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lunes, 29 de junio de 2020

Mons Viganò: “Los Padres Conciliares fueron víctimas de un tremendo engaño, de una estafa”



Entrevista del Dr. Phil Lawler a monseñor Viganò

Phil Lawler: En primer lugar, ¿qué opinión le merece el Concilio Vaticano II? Es indudable que desde entonces todo ha ido de mal en peor. Ahora bien, si el conjunto del Concilio es problemático, ¿a qué se debe? ¿Cómo se puede conciliar esta postura con lo que creemos sobre la inerrancia del Magisterio? ¿Cómo es posible que todos los Padres Conciliares se llamaran a engaño? Aunque sólo algunas partes del Concilio (Nostra aetate, Dignitatis humanae) son problemáticas, seguimos planteándonos las mismas interrogantes: desde hace años, muchos venimos afirmando que el espíritu del Concilio es erróneo. ¿Lo que dice ahora Vuestra Excelencia es que ese falso espíritu liberal es un reflejo del propio Concilio?

Monseñor Viganó: No creo que sea necesario demostrar que el Concilio supone un problema: el mero hecho de que nos planteemos eso con respecto al Concilio Vaticano II y no con el de Trento ni con el Vaticano I confirma, a mi juicio, una realidad evidente y reconocida por todos. Lo cierto es que los que lo defienden a capa y espada lo hacen prescindiendo de todos los demás concilios ecuménicos, ninguno de los cuales ha sido definido como concilio pastoral. Y fíjese bien: lo llaman el Concilio, por antonomasia, como si hubiera sido el único en toda la historia de la Iglesia, o por lo menos lo consideran un únicum, ya sea por la formulación de su doctrina o por la autoridad de su magisterio. A diferencia de todos los que lo precedieron, este concilio se autocalifica precisamente de pastoral y declara que no desea proponer ninguna nueva doctrina, pero de hecho supone un antes y un después, establece una distinción entre concilio dogmático y concilio pastoral, entre cánones inequívocos y palabrerías, entre anathema sit y guiños al mundo.

En ese sentido, creo que el problema de la infalibilidad del Magisterio -la inerrancia a la que usted alude es propia de las Sagradas Escrituras- ni siquiera se plantea, porque el Legislador –o sea, el Romano Pontífice– en torno al cual se ha convocado el Concilio ha declarado de forma clara y solemne que no desea ejercer la autoridad doctrinal que podría ejercer de haberlo querido. Me gustaría señalar que no hay nada más pastoral que lo que se propone como dogmático, porque el ejercicio del munus docendi en su forma más elevada coincide con el mandato que dio el Señor a San Pedro de apacentar sus ovejas y corderos. Y sin embargo esa oposición entre dogmático y pastoral la han creado ni más ni menos los mismos que en el discurso de apertura del Concilio quisieron dar un sentido más estricto al dogma y otro más suave y conciliador a la pastoral. Encontramos el mismo estilo en las intervenciones de Bergoglio, en las que entiende por pastoralidad una versión suave de las rígidas enseñanzas católicas en materia de fe y costumbres, todo en nombre del discernimiento. Duele reconocer que recurrir a un lenguaje equívoco, o a términos católicos entendidos en un sentido impropio, ha invadido la Iglesia desde el Concilio Vaticano II, cuyo circiterismo -es decir, la ambigüedad, el empleo adrede de un lenguaje impreciso- es el ejemplo principal y más emblemático. Ello obedece a que el aggiornamento, término igualmente equívoco e ideológicamente procurado por el Concilio como un absoluto, tenía como máxima prioridad el diálogo con el mundo.

Hay otro equívoco que debe ser aclarado: si por un lado Juan XXIII y Pablo VI declararon que no querían comprometer el Concilio en la definición de nuevas doctrinas y querían que fuera meramente pastoral, por otro es cierto que exteriormente -hoy en día se diría mediáticamente- la importancia que se concedió a sus actos fue enorme y sirvió para transmitir la idea de una presunta autoridad doctrinal, de una infalibilidad magisterial implícita a pesar de que desde el principio ésta había quedado excluida. Esto se hizo para que sus propuestas, más o menos heterodoxas, se entendiesen como autorizadas y fueran, por lo tanto, acogidas por el clero y los fieles. Esto sería suficiente para desacreditar a los autores de semejante engaño, que siguen poniendo el grito en el cielo cuando se toca Nostra Aetate mientras callan ante quienes niegan la divinidad de Nuestro Señor o la perpetua virginidad de la Santísima Virgen. Recordemos que el católico no adora un concilio, sea el Vaticano II o el Tridentino, sino la Santísima Trinidad, único Dios verdadero; que no venera una declaración conciliar o una exhortación postsinodal, sino la verdad que transmiten esos actos del Magisterio.

Me pregunta cómo fue posible que todos los padres conciliares se llamaran a engaño. Le respondo a partir de mi experiencia personal de aquellos años y las palabras de los hermanos en el episcopado a los que me he enfrentado. Ninguno podía imaginar que dentro del cuerpo de la Iglesia hubiera fuerzas hostiles tan poderosas y organizadas como para conseguir que se rechazaran esquemas preparatorios de perfecta ortodoxia elaborados por cardenales y prelados de indudable fidelidad a la Iglesia para sustituirlos por un revoltijo de errores astutamente disimulados bajo una capa de largos discursos y equívocos introducidos a propósito. Nadie podía imaginar que bajo la cúpula de la Basílica Vaticana se pudieran convocar los estados generales que decretarían la abdicación de la Iglesia Católica para instaurar la Revolución (¡como recordé en un escrito anterior, el cardenal Suenens calificó al Concilio Vaticano II como el 1789 de la Iglesia!). Los Padres Conciliares fueron víctimas de un tremendo engaño, de una estafa astutamente perpetrada recurriendo a los medios más sutiles: se encontraron en minoría en los grupos lingüísticos, fueron excluidos de reuniones convocadas a última hora, obligados a dar su plácet haciéndoseles creer que era la voluntad del Santo Padre. Y lo que los novatores no consiguieron en el Aula Conciliar, lo consiguieron en las comisiones y consejos gracias al activismo de teólogos y peritos acreditados y aclamados por una poderosa maquinaria mediática. Hay una montaña de estudios y documentos que por un lado dan testimonio de esta sistemática mens dolosa y por otro del ingenuo optimismo e ingenuidad por parte de los Padres del Concilio. Poco o nada pudo hacer la intervención del Coetus Internationalis Patrum cuando las violaciones de los progresistas quedaban ratificadas por el Pontífice.

Quienes han afirmado que el espíritu del Concilio supone una interpretación heterodoxa del mismo han llevado a cabo una operación inútil y perjudicial aunque obrasen de buena fe. Es comprensible que un cardenal o un obispo quiera defender el honor de la Iglesia y procure no desacreditarla ante los fieles y el mundo. Así, se ha creído que lo que atribuían los progresistas al Concilio no era sino malentendidos, una interpretación arbitraria. Pero si en aquella época era difícil pensar que la libertad religiosa condenada por Pío XI en Mortalium animos podía ser afirmada por Dignitatis humanae, o que el Romano Pontífice pudiera ver usurpada su propia autoridad por un fantasmagórico colegio episcopal, hoy comprendemos que lo que en el Concilio Vaticano II se disimulaba con astucia en la actualidad se afirma abiertamente en documentos pontificios, incluso en nombre de la aplicación coherente del Concilio.

Por otra parte, cuando se habla habitualmente del espíritu de algo, se entiende ni más ni menos lo que constituye precisamente el alma, la esencia de ello. Podemos, por tanto, afirmar que el espíritu del Concilio es el Concilio mismo, que los errores del postconcilio se contienen in nuce en las actas del Concilio, del mismo modo que se dice con toda razón que el Novus Ordo es la Misa del Concilio, aunque en presencia de los Padres se celebrara la Misa que los progresistas califican significativamente de preconciliar. Es más: si realmente el Concilio Vaticano II no supusiera una ruptura, ¿por qué motivo se habla de Iglesia preconciliar e Iglesia postconciliar, como si se tratase de dos realidades distintas, definidas por la propia esencia del Concilio? Y si realmente el Concilio se ajusta al Magisterio ininterrumpido e infalible de la Iglesia, ¿cómo es el único que plantea gravísimos problemas de interpretación, demostrando con ello su heterogeneidad ontológica con respecto a los otros concilios?

Phil Lawler: En segundo lugar, ¿cuál es la solución? Monseñor Schneider propone que un futuro pontífice deberá repudiar los errores. Vuestra Excelencia considera inadecuada esta propuesta. Entonces, ¿cómo se pueden corregir los errores para mantener la autoridad del Magisterio en la enseñanza?

Monseñor Viganó: A mí me parece que la solución está primero que nada en un acto de humildad que debemos realizar todos, empezando por la Jerarquía y por el Papa: reconocer que el enemigo se ha infiltrado en la Iglesia; la ocupación sistemática de que han sido objeto puestos clave de la Curia Romana, seminarios y ateneos; la conjura de un grupo de rebeldes –entre los cuales se encuentra en primera línea la desviada Compañía de Jesús– que han conseguido dar visos de legitimidad y legalidad a un acto subversivo y revolucionario. También debemos reconocer lo inadecuado de la respuesta de los buenos, la ingenuidad de muchos, la cobardía de otros y los intereses de cuantos han sacado provecho de dicha ventaja.

Tras la triple negación de Cristo en el patio de la casa del Sumo Sacerdote, San Pedro flevit amare, lloró amargamente. Cuenta la tradición que el Príncipe de los Apóstoles tenía dos surcos en las mejillas por las lágrimas que derramó copiosamente a lo largo de su vida arrepentido de aquella traición. A uno de sus sucesores, a un Vicario de Cristo, le tocará ejercer plenamente su autoridad apostólica para retomar el hilo la Tradición allá donde fue cortado. No será una derrota, sino un acto de veracidad, humildad y valor. La autoridad e infalibilidad del Sucesor del Príncipe de los Apóstoles quedarán intactas y corroboradas. Éstas no se pusieron en tela de juicio deliberadamente a causa del Concilio Vaticano II, pero lo serán el día en que un pontífice corrija los errores que permitió el Concilio jugando con los equívocos de una autoridad oficialmente negada pero dada subrepticiamente a entender a los fieles por toda la Jerarquía empezando por los propios papas del Concilio.

Me gustaría recordar que a algunos puede parecerles excesivo todo lo arriba dicho, porque pondría en tela de juicio la autoridad de la Iglesia y de los romanos pontífices. Pero ningún escrúpulo ha impedido que se vulnere la bula Quo primum tempore de San Pío V derogando de la noche a la mañana toda la liturgia romana, el venerable tesoro milenario de doctrina y espiritualidad de la Misa Tradicional, el inmenso patrimonio del canto gregoriano y de la música sacra, la belleza de los ritos y de las vestiduras sagradas; así como desfigurando la armonía arquitectónica, incluso de destacadas basílicas, al eliminar balaustradas, altares monumentales y sagrarios. Todo se sacrificó en aras del coram populo de la renovación conciliar, con la agravante de hacerlo sólo porque se trataba de una liturgia admirablemente católica que resultaba irreconciliable con el espíritu del Concilio.

La Iglesia es una institución divina, y en ella todo debe partir de Dios y volver a Él. Lo que está en juego no es el prestigio de una clase dirigente, ni la imagen de una empresa o un partido. De lo que se trata es de la gloria de la majestad de Dios, de no banalizar la Pasión de Nuestro Señor en la Cruz, los dolores y padecimientos de su Santísima Madre, la sangre de los mártires, el testimonio de los santos y la salvación eterna de las almas. Si por orgullo o por una desgraciada obstinación no somos capaces de reconocer el error y el engaño en los que hemos caído, habremos de rendir cuentas a Dios, que es tan misericordioso con su pueblo cuando se arrepiente como implacable en la justicia cuando se imita el non serviam de Lucifer.

+ Carlo Maria Viganò

(Traducido por Bruno de la Inmaculada. Artículo original)