y lo volverá a hacer, si así lo quiere. Lo único que nos toca a nosotros, siervos inútiles, es ponernos en sus manos, rezar y recordar que todo es gracia.

Bruno Moreno