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domingo, 27 de abril de 2025

Cristo en las empresas (Bruno Moreno)



Todos somos hijos de nuestro tiempo, al menos en cierta medida. Es inevitable. Como los peces no notan el agua, nosotros apenas notamos la omnipresente ideología de nuestra época, que nos empuja por todos lados, desde que nacemos, en cada momento de nuestras vidas y sin descanso para que actuemos “como todo el mundo”, para que no nos salgamos de lo admisible, de lo políticamente correcto.

Uno de los grandes dogmas de esa ideología es la privatización de la fe: la fe católica resulta admisible para nuestra época siempre que permanezca en el ámbito de lo privado y no se manifieste públicamente ni afecte en nada a la vida social económica o política. Es decir, el ideal es una fe vergonzante, guardada como un secreto culpable o un polvoriento y arcaico traje regional en el armario, que no moleste ni pretenda ser relevante para nadie más que para el propio interesado e incluso para él solo sentimentalmente.

En ese contexto, me alegró conocer no hace mucho a un argentino, Gabriel Manrique, que estaba de viaje por España con su familia. No solo me alegró por la agradabilísima conversación que mantuvimos, sino en particular porque me contó algo políticamente incorrecto, pero muy esperanzador.

Me explicó que había consagrado públicamente sus empresas, el Grupo Himan, al Sagrado Corazón. Contra los dogmas de la modernidad, no lo había hecho él de forma privada y personal, sino con sus empleados y entronizando en la sede central una bonita imagen que unía los atributos del Sagrado Corazón y de Cristo Rey. Con ello, quería poner al Hijo de Dios en el centro de su negocio y que fuera precisamente eso, el rey de todas sus actividades empresariales.

Como dice el propio Gabriel al explicarlo, “en esta época en la cual Dios ha sido echado del ámbito público al ámbito privado, nos vemos en la obligación de dar este testimonio público de fe”.

En otras épocas, ese testimonio se daba de forma natural, sin que a nadie le pareciera extraño ni tuviera que pensar mucho en ello, pero en la nuestra exige un esfuerzo a contracorriente. Por eso, no contento con consagrar su propio grupo empresarial, Gabriel ha empezado a animar a otras empresas y negocios a que hagan lo mismo.


Para ello, les proporciona la fórmula de la consagración, una serie de oraciones de preparación para los ocho días anteriores y, de regalo, la imagen del Sagrado Corazón Rey para que la coloquen solemnemente en la empresa. También les anima a leer las encíclicas Annum sacrum, de León XIII, y Quas primas, de Pío XI, y, sobre todo, a que inviten a otras empresas a hacer lo mismo. Sorprendentemente, más de 25 empresas han aceptado esa invitación políticamente incorrecta y se han consagrado al Corazón de Cristo. Solo había que ser valiente y proponérselo.

Esta consagración de las empresas a Cristo no es un detallito piadoso, como pensarán sin duda algunos, sino el signo de algo que tiene gran calado. Me atrevería a decir que la única forma de que la economía sea justa y verdaderamente humana es que Cristo esté presente en ella. El Verbo se hizo carne para redimir al hombre entero y, por lo tanto, no hay ninguna realidad humana que no necesite ser redimida, purificada y renovada por Dios. La economía, fuente de tantísimas injusticias en nuestro mundo caído, necesita especialmente la presencia de Cristo para purificarse de todo lo que resulta contrario a la ley de Dios y al bien de los hombres.

Antes o después, los católicos tendremos que convencernos de que la fe no es algo privado o folclórico y de que necesitamos ir al mundo entero a proclamar el Evangelio. Será consagrando públicamente empresas, saliendo a las calles a predicar, creando medios de comunicación como InfoCatólica, dando la vida cuando llegue la persecución o como Dios le pida a cada uno, pero si no lo hacemos, se perderá la fe en Occidente. ¡Y qué grande será la oscuridad!

Bruno Moreno

jueves, 24 de abril de 2025

Con estos bueyes

ESPADA DE DOBLE FILO


“Con estos bueyes hay que arar” es un antiguo refrán castellano que indica la necesidad de aceptar la realidad o por desagradable que sea: estos son los bueyes que tienes y deberás arar el campo con ellos o dejarlo sin arar.

En ese espíritu de aceptar la realidad, creo que conviene reconocer que una buena parte de los cardenales que están participando en el cónclave son heterodoxos, es decir, no creen en la doctrina o la moral de la Iglesia. No es algo que diga yo. No hace falta, porque son abiertamente heterodoxos. Solo hay que revisar un poco las hemerotecas para descubrir cardenales favorables al divorcio, los anticonceptivos, la inseminación artificial, la ordenación de mujeres, la fornicación, la disolución del orden sacerdotal en el sacerdocio común de los fieles, la inexistencia de actos intrínsecamente malos, la idea blasfema de que Dios a veces quiere que pequemos o no nos da siempre la gracia necesaria para no pecar, la reducción de los milagros de Cristo a mera psicología, las relaciones del mismo sexo (una heterodoxia extrañamente frecuente), etcétera. O, dicho de otra manera y para resumirlo en una sola heterodoxia paradigmática, en lo que creen es en la revisibilidad perpetua de la doctrina católica para adecuarla a la mentalidad mundana de cada época.

El de la foto, por ejemplo, es el cardenal Timothy Radcliffe OP, antiguo Maestro General de la Orden de Predicadores, vulgo dominicos, y conocido por lo defender lo contrario que la doctrina de la Iglesia en relación con las relaciones entre personas del mismo sexo, en las que, según él, “Dios está presente” y que deben “respetarse y estimarse y protegerse”, porque son “eucarísticas” y “expresión de la autodonación de Cristo”.


Solo es uno entre muchos. Desgraciadamente, aunque esta situación se ha agravado en gran medida en el último pontificado, no es exclusiva de él. Por alguna razón, tanto Pablo VI, como Juan Pablo II o Benedicto XVI nombraron y toleraron a cardenales y obispos heterodoxos, que no creían en lo que ellos enseñaban. Lo que ha sucedido en los últimos doce años es que esas heterodoxias se han hecho más claras, más desvergonzadas y más desafiantes ante el clima general de impunidad.

Esto debería hacernos pensar, porque la lógica indica que los cardenales heterodoxos harán todo lo posible por que no sea elegido nadie que ose defender la fe de la Iglesia y denunciar sus errores. En casi cualquier otra época, habrían sido disciplinados, pero, en la nuestra, se pone en sus manos la elección del Sumo Pontífice, el encargado de velar por la fe de la Iglesia. Es el colmo del disparate y del absurdo. Si un reino está dividido contra sí mismo, no puede subsistir. Una cosa es que sea necesario arar con los bueyes que se tienen y otra es esta situación en que, en vez de bueyes, algunos son más bien jirafas, camellos o cabras.

Por otro lado, también es cierto todo esto es algo que Dios permite, por razones que Él conocerá. El cardenal Radcliffe, por ejemplo, fue nombrado cardenal cuando solo le quedaban ocho meses hasta la fecha en que ya no podría votar en un conclave. Eso fue hace cuatro meses. De algún modo, la Providencia ha querido permitir que participe y vote en la elección de un nuevo Papa, cosa que solo cuatro meses después ya no habría sido posible.

Sabemos que, si Dios permite algo, por muy absurdo, terrible o malo que pueda ser, también será capaz de transformarlo para bien de los que permanecen fieles, porque todo sucede para el bien de los que aman a Dios. La única conclusión posible, pues, es que debemos permanecer fieles contra viento y marea. Y también, supongo, que debemos agarrarnos bien para no caernos, porque si uno pretende arar con jirafas, camellos y cabras, puede suceder cualquier cosa.

Bruno Moreno

martes, 1 de abril de 2025

Prohibido prohibir en el Dicasterio para la Doctrina de la Fe (Bruno Moreno)



En un artículo publicado hace dos días, Alejandro Bermúdez afirmaba que “el Vaticano abre las puertas al cambio de sexo”. Con ello se refería a que el cardenal Víctor Manuel Fernández intentó recientemente convertir en “doctrina” una “controvertida conferencia que dio en Alemania sobre cambio de sexo”.

Desgraciadamente, el artículo describía lo que en efecto ha sucedido. El cardenal Fernández ha publicado como documento oficial del Dicasterio para la Doctrina de la Fe una conferencia que pronunció en el país germánico, en la que repetía la doctrina de la Iglesia de que las operaciones del llamado “cambio de sexo” no están permitidas moralmente, pero, como novedad, introducía una excepción: el caso de “fuertes disforias que pueden llevar a una existencia insoportable o incluso al suicidio”. Es decir, cambiarse de sexo es inmoral a no ser que lo desees mucho, mucho, mucho de verdad. Puro sentimentalismo. Como si el hecho de que uno desee mucho pecar hiciera que el pecado fuese menos malo o incluso bueno.

Este tipo de “excepción” recuerda poderosamente a aquella otra que dice que está mal que un hombre se acueste con una mujer que no es su esposa excepto si se quieren mucho de verdad o a la idea de que abortar es malo excepto si a la madre le supone un daño psicológico el embarazo o a tantas otras excusas igualmente burdas. Ver que todo un Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe se rebaja a usar esas argumentaciones produce un cierto sonrojo. ¿Qué pensaran tantos buenos sacerdotes que se han pasado la vida explicando a la gente que esas excusas son solo un triste intento de engañarse a uno mismo?

La explicación que da el propio cardenal es sencilla: la “regla general” de la Iglesia no excluye que existan “casos fuera de la norma”, como los mencionados anteriormente. Esta forma de argumentar no debería sorprendernos, porque proviene directamente de Amoris Laetitia, en la que se negó expresamente la existencia de actos intrínsecamente malos (es decir, que siempre son inmorales), contra lo enseñado por San Juan Pablo II (cf. Veritatis Splendor), por Benedicto XVI y por toda la moral de la Iglesia anterior, incluida la Palabra de Dios (cf. por ejemplo, los mandamientos de la Ley de Dios).

Como todos recordarán, la negación de la existencia de actos intrínsecamente malos dio inmediatamente lugar a la admisión a la Comunión de adúlteros sin propósito de la enmienda en diócesis de todo el mundo, incluidos la diócesis de Roma y el propio Vaticano. Asimismo, hizo que los numerosos obispos que habían rechazado públicamente la indisolubilidad del matrimonio durante los Sínodos de las Familias no fueran corregidos por ello. La misma argumentación hace entendible que, aunque el aborto en principio sea gravemente inmoral, el Papa pudiera elogiar a la más conocida abortista italiana como “una de las grandes de Italia hoy en día” o que desautorizara a los obispos que, con toda la razón del mundo, querían negar la comunión al presidente Biden, a la vez “católico” y furibundamente abortista. Antes de Amoris Laetitia, habría sido inimaginable que los miembros de la Pontificia Academia por la Vida defendieran los grandes errores modernos en ese ámbito, pero ahora hay miembros abortistas o favorables a la eutanasia o los anticonceptivos, porque no hay actos intrínsecamente malos y a veces eutanasiar a un enfermo o abortar a un niño puede ser algo bueno y la Voluntad de Dios. El mismo razonamiento se puede observar en Fiducia Supplicans, el documento vaticano en que se promovía la bendición de parejas del mismo sexo.

Las aplicaciones locales o de facto de obispos individuales y del mismo Papa son innumerables, pero podemos destacar la última en hacerse pública, ya que se refiere al tema que hoy tratamos: Monseñor Stowe, obispo de Lexington (Kentucky), lleva años apoyando y aprobando las pretensiones de una mujer que, tras someterse a una operación de cambio de sexo, pretende ser el primer ermitaño transgénero y se dedica a defender la integración de otras personas transgénero en la vida religiosa. El Papa, por su parte, recibió amablemente a la mujer y a unos cuantos de sus compañeros, que se presentaron ante el Pontífice como personas “transgénero” sin que él les corrigiera en lo más mínimo, y, como era previsible, salieron de la audiencia más convencidos que nunca de que el cambio de sexo es algo bueno y querido por Dios.

Así, las aplicaciones de Amoris Laetitia se van llevando a cabo poco a poco, en casos extremos o en cuestiones agradables para el mundo, de forma confusa o “pastoralmente", pero inevitablemente el gravísimo error de que no hay actos intrínsecamente malos va acabando con toda la moral. Es la grieta en el dique, que, si no se repara inmediatamente, va causando más y más grietas hasta que el dique entero se desploma. En efecto, aplicado a cualquier pecado, desde el divorcio hasta las relaciones del mismo sexo, pero también el robo, el asesinato, la explotación de los pobres o la pederastia, obliga a reconocer que no podemos decir que eso sea necesariamente malo. Quizá lo sea, pero, probablemente, si lo deseas mucho, mucho, mucho, a fin de cuentas resulte admisible. Frente a los pecados más horribles, lo único que puede decir la Iglesia desde Amoris Laetitia es “depende”, “quizá sea lo que Dios quiere” o “¿quién soy yo para juzgar?”.

Se ha extendido así entre mulititud de clérigos, teólogos y obispos la idea de que la ley de Dios, en lugar de ser perfecta y descanso del alma, en realidad es una pesada carga de la que debemos librarnos. En un curioso brote de neofariseísmo, la función de la Teología Moral y el Magisterio parece ser única y exclusivamente la búsqueda de trucos, excusas y argucias para no tener que cumplir las obligaciones morales que no nos gusten. Como decía Gómez Dávila, se pregonan derechos para poder violar deberes.

Nos encontramos ante el triunfo en la Iglesia de la moral adolescente, basada en el sentimentalismo desbocado, la ausencia de responsabilidad y eslóganes tontorrones como “prohibido prohibir”, “nadie puede decirme lo que tengo que hacer” y “mi caso es especial y no se parece al de nadie más”. Ierusalem desolata est. O, dicho en lengua vernácula, ¡qué bajo hemos caído!

Por desgracia, ante esta gravísima situación de destrucción de la moral católica, la mayoría de los responsables de alzar la voz guardan silencio. Por eso los demás nos vemos en la obligación de hablar, con respeto pero también con firmeza, para defender la fe que nos ha salvado y nos está salvando. Si estos callan, gritarán las piedras.

Recemos mucho por la Iglesia, por el Papa, por el cardenal Fernández y por todos los que, teniendo la obligación de hablar, prefieren callar, para que Dios los ilumine. Y confiemos en que, a pesar de todo, Cristo sigue guiando a su Iglesia y sus palabras no pasarán.

Bruno Moreno

lunes, 17 de marzo de 2025

El P. Spadaro SJ y el nuevo arrianismo (Bruno Moreno)



En este blog y en InfoCatólica en general, hemos señalado en varias ocasiones las preocupantes afirmaciones de algunos de los colaboradores más cercanos del Papa Francisco: desde Mons. Paglia a Mons. Sánchez Sorondo, el cardenal Kasper, el cardenal Hollerich, el (ya casi) cardenal Víctor Manuel Fernández, el nuevo arzobispo de La Plata o los nuevos miembros favorables a la eutanasia, el aborto o los anticonceptivos de la Pontificia Academia para la Vida. Debido a la confusión que suele acompañar a sus palabras, no siempre es fácil decir en qué creen exactamente estos eclesiásticos, pero caben pocas dudas de que esas creencias se apartan sustancialmente de lo que la Iglesia siempre ha enseñado sobre varios temas.

Para completar este elenco de colaboradores, me ha parecido oportuno traer al blog el último artículo del P. Spadaro SJ en el diario italiano Il Fatto Quotidiano. En el artículo, el jesuita y director de La Civilta Cattolica hace gala de lo que podríamos llamar el nuevo arrianismo, que, sin negar expresamente la divinidad de Cristo, lo concibe en la práctica como un mero ser humano, falible y lleno de defectos y limitaciones como los demás hijos de Adán.

El artículo se refiere al Evangelio del pasado domingo, en el que se relata el episodio de la curación por nuestro Señor de la hija de una mujer cananea, que estaba atormentada por un demonio. En el texto evangélico, se describe cómo Jesús se hace de rogar antes de concederle a la mujer lo que pide, algo que la Tradición de la Iglesia siempre ha interpretado como un ejemplo de la pedagogía de Jesús, que quiere suscitar una mayor fe en la cananea. Como decía San Agustín, Cristo actuó así con ella “no para negarle su misericordia, sino para encender su deseo”.

La escena que nos pinta Spadaro, en cambio, es completamente diferente. Cuando la mujer le suplica, “Jesús permanece indiferente” ante el asombro de sus discípulos. “A Jesús no le importa” y le da a la cananea una “respuesta airada e insensible”, en la que se manifiesta que “la dureza del Maestro es inquebrantable”, porque “Jesús hace de teólogo” (algo que, en el vocabulario de Spadaro, es netamente negativo) y considera que “la misericordia no es para ella”.

Por si esto fuera poco, cuando la cananea dice “¡Señor, ayúdame!”, reconociendo así su autoridad, Jesús “responde de manera burlona e irrespetuosa hacia esa pobre mujer”, con “una caída de tono, de estilo y de humanidad”. Según Spadaro, “Jesús parece cegado por el nacionalismo y el rigorismo teológico”. No hay aquí una pedagogía de Jesús, como en la interpretación de los padres de la Iglesia, sino más bien una manifestación de graves defectos y limitaciones del propio Jesús, por contagio de su tiempo, que le impiden responder con misericordia.

Ante esa falta de humanidad de Jesús, las palabras de la cananea, diciendo con humildad que también los perritos comen los mendrugos que caen de la mesa de sus amos, lo cambian todo. Son “pocas palabras, pero bien planteadas y capaces de trastornar la rigidez de Jesús, de confundirlo, de ‘convertirlo‘ a sí mismo”.

Es decir, aunque la hija es curada por Jesús, la verdadera salvadora es la mujer, porque “también Jesús aparece curado y al final se muestra libre de la rigidez de los elementos teológicos, políticos y culturales dominantes de su tiempo”. Era Jesús el que necesitaba ser curado de algo mucho más grave y, cuando recibe esa curación y “le da la razón” a la mujer pagana, ese hecho es “la semilla de una revolución”.

La explicación de Spadaro es, evidentemente, opuesta a la que siempre ha dado la Iglesia. En lugar de aparecer como Maestro, Jesús aparece como discípulo; en lugar de liberar, es liberado de su rigidez; en lugar de suscitar la fe y la conversión en la cananea, es Jesús el que necesita convertirse; en lugar de ser el Amor mismo hecho carne, Jesús actúa de forma burlona, irrespetuosa, indiferente y airada; en lugar de ser la Verdad encarnada, muestra que es un hombre equivocado y “cegado” más, que al final tiene que dar la razón a la mujer; en vez de ser el único que conoce al Padre y nos lo revela, “hace de teólogo” y mete la pata hasta el fondo; en lugar de ser el Logos mismo, la sabiduría divina y eterna, Cristo comparte los prejuicios de su tiempo hasta que una mujer le saca de ellos y consigue que, por fin, opine lo mismo que el P. Spadaro.

En ningún momento se dice que Jesús no sea Dios, pero, en la práctica, tal como lo entiende el P. Spadaro, no hay nada de divino en Él: es pecador, ignorante, obstinado, rígido, mundano, inhumano, necesitado de conversión y un ciego que guía a otros ciegos. Se consigue así un criterio perfecto para desechar todo lo que resulta incómodo o demasiado poco moderno del Evangelio, atribuyéndolo simplemente a cosas en las que Jesús se equivocó, “cegado” por la mentalidad de su tiempo, algo que nosotros podemos juzgar con la ventaja de vivir en una época mucho mejor que la suya.

Desgraciadamente, esta idea no es algo aislado ni mucho menos exclusivo del célebre jesuita. En esencia es lo mismo por lo que, en pontificados anteriores, fueron condenados o desautorizados Pagola, Queiruga, Arregui, Küng, Boff, Jon Sobrino y tantos otros hasta llegar a Loisy o Tyrrell. El nuevo arrianismo, en efecto, es hijo del modernismo y no se coloca en el terreno racional de las afirmaciones dogmáticas, sino en el terreno puramente emotivo de lo que se sugiere y se da a entender (siempre contra la fe y a favor del mundo), la omisión sistemática de la divinidad de Cristo y todo elemento sobrenatural del Evangelio, la increencia práctica, el sentimiento de superioridad sobre todo lo antiguo y la risita satisfecha y engreída frente a la Tradición y la fe de los fieles.

El resultado, como puede verse en el artículo en cuestión, es bastante pobre, contradictorio y a menudo ridículo. Al menos yo no he podido evitar reírme al ver que el P. Spadaro atribuye a Cristo precisamente las cosas de las que acusa a sus enemigos, como la rigidez o la fidelidad a las verdades teológicas. Soy tan viejo que aún recuerdo tiempos en que ser comparado con Cristo era un elogio, pero parece que ahora hay otros estándares.

La falta de coherencia y racionalidad del nuevo arrianismo del P. Spadaro y compañía, sin embargo, hace que sea aún más disolvente que el antiguo y mucho más peligroso, porque no se sujeta a nada exterior a él, incluida la razón. La Tradición, la Escritura y el Magisterio solo tienen valor para estos autores en cuanto se puedan retorcer para adaptarse a la mentalidad modernista y resultan irrelevantes cuando obviamente se oponen a esa mentalidad. Se trata de una nueva fe, irracional y dogmática, para la cual lo nuevo y progresista siempre es mejor que lo antiguo y todo, absolutamente todo, incluido el mismo Jesucristo, debe hincar la rodilla ante la posmodernidad salvadora y omnisciente.

Bruno Moreno

viernes, 14 de marzo de 2025

¿Tiene algún sentido no comer carne los viernes de Cuaresma?



De los cinco mandamientos de la Iglesia, el que habla de “ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Santa Madre Iglesia”, es probablemente el más desconocido, despreciado e ignorado de todos. Dudo que una encuesta en España entre restaurantes, cafeterías, mercados o servicios de comida a domicilio revelase una gran diferencia entre el consumo de carne los viernes de cuaresma y el resto del año. Hace un par de años, fui de convivencias con la parroquia durante la Cuaresma a una casa regentada por religiosos y, el viernes, nos pusieron para comer muslitos de pollo.

¿Por qué sucede esto? Generalmente, cuando una norma o un mandamiento son olvidados o despreciados de forma casi universal, se debe a una de dos causas: o bien se trata de una norma obsoleta, que ya no tiene sentido en el tiempo actual, o bien sucede exactamente lo contrario, la norma pone el dedo donde más duele y, por eso, se evita. Creo que conviene que intentemos discernir a cuál de los dos casos corresponde la abstinencia de carne los viernes de Cuaresma.

A mi juicio, el problema fundamental que impide comprender adecuadamente este tema ya existía en tiempos de San Pablo: es la obsesión con la ley. Si lo importante de esto para nosotros es, ante todo, cumplir o no cumplir un precepto, no entenderemos nada. Si sólo se trata de marcar con una crucecita otra obligación cumplida, para que podamos estar tranquilos, estamos engañándonos a nosotros mismos.

No comer carne los viernes de Cuaresma simplemente porque está mandado y quedarnos ahí apenas tiene valor. Dios no gana nada con que comamos merluza en lugar de ternera, porque no tiene acciones de pescaderías ni está obsesionado por el colesterol. Es como si alguien dijera, con respecto al 7º mandamiento: “yo no robo nunca, así que soy un buen cristiano”, a la vez que tiene el corazón totalmente esclavizado por el dinero y sólo piensa en ganar más todos los días de su vida. Se estaría engañando, porque Dios lo que quiere es su corazón, su vida entera. No podemos negociar con Dios y decirle: “Yo hago esto por ti, pero luego me dejas en paz para que viva mi vida”.

Este engaño de limitarnos a la letra de la ley, sin embargo, no se limita a las personas cumplidoras que se abstienen de carne. Generalmente, los que desprecian esta práctica caen en lo mismo. Las objeciones más habituales a la abstinencia de carne los viernes de cuaresma son: ¿Y si alguien no come carne y se da un banquetazo con una mariscada? Y, si a mí me encanta el pescado ¿no es una tontería que coma pescado en lugar de carne? Estas preguntas llevan implícita la convicción de que lo único importante es la materialidad de comer o no comer carne, pero lo que nos pide la Iglesia es muchísimo más que eso. Quien se quede ahí, ya sea para hacerlo o para no hacerlo, no ha entendido nada.

La abstinencia de carne es, ante todo, un signo que nos regala la Iglesia, que nos recuerda que estamos en un momento de gracia, en la Cuaresma. Nos despierta de nuestro letargo, para que no se nos pase este tiempo maravilloso de conversión sin pena ni gloria, porque quizá sea la última Cuaresma que vivamos, quizá no tengamos otro momento para volvernos a Dios. Y es un signo especialmente útil, porque no se queda en el templo, como las vestiduras moradas o la falta del “Aleluya”, sino que se mete en nuestra casa, en nuestra vida, porque la conversión cambia el corazón, es decir, la vida entera y absolutamente todos los segundos de nuestra existencia.

Y parece que, a pesar de todo, cumple su cometido, porque, de otro modo, no estaríamos hablando de esto. Todos los viernes del año, la Iglesia nos recomienda recordar la pasión de Cristo para convertirnos, pero yo diría que son poquísimos los cristianos que se acuerdan de ello. En cambio, en Cuaresma, la obligación de abstenernos de carne los viernes es un recordatorio de que estos días son especiales, que no podemos seguir en nuestros mismos pecados, siendo los mismos hombres viejos, comiendo y bebiendo y esperando la muerte.

La abstinencia tiene también otra utilidad: es un clavo que la Iglesia pone en nuestro sofá, es una señal de peligro que nos avisa de nuestro aburguesamiento. La pequeña incomodidad de no comernos esas lonchas de jamón pata negra que acabamos de comprar nos puede recordar que es Dios quien nos da lo que necesitamos para vivir. Así podremos decir con más sinceridad “Danos hoy nuestro pan de cada día”, en lugar de pensar secretamente que es nuestro esfuerzo el que verdaderamente se gana el pan de cada día. Tener que renunciar a alguna cosa que nos gusta debería mostrarnos también en nuestra propia carne una pequeña parte del sufrimiento de aquellos que apenas tienen que comer y que son hermanos nuestros.

Además, la abstinencia, si se vive adecuadamente, puede ser una preciosa catequesis familiar, en la que la familia entera vive ese signo cuaresmal, de forma comunitaria, como una iglesia doméstica. El padre puede mencionarlo en la bendición de la mesa e incluso puede aprovechar para dar una breve catequesis sobre la cuaresma a los hijos que van a comer pescado. Así, los hijos verán que la Cuaresma no es de esas cosas que los padres dicen pero no cumplen, como cruzar las calles por el paso de zebra. De forma similar, es también un signo externo, una forma de dar testimonio del cristianismo si coincide una comida de trabajo o familiar.

Por otra parte, la abstinencia es una puerta muy baja, como la de la basílica de Belén. Es un gesto de humildad, de obediencia a nuestra Madre y no a nuestros propios criterios. Nos obliga a ajustarnos a los planes de la Iglesia, que no son los nuestros, aunque sea en un detalle sin importancia. Esto es quizá, lo que más molesta de la abstinencia, el hecho de tener que obedecer en lugar de ser como Dios y hacer siempre y en todo lo que nos da la gana. Sólo este pequeño detalle haría ya que no comer carne los viernes de Cuaresma mereciera la pena. Pocas cosas hay que necesitemos más que la humildad.

Finalmente, la abstinencia es una flecha que señala más allá de sí misma. Si nos quedamos en simplemente cambiar el menú, apenas habremos hecho nada. La abstinencia, como todos los signos y prácticas de Cuaresma, señala hacia Cristo y hacia la Pascua. Abre nuestro apetito de disfrutar del cordero pascual, que es Jesucristo, y de celebrar la noche santa de su Resurrección. Ojalá lleguemos todos a esa noche con un hambre voraz de recibir el Cuerpo glorioso del Resucitado, que es la única verdadera medicina de inmortalidad.

Bruno Moreno

martes, 11 de marzo de 2025

La popularidad de la ceniza (BRUNO MORENO)



El otro día leí en algún sitio que un sacerdote se quejaba de la popularidad del Miércoles de Ceniza. Con razón, señalaba que cualquier domingo de Cuaresma es más importante que el Miércoles de Ceniza y se preguntaba por qué iba más gente a recibir la ceniza el miércoles que a Misa esos domingos.

Por supuesto, no es mi intención criticar al sacerdote, que tenía razón y, además, si no recuerdo mal, era ortodoxo y benemérito. Hablando en general, sin embargo, me llama la atención que justo cuando la Iglesia se declaró a sí misma “experta en humanidad” (cf. Populorum progressio, Pablo VI), los clérigos parezcan haber perdido cualquier conocimiento de lo que es la naturaleza humana.

La respuesta de la pregunta que se hacía el sacerdote es muy sencilla: a los fieles nos encantan los sacramentales. Puede que muchos no sepan siquiera lo que son los sacramentales, pero lo cierto es que nos encantan y notamos con desazón su intencionada ausencia desde hace muchas décadas. Tenemos hambre de sacramentales.

Los cristianos no somos ángeles, sino seres humanos, con cuerpo y alma, así que, comprensiblemente, nos gustan las cosas materiales que podemos ver y tocar. Tenemos, en ese sentido, predilección por lo concreto sobre lo abstracto e, instintivamente, sabemos desde pequeñitos que se puede llegar a lo invisible e intangible a través de lo visible y lo que se puede tocar.

Testarudamente, a los fieles nos gusta el sacramental de la ceniza, como signo de penitencia y conversión, de que somos polvo y al polvo volveremos. Nos encantan el agua bendita abundante y el incienso generoso, aunque parece que los curas paguen ambas cosas de su bolsillo, a juzgar por lo cicateros que a menudo son con ellas. Nos gustan los ramos del Domingo de Ramos, las campanillas en el canto del gloria, la postración el Viernes Santo, las luces de la vigilia pascual, los belenes en Navidad y los monaguillos siempre.

Diga lo que diga el Papa, a los fieles nos gusta que los ornamentos litúrgicos sean de la mayor calidad posible, porque el sensus fidei del fiel más analfabeto entiende que solo lo mejor es apropiado para el culto a Dios. Nos gusta la liturgia bien cuidada, los cantos dignos y que los cálices, copones y patenas sean de metales preciosos y no de barro, ya que en ellos se recogen el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Nos gustan las flores hermosas y abundantes en honor a la realeza de Cristo y a la hermosura de nuestra Señora. Nos gustan los lampadarios y las velas de verdad, no las bombillas eléctricas.

A diferencia de los encargados de diseñar los templos modernos, los católicos de a pie apreciamos muchísimo las iglesias bonitas, que parecen iglesias y no fábricas o monstruosidades de cemento. Lejos de los minimalismos de moda, que no revelan más que una pavorosa falta de fe, alimentamos nuestra piedad con iconos, imágenes y mosaicos que sean piadosos y nos hablen de Dios, de nuestra Señora, de los santos y de los misterios de la salvación, porque una nube de testigos nos rodea. Nos gusta que los sacerdotes vistan como sacerdotes y que los religiosos y las monjas lleven su hábito, para que su misma vestimenta nos recuerde que son del todo de Dios y nos hable del cielo.

Disfrutamos cuando se bendicen medallas, casas, coches, animales e imágenes y, en general, nos gustaría que los sacerdotes bendijeran mucho más, porque hemos sido llamados a heredar una bendición. Nos gusta el crisma perfumado, nos gustaría ver bautismos durante la Misa de los domingos, que nos recuerden el nuestro, y nos gustaba la sal que se daba a los que se bautizaban, antes de que dejara de hacerse. Nos gusta besar la cruz y tocar con los dedos las cuentas del rosario. Nos gustan los santuarios, que conmemoran las acciones y los milagros que Dios ha hecho y sigue haciendo en la historia de la salvación. Nos gustan las procesiones y las peregrinaciones, porque, como dice el salmista, peregrino soy sobre la tierra.

Como es lógico, cada fiel en particular tendrá sus preferencias, pero, en conjunto, nos gustan esas cosas. Y es bueno y justo que nos gusten, porque Cristo no nos dijo “buscadme en el vacío”, sino que se encarnó por nosotros, se hizo carne de nuestra carne, para que se le pudiera ver, oír y tocar. Nuestra religión es esencialmente sacramental. Somos católicos y sabemos que nuestro cuerpo, que se ha santificado a través de esos sacramentales, un día resucitará.

A quien no le gusta todo eso, aparentemente, es a un gran número de clérigos, que se han empeñado en que los sacramentales caigan en desuso, los sustituyen por el feísmo, el minimalismo o el pobrismo, los cambian por abstracciones y consignas, los usan a regañadientes, los desprecian o, simplemente, son incapaces de entenderlos. Una vez más, se cumple que Dios ha ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las ha revelado a los pequeños.
 
Bruno Moreno

martes, 4 de marzo de 2025

La muerte súbita



Un tío mío contaba una anécdota que siempre me llamó mucho la atención. En cierta ocasión, varios compañeros de trabajo se habían puesto a hablar y la conversación, de alguna manera, recayó en cómo le gustaría a cada uno morirse. Hablaron varios, que fueron comentando lo habitual con ligeras variantes, hasta que llegó uno que se limitó a decir: “yo le he pedido a Dios una muerte lenta y dolorosa, para que me dé tiempo a arrepentirme de mis pecados”. La conversación terminó ahí, claro, y todos se quedaron en silencio y con la boca abierta. A fin de cuentas, quien más, quien menos, si los demás le habían pedido algo a Dios era no morirse nunca.

Siempre me acuerdo de esta anécdota al hablar de la muerte, porque lo cierto es que se ha producido un cambio asombroso en la forma de considerar la muerte entre los católicos. Si hiciéramos una encuesta o preguntáramos al azar a los católicos que salen de Misa de doce, la respuesta más frecuente sería el deseo de una muerte rápida, sin darse cuenta, a ser posible durante el sueño y, por supuesto, sin ningún dolor. Es algo tan asumido y generalizado que no creo que nadie se sorprenda por ello.

Digo que el cambio ha sido asombroso, sin embargo, porque esa muerte ideal de los católicos actuales fue siempre la peor pesadilla de los católicos de épocas anteriores. Basta consultar misales o devocionarios antiguos para encontrar en todos ellos la petición clásica: a morte subitanea et improvisa, liberanos Domine. De la muerte súbita e imprevista, líbranos, Señor. ¡La muerte ideal del católico medio actual era uno de los grandes males de los que se pedía a Dios que nos librara!

En el pasado, la costumbre moderna de no pensar en la muerte, no hablar de ella y hacer como si no existiera se consideraba algo propio de los peores inconscientes y los pecadores endurecidos. En efecto, el memento mori, el recordatorio de la muerte, era constante en el arte, los monumentos públicos, la literatura y la predicación. Los predicadores advertían con gran frecuencia de la necesidad de ser conscientes de que uno iba a morir y, por lo tanto, de convertirse ya, sin esperar a mañana, precisamente por el peligro de la muerte repentina, que privaría al pecador de la última oportunidad de conversión y arrepentimiento. Los libros dedicados al “arte de bien morir”, como el de San Roberto Belarmino, eran algunos de los tratados espirituales más leídos y difundidos.

Asimismo, el sufrimiento que suele acompañar a la muerte se consideraba una penitencia saludable para el alma, generalmente muy necesitada de ella. El ejemplo de los santos mostraba que, si bien la muerte era un trance difícil, el cristiano no debía huir de ella, sino afrontarla cara a cara. San Francisco, por ejemplo, poco antes de morir le decía al médico: “hermano, dime la verdad; no soy un cobarde que teme a la muerte. El Señor, por su gracia y misericordia me ha unido tan estrechamente a Él, que me siento tan feliz de vivir como de morir”. En efecto, a pesar de los sufrimientos que le ocasionaba su enfermedad, murió alabando a Dios con sus hermanos frailes, escuchando la lectura de la Pasión según San Juan y dando la bienvenida a la “hermana muerte”.

¿Cómo es posible que, siendo esa la tradición cristiana, en la actualidad la inmensa mayoría de los católicos tengan una actitud completamente distinta ante la muerte? Es evidente que vivimos en una época blandita y apóstata, que no tiene respuesta para la muerte y, por lo tanto, prefiere hacer como si esa muerte no existiese. Eso no es difícil de entender: el Mundo es mundo y se dedica a sus mundanidades. Tampoco sorprende que muchos católicos se vean influidos y seducidos por el ambiente, como la semilla que crece entre espinos.

Lo extraño, lo indignante y lo triste es que la misma predicación de la Iglesia sobre este tema parece haberse adaptado en gran medida a las sensibilidades mundanas. Prácticamente nunca se habla en las homilías de la muerte y, si se hace, es de forma eufemística, como un paso inmediato y automático al cielo. Prácticamente nunca se recuerda a los fieles que van a morir y deben prepararse para el momento crucial de la muerte. Prácticamente nunca se habla, por supuesto, del valor salvífico del sufrimiento unido a la Cruz de Cristo. Prácticamente nadie pide a Dios que le libre de la muerte súbita e imprevista. La mayoría de los católicos muere sin un sacerdote a su lado, en parte porque los clérigos están muy ocupados en otras cosas y en parte porque los familiares ya no ven la necesidad y prefieren que el enfermo sea sedado hasta la muerte.

Como resultado, los católicos se han hecho indistinguibles de los paganos también en este aspecto: desean la muerte súbita, temen más al sufrimiento que al pecado, engañan a los enfermos para que no sepan que se están muriendo y gran parte de ellos miran con buenos ojos la eutanasia que proporciona esa deseada muerte súbita e indolora (incluidos, para mayor vergüenza, varios miembros de la nueva Pontificia Academia Vaticana para la Vida). La sal se ha vuelto sosa y para nada vale ya.

Dios tenga misericordia de nosotros, nos enseñe a mirar cristianamente la muerte y, si es su voluntad, nos dé la gracia de librarnos de la muerte súbita e imprevista, para que podamos arrepentirnos de nuestros pecados y morir bendiciendo a Dios, como mueren los santos.

Bruno Moreno

lunes, 10 de febrero de 2025

Trump y el espinazo de la modernidad



Parece que el presidente Trump nos despierta cada día con alguna nueva iniciativa, cada una más sorprendente que la anterior, desde la eliminación de organismos de subsidios turbios y la deportación de inmigrantes ilegales a la creación de un departamento de eficiencia gubernamental (un oxímoron donde los haya) o la marcha atrás en temas de transexualidad. Sus iniciativas y planes, además, no se limitan al interior de los Estados Unidos, sino que afectan a lugares tan dispares como Groenlandia, Gaza, Canadá, México o Panamá.

Sus enemigos políticos no esperaban esta vorágine de medidas y la nueva situación les ha pillado con el pie cambiado. Lo que más me interesa a mí, sin embargo, es la reacción de los católicos. Algunos están (con cierta razón) encantados con Trump y consideran desleal o desagradecido oponerle cualquier crítica. Otros (también con cierta razón) se empeñan en señalar que, en muchas cosas, las políticas de Trump y su conducta personal se apartan considerablemente de la moral católica, por lo que cualquier católico debe condenar públicamente al personaje.

A pesar de tener ambos su parte de razón, como ya he dicho, creo que ni unos ni otros aciertan en el diagnóstico general. Y tampoco lo hacen los que piensan que la verdad está en el término medio. Lo cierto es que la importancia de Trump no está en sus políticas concretas, algunas de las cuales son estupendas y otras absurdas o inmorales. Es necesario ir más allá. Lo importante de Trump es que es una señal, un signo de victoria que, de un solo golpe, ha roto el espinazo de la modernidad.

Me explico. La esencia de la modernidad, su ideología fundamental o, mejor dicho, su religión oficial es el progresismo. Se trata de una religión implícita e inconsciente para la gran mayoría de sus adeptos, pero no por eso menos real. Esa es la razón por la que izquierdas y derechas, conservadores o progresistas, ecologistas o nacionalistas, a la postre coinciden en promover o al menos conservar siempre el progresismo. Sus diferencias son meramente de detalle, envoltorios distintos para atraer a los diversos grupos o velocidades diferentes en una misma y única dirección.

El progresismo, a su vez, tiene un único dogma fundamental, que es el progreso continuo: lo nuevo siempre es mejor que lo viejo, hoy siempre es mejor que ayer, los hijos siempre saben más que los padres y los nietos más que los hijos. Eso es lo determinante y no los detalles. En concreto y en cada momento, lo “progresista” puede ser cualquier cosa e incluso lo contrario que lo progresista de ayer, porque lo que importa no es la cosa en sí, sino el mero hecho de ser lo nuevo, de ser un progreso, de diferenciarse del pasado.

La modernidad considera que, por su propia naturaleza, ese progreso es imparable e irreversible. A fin de cuentas, ¿quién querría retroceder, involucionar y volver al pasado, que es la suma de todos los males? Solo un loco o un malvado y esas son las categorías en las que se encuadra a cualquiera que rechace el último progreso inventado hace tres días. Los locos y los malvados enemigos del progreso deben ser, y generalmente son, acallados y marginados de la sociedad, de las instituciones y de todos los grupos sociales (incluidos los religiosos) implacablemente.

La mejor muestra de lo debilitado moral e intelectualmente que está Occidente es que durante décadas y décadas ha soportado este despropósito irracional y evidentemente manejado (o al menos aprovechado) por élites sin escrúpulos. Lo mismo, pero de forma más sangrante aún, se puede decir de una gran parte de los católicos, incluida la jerarquía, que se han rendido con armas y bagajes a la religión anticatólica del nuevo imperio mundial y le ofrecen alegremente incienso en toda ocasión. Como la clase política, unánimemente progresista, se ha asegurado además de debilitar también la familia, que era el otro ámbito de resistencia que quedaba, el dominio de la modernidad y su religión oficial ha sido casi absoluto durante toda mi vida.

En los últimos cincuenta o sesenta años no ha habido verdadera resistencia contra el progresismo, porque prácticamente el mundo entero se ha rendido o se ha pasado con entusiasmo al bando progresista vencedor. Inesperadamente, sin embargo, el más insólito campeón se ha presentado a hacer batalla: un setentón amigo del dinero, de moralidad dudosa, muy dado a las fanfarronadas y, además, con un historial político reducido y bastante decepcionante. En su contra, la práctica totalidad de la clase política mundial, la práctica totalidad de los medios de comunicación y, en apariencia, la práctica totalidad de la población de Occidente.

Más inesperadamente aún, el campeón setentón ha vencido arrolladoramente y, en vez de desaprovechar su victoria como hizo la vez anterior, la ha emprendido a mandoble limpio contra el edificio progresista en su país como si no hubiera mañana. Diversos “progresos” que parecían intocables y nadie se atrevía a cuestionar seriamente, sobre diversidad, transexualidad, multiculturalidad, fronteras abiertas y otros, han sido borrados de la faz de la tierra con una simple firma. Esto es un golpe terrible no tanto por su materialidad, porque las conquistas progresistas son legión y su eliminación requerirá décadas o siglos, sino por su carácter de signo visible: el progresismo, lejos de ser irreversible, se derrumba a poco que se le haga frente. Es posible y conveniente volver atrás en muchas cosas, en las que el camino tomado era claramente erróneo. El rey estaba desnudo, el gigante tenía los pies de barro y su aura de invencibilidad ha desaparecido, porque un estrafalario político norteamericano ha bailado sobre sus ruinas. El espinazo de la modernidad se ha roto.

En efecto, las fuerzas progresistas, al menos por el momento, parecen estar en desbandada y, para mayor humillación, se ha demostrado que su poder necesitaba apoyarse en una tupida trama de subvenciones ocultas. Sin ellas no tienen ninguna fuerza. Sin la percepción de que es invencible y cuando se corta el caudal interminable de dinero, el progresismo se disipa como un mal sueño. Los reyes, los ejércitos van huyendo, van huyendo; las mujeres reparten el botín.

Algo parecido han conseguido otros campeones menores, como Miléi, Bukele, en menor medida Orban y alguno más, cada uno a su estilo. La mayoría de ellos con grandes defectos personales o en cuanto a sus políticas concretas. De hecho, al igual que Trump, todos están más o menos infectados de progresismo, porque apenas hay nadie hoy que no lo esté. Por eso no hay nada de extraño en que muchas de sus políticas sean erradas, disparatadas o inmorales. ¿Cómo no van a serlo, si también ellos son progresistas? Pero lo importante es que, ellos también, han mostrado en sus países que el progresismo ateo, relativista, inmoral y anticatólico no es irreversible. No lo es y ese pequeño triunfo basta para cambiarlo todo.

Aunque sea doloroso, hay que señalar que, debido a la postración actual de la Iglesia, ninguno de esos campeones es católico. Hoy estamos humillados por toda la tierra a causa de nuestros pecados. Por eso el campeón de la lucha contra el progresismo no ha podido ser un San Luis, un Carlomagno y ni siquiera un Constantino, porque de haberlo sido se habría tenido que enfrentar con toda probabilidad a la misma jerarquía católica. Tampoco ha podido serlo un gran teólogo, un San Agustín o un Santo Tomás. Porque nos lo merecemos, Dios nos ha dado la humillación de que los vencedores hayan sido otros, cuando era a la Iglesia a la que le tocaba por vocación liderar la lucha contra la hidra progresista y anticatólica. Como consuelo podemos fijarnos en que varios de los colaboradores cercanos de esos líderes son católicos, pero en conjunto, hay que reconocerlo, el catolicismo no ha estado a la altura.

En cualquier caso, el colmo de lo inesperado es que gran parte de la población norteamericana parece estar encantada con lo que está haciendo Trump, al igual que sucede, mutatis mutandis, en El Salvador, Argentina, Hungría et al. Y también en la población de otros países que mira a estos con apenas disimulada envidia. La reacción más frecuente ha sido el alivio: ya no hay que fingir que uno cree cien cosas imposibles y absurdas antes del desayuno, que los hombres son mujeres y las mujeres hombres, que la emergencia climática acabará con todos nosotros a pesar de que las predicciones al respecto no se cumplen nunca, que los delincuentes son honrados y los hombres honrados son el problema, que todo lo antiguo fue malo y todo lo nuevo es bueno por el hecho de ser nuevo, y un larguísimo etcétera. Lejos de ser algo inevitable e irrefutable, la cosmovisión progresista es claramente absurda y contradictoria y solo se puede mantener en el cerebro a base de una vigilancia política, legal, mediática y moral constante. Cuando la vigilancia cesa, los hombres normales rechazan ese absurdo.

Todo esto, sin embargo, no es la victoria, sino más bien un punto de inflexión en la batalla. Ni Trump ni sus versiones en otros países son en ningún sentido soluciones permanentes ni la victoria final puede venir de meras políticas humanas. Lo que se ha producido es, simplemente, un toque de trompeta esperanzador, que nos anuncia que no hace falta seguir huyendo, que la bestia no es invencible, que la victoria es posible y, para nosotros los católicos, que la fe y la moral de la Iglesia no son una carga obsoleta y oscurantista de la que convenga desembarazarse. Nada más y nada menos que eso.

Queda saber cómo vamos a reaccionar más allá del alivio inicial. El progresismo parece estar en desbandada, pero no sabemos si esta situación durará. ¿Retomaremos la iniciativa que hace tanto tiempo que habíamos perdido? ¿Aprovecharemos la victoria del insólito campeón norteamericano y sus no menos insólitos adláteres de otros países? ¿Osaremos dar el golpe de gracia a la bestia herida y, al menos por el momento, paralizada? ¿O seremos lo suficientemente estúpidos como para desaprovechar la ocasión, dejando que el progresismo se convierta de nuevo en el amo de Occidente? Hemos probado la libertad, ¿volveremos a la esclavitud de una ideología inhumana e irracional? Ante todo, ¿sabrá la Iglesia recuperar convicción de que solo Cristo tiene palabras de vida eterna y de que sus palabras no pasarán? El tiempo lo dirá.

Bruno Moreno

domingo, 9 de febrero de 2025

La causa de Cristo siempre está en su última agonía



Por alguna extraña razón, las verdades más terribles de nuestra religión siempre me consuelan de una forma especial en mi debilidad. El pecado original, las infidelidades de Israel, la agonía y la muerte de Cristo, la traición de Pedro y los apóstoles, los innumerables pecados de clérigos y seglares en la historia de la Iglesia y el Juicio Final siempre han sido para mí una garantía de que la fe católica es cierta y no una teoría humana más o menos placentera, una mera ideología que somete la realidad a moldes estrechos y falsos.

Es cierto, soy débil, pecador, inconstante, necio y nada de fiar, pero precisamente por eso, cuando soy débil, entonces soy fuerte. Porque la salvación no depende de mí, sino de Cristo, que ha vencido al mundo. Es cierto, la Iglesia es un desastre, sus dirigentes a menudo parecen empeñados en destruirla, sus soldados rehúyen la batalla, sus santos escasean y da la impresión de que hasta sus vírgenes se han dormido. Pero sabiendo que esto había de suceder, Cristo la amó y se entregó por ella, para santificarla.

Con el deseo de animar a los lectores en estos tiempos difíciles, traduzco para el blog un pequeño texto de Newman (de sus tiempos anglicanos) en el que el gran cardenal hablaba de estas cosas. La Iglesia siempre ha sido un desastre y siempre lo será hasta el último día. Por supuesto, esto no quita gravedad a la situación actual, pero sí nos da una perspectiva diferente, de eternidad. Poned los ojos en las cosas de arriba y no en las de la tierra.

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En verdad, cuando analizamos toda la historia del cristianismo desde el principio, encontramos que no es más que una serie de problemas y desórdenes.
Cada siglo es como los demás, pero, para aquellos que viven en él, parece peor que todos los tiempos anteriores. La Iglesia siempre está enferma y permanentemente débil, llevando siempre en su cuerpo el morir de Jesús, de modo que se manifieste también en su cuerpo la vida de Jesús.

Siempre parece que la religión está a punto de perecer, que los cismas triunfan, que la luz de la Verdad se apaga y que sus defensores huyen derrotados. La causa de Cristo siempre está en su última agonía, como si solo fuera cuestión de tiempo que sea definitivamente derrotada uno de estos días. Los santos siempre están desapareciendo de la tierra y Cristo siempre está llegando. De este modo, el Día del Juicio está literalmente a las puertas y es nuestro deber estar esperándolo siempre, sin desanimarnos por haber dicho tantas veces “ahora es el momento", antes de que, en el último momento, contra lo que esperábamos, la Verdad vuelva a levantar la cabeza.

Esa es la Voluntad de Dios al reunir a sus elegidos, primero uno y luego otro, poco a poco, en los días soleados entre tormenta y tormenta o arrebatándolos de las garras del mal, incluso cuando las olas baten con mas furia.

Bien hacen los profetas en exclamar: ¿Cuando llegarán a su término, Señor, estas cosas asombrosas?, ¿Cuánto ha de durar este misterio? ¿Por cuánto tiempo este mundo que perece será conservado por las débiles luces que se esfuerzan por sobrevivir en su atmósfera malsana? Solo Dios sabe el día y la hora cuando se cumplirá lo que ha de pasar, como Él siempre nos advierte. Mientras tanto, nos consuela contemplar lo que ha sucedido en el pasado, para que no desesperemos ni nos desalentemos ni nos angustiemos por los problemas que nos rodean. Siempre ha habido problemas y siempre habrá problemas; son nuestra heredad.

Levantan los ríos su voz, Levantan los ríos su fragor, pero más que la voz de aguas caudalosas, más potente que el oleaje del mar, más potente en el cielo es el Señor.
Beato John Henry Newman, Conferencias sobre el oficio profético de la Iglesia, Conf. 14.

BRUNO MORENO

miércoles, 29 de enero de 2025

La funcionarización de los obispos



Ya hablamos hace tiempo, en un artículo titulado La bananerización del derecho en la Iglesia, de la tendencia preocupante a prescindir del derecho canónico en el ámbito eclesial, cambiándolo por la mera arbitrariedad y dejando indefensos a los fieles. Esa tendencia, por desgracia, parece ir acentuándose cada vez más, en lugar de corregirse, y quizá su aspecto más llamativo sea el peligro de convertir en la práctica a los obispos en meros funcionarios empleados por el Papa.

Durante los últimos doce años, hemos visto cómo los obispos son tratados de forma poco acorde con su condición y prescindiendo de los procesos canónicos pertinentes o incluso de las normas de cortesía más básicas. Esto es muy grave, teniendo en cuenta que se trata de sucesores de los apóstoles, que deben ser tratados como tales. ¿Alguien imagina, por ejemplo, que San Pedro se negara a recibir al apóstol San Felipe cuando este intentara hablarle de cuestiones graves o gravísimas? ¿O que destituyera a Santo Tomás sin explicarle siquiera por qué lo hacía? Desgraciadamente, algo así es lo que parece que ha sucedido numerosas veces en este pontificado.

Basta consultar las hemerotecas para descubrir que ha habido multitud de casos lamentables. Monseñor Rogelio Livieres, obispo de Ciudad del Este (Paraguay), que fue destituido fulminantemente y sin proceso canónico, viajó a Roma para hablar con el Papa y, asombrosamente, no fue recibido por él. El cardenal Zen se vio obligado a publicar artículos en Internet con la esperanza de que llegaran a conocimiento del Papa porque este no quería recibirle. Los cuatro cardenales de los dubia presentaron una cuestión gravísima de fe relativa a Amoris Laetitia y, de nuevo asombrosamente, no recibieron respuesta (dos de ellos han muerto ya). Monseñor Daniel Fernández, obispo de Arecibo (Puerto Rico) fue destituido por el Papa sin proceso canónico por “falta de comunión” (aparentemente, por el simple hecho de negarse a firmar un comunicado de la Conferencia Episcopal sobre las vacunas del COVID con graves errores morales, como por otra parte tenía el derecho y el deber de hacer). El año pasado, monseñor Strickland, obispo de Tyler (Estados Unidos), fue destituido, de nuevo sin ningún proceso canónico. Este mismo año, monseñor Dominique Rey, probablemente el mejor obispo de Francia, cedió por obediencia a las presiones del Papa y aceptó dimitir tres años antes de llegar a la edad prevista para la jubilación, lo que en la práctica constituye una ofensa gratuita y asombrosa (¿tan malo era que resultaba imposible que continuara tres años más?). Recientemente nos hemos enterado de que el cardenal Cipriani ha sido condenado al silencio y a la desaparición de la vida pública sin ser escuchado y ni siquiera permitirle conocer las acusaciones en su contra, contra todos los principios del derecho. A todo esto se suman los casos de desaires y de jubilaciones aceptadas con una prisa indecente, que son aún más numerosos.

Me consta, además, que multitud de obispos tienen miedo de hablar con claridad y procuran mantener un “perfil bajo”, para que no les suceda lo mismo. Se trata de obispos ortodoxos y con un gran amor al papado y a la Iglesia. El mismo cardenal George Pell se sintió obligado a escribir sobre la situación de la Iglesia utilizando el seudónimo de “Demos” (pueblo), como se supo después de su fallecimiento. Basta ver que casi los únicos que hablan con contundencia son obispos jubilados, que ya no tienen nada que temer. Desgraciadamente, este temor no parece afectar a obispos partidarios de posturas claramente heterodoxas, como varios obispos alemanes y de otros lugares.

Se podría alegar que siempre hay que suponer lo mejor del Papa, que tendrá sus razones y que, además, ostenta la autoridad suprema en la Iglesia. Todo eso es cierto, por supuesto, pero cabe señalar que una cosa es un caso aislado, en el que se pueden suponer razones graves y de peso para actuar así, y otra cosa muy distinta es toda esta serie de casos uno detrás de otro de actuaciones sin proceso canónico alguno. La acumulación de casos hace que la impresión de que se está actuando arbitrariamente sea casi inevitable.

En cuanto a suponer lo mejor del Papa, que es una regla de actuación sensata, no podemos olvidar que, en el mismo sentido y por las mismas razones, también habrá que suponer lo mejor de los obispos mencionados. No sería justo suponer lo mejor de uno y no de los otros. Para eso existe precisamente el derecho, para evitar las parcialidades y, si se prescinde de él, es muy fácil caer en la tentación de ser excesivamente laxos con los amigos y excesivamente severos (o directamente injustos) con los enemigos. El hecho de que los obispos disciplinados sean prácticamente siempre los que no le caen bien al Papa o a los amigos del Papa es un indicio de que, en efecto, se ha caído frecuentemente en esta tentación. En sentido inverso, con los “amigos” del Papa parece haber una enorme paciencia, como muestran los ejemplos de Mons. Zanchetta, el cardenal Daneels, Mons. Ricca, el P. Rupnik o los obispos del grupo de McCarrick que han recibido el capelo cardenalicio.

Finalmente, es cierto que el Papa tiene la autoridad suprema en la Iglesia y, por lo tanto, está dentro de su poder condenar a alguien, incluso a un obispo, sin un proceso canónico previo. Sin embargo, que el Papa pueda hacer algo no significa que convenga que lo haga. Prescindir de los principios fundamentales del derecho, de los procesos canónicos y de la transparencia en las decisiones siempre es muy peligroso y, si se toma como forma habitual de actuar, lleva a consecuencias desastrosas y proyecta una imagen nefasta. Más aún que la mujer del césar, el Papa no solo debe ser irreprochable, también debe parecerlo.
Hablar por activa y por pasiva de sinodalidad a la vez que se trata a los obispos como a meros empleados quizá no sea hipócrita, pero sin duda lo parece.
Conviene recordar, por último, el efecto que tiene todo esto en los esfuerzos por promover la unidad con los no católicos. En efecto, con esta forma de actuar se hacen realidad los peores temores de ortodoxos y protestantes. Cuando el Papa actúa como un monarca absolutista, deponiendo obispos a su antojo, ¿cómo no van a temer los ortodoxos que les suceda lo mismo a ellos si vuelven a la Iglesia Católica? Si los protestantes observan que el Papa puede decir cualquier novedad en materia de doctrina y moral sin que nadie se atreva a contradecirle, inmediatamente se confirmarán sus prejuicios de que el “papismo” católico es una religión del Papa y no de la Revelación de Cristo.

Debemos tener siempre en cuenta que, según la fe católica, los obispos no son meros empleados del Papa y la misión de este no debe sustituir ni absorber a la misión de los obispos. Como señaló el Concilio Vaticano II, “los Obispos han sucedido, por institución divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envió”, ejercen con el Papa el “oficio de atar y desatar”, “rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas” y la “potestad que personalmente ejercen en nombre de Cristo es propia, ordinaria e inmediata”.

El Papa no es inmune por su cargo a las tentaciones y despreciar a los obispos, especialmente a los que osan corregirle, puede muy bien ser una de ellas. Para afirmar la autoridad del Papa no hay que rebajar la autoridad de los obispos, porque ambas tienen el mismo origen. Fue el mismo Cristo quien dijo: uno solo es vuestro Maestro y todos vosotros sois hermanos. Como corresponde a auténticos hermanos, el Vicario de Cristo debe tratar con exquisito respeto y caridad fraterna a los que son auténticos vicarios de Cristo en sus diócesis y sucesores de los Apóstoles como él es sucesor de Pedro.

Bruno Moreno

jueves, 23 de enero de 2025

Así es la rosa



“No la toques ya más, que así es la rosa”, dice un feliz verso de Juan Ramón Jiménez. Es un buen consejo, que todo pintor, escritor y artista debería tener muy presente: cuántas veces una pintura, un libro o una obra de arte se estropean porque el autor se empeña en seguir haciendo cambios cuando ya no hay que tocarla más. Así es la rosa y no la vas a mejorar.

El consejo, sin embargo, no vale solo para artistas y los católicos haríamos bien en meditarlo también. En efecto, una tentación que siempre ha estado presente en la historia, pero más que nunca en nuestra época, es la de hacer cambios en la fe para “mejorarla”: quitamos esto, cambiamos un poquito aquello, añadimos esto otro y todo va a quedar mucho mejor, ¿no es cierto?

La amarga experiencia de incontables herejías indica que no, no es cierto. Las modificaciones, sustracciones y añadidos no mejoran la fe, sino que la destruyen. A fin de cuentas, al igual que sucede con las rosas, la fe es un regalo de Dios y no resulta mejorable. No las toques ya más, que así son la fe y la rosa. Cualquier cambio que hagamos en la fe para mejorarla lo único que hace es que sea menos de Dios y, por lo tanto, peor, porque todo don perfecto viene de arriba.

En épocas pasadas, todos los cristianos tenían esto muy claro. Incluso los mismos herejes pretendían, equivocadamente, que ellos eran los que estaban conservando la fe de siempre. Ahora, sin embargo, ha surgido un nuevo tipo de heterodoxia que cambia orgullosamente la fe, en vez de avergonzarse de ello.

En efecto, el criterio, en vez de la fidelidad a Cristo y a su Revelación, parece ser hacer la fe más moderna, más relevante, más agradable al mundo, más políticamente correcta. Hasta donde puedo ver, los que se empeñan en hacer esto fracasan miserablemente, porque nada pasa de moda más rápido que las modas y nada produce mayor vergüenza ajena que el intento de ser modernos a cualquier precio. Lo importante, sin embargo, es que incluso aunque consiguieran su propósito e hicieran la fe más moderna y agradable al mundo, precisamente por eso estarían traicionándola y haciéndola menos divina, menos verdadera y menos salvífica. Como si cambiaran las medicinas por caramelos, más agradables pero sin ningún poder para curar.

Al igual que nuestra Señora, la Rosa Mística perfecta e inmaculada, la fe que vale más que el oro es un regalo perfecto, que nos supera infinitamente y es exactamente lo que necesitamos para curar la herida mortal del pecado y de la muerte que sufrimos. Por eso, la actitud ante ambas, la fe y la Rosa, solo puede ser el asombro agradecido, la admiración y la contemplación que suscitan esas obras maestras que Dios nos ha entregado.

BRUNO MORENO

sábado, 18 de enero de 2025

Pensamiento del día: no te encumbres





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No importa tanto entender
cuanto saber que Dios sabe,
ni tanto lo que uno hace,
cuanto dejar que haga Él.


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No creo que este blog sea sospechoso de despreciar la razón, la dialéctica o el deseo ardiente de conocer y contemplar la Verdad. A eso nos hemos dedicado durante todos estos años, espero que con buenos frutos. La labor de conocer la Verdad, sin embargo, conlleva siempre la tentación de reducir esa Verdad a lo que nosotros hemos conocido de ella, como si el universo entero y el mismo Dios y sus maravillosos designios cupiesen en nuestra cabecita.

Dicho de otra forma, la sana filosofía es buena y verdadera, y los dogmas que profesamos sobre Dios y sus cosas son verdaderos y necesarios, pero en ambos casos hay una distancia infinita entre lo que conocemos y la realidad, que es incomparablemente mayor y más rica que nuestros pobres balbuceos. Si intentamos limitar el esplendor de la Verdad (veritatis splendor) a nuestras torpes ideas, lo que en realidad estamos haciendo es meternos en una cárcel que nosotros mismos hemos fabricado. Dios siempre es más y sus pensamientos son más altos que los nuestros como es más alto el cielo que la tierra.

Por eso, para conocer la Verdad, antes que ninguna otra cosa lo que necesitamos es humildad. Paradójicamente, para llegar más alto tenemos primero que hacernos más pequeños. Como dice el Salmista: Señor, mi corazón no es ambicioso ni mis ojos altaneros. No pretendo grandezas que superan mi capacidad. Ese es el camino, porque, como nos recuerda la parábola del fariseo y el publicano, el que se enaltece, será humillado; y el que se humilla será enaltecido. Siempre me ha impresionado la forma en que Cristo describe la oración del publicano: no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, y, sin embargo, era su oración la que llegaba al cielo y no la del fariseo.

En ese reconocimiento de nuestra pequeñez, nuestra impotencia y nuestra ignorancia, reside una gran paz. Yo no lo sé todo, pero sé que Dios sí lo sabe. Yo a menudo no puedo cambiar las cosas, pero sé que Dios sí puede. El mundo no está en mis manos, pero está en buenas manos, que son las de Dios. No entiendo por qué pasa esto o aquello otro, pero sé que, si pasa, es porque Dios quiere y sé que puedo fiarme de Él porque me ama inmensamente. Es la paz del que se siente tan contento y seguro como un niño en brazos de su madre.

Como Maese Pedro, un personaje de El Quijote, le aconsejaba a su ayudante: “Llaneza, muchacho, no te encumbres, que toda afectación es mala".

BRUNO MORENO

domingo, 12 de enero de 2025

TIEMPO DE REGALOS (Bruno Moreno)



En la época navideña que estamos terminando, tan tradicionales como los polvorones o los villancicos son las advertencias en las homilías contra la obsesión con los regalos y las cosas materiales. Así debe ser, por supuesto, porque nuestro mundo tristemente lo comercializa todo, convirtiéndolo en consumo y reduciéndolo a un intercambio económico. Sin embargo, no puedo evitar pensar que quizá haya algo más profundo en todo esto.

A fin de cuentas, los regalos son algo universal y existen en todas las culturas, naciones y clases sociales. ¿A quién no le gustan los regalos? Esto implica que los regalos tocan muy de cerca la esencia misma del ser humano. De alguna forma, en un regalo hay algo especial, que no se agota en el mero objeto que se regala, porque, como todos sabemos, no es lo mismo comprarse una cosa que recibirla como regalo. Este último suscita una ilusión, causa una sorpresa y tiene una magia que no pueden compararse con una simple compra.

En efecto, hay dos aspectos del regalo que lo hacen especial. En primer lugar, el hecho de que los regalos requieren que el donante emplee su tiempo en pensar el regalo, en conseguirlo, en prepararlo (de ahí la importancia de algo tan inútil como el envoltorio de los regalos) y en darlo. En ese sentido, todo regalo, aunque sea un objeto material, tiene algo de espiritual, de vida entregada por el donante, que se manifiesta en el tiempo que el donante ha empleado en el regalo y que es una parte de su misma vida. Es decir, todo verdadero regalo incluye el amor del que lo da, porque amar es entregar la vida por el otro. En consecuencia, a la recepción de un regalo le corresponde el agradecimiento, porque no tiene otro pago posible.

En segundo lugar, los regalos tienen como elemento característico la gratuidad. Si pago por algo, ya no es un regalo. Lo comprado es lo contrario de un regalo, porque no es gratis. Si lo obtengo por mi esfuerzo, tampoco es un regalo, sino un sueldo, un premio o una conquista. Lo llamativo del regalo es que no lo merecemos. En ese sentido, el regalo tiene una dimensión trascendente, metafísica e incluso inabarcable, que apunta más allá de las leyes habituales de la naturaleza, la economía o el derecho. Por eso, ante un regalo, lo que surge es la sorpresa de algo que no era necesario, a lo que yo no tenía derecho y por lo que no he pagado.

En resumen y según la vieja expresión latina, en última instancia los regalos se dan gratis et amore, gratuitamente y por amor. Esos dos aspectos hacen que cada regalo sea algo especial y, como hemos dicho antes, tocan el corazón de hombres de todas las culturas, naciones y épocas históricas. Los regalos satisfacen una necesidad que tenemos dentro y que no entendemos muy bien, a diferencia de nuestra necesidad de comida, bebida, alojamiento o ropa con que vestirnos.

Esta necesidad, sin embargo, no se ve satisfecha por mucho tiempo al recibir un regalo. No hay nadie en este mundo que diga “ya he recibido un regalo y ya no quiero recibir más”. El deseo de regalos no se sacia y es mucho mayor que cualquier regalo individual y que cualquier cantidad de regalos. Hay una inmensa desproporción entre el deseo y el cumplimiento. De ahí viene esa obsesión con tener más regalos y más cosas materiales, que tan apropiadamente critican los sacerdotes en sus homilías: la gente intenta acumular más y más regalos, especialmente en Navidad, para ver si así satisface de una vez ese deseo infinito, pero siempre sin éxito.

Esto nos indica algo fundamental: si los regalos no bastan, necesariamente tiene que ser porque lo que anhela el ser humano es un gran Regalo con mayúsculas, que no tenga fin y que pueda saciar el vacío inabarcable que hay en nuestro interior. No lo merecemos, porque los regalos no se pueden merecer, pero los seres humanos lo deseamos aquí y en la China, hoy y hace cinco mil años, en las chabolas y en los palacios. Queremos el gran Regalo y nada más nos puede saciar. Hasta que lo recibamos, todos los regalos individuales nos hablarán insistentemente del verdadero Regalo y, si algún día por fin lo descubrimos, todos los pequeños regalos que recibamos después nos lo recordarán.

¿Cuál es ese gran Regalo al que apuntan todos los regalos? ¿Quién nos da ese Regalo, que, como todos los regalos, es un signo de Amor porque supone la entrega de la propia Vida del donante? ¿Quién es capaz de darnos gratis lo que no podemos ganar con todas nuestras fuerzas ni pagar con todo el dinero de la tierra? Estas preguntas solo tienen una respuesta, el verdadero secreto de la Navidad, que el mundo ha olvidado ya.

Ojalá los regalos que hemos recibido en estos días de Navidad, en vez de distraernos y deslumbrarnos, nos hablen al oído del gran Regalo, del que solo son humildes heraldos y misioneros. Como dice un villancico que canta mi familia desde hace años:

La Navidad ha llegado,
tiempo de regalos es,
porque Dios, como regalo,
nos dio al Niño Manuel.

Bruno Moreno