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miércoles, 3 de octubre de 2018

¿De qué jóvenes estamos hablando? (Carlos Esteban)



¿Soy el único que encuentra ligeramente ominosa la expresión “los jóvenes”? Como se hace ahora, desde hace ya bastantes décadas, como un ‘colectivo’, como si dijeran “las mujeres” o “los chinos”.

No es que la humanidad no haya sido consciente hasta hace cosa de un siglo de las fases de la vida, e incluso haya meditado sobre ellas, como hace Cicerón en De Senectute (Sobre la vejez). Pero como eso, una fase. No como si la juventud fuera una tribu sin apenas conexión con el resto a la que hubiera que hablarle en un idioma totalmente distinto y propio, con necesidades y demandas especialísimas y una sabiduría infusa que hay que extraer laboriosamente de sus cabezas.

Naturalmente, no es así. Un joven es cualquiera de nosotros a determinada edad, cuando aún nos faltan un montón de cosas por vivir y por aprender y, para compensar, exudamos vigor físico.

Pero se ha impuesto desde hace, ya digo, bastante, esa otra visión poetizada y falsa de ‘los jóvenes’ como un grupo más o menos homogéneo y fundamentalmente distinto a lo que han sido y lo que serán.

Curiosamente, fueron los totalitarismos comunista, fascista y nacionalsocialista los que más contribuyeron a esa visión de la juventud como población pura e incontaminada que debe ser vanguardia de la sociedad. Solo hay que preguntar a un chino que haya vivido y sobrevivido a la terrible Revolución Cultural, cuando los más jóvenes se convirtieron en implacables jueces de sus mayores, qué resultado da su autoridad.

Y, para Occidente, la consagración de esa idolatría de la juventud habría de llegar con la más descerebrada e inane parodia de revolución que fue el Mayo francés, cuando eran jóvenes quienes hoy cumplen ya setenta años. Es decir, la edad aproximada de los encargados de organizar el Sínodo de los Jóvenes, que se inicia hoy.

De las alarmas que ha generado el sínodo hemos hablado suficientemente. Vistos los antecedentes, no es en absoluto descabellado sospechar o, al menos, temer que los ‘jóvenes’ que participaron en el presínodo y los que hay hoy en Roma, así como todo esa continua apelación a la ‘escucha’ y el ‘diálogo’ sean un pretexto para aprobar medidas preacordadas, las que aparecen ya esbozadas en el preocupante Instrumentum laboris.

Porque, leyendo las ‘demandas y preocupaciones’ de los jóvenes recogidas en dicho documento, se diría, parafraseando a Gardel, que medio siglo no es nada, y que la juventud, a la que se asocia con novedad y renovación, se ha quedado detenida, como en una vieja instantánea, en esos chavales del 68 y del Verano del Amor en Woodstock.

Naturalmente, los ‘jóvenes’ no existen en ese sentido, son cada uno de su padre y de su madre y cada cual quiere una cosa diferente. Pero si hay anhelos comunes, exigencias compartidas en esta generación, ¿tiene sentido que sean calcadas a las de hace cincuenta años?

Hoy el Papa, en la inauguración del sínodo, ha dicho que la esperanza “destruye ese conformismo que dice “siempre se ha hecho así”. Pero, a juzgar por el Instrumentum laboris y por lo que debemos creer que son las principales demandas de los jóvenes católicos, lo que piden es ahondar en el conformismo; en lo que, precisamente para los jóvenes y no para los coetáneos del Pontífice, “siempre se ha hecho así”. Se diría que habla para una juventud que no está ahí o, mejor, que está, pero enterrada por los años sucesivos en la figura de algunos de sus colegas en el episcopado y sus colaboradores en la Curia.

Porque pedir a la Iglesia de hoy “más apertura”, una liturgia “más accesible” o insistir en mayor laxitud y ¿comprensión?, ¿acompañamiento?, ¿discernimiento? -ya no distingo- sobre cuestiones de moral sexual es llevar décadas viviendo en una burbuja; es hablar para quienes eran jóvenes en el inmediato postconcilio y aún podían ver novedad en todo eso.

Dudo mucho, pero mucho, que haya una porción apreciable de jóvenes católicos que haya oído una sola homilía hablando seria y claramente sobre la castidad. Dudo que hayan escuchado por parte de clérigos muchas condenas a la sodomía o a la fornicación; hasta las palabras suenan prehistóricas, aunque si alguien se toma la molestia de consultarlo, siguen figurando en la doctrina de la Iglesia como pecados mortales.

Carlos Esteban