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miércoles, 5 de noviembre de 2025

INFOCATÓLICA

(Del Blog de Bruno Moreno, Espada de doble filo)



La publicación ayer de la nota doctrinal Mater Populi fidelis levantó un gran revuelo y supongo que es bueno que lo hiciera. Los católicos amamos profundamente a nuestra Madre, así que somos muy sensibles ante cualquier cosa que tenga relación con ella, especialmente si puede dar la impresión de que se pretende recortar los honores que se le deben. Como mínimo, la reacción muestra que, en este tema y a favor o en contra, hay muchos que no han caído en la tibieza general.



Hace unos años, escribí un artículo titulado “¿En qué sentido nuestra Señora es Corredentora? y, por lo que leo de la nota doctrinal, lo que dije sigue siendo válido. No cabe duda de que el contenido o sentido de ese título es verdadero y parte de nuestra fe católica. En cambio, la conveniencia o no de utilizarlo o proclamarlo solemnemente como título formal es una cuestión prudencial, que yo no soy competente para decidir y que, gracias a Dios, corresponde a la Iglesia.

Así pues, a grandes rasgos, que la nota doctrinal considere inoportuno utilizar el título de Corredentora no me preocupa especialmente, ya que se refiere precisamente a esa cuestión para la que yo no soy competente. En cambio, otras cosas del documento me resultan más inquietantes, porque, con todo el respeto, tengo la impresión de que se trata de la continuación de una línea que lleva varios años en vigor y que podríamos llamar, en conjunto, el magisterio confuso. Esta forma de ejercer el magisterio, que se está consolidando ya en un segundo pontificado consecutivo, podría distinguirse por varias características que, al menos a mi entender, resultan del todo indeseables.

En primer lugar, el magisterio confuso se caracteriza por la imprecisión sustancial y sistemática, que tradicionalmente ha sido el peor enemigo del magisterio y, por desgracia, en la última década se ha hecho habitual. Recordemos, por ejemplo, el caso de la modificación de la enseñanza del Catecismo sobre la pena de muerte para dejarla más confusa en vez de más clara, algo que es inaudito, mediante el uso del término “inadmisible”, que no tiene un sentido definido en Teología moral, además de afirmaciones mutuamente contradictorias.

Lo mismo sucedió con Amoris laetitia, que logró desactivar a los defensores la doctrina moral tradicional de la Iglesia a base de grandes dosis de confusión, con frases oscuras y ambiguas, las más importantes de las cuales, al parecer, estaban en un pie de página. Todo eso permitía que, el que quisiera engañarse sobre lo que en realidad decía el documento, se engañara y justificara su propia inacción. Casi diez años después, siguen sin responderse las dudas básicas presentadas por cuatro beneméritos cardenales sobre su interpretación. Algo similar puede decirse de Fiducia supplicans, la declaración de Abu Dhabi, Fratelli Tutti y otros documentos.

De un tiempo a estar parte, la precisión en los documentos parece ser el enemigo, en lugar de algo fundamental y necesario, como siempre se consideró en la Iglesia. En ese sentido, resulta irónica una súbita preocupación por la “precisión” en el lenguaje de la que hace gala la nota Mater Populi fidelis, teniendo en cuenta que el gran documento del cardenal Fernández, Fiducia supplicans, se basa úen sembrar la confusión, jugando con bendecir la pareja, pero no bendecir la unión y las bendiciones “pastorales”, pero no “litúrgicas”, como si moralmente no fuera todo lo mismo. ¿Y ahora, de pronto, la precisión y evitar los malentendidos sí que es esencial? ¿Para evitar unos posibles errores que, si de verdad existen en la realidad, son completamente marginales, a diferencia de los relativos a las uniones del mismo sexo? ¿Estos últimos no importan, pero los primeros sí? Colamos el mosquito y nos tragamos el camello.

En segundo lugar, la prudencialización o pastoralización de las declaraciones magisteriales. En lugar de tener un magisterio centrado en la verdad, en la realidad, parece que tenemos un magisterio utilitario, centrado en la cuestión de cuáles van a ser los efectos de que se diga una cosa u otra. En esta última nota, de nuevo, se mencionan, como no podía ser menos, el “esfuerzo ecuménico” y las preocupaciones “pastorales y ecuménicas”. Esto resulta especialmente curioso teniendo en cuenta el golpe casi mortal que dieron las bendiciones de Fiducia supplicans al ecumenismo con los ortodoxos, el grupo más cercano al catolicismo. Podría sospecharse que el ecumenismo solo es importante cuando se produce en sentido mundano.

En cualquier caso, esta tendencia también tiene su origen en Amoris Laetitia, en la cual, contra toda la moral de la Iglesia, se afirmó que no existen los actos intrínsecamente malos y, por lo tanto, todo depende de la situación, las circunstancias y el color con que se mire: todo es prudencial. ¿Se puede adulterar? Depende. ¿Y usar anticonceptivos, tener relaciones del mismo sexo, abortar? Forzosamente, también depende. ¿Y bendecir las uniones del mismo sexo? Depende de si la misma bendición la das “litúrgicamente” o “pastoralmente”, como si eso justificara en lo más mínimo bendecir lo imbendecible.

Aparte de que este enfoque no es católico (al menos según Veritatis splendor y toda la moral anterior de la Iglesia), lo cierto es que, si todo es prudencial, todo es discutible. Por su propia naturaleza, lo prudencial no es objeto de magisterio, sino de decisiones circunstanciales y mutables, que además no pueden hacerse desde arriba, sino que tienen que ser tomadas por el interesado en cada caso concreto. Si la maldad o bondad del adulterio, el divorcio o las relaciones del mismo sexo son cuestiones prudenciales, pueden ser cosas malas en las diócesis africanas y buenas en las alemanas. ¿Por qué no?

La nota dice que “es siempre inoportuno el uso del título de Corredentora para definir la cooperación de María”. Esta afirmación carece de sentido lógico, porque precisamente la oportunidad, por definición, es algo que depende del contexto. No cabe, pues, hablar de “siempre”. Cuando cambian el momento histórico, el lugar, las circunstancias, etc., lo inoportuno puede hacerse oportuno y viceversa. Muchos recordarán el viejo anuncio, que canturreaba “siempre hay un motivo para usar Nivea", pero lo cierto es que no es así, a veces es conveniente usar Nivea y a veces no. Si, según la nota, hoy no es conveniente u oportuno hablar de que la nuestra Señora es Corredentora, mañana o el año que viene o en el pontificado que viene puede que lo sea; si no es oportuno que el Vaticano use esa expresión, puede que lo sea en una diócesis concreta, en una parroquia específica o que cada fiel decida por sí mismo si es prudente usarla o no.

Repitámoslo: lo prudencial es discutible, mudable, no admite pronunciamientos generales y, por lo tanto, no es propiamente materia doctrinal, sino práctica y disciplinar. Así pues, la nota “doctrinal” y, en general, buena parte de los documentos de los últimos años, tienden a derrotarse a sí mismos, porque sus presupuestos radicalmente antimagisteriales anulan sus propios efectos como magisterio.

En tercer lugar, gran parte de los documentos recientes muestran una clara superficialidad o esloganización magisterial. Se trata de un magisterio que adolece de escasez o ausencia de fundamentos racionales o teológicos sólidos, que parece funcionar a base de sentimentalismos y en el que la argumentación se sustituye por eslóganes, como “crear puentes y no muros”, “ir a la frontera”, “el tiempo es superior al espacio”, “nadie puede ser castigado para siempre” o “hacer lío”, entre otros, ninguno de los cuales tiene la más mínima entidad teológica.

En el caso de la nota doctrinal más reciente, se nos asegura, por ejemplo, que “cuando una expresión requiere muchas y constantes explicaciones, para evitar que se desvíe de un significado correcto, no presta un servicio a la fe del Pueblo de Dios y se vuelve inconveniente” y que el término de Corredentora corre “el peligro de oscurecer el lugar exclusivo de Jesucristo”. 

Esta afirmación tan superficial produce inevitablemente una sonrisa, porque exactamente ese es el caso de todos los títulos tradicionales de nuestra Señora. ¿Es que decir que María es Madre de Dios no puede dar la impresión de que Dios no es eterno? ¡Si hasta se produjo un gran cisma por ese tema! Del mismo modo, tradicionalmente, María es Puerta del Cielo (¿pero no dice el Evangelio que Él es la puerta del redil?), Causa de nuestra Alegría (¿acaso no es Cristo la verdadera causa de nuestra alegría?), Reina del Cielo y de los Ángeles (¿no atentará eso contra la realeza de Cristo?), nuestra Señora (¿es que no es Cristo el único Señor?), Abogada nuestra (¿el Abogado no es el Espíritu Santo?), santa (pero “solo Tú eres santo, Señor”) y un largo etcétera.

El hecho es que, usado sistemáticamente, el criterio que nos da la nota doctrinal llevaría a la destrucción de toda la Mariología, no podríamos decir nada sobre la Virgen. No es casual que lo mismo suceda con Amoris laetitia, cuyos principios destruyen la totalidad de la moral católica. Lo cierto, por supuesto, es que los títulos de la Virgen nada quitan a Cristo, porque si los tiene es precisamente porque Ella es el ser humano más unido a su Hijo y que más perfectamente le ha imitado siempre en todo. Cuanto más ensalzamos a la Virgen, más estamos ensalzando a Cristo. La grandeza de María no es algo autónomo o conseguido por las fuerzas humanas, sino una obra maestra de la gracia de Cristo, que obra en “la humildad de su esclava”. Nada hay de extraño en esto, lo mismo sucede con los sacerdotes y el único y Sumo Sacerdote o con los padres y el Padre del cielo. Es de temer que, con el olvido de la escolástica, algunos hayan olvidado también el concepto fundamental de la analogia entis.

Otra característica de los documentos recientes es, a mi modo de ver, la autorreferencialidad y las citas creativas. Se trata de un clásico del pontificado anterior, como casi todo el mundo sabe. La inmensa mayoría de las citas de los documentos del Papa Francisco eran de documentos del propio Papa Francisco. Ahora, en Mater Populi fidelis se cita otra vez a Francisco. De nuevo irónicamente, nunca se había hablado tanto antes contra la autorreferencialidad y nunca se había practicado tanto esa disciplina.

Cuando se cita a otras personas, las citas se seleccionan cuidadosamente, ocultando todo aquello que vaya en contra de la novedad que se quiere defender, y apelando únicamente a aquello que interesa. En Mater Populi fidelis, se citan como autoritativas unas frases de Ratzinger en la que desconfía del término Corredentora, pero solo se citan en general y sin darles la más mínima importancia las veces en que San Juan Pablo II, Pío XI o Benedicto XV usan ese término (el primero de ellos mientras Ratzinger era Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe). ¿No convendría tomarse en serio los testimonios en contra de lo que afirma ahora el Dicasterio? Alguna fuerza tendrán, ¿no? Lo mismo sucedió en Amoris Laetitia, en la que directamente se omitía la doctrina anterior sobre los actos intrínsecamente malos y la prohibición de dar la comunión a los adúlteros no arrepentidos y se citaba a Juan Pablo II y a Santo Tomás ¡para decir exactamente lo contrario que Juan Pablo II y Santo Tomás! Esta forma de actuar no es seria y acarrearía un suspenso fulminante en cualquier tesis, tesina o humilde trabajo escolar. Que sea algo relativamente frecuente en los documentos magisteriales recientes es tristísimo.

Finalmente y de forma estrechamente unida a la precedente, podemos mencionar otra característica aún más grave: el un cierto desprecio implícito de la enseñanza anterior e incluso de la Escritura. Amoris Laetitia desestimó el magisterio de Benedicto XVI, Juan Pablo II y todos los papas anteriores, negó expresamente un dogma de fe al decir que Dios no siempre da la gracia para no pecar, contradijo directamente a la Escritura al decir que a veces Dios quiere que pequemos y que el adulterio a veces es lo que Dios nos pide, aunque no sea lo ideal. ¿Sobre qué base se asienta un magisterio que simplemente prescinde del magisterio anterior? ¿No es eso el equivalente de serrar la rama en que uno está sentado?

Quizá el caso más paradigmático fuera la ocasión en que el Papa respondió formalmente a unas dubia (no las famosas, sino otras) afirmando que hay “textos de las Escrituras y testimonios de la Tradición que hoy no pueden ser repetidos materialmente”. Confieso que nunca habría pensado que escucharía a un Papa diciendo expresamente que hay que prescindir de lo que enseña la Escritura en algunas cuestiones (a saber, cuando no coincide con lo que piensa el mundo).

En el caso de esta última nota doctrinal, llamativamente se prescinde de lo enseñado al respecto por doctores de la Iglesia (como San Alfonso María de Ligorio o San Juan Enrique Newman), varios papas y multitud de teólogos o la Escritura (“completo en mi carne lo que le falta a la pasión de Cristo”, “llevando siempre en nuestro cuerpo el morir de Jesús”, “estoy crucificado con Cristo”, “a ti una espada te atravesará el corazón”, etc.) y lo creído por una buena parte del pueblo fiel. 
Curiosamente, en otros casos se menciona lo que cree “la gente” como argumento para defender heterodoxias, pero, en cambio, si es algo piadoso sobre nuestra Señora, se puede prescindir de ello sin pensarlo dos veces. Algo similar, por cierto, a lo que ocurre con los defensores de la liturgia antigua (incluido Benedicto XVI), cuya opinión en este caso no parece importar en lo más mínimo). 
Como decía, yo no estoy capacitado para decidir si conviene utilizar o no el título de Corredentora, pero lo que me parece evidente es que resulta imprudente y autodestructivo despreciar a la ligera todo lo que han dicho sus defensores, incluidos algunos a un nivel bastante más alto que el actual cardenal Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe.

En fin, podrían mencionarse algunas otras características más, como una asombrosa tolerancia de la contradicción interna, pero no conviene alargarse más. Por desgracia, lo evidente es que todo este magisterio confuso está llevando y ha llevado ya en buena parte a un desprestigio generalizado del magisterio. No entre los no cristianos, ni tampoco entre los católicos heterodoxos, que nunca han hecho caso del magisterio, sino entre los fieles de a pie que aman a la Iglesia, se toman en serio su fe y, consciente o inconscientemente, notan que algo va muy mal. Es una situación anómala y muy preocupante.

Solo hay que leer los comentarios de los artículos de los lectores de cualquier portal católico y se descubre inmediatamente algo terrible: multitud de católicos serios y obedientes desconfían de lo que venga del Dicasterio para la Doctrina de la Fe y otros órganos de la Iglesia. No son desobedientes, porque quieren obedecer, pero ni el más obediente de los hombres puede obedecer a lo contradictorio, ni creer en la confusión. Simplemente, no es posible

Así pues, la nota actual, al margen del tema concreto de la misma, pone de manifiesto que la confusión tan propia del pontificado anterior no se ha superado en absoluto. Antes o después (mejor antes que después) habrá que afrontar este problema.

En cualquier caso, como dice un amigo, quizá la nota doctrinal tenga un efecto inesperado: la definición futura como dogma de que nuestra Señora es Corredentora. A fin de cuentas, la definición de los dogmas suele realizarse cuando es necesaria, es decir, cuando hay quienes impugnan, con presupuestos erróneos, una parte de la fe creída por la Iglesia pacíficamente. ¿Podría suceder? No lo sé, pero sería, sin duda, una gran ironía, una “sorpresa del Espíritu” de las de verdad y quizá un paso en la dirección de desechar de una vez por todas la confusión magisterial que tanto daño nos está haciendo.
Bruno Moreno

Crónicas cucufatenses: el purgatorio (por Bruno Moreno)




Por estar ya en noviembre, mes en que conviene rezar especialmente por los difuntos, y deseoso de que mis lectores se beneficien de la sabiduría del pasado, me ha parecido oportuno traducir y traer al blog un nuevo fragmento de las Crónicas cucufatenses, recién traducido del códex latino de la Anthologia Fabularum Beati Cucufati Alexandriae Veteris (florilegio de historias del bienaventurado Cucufato de Alejandría la Vella, anacoreta).

El presente capítulo se titula “Claro que hay un purgatorio, tarugo” (Scilicet est purgatorium, asine!).

………

Cierto día, el bienaventurado Cucufato rezaba junto a la entrada de su cueva aprovechando el solecito del mediodía que, generalmente, le ayudaba a concentrarse y lograr una meditación mucho más profunda. Similar al sueño, pero totalmente distinta de este, claro.

Nada bueno dura mucho en este mundo sublunar y la meditación de Cucufato se interrumpió por un repentino presentimiento de que algo malo iba a pasar. Nuestro anacoreta abrió los ojos, inquieto, y vio llegar a lo lejos a un hombre. Sintió que un escalofrío recorría su espalda y, elevando los ojos al cielo, rezó así:

—Bendito seas, Señor, que has creado alacranes, mosquitos, charlatanes, parlanchines, pesados y otras plagas por razones que solo tu infinita sabiduría conoce. Y ahora que hablamos de eso, ¿no sería aún más perfecta la creación con un poco menos de todo eso? Es solo una sugerencia.

La oración de Cucufato tenía un cierto tono de urgencia, porque el hombre que se aproximaba era Remigio de Persépolis, también conocido entre los ermitaños menos piadosos como Remigio el Plastha, que, en persepoliano, significa “aquel que habla sin parar cuando la prudencia, la educación y la decencia humana más básica aconsejan callar”. Es un lenguaje admirablemente sucinto el persepoliano.

Fiel a su fama, Remigio iba hablando solo por el camino y moviendo mucho las manos, como si no pudiera pasar un solo instante sin irritar con su charla a algún ser animal, vegetal o mineral.

—La paz contigo, Cucufato —dijo Remigio al llegar a la puerta de la cueva—, sabio entre los sabios, lámpara de las conciencias … pesadilla de los herejes y varón virtuoso donde los haya … Mientras venía he visto un chacal, dos enormes leones … y un leopardo. Por poco no lo cuento, pero afortunadamente … no me arredro por nada, así que yo estaba allí y…

Conviene explicar que, por su afán de no ceder ni un instante al silencio, el Plastha hablaba disparando unas palabras tras otras, en un torrente verbal continuo e imparable excepto por las pequeñas pausas que usaba para respirar ruidosamente.

—Hola Remigio —respondió, lacónico, Cucufato, aprovechando una de aquellas pausas—. ¿Qué se te ofrece?

—Vengo a consultarte Oráculo de la Sabiduría, pozo de … ciencia e interpretador de sueños, tú que conoces los misterios…

—Sí, sí, sí. Todo eso y mucho más. Pero ¿qué quieres en concreto?

—Resulta que, movido por mi considerable humildad, se me ha ocurrido una cosa muy interesante y quiero preguntarte por…

—Abrevia, Remigio, por caridad, que el Señor vuelve y te va a encontrar parloteando.

—Bueno —dijo Remigio, haciendo un esfuerzo sobrehumano por ir al grano—, lo que yo quería era preguntarte por el purgatorio … Llevo días pensando en ello. No veo que tenga ningún sentido … ¿No podemos ir simplemente al cielo y ya está? ¿Para qué hace falta el purgatorio? ¿No será un cuento de viejas? Yo creo que…

Prudente como siempre, Cucufato reprimió un suspiro de cansancio y reflexionó algunos instantes en silencio, meditando la respuesta sin escuchar a Remigio, que seguía hablando sin parar.

—¿Quieres saber por qué existe el purgatorio? —le preguntó por fin—. Primero tienes que saber otra cosa. ¿Puedes decirme a qué distancia está el sol de nosotros?

—Er… Pues no. Mucha, supongo.

—Hace siglos, el gran sabio Eratóstenes de Cirene calculó geométricamente que el sol se encuentra a unos ochocientos miles de millares de estadios. ¿Entiendes?

—No.

—Si pudiera irse caminando hasta el sol y te pasaras la vida entera andando, día tras día y año tras año, necesitarías multitud de vidas para llegar y, felizmente, no tendrías tiempo para molestar a los demás. O sea, que está a mucha distancia, como decías. En fin, ahora que ya lo sabes, solo tienes que mirar fijamente al lejanísimo sol durante quince minutos —le indicó el anacoreta señalando hacia arriba— y comprenderás por qué existe el purgatorio.

—Estupendo. Ya sabía yo que tú podrías explicármelo y por eso pensé ayer en venir, pero luego pasó que por la mañana tuve otra idea y… —respondió Remigio, muy contento y levantando la cabeza.

Cucufato cerró otra vez los ojos sonriendo y contó en su interior:

—Uno, dos, tres…

—¡Un momento —exclamó el Plastha—, te estás quedando conmigo! No puedo mirar al sol durante quince minutos. ¡Me quedaría ciego!

—Dices bien, Remigio. No se te escapa nada. ¿Así que no eres capaz de mirar durante unos minutos al sol, a pesar de que está a una distancia casi inconcebible?

—Claro, brilla demasiado, no puedo soportarlo.

—Entonces, ¿cómo vas a presentarte sin más en el cielo y contemplar cara a cara a Aquel que creó el mismo sol y el universo entero? ¿Aquél cuya gloria brilla más que diez mil soles? ¿No crees que estarás bastante necesitado de unos añitos de purificación primero, so tarugo?

Remigio se quedó tan admirado de la sabiduría de Cucufato y su respuesta que, según cuentan los ancianos de la ciudad, volvió a Alejandría sin decir una sola palabra en todo el camino. Bien es verdad que nadie se enteró de ello, porque iba tan ensimismado que un león se lo zampó por el camino.

Mientras tanto, Cucufato, satisfecho por haber cumplido el deber de enseñar al que no sabe, volvió a su profunda meditación y continuó beatíficamente en ella hasta que pasó la hora de la siesta, obteniendo así grandes beneficios espirituales y corporales. Como el propio Cucufato sentenció en otra ocasión: es duro tener vocación de anacoreta, pero a alguien tenía que tocarle.

Moraleja de sabiduría cucufatiana: si crees que a ti no te hace falta purgar nada, eso quiere decir que aún estás más verde que los melones de Alejandría y que, de hecho, tu estancia con todos los gastos pagados en el purgatorio se va a contar por siglos, más que por años.

jueves, 2 de octubre de 2025

Me temo que hay que (empezar a) preocuparse





La elección del Papa León XIV fue una gran alegría para muchos, que estábamos cansados del tormentoso pontificado anterior. Parecía inaugurarse una nueva etapa en la que se acabarían los constantes sobresaltos, las arbitrariedades, el desprecio de la moral y la doctrina de la Iglesia y la proliferación en altos cargos de personajes que, en otras épocas, no habrían pasado de porteros de convento o sacristanes. El Pontífice recién elegido, tan amable, educado y cuidadoso en las formas, era un símbolo de que, de nuevo, la Iglesia se dedicaría a lo suyo, a ser Iglesia y a enseñar la fe católica y la salvación en el Señor Jesucristo, en lugar de a intentar superar al mundo en mundanidad. ¿Cómo no alegrarse?

La discreción de León XIV, que habló poco durante los primeros cien días de pontificado, permitió mantener estas esperanzas de cambio y renovación. Esa situación idílica duró lo que duró, pero en algún momento tenía que acabar. Por desgracia, tras el verano, cuando ha empezado a hablar y actuar más, el idilio se ha enfriado y, a una velocidad inquietante, han comenzado a surgir significativas razones para preocuparse.

Ya al principio mismo del pontificado señalamos alguna disonancia, como la afirmación de que el “verdadero milagro” de la multiplicación de los panes y los peces del evangelio era el compartir. Dentro de su gravedad objetiva, aún podían atribuirse, sin embargo, a una forma desafortunada de expresarse, comprensible quizá en alguien que no estaba acostumbrado aún a su nuevo cargo. El problema con esta interpretación reside en que, a medida que el pontífice se ha ido acostumbrando a ser Papa, esas afirmaciones desafortunadas o directamente erróneas han ido aumentando en lugar de disminuir.

No hace mucho, León XIV habló en un discurso de la “fe de Jesús”, algo que es contrario a la doctrina de la Iglesia, porque nunca en la Escritura se habla de esa fe y porque el hecho de que Cristo, como Dios verdadero, tuviera la visión beatífica ya en la tierra excluye la posibilidad de la fe. Después, en relación con la guerra de Ucrania, afirmó: “creo firmemente que no podemos perder la esperanza, nunca. Tengo grandes esperanzas en la naturaleza humana”. No hace falta saber mucha teología para darse cuenta de que esto es una afirmación netamente pelagiana. La esperanza del cristiano no está puesta en la naturaleza humana, ni en las buenas intenciones ni en nada parecido, sino en Dios. Resulta, además, muy llamativo caer en ese error de poner la esperanza en la naturaleza humana precisamente en la época en que la gente es más abiertamente anticristiana e inmoral.

En cuanto a la fascinación por temas que distraen fundamental de la tarea de la Iglesia, León XIV ha mostrado ya su militante ecologismo, criticando duramente a los que “han elegido mofarse de los indicios cada vez más evidentes del cambio climático, ridiculizar a los que hablan del calentamiento global e incluso culpar a los pobres precisamente de aquello que más les afecta”. Después, de forma enigmática (y, si somos sinceros y con todo el respeto, bastante ridícula), ha bendecido un trozo de hielo o le ha impuesto las manos o no se sabe muy bien qué ni para qué ni por qué.

Es muy difícil no asombrarse de que un pontífice no se dé cuenta de que su misión no es defender el cambio climático, que es una cuestión científica y no teológica. Especialmente cuando, como suele suceder a los eclesiásticos, no se ha enterado de que el “calentamiento global” ya está pasado de moda (después de décadas y décadas en que no se han cumplido nunca las predicciones catastrofistas al respecto) y ahora solo hay que hablar de “cambio climático", que es algo más vago y vale igual para un roto que para un descosido. En fin, al menos Schwarzenegger le ha llamado por ello un “héroe de acción”.

No podía faltar el irenismo religioso al que ya estamos, por desgracia, acostumbrados. En sus intenciones de oración, León XIV ha puesto una vez más al mismo nivel a las “distintas tradiciones religiosas […] más allá de las diferencias” (como si la misión de la Iglesia no fuera, precisamente, anunciar la diferencia esencial entre el catolicismo y las religiones que no pueden salvar) y hablando de la hermandad entre las religiones (como si la verdadera fraternidad no fuera la fraternidad en Cristo). Afirmó, además que las religiones deben ser “vividas como puentes y profecía”, olvidando que Cristo es el único puente entre Dios y los hombres y que las religiones no cristianas son errores mezclados con algunas verdades, pero en ningún caso profecías (es decir, palabras dadas en nombre de Dios).

Una de las cosas más graves ha sido su reafirmación de Fiducia supplicans, el documento del Papa Francisco que permitía bendecir a las parejas del mismo sexo, como si no fuera un despropósito bendecir lo que es moralmente malo. En la misma entrevista afirmó, entre otras cosas bastante cuestionables, que “me parece muy poco probable, al menos en un futuro próximo, que la doctrina de la Iglesia respecto a lo que enseña sobre la sexualidad y sobre el matrimonio” vaya a cambiar. Esto es gravísimo, porque si el propio Papa admite que es posible que la Iglesia cambie su doctrina sobre la sexualidad y el matrimonio, eso significa que no considera que sea verdad, porque la verdad no cambia. A eso se une que a una heterodoxa organizacion pro-LGBT el Vaticano le ha permitido participar oficialmente en el jubileo, con banderas del arcoiris, lemas anticatólicos, una cruz también arcoirisada y una Misa solemne en el Gesù, celebrada por el vicepresidente de la Conferencia Episcopal Italiana, en la que se intentó normalizar las relaciones del mismo sexo.

La gota que ha colmado el vaso para muchos, sin embargo, ha sido su asombroso apoyo a que se otorgase el premio a “los logros de toda una vida” a un senador norteamericano abortista y favorable al “matrimonio” del mismo sexo. Por si eso fuera poco, el pontífice ha pretendido fundamentar ese apoyo en que “alguien que dice que está en contra del aborto, pero está a favor de la pena de muerte, no es realmente provida”. De nuevo, no hace falta ser un teólogo para saber que el aborto es provocar la muerte a un inocente y, por lo tanto, es intrínsecamente inmoral y siempre malo. En cambio, la pena de muerte es un castigo lícito a alguien culpable de graves delitos y, por lo tanto, se puede aplicar o no en algunas ocasiones, de modo que un católico puede perfectamente estar a favor de la pena de muerte. No hay comparación posible entre ambas cosas y un Papa debería saberlo.

El sentido común nos dice que una o dos de estas cosas podrían achacarse a formas desafortunadas de expresarse, pero, en conjunto, resultan muy preocupantes. Algunos católicos, escamados por el pontificado anterior, ya se preocupaban desde el principio de este pontificado, temiendo que el nuevo Papa fuera a continuar los errores del anterior. Otros prefirieron aguardar a ver qué hacía y decía León XIV, dándole no solo el beneficio de la duda, sino el cariño y respeto que todo católico debe al Papa. Lo que ha ido sucediendo después parece decantar la balanza en dirección a la preocupación.

Es indudable que León XIV aventaja humanamente hablando a su predecesor y que le son ajenos los malos modos, los insultos, la imprudencia constante, la arbitrariedad, la dureza extrema con los enemigos y el desprecio por el derecho canónico. También es indudable que tiene en su haber muchas cosas buenas, como el enfoque más cristocéntrico de sus homilías, su amor por San Agustín, la conciencia de la importancia de la solemnidad y las buenas formas en la Iglesia o el sincero deseo de preservar la unidad eclesial. Asimismo, parece estar dispuesto a remediar algunas injusticias del pontificado anterior, por ejemplo, relajando las restricciones contra los amantes de la liturgia antigua.

Nada de eso importará, sin embargo, si falla en lo propio de un papa, que es confirmar en la fe a los católicos y proclamar esa fe a los que no la conocen. La ortodoxia doctrinal no es una simple ventaja en un Papa, sino que es esencial. Los católicos no deseamos otra cosa que obedecer al Papa, tenerle cariño y aprender de su doctrina, pero para ello tiene que ser fiel a su misión. Santo Tomás enseñaba que “toda verdad, la diga quien la diga, viene del Espíritu Santo”, pero eso supone que todo error, lo diga quien lo diga, no viene del Espíritu Santo.

Es más, en el caso de León XVI los errores doctrinales y morales serían mucho más dañinos, al presentarlos con una cara amable y educada, lo que los haría menos evidentes y, por lo tanto, más difíciles de combatir. Como decía Chesterton, “a menudo, conservador solo significa alguien que conserva revoluciones”. Si el Papa León XIV pretendiera conservar o continuar, a su modo más educado y simpático, la revolución doctrinal y moral fomentada por el Papa Francisco, los católicos, sintiéndolo mucho, tendríamos que resistirnos a ese intento, porque nadie tiene autoridad alguna contra la fe y la moral de la Iglesia, ni siquiera el Papa.

Recemos mucho por León XIV, para que el Espíritu Santo le ilumine y pueda cumplir con gozo su misión de confirmarnos en la fe.

Bruno Moreno

lunes, 22 de septiembre de 2025

El santo desparpajo




No hay que tener vergüenza en hablar de Dios y de sus cosas. Más bien, lo propio del cristiano es el santo desparpajo del que está a gusto hablando de Dios. Si la Trinidad misma habita en nuestro corazón por la gracia, ¿de qué otra cosa vamos a hablar? De lo que rebosa el corazón habla la boca.

La gente habla con entusiasmo de su equipo de fútbol, de su trabajo o de su salud, es decir, de las cosas que les enorgullecen, les gustan y les interesan. ¿Cómo no vamos a hablar nosotros con mucho más entusiasmo de lo que es nuestra gloria? El que se gloríe, que se gloríe en el Señor, decía San Pablo y lo ponía en práctica hablando de Dios un día sí y otro también.

He conocido a varias personas que tenían en grado extremo este desparpajo para hablar de las cosas de Dios y siempre me han admirado y han avivado mi esperanza. A menudo, además, lo hacen con gracia (tanto sobrenatural como humana), igual que debían de hacerlo San Francisco Javier y el propio San Pablo. O, muy especialmente, Santa Teresa de Jesús, que podría ser la santa patrona del desparpajo en las cosas de Dios. Por algo en todos los conventos de carmelitas descalzas, se pueden leer estos versos en el locutorio: 
“Hermano, una de dos: 
o no hablar, o hablar de Dios,
que en la casa de Teresa, 
esta ciencia se profesa”.
Necesitamos hablar de sobre Dios y el mundo entero necesita escucharlo. Por eso, hablar de las cosas de Dios forma parte del primer mandamiento desde el tiempo de los israelitas: hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado; las atarás a tu muñeca como un signo, serán en tu frente una señal; las escribirás en las jambas de tu casa y en tus puertas.

Nos pueden avergonzar nuestros pecados o una inconfesable propensión a llevar calcetines blancos con sandalias, por ejemplo, pero nunca hay que avergonzarse de las cosas de Dios. Si alguien se avergüenza de mí y de mi enseñanza, entonces yo me avergonzaré de él cuando venga en mi gloria y en la gloria de mi Padre y de los santos ángeles. Incluso los pecados, una vez perdonados, también pueden servir para que demos gloria a Dios por habernos sacado de ellos.

El santo desparpajo es un don y, por lo tanto, hay que pedirlo con insistencia a Dios. Por si ayuda a algún lector, he escrito una pequeña oración para hacer precisamente eso:
Dame, Señor, el santo desparpajo
para que hable a todos de ti,
con alegría y con su punto de sal,
sin miedo ni respetos humanos,
a tiempo y a destiempo,
en casa y de camino
a los que me escuchen
y a los que no me escuchen.
Haz que arda tu palabra
como fuego en mis entrañas
y que sea tu santo Espíritu
quien hable por mis labios,
de modo que yo disminuya
y seas Tú quien crezca.
Así, cantando tus maravillas,
te anunciaré a las naciones
y proclamaré tu gloria
ante todos los hombres.
Mi Señor del Viernes Santo,
no dejes que, en tu pasión,
me avergüence nunca de ti,
para que Tú tampoco
tengas que avergonzarte de mí
cuando vengas en tu gloria
como Rey victorioso,
con los ángeles y los santos.
Amén.

Bruno Moreno 

sábado, 20 de septiembre de 2025

¿En un futuro próximo? (Bruno Moreno)




Si algo nos enseñó el pontificado anterior es que lo que es verdad sigue siéndolo, lo niegue quien lo niegue, y lo que es falso sigue siendo falso, lo defienda quien lo defienda. Aunque sea un sacerdote. Aunque sea un obispo. Aunque sea un papa. No podemos dejarnos arrastrar de nuevo al error de pensar que, si un papa dice algo contra la doctrina de la Iglesia, de algún modo lo que dice está bien porque es el papa. Ese tipo de razonamiento sectario no tiene nada de católico. De hecho, lo católico es lo contrario: el papa tiene el deber de preservar y defender la fe que ha recibido y que proviene de Cristo a través de los apóstoles y no tiene ningún poder para cambiarla.

El presente pontificado ha despertado grandes esperanzas en muchos católicos que habían observado con creciente preocupación las innovaciones ajenas a la fe de la Iglesia del pontificado del Papa Francisco. No cabe duda de que el Papa León XIV tiene un estilo diferente, menos polémico y más conciliador, que, por contraste, ha sido como un bálsamo para los que estábamos cansados de los continuos sobresaltos de la etapa precedente.

El estilo, sin embargo, es lo de menos. Lo que importa es la sustancia y, poco a poco, el Papa León XIV parece estar mostrando que, en cuanto a la sustancia, coincide en buena parte con su predecesor (dentro de la dificultad de coincidir con alguien que era capaz de afirmar una cosa y al día siguiente la contraria sin ningún problema).

Doctrinalmente hablando, lo más grave del pontificado del Papa Francisco fue la idea de que la doctrina de la Iglesia podía cambiar, ya fuera directamente o indirectamente con la excusa del “enfoque pastoral", de la “sinodalidad” o la simple confusión característica de todo el pontificado. Así, se cambió lo que decía el Catecismo sobre la pena de muerte (para hacerlo más confuso en vez de más claro), se hicieron declaraciones en varias ocasiones contrarias a la doctrina católica sobre la guerra justa, se negó indirectamente la indisolubilidad del matrimonio (al permitir comulgar a los adúlteros sin arrepentimiento ni propósito de la enmienda), se afirmó que Dios quiere a veces que pequemos y que no siempre da la gracia necesaria para no pecar, se permitió bendecir las parejas del mismo sexo pero no su unión (como si eso significara algo) y también que esas bendiciones se consideraran buenas en algunas diócesis y una barbaridad en otras, se afirmó que todas las religiones eran “una riqueza” querida por Dios o que para ser santo solo había que ser fiel a las propias creencias, fueran las que fueran, y un largo etcétera.

Todos estos cambios y otros que se preparaban y no llegaron a formularse planteaban un problema fundamental: si la doctrina de la Iglesia puede cambiar, es que era errónea y, si la anterior era errónea, ¿por qué tiene que creerse nadie la nueva? Era la consecuencia de pasar de la inmutable Revelación de Dios que hay que preservar como un tesoro a una especie de política de partido, siempre cambiante pero que debe defenderse en cada momento. Es muy difícil imaginar algo menos católico.

Por desgracia, el papa León parece estar de acuerdo con esta forma de entender la enseñanza de la Iglesia, según indicó en una entrevista con la periodista Elise Ann Allen, de la revista norteamericana Crux. En ella, el pontífice afirmó, entre otras cosas bastante cuestionables, que “me parece muy poco probable, al menos en un futuro próximo, que la doctrina de la Iglesia respecto a lo que enseña sobre la sexualidad y sobre el matrimonio” vaya a cambiar.

Si lo publicado por Crux es correcto (y no parece que no lo sea, porque el Vaticano no lo ha corregido), con eso está dicho todo y no hace falta más. A confesión de parte, relevo de pruebas. Si el propio Papa admite que es posible que la Iglesia cambie su doctrina sobre la sexualidad y el matrimonio, eso significa que no considera que sea verdad, porque la verdad no cambia.

En ese sentido, da igual que afirme que él no la va a cambiar, porque lo verdaderamente grave es que piense y afirme que puede cambiarse. A fin de cuentas, si puede cambiarse, antes o después se cambiará (y por supuesto, se cambiará en la dirección que pide el mundo, que es a donde lleva la corriente). Las opiniones cambian, solo la verdad es inmutable.

Esto no solo es erróneo, sino que además es lo contrario del papel que tiene el Papa en la Iglesia. El Concilio Vaticano I lo enseñó con absoluta claridad: “Así el Espíritu Santo fue prometido a los sucesores de Pedro, no de manera que ellos pudieran, por revelación suya, dar a conocer alguna nueva doctrina, sino que, por asistencia suya, ellos pudieran guardar santamente y exponer fielmente la revelación transmitida por los Apóstoles, es decir, el depósito de la fe” (Constitución dogmática Pastor Aeternus). También el Concilio Vaticano II dice lo mismo en múltiples lugares: “Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las generaciones” (Dei Verbum 7).

Dios quiera que haya sido una forma desafortunada de expresarse en la entrevista (y, si es así, debería ser corregida públicamente y cuanto antes al tratarse de una cuestión gravísima). En cualquier caso, si el Papa León, aparentemente y según sus propias palabras, vacila y no quiere actuar como Pedro, entonces nuestra obligación es decirle, con todo el respeto y el cariño del mundo, que se equivoca, mientras seguimos rezando para que el Espíritu Santo le ilumine.

Bruno Moreno

martes, 19 de agosto de 2025

No le quites la gloria a Dios (Bruno Moreno)




A menudo, los pecados que más cometemos son aquellos de los que ni siquiera somos conscientes. Absuélveme de lo que se me oculta, dice por ello el Salmista. Uno de esos pecados, en mi opinión, es quitarle la gloria a Dios.

A fin de cuentas, constantemente se repite en la Escritura y la liturgia que todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos le pertenece a Dios. Cada domingo (excepto en Cuaresma y Adviento) cantamos un precioso himno dedicado precisamente a eso, a la gloria de Dios. Una de las primeras oraciones que aprendemos y una de las que más recitamos es una pequeña jaculatoria de glorificación a Dios: gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre, por lo siglos de los siglos, amén.

Estamos hechos para dar gloria a Dios y por lo tanto, quitarle la gloria a Dios es exactamente lo contrario de nuestra vocación, de nuestra misma razón para existir. Por supuesto, a Dios nadie puede quitarle la gloria que tiene en sí mismo, pero sí podemos quitarle extrínsecamente la gloria en nosotros, es decir, la gloria que debemos darle como criaturas e hijos suyos.

¿Cómo hacemos eso? De forma indirecta, cada vez que pecamos, porque nos estamos negando a reflejar la gloria de Dios en nosotros. Directamente, le quitamos la gloria a Dios quejándonos de lo que Él nos da, protestando sin parar de lo que nos pasa y murmurando por lo que tenemos que hacer o por lo que no podemos hacer.

Esto nada tiene que ver con algo tan natural y tan cristiano como es clamar a Dios. Cuando sufrimos y, en medio de la angustia, acudimos a nuestro Padre, estamos reconociendo que Él es Dios y presentándole nuestros sufrimientos y nuestra debilidad para que nos ayude. En cambio, cuando lo que hacemos es quejarnos, refunfuñar y maldecir por lo bajo, en realidad nos estamos quejando de Dios y considerando que sabemos mejor que el propio Dios lo que nos conviene. En ese sentido, quejarse es lo mismo que proclamar que Dios no ha hecho bien las cosas, que se ha equivocado en la vida que nos ha dado. Es reprocharle: ¿por qué me has dado este marido o esta mujer o estos hijos o este trabajo? Si me hubieras dado otros distintos, yo sería feliz. ¿Por qué no puedo acostarme con mi novia o mi vecina o mi compañera de trabajo? Eso lo que me haría feliz ahora mismo. ¿Es que no quieres que sea feliz? ¿Por qué me has hecho bajito o feo o pobre o poco inteligente? ¿Por qué no me ha tocado la lotería, que es lo que necesito? ¿Por qué esta enfermedad, con lo bueno que soy yo? Te has equivocado conmigo.

Quejarse así es, en definitiva, hacerse dios, ponerse por encima del mismo Dios, creyendo que sabemos mejor que Él lo que nos conviene. ¡Yo sé lo que es mejor para mí y no es lo que Dios me ha dado o lo que Dios manda! ¡Yo decido lo que es bueno y malo, no Dios! ¡Yo soy dios y no Él!

Las quejas, además, están en el origen de todos los pecados. Si incumplimos la ley de Dios es porque primero nos hemos quejado en nuestro interior de que esa ley no está bien hecha, de que Dios se ha equivocado al mandarnos lo que nos manda, de que el camino de la felicidad no pasa por hacer la voluntad de Dios, sino por hacer nuestra propia voluntad. Por la queja, entra en nosotros el deseo de hacer lo que Dios no quiere.


Así, lo primero que hizo el demonio para que Adán y Eva pecaran fue inducirles a quejarse de Dios, a quitarle la gloria. Para eso mintió a Eva, intentando meterle en la cabeza la idea que Dios no había hecho bien las cosas: Dios os ha dicho que no comáis de ninguno de los árboles del jardín. Cuando Eva respondió que podían comer de todos los árboles, menos del árbol que estaba en medio del jardín, so pena de muerte, la serpiente insistió en sus mentiras: De ninguna manera moriréis. Es que Dios sabe muy bien que el día en que comiereis de él, se os abrirán los ojos y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal. Es decir, Dios os ha engañado, no tiene razón en lo que dice, su norma es una norma absurda y solo os la ha dado para fastidiaros, para que no seáis dioses como él, para que no podáis hacer libremente lo que os de la gana. Una vez que logró que Eva dejara entrar en su corazón la queja contra Dios y contra su voluntad, el pecado era inevitable.

Por desgracia, a pesar de que estamos hechos para dar gloria a Dios, a menudo los cristianos nos quejamos tanto o más que los demás. Yo me confieso frecuentemente de ello. Nada más despertarnos ya estamos quejándonos de que es muy pronto, de que tengo que trabajar, de que no he dormido bien, de que me duele la espalda, de que estoy muy viejo, de que mi mujer no ha hecho tal cosa o tal otra, de que es lunes o de lo que sea. Quejas y más quejas de la mañana a la noche, quitándole la gloria a Dios sin avergonzarnos de ello, en lugar de dedicar el día, desde el primer pensamiento, a glorificar a Dios.

Se puede vivir de dos formas, glorificando a Dios o quitándole la gloria. No hay forma de combinar ambas cosas, porque son contradictorias. Son dos caminos divergentes que llevan a lugares completamente distintos. Así dice el Señor: mirad que yo pongo ante vosotros el camino de la vida y el camino de la muerte. Hay que elegir uno u otro.

El que le quita la gloria a Dios quejándose una y otra vez, no tarda en descubrir que su vida se convierte en un infierno, porque todo está mal hecho en ella y la queja se realimenta a sí misma: no tengo lo que quiero tener y, en cambio, me sucede siempre lo que no quiero que me suceda; mi trabajo no es lo bastante bueno para mí y mi sueldo menos aún; mi esposa no me comprende, si tuviera otra todo me iría mejor; mis hijos son una decepción o no me quieren lo suficiente; sé lo que me haría feliz, pero no me lo dan; me merezco todo y no tengo casi nada; todo está mal, ¡todo!

En cambio, el que, en su debilidad, intenta dar gloria a Dios con todo lo que hace, va descubriendo que, en su vida, todo es bendición, todo tiene sentido, todo es por algo y todo le va llevando a Dios, incluido el sufrimiento. Incluso lo que parece malo, al final resulta ser bueno: todo sucede para bien de los que aman a Dios y muy a gusto presumo de mis debilidades. El que se decide a dar gloria a Dios con su vida, por ese mismo hecho, descansa, su corazón se esponja y empieza a gustar lo que es el cielo, en el que los santos y los ángeles dan gloria a Dios por toda la eternidad.

Bruno Moreno

jueves, 26 de junio de 2025

Pagolismo para el Corpus (Bruno Moreno)



A veces se publican cifras sobre el porcentaje de católicos que cree en la Presencia real de Cristo en la Eucaristía en un país u otro y nos llevamos las manos a la cabeza. ¿Cómo puede ser que tantísimos católicos no crean en una doctrina tan básica de la fe de la Iglesia? ¿Qué ha llevado a esta situación?

No parece muy difícil responder a esa pregunta. A modo de ejemplo, voy a comentar una homilía escrita por D. José Antonio Pagola para la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo de este año, en la que, como es habitual en sus homilías, el cristianismo queda reducido a una especie de filosofía humana progresista, con un leve barniz religioso. Recordemos que Pagola ha sido durante años vicario general de su diócesis, profesor en el Seminario y en la Facultad de Teología del Norte de España, y aun hoy sigue publicando libremente sus homilías semanales.

Como siempre, el texto original está en negro y mis comentarios en rojo.


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Compartir lo nuestro con los necesitados

Dos eran los problemas más angustiosos en las aldeas de Galilea: el hambre y las deudas.

[¿De dónde sale esto? Claramente, de una chistera. ¿Por qué olvida el autor la infinidad de problemas que han tenido los seres humanos a lo largo de la historia: las enfermedades, las guerras, la orfandad, la viudez, la pobreza, la opresión, la esclavitud, la ignorancia, la soledad o la falta de sentido para la vida, entre otros muchísimos, y, en particular, la muerte y el pecado? Aparentemente, para hacernos olvidar que Cristo vino a salvarnos de los dos últimos, la muerte y el pecado, no de las deudas y el hambre. Es decir, para hacernos olvidar la redención y reducir el cristianismo a mero progresismo barato y justicia social].

Era lo que más hacía sufrir a Jesús.

[¿De verdad? Si lo que hacía sufrir a Cristo era el mero hecho del hambre, el problema se habría solucionado facilísimamente. En efecto, podría haber hecho llover pan del cielo todos los días desde entonces con un chasquido de sus dedos. Del mismo modo, si el gran problema para Cristo fueran las deudas, podría haberlas borrado todas de la memoria de los hombres con otro chasquido. Pero no lo hizo ¿No será que Cristo, como nos enseña la Iglesia, vino a redimir al ser humano y abrirnos el camino hacia el cielo, que es algo que solo podía hacer él, y no a decirnos simplemente que había que compartir, que es algo que ya sabíamos todos?]

Cuando sus discípulos le pidieron que les enseñara a orar, a Jesús le salieron desde muy dentro las dos peticiones: «Padre, danos hoy el pan necesario»; «Padre, perdónanos nuestras deudas, pues también nosotros perdonamos a los que nos deben algo».

[Aquí, como quien no quiere la cosa, se desvirtúa el mismo padrenuestro, que en la visión del autor parece ser algo puramente mundano, ya que el pan que se pide sería únicamente el pan físico y las deudas que hay que perdonar serían simplemente las económicas, no las morales y el pecado, ambas cosas diametralmente opuestas a lo que enseña la Iglesia]

¿Qué podían hacer contra el hambre que los destruía y contra las deudas que los llevaban a perder sus tierras? Jesús veía con claridad la voluntad de Dios: compartir lo poco que tenían y perdonarse mutuamente las deudas. Solo así nacería un mundo nuevo.

[¿De verdad? ¿La encarnación, muerte en la Cruz y resurrección del Hijo de Dios no tienen nada que ver con el mundo nuevo que trae Jesucristo? ¿Y la venida del Espíritu Santo, los sacramentos, la Iglesia, la Escritura, la Tradición, el anuncio del Evangelio, el cielo, la Maternidad de nuestra Señora, la moral, los mandamientos o la santidad? Si lo único necesario fuera compartir y perdonar las deudas, entonces Cristo podría haber fundado una ONG y, de paso, haberse ahorrado el hacerse hombre y, sobre todo, el morir en la Cruz. Lo único que puede deducirse de estas palabras es que Pagola rechaza el carácter redentor de la Cruz y, por lo tanto, la esencia misma del cristianismo]

Las fuentes cristianas han conservado el recuerdo de una comida memorable con Jesús.

[¿Por qué esta extraña forma de referirse al milagro de la multiplicación de los panes y los peces? Como veremos, no es casual, porque eso es precisamente lo que considera Pagola que es la Eucaristía: una comida memorable. ¿Y por qué esa extraña forma de referirse al Evangelio como “las fuentes cristianas”? Tampoco es casual, como veremos enseguida]

Fue al descampado y tomó parte mucha gente. Es difícil reconstruir lo que sucedió

[¿Difícil reconstruir lo que sucedió? ¿Por qué hay que reconstruirlo? Sabemos lo que pasó porque nos lo cuentan los Evangelios. Solo dice algo así quien no cree en la Palabra de Dios y, por lo tanto, necesita “reconstruir” lo que realmente “sucedió” al margen de lo que enseña el Evangelio, casualmente siempre eliminando lo sobrenatural y ajustándose a la mundanidad y la incredulidad reinantes en cada época. Después de esta afirmación, desgraciadamente, es difícil no deducir que el autor, ¡que se presenta como biblista!, no comparte la fe católica sobre la Sagrada Escritura].

El recuerdo que quedó fue este: entre la gente solo recogieron «cinco panes y dos peces», pero compartieron lo poco que tenían y, con la bendición de Jesús, pudieron comer todos.

[Aquí está la clave de todo el sermón: el milagro de la multiplicación de los panes y los peces solo es, en realidad, un ejemplo de lo bueno que es compartir lo que se tiene. Pagola no lo dice expresamente, porque algo ha aprendido desde que cometió el error de decir con claridad lo que realmente pensaba en aquel libro (Jesús, aproximación histórica) que fue condenado por la Iglesia, pero lo sugiere de forma que hasta el más tonto pueda entenderlo: los milagros no existen y la salvación siempre es puramente humana e intramundana (que es casualmente lo mismo que decía en aquel libro)].

Al comienzo del relato se produce un diálogo muy esclarecedor. Al ver que la gente tiene hambre, los discípulos proponen la solución más cómoda y menos comprometida; «que vayan a las aldeas y se compren algo de comer»; que cada uno resuelva sus problemas como pueda. Jesús les replica llamándolos a la responsabilidad; «Dadles vosotros de comer»; no dejéis a los hambrientos abandonados a su suerte.

[Claro. Si, como claramente indica Pagola, no se produjo ningún milagro, el “verdadero sentido” de este relato evangélico tiene que ser una moralina pelagiana: lo importante es cuidar de los pobres. No se trata de una prefiguración y un anuncio de que Cristo nos va a repartir el Pan del Cielo, que es su Carne y su Sangre, medicina de inmortalidad, ¡claro que no!, sino de una recetita progre para hacer un mundo mejor, que olvida dónde está la verdadera pobreza del hombre pecador y condenado a la muerte]

No lo hemos de olvidar. Si vivimos de espaldas a los hambrientos del mundo, perdemos nuestra identidad cristiana; no somos fieles a Jesús; a nuestras comidas eucarísticas

[Aquí llega por fin lo que ha ido preparando con todo lo anterior: la Misa, la Eucaristía, en realidad no es más que una “comida eucarística”, que vale solo en cuanto sirva como mitin para difundir las nuevas consignas del momento. Es la secularización completa del cristianismo, transformado en progresismo. No se dice expresamente que celebrar el Corpus sea absurdo, innecesario y una pérdida de tiempo, pero el lector avispado sacará rápidamente esa conclusión]

les falta su sensibilidad y su horizonte, les falta su compasión. ¿Cómo se transforma una religión como la nuestra en un movimiento de seguidores más fiel a Jesús?

[Y ahora, la moraleja: hay que convertir la Iglesia y el catolicismo en un movimiento humano “más fiel a Jesús”. Ese ha sido siempre el verdadero empeño de Pagola, construir una nueva Iglesia, porque la existente no ha hecho más que decir tonterías durante dos milenios, hasta que llegó Pagola y nos explicó por fin lo que “más hacía sufrir a Jesús” y cómo era realmente el “mundo nuevo” que Jesús buscaba. Eso nos indica que, cuando el autor habla de un movimiento “más fiel a Jesús”, en realidad lo que quiere decir es “más fiel” a las disparatadas, pelagianas y fundamentalmente agnósticas ideas de Pagola]

Lo primero es no perder su perspectiva fundamental: dejarnos afectar más y más por el sufrimiento de quienes no saben lo que es vivir con pan y dignidad. Lo segundo, comprometernos en pequeñas iniciativas, concretas, modestas, parciales, que nos enseñan a compartir y nos identifican más con el estilo de Jesús.

[Un “estilo de Jesús” que, por supuesto, no tiene que ver con lo que aparece en el Evangelio, porque, como ya nos ha explicado el autor, es muy difícil “reconstruir” lo que pasó de verdad y solo los expertos exegetas como Pagola pueden hacerlo. La Iglesia evidentemente no lo conoce y ha estado predicando algo completamente distinto durante veinte siglos. Solo Pagola nos puede decir cuál es la verdad, al margen de la Escritura y la Tradición, es cierto, pero firmemente cimentado en sus espectaculares habilidades hermenéuticas. Ergo, el supuesto estilo de Jesús es más bien, en realidad, el estilo de Pagola y a Jesús no se le encuentra en el catolicismo, sino en el pagolismo. ¿Cómo puede ser que tantos católicos no crean en la Presencia real de Cristo en la Eucaristía? Más bien la pregunta que habría que hacerse es cómo puede ser que muchos aún creamos en ella cuando hace décadas y décadas que la Iglesia permite que sus mismos predicadores nieguen públicamente esa fe]


Bruno Moreno

miércoles, 7 de mayo de 2025

Elogio de la polarización (Bruno Moreno)




Estos días en que se habla de los cardenales del cónclave y del posible nuevo Papa, casi siempre surge algún lector que se queja de la “polarización”, diciendo que no es propio de cristianos hablar así, que hay que llevarse bien, que es un escándalo que los católicos discutan y cosas similares.

Todo muy comprensible, claro. ¿A quién no le molestan las peleas y las discusiones? ¿No dice San Pablo que las rencillas, divisiones y disensiones son “obras de la carne” (cf. Gal 5,19-29)? ¿No es Cristo el Príncipe de la Paz?

Son argumentos que parecen muy convincentes, hasta que uno se da cuenta de que el mismo San Pablo que dijo eso sobre las divisiones y disensiones dedicó gran parte de sus cartas precisamente a discutir, a veces con palabras muy duras. También el mismo Cristo, que es el Príncipe de la Paz, dijo: no penséis que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada. Sí, he venido a enfrentar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; y enemigos de cada cual serán los que conviven con él.

Esto indica que lo malo no son las disputas en sí, sino las disputas innecesarias, las argumentaciones basadas en celos, en rencores humanos en envidias, vanidades y soberbias. Ay de nosotros si caemos en ellas y escandalizamos a los demás. En cambio, cuando hay altos eclesiásticos que no comparten la fe católica, lo raro y preocupante sería que los católicos no se quejaran de ello. Lo que llaman polarización es solo el sensus fidelium de los católicos, que se resiste a morir.

Durante los últimos años, hemos visto a algunos obispos y cardenales rechazar los principios fundamentales de la moral católica y negar dogmas de fe. Si ante eso no nos duele el corazón y no alzamos la voz, es que o bien no tenemos fe o estamos muertos por dentro. Algunos confunden la bondad con el buenismo, la paz con la rendición y la tranquilidad con el cementerio.

En la Iglesia, hay miles de cuestiones prudenciales en las que los católicos pueden diferir legítimamente. A unos les gustarán más unas cosas y a otros otras; algunos pensarán que hay que hacer esto y otros consideran que es más prudente aquello. Esas diferencias no deben ser causa de rencillas ni de divisiones. En cambio, no caben las discusiones sobre si este artículo de fe hay que conservarlo o cambiarlo por una creencia más actual, sobre si creer toda la fe o solo partes de ella, sobre si la moral hay que modernizarla, aguarla o transformarla. La fe y la moral son innegociables, porque constituyen el fundamento de la Iglesia.

Los intentos de cambiar la fe y la moral deben ser, simplemente, rechazados de forma pública, firme e inequívoca. Actuar de otra forma no es “preservar la unidad”, sino lo contrario: disimular la brecha más grande que puede existir entre católicos y, por consiguiente, impedir que esa brecha llegue a sanarse.

Bruno Moreno

viernes, 2 de mayo de 2025

¿Al papa lo elige el Espíritu Santo o no? (BRUNO MORENO)



Vuelvo a publicar, a petición de un lector y con algunas modificaciones, este artículo antiguo, porque la pregunta de si al Papa lo elige el Espíritu Santo tiende a despertar intensas pasiones. Para algunos, es evidente que sí, porque “así se ha dicho toda la vida", hasta el punto de que quien afirme lo contrario no es católico. Para otros, la respuesta forzosamente es negativa y decir que al Papa lo elige el Espíritu Santo es poco menos que una blasfemia. Pocas preguntas recibirían respuestas tan dispares y contradictorias de católicos ortodoxos, deseosos de profesar la fe católica en su totalidad y sin rebajas.

A riesgo de desilusionar a los que deseen que les dé la razón de forma simplista en uno u otro sentido, me temo que la respuesta adecuada es: ambas cosas. O, mejor dicho, la respuesta correcta depende de lo que quiera decir la pregunta.

Como dice el principio escolástico, pensar es distinguir. Para dar una buena respuesta a la pregunta, primero tenemos que entenderla bien y precisar su significado, que no es unívoco. De otro modo, nos perdemos en cuestiones de verbis, es decir, de mero lenguaje, y no llegamos a ninguna conclusión.

¿Al Papa lo elige el Espíritu Santo?

1) No, en el sentido de que Dios actúe coartando la libertad de los cardenales electores para elegir a “su candidato”. Dios respeta profundamente nuestra libertad. De hecho, su Hijo se hizo hombre y murió en la cruz precisamente como consecuencia de ese amor respetuoso de Dios. Los cardenales tienen una gracia especial de estado, concedida por el Espíritu Santo, para cumplir bien su misión de electores, pero esa gracia no suprime su libertad. Por lo tanto, los purpurados pueden resistirse a la gracia de Dios (y es de suponer que, en muchos casos, así lo han hecho a lo largo de la historia de la Iglesia), emitiendo su voto por razones mundanas.

En ese sentido, el cardenal Ratzinger dijo que, mirando la historia, “hay muchos Papas que el Espíritu Santo probablemente no habría elegido". Se refería, obviamente, a los diversos Papas desastrosos y pecadores que ha habido en la historia, como una demostración de que Dios no obliga a los cardenales a elegir al mejor candidato. Aun así, conviene entender bien lo que dijo Ratzinger, porque lo cierto es que no sabemos a quién elegiría Dios. Sus caminos no son nuestros caminos. La demostración es muy sencilla: Dios, directamente y sin intermediarios, eligió como Apóstol a Judas, a pesar de que era un ladrón e iba a traicionar a Cristo y en ese sentido era evidentemente peor que los típicos “malos Papas” de la historia. No sabemos quién o a quién no elegiría el propio Espíritu Santo en cada caso, pero podemos hablar con seguridad de que algo malo que haga un Papa no es querido por Dios y de que unos cardenales que usan criterios mundanos para su elección actúan de forma no querida por Dios.

Los cardenales eligen a quien quieren y pueden actuar mal al hacerlo, rechazando la Voluntad de Dios y eligiendo a un candidato poco apropiado, ya sea por buscar su propio beneficio, por usar criterios del mundo, por dejarse llevar por amistades o enemistades o por cualquier otra causa. Nada hay de extraño en eso y de ahí la grandísima responsabilidad de los cardenales electores, de la que deberán dar cuentas a Dios en el día del Juicio.

Consciente de que para elegir bien hace falta la inspiración del Espíritu de Dios y de que esa inspiración no es automática, la Iglesia prevé que, antes de comenzar las votaciones, los cardenales recen el Veni Creator, para pedir que la dureza de sus corazones no obstaculice la iluminación del Paráclito. El resto de los católicos, por su parte, rezan también intensamente esos días, mientras esperan la fumata blanca, rogando que los cardenales elijan bien y se dejen guiar por el Espíritu Santo.

2) Sí, en el sentido de que es Dios quien confiere la misión de pastorear la Iglesia. Un Papa válidamente elegido no recibe su misión de manos humanas, sino del Espíritu Santo. Es el mismo Cristo quien le dice apacienta a mis ovejas. El Sucesor de Pedro no es un “representante” de los cardenales ni de los obispos ni de los fieles, sino que ha recibido una llamada especial de Dios.

En este sentido se expresa la liturgia tradicional de la Iglesia: Deus, omnium fidelium pastor et rector, famulum tuum N., quem pastorem Ecclesiae tuae praeesse voluisti, propitius réspice… Es decir, “Dios, pastor y gobernante de todos los fieles, mira propicio a tu siervo N., al que quisiste poner al frente de tu Iglesia como pastor…”. Esta misma afirmación se repite en multitud de lugares, en los textos litúrgicos relacionados con el Papa: “Oh Dios […] da a tu Iglesia un pontífice” (Ordo rituum conclavis 18), “tú que lo has elegido como sucesor de Pedro” (ORC 70), “nuestro Papa N., al que encomendaste el cuidado pastoral de tu rebaño” (Ordo exsequiarum Romani Pontificis, 39), “que [Dios] ha establecido como Obispo de Roma sucesor de Pedro en el gobierno pastoral de la Iglesia” (OERP 33), “tú que lo pusiste como fundamento visible de la unidad de la Iglesia” (OERP 135).

Como consecuencia de esa misión dada por Dios, “tiene en la Iglesia, en virtud de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad” (Lumen Gentium 22) y “goza de […] infalibilidad en virtud de su ministerio cuando, como Pastor y Maestro supremo de todos los fieles que confirma en la fe a sus hermanos, proclama por un acto definitivo la doctrina en cuestiones de fe y moral” (LG 25). Es decir, su autoridad viene de Dios y no de los hombres, por lo que no depende de los cardenales electores, del buen o mal discernimiento que mostraran esos cardenales al elegirlo, de sus propias cualidades humanas o del apoyo que tenga entre los fieles.

Así pues, el Papa merece siempre un gran respeto, como Vicario de Cristo. Lo mismo sucede con tu padre terreno, porque, incluso si fuera un desastre, permanecería en vigor el cuarto mandamiento: honrarás a tu padre y a tu madre. De hecho, el deber de respetar y honrar al Papa es parte de ese cuarto mandamiento. Conviene que no nos engañemos: si no guardamos el respeto sobrenatural debido al Papa, estamos faltando a nuestro deber como católicos.

3) No, en el sentido de que, por obra del Espíritu Santo, sea elegido como Papa el más prudente, el más sabio o el más santo de los posibles candidatos. Basta leer los libros de historia para darse cuenta de ello. Ha habido Papas santos, buenos, mediocres, malillos y desastrosos.

Tampoco significa que el elegido se vaya a convertir mágicamente en santo, bueno y piadoso. El Papado no es un octavo sacramento, en el que Dios garantice la transformación del que lo recibe como en el Bautismo. La impecabilidad papal nunca ha formado parte de la fe católica: el Papa se confiesa regularmente como todos, porque lo necesita. Al día siguiente de ser elegido, el Papa es el mismo que era el día anterior, pero con una misión especial de Dios.

Tampoco es cierto que el Papa acierte en todo lo que dice por obra del Espíritu Santo. La infalibilidad papal, como estableció el Concilio Vaticano I, sólo actúa en situaciones muy concretas y limitadas (temas de fe y moral definidos de forma solemne y ex cathedra). En lo demás, el Papa puede equivocarse y de hecho se equivoca. Un Papa con conocimientos teológicos mediocres seguirá teniendo esos conocimientos mediocres después de ser elegido para regir la Iglesia y uno que haya sido un gran sabio continuará siéndolo tras sentarse en el trono de Pedro.

Igual que decíamos en el punto 1, la Iglesia es muy consciente de todo esto y por eso hace que recemos a menudo por el Papa. Especialmente en todas las Misas, que incluyen una oración “por tu servidor el Papa N.”. Constantemente, en toda la tierra, los católicos elevan sus plegarias a Dios para que ilumine al Papa, lo guíe, lo conforte, le dé discernimiento y lo ayude a guiar a la Iglesia. Como ya señalé hace mucho tiempo, el Papa cuenta con muchas ayudas, humanas y divinas para cumplir su misión, pero permanece siempre el hecho escandaloso (en el buen sentido) de su fragilidad humana: mi fuerza se manifiesta en la debilidad.

4) Sí, en el sentido de que el Papa que haya en cada momento es el que Dios te ha dado a ti y forma parte del designio amoroso de su Providencia para tu vida.

Esta cuarta respuesta nos resulta muy complicada de entender, porque la gracia, por su propia naturaleza, supera nuestro entendimiento. Además, no terminamos de creernos lo que dice la Escritura: Todo sucede para bien de los que aman a Dios. Y todo es todo. No sólo el nombramiento de los Papas santos y maravillosos, también el de los Papas desastrosos que ha habido. ¿También el del Papa aquel que tuvo no sé cuantos hijos y el de aquel otro que vendía o repartía los cargos como si fueran chocolatinas? También. Cristo es el Señor de la historia y nada escapa a su poder. El plan del Señor subsiste por siempre. Los cardenales pueden meter la pata hasta el fondo (y tendrán que dar cuenta de ello en el día del Juicio), pero, de alguna forma que supera nuestra limitada inteligencia, Dios tiene en cuenta esos fallos y pecados humanos y los integra en su plan para hacer algo aún más maravilloso.

Puede que los cardenales se equivoquen o actúen mal, pero Dios no se ha equivocado al darte un Papa, como veíamos en el apartado 2. El Papa que tienes es el que Él tenía preparado para ti antes de la creación del mundo. Puede que sea un santo o quizá sea una catástrofe andante o ni chicha ni limoná, pero es el que Dios te ha dado y Él sabe lo que hace. Es el Papa que tú necesitas para ser santo, que es lo que importa. Dios escudriña los corazones y sabe lo que necesita el tuyo, aunque tú no lo entiendas.

Es necesario, por lo tanto, tener siempre en cuenta estos cuatro posibles sentidos de la aparentemente sencilla pregunta sobre si al Papa lo elige el Espíritu Santo, porque hacen que tenga respuestas paradójicas, que parecen contradictorias pero no lo son. Como todas las vocaciones cristianas, la llamada a ser Sucesor de Pedro implica a la vez la grandeza del don y la pequeñez del receptor de ese don, la fuerza de Dios y la debilidad humana, el plan divino y la libertad del hombre.

Además de estas respuestas conceptuales, creo que, para entender bien la cuestión, conviene poner un ejemplo más cercano a nosotros: nuestro párroco. El caso del Papa nos confunde, porque lo tenemos muy lejos y la lejanía lo envuelve en un halo de misterio. En cambio, al párroco lo conocemos bien: sus defectos y cualidades saltan a la vista. Nos resultan familiares su historia, sus problemas, lo mal o bien que predica, su predilección por la sidra de barril y el hecho de que lo nombraron porque había fracasado en la parroquia anterior o porque es amiguete del obispo o porque siempre ha sido un santo.

Pues bien, aunque parezca sorprendente, lo cierto es que tu párroco es elegido por el Espíritu Santo en el mismo sentido que el Papa es elegido por el Espíritu Santo y no es elegido por el Espíritu Santo en el mismo sentido que el Papa no lo es. Es decir, sí en los sentidos 2 y 4, pero no en los sentidos 1 y 3. Al igual que sucede con el Papa, su nombramiento puede deberse a decisiones equivocadas y, como es evidente, no tiene por qué ser un santo ni un gran sabio. Sin embargo, ha recibido del mismo Dios su misión de colaborar con un Sucesor de los Apóstoles y de pastorear a los fieles de una parroquia y es también el párroco que Dios tenía planeado para ti desde antes de crear el mundo, precisamente el que tú necesitas.

Si nos parece que algo así es muy poco glamuroso para un Papa, quizá sea porque pensamos como los hombres y no como Dios. Si creemos que la elección del Papa es sustancialmente diferente de la elección de nuestro párroco, quizá estemos confundiendo al Papa con una especie de superestrella religiosa. Si los defectos de un Papa nos quitan la fe, puede que nuestra fe sea más humana que sobrenatural. Si no somos capaces de tratar al Papa (y a nuestro párroco) con respeto, quizá nos haga falta un poco más de ascesis. A fin de cuentas, en este tema como en tantos otros, es posible equivocarse tanto por exceso como por defecto.

En definitiva, nuestra comprensión de la misión del Papa y nuestra relación con él deben estar guiadas por la fe, la esperanza y la caridad. Como esas tres virtudes son teologales y se reciben de Dios, lo que nos toca es orar sin desfallecer, de modo que el Espíritu Santo ilumine al Papa… y nos ilumine también a nosotros.

Bruno Moreno