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viernes, 21 de marzo de 2025

El obispo Schneider enumera los temas que el próximo Papa tendrá que reafirmar con claridad



En una entrevista concedida a LifeSiteNews, el obispo auxiliar de Astaná, Athanasius Schneider, ha subrayado la necesidad de que el próximo Papa reafirme con claridad la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio, la moral sexual y el sacerdocio exclusivamente masculino, con el fin de disipar la confusión que ha surgido en estos temas en los últimos años.

En una conversación con el periodista Andreas Wailzer, LifeSiteNews informó que el obispo de Kazajstán enfatizó que la principal tarea del Papa es “fortalecer a los hermanos en la fe”.
“Este es un mandato divino, una de las primeras tareas de un Papa, y debe llevarlo a cabo con claridad, no con ambigüedad”, declaró Schneider. En su opinión, el próximo pontífice deberá abordar aquellos puntos que han generado mayor incertidumbre en la Iglesia, especialmente en lo referente al relativismo de la fe. Schneider criticó la idea de que los dogmas evolucionan según un esquema hegeliano de desarrollo, afirmando que esto es contrario a la tradición de la Iglesia.
El obispo también destacó la importancia de reafirmar los principios de moralidad en lo relativo a la sexualidad, recordando que el orden natural establecido por Dios “no está a disposición de un Sínodo ni de un Papa”. Afirmó que permitir la Comunión a personas divorciadas socava tanto la indisolubilidad del matrimonio como la santidad de la Eucaristía.

En cuanto a la enseñanza sobre la homosexualidad, el obispo reiteró que los actos homosexuales y los estilos de vida asociados a ellos van en contra del orden divino, la razón y la ley natural. También rechazó cualquier tipo de «bendición» para parejas homosexuales y enfatizó la necesidad de reafirmar la unicidad de Jesucristo como único Redentor de la humanidad.

Asimismo, Schneider afirmó que es crucial que el próximo Papa declare con claridad que “las demás religiones no conducen a la salvación ni a la redención”, insistiendo en que esta doctrina debe ser reiterada de manera inequívoca.

En relación con el sacerdocio, el obispo explicó que la Iglesia debe enseñar con la máxima autoridad que el sacramento del orden en sus tres grados—diaconado, presbiterado y episcopado—ha sido divinamente establecido y que solo los hombres pueden recibirlo. También condenó lo que denominó “feminismo teológico”, al considerarlo contrario al Evangelio y a la tradición de la Iglesia.

Finalmente, Schneider concluyó su intervención señalando que estas cuestiones son las que más han distorsionado la revelación divina en la actualidad y que, por lo tanto, deberían ser la prioridad para un futuro Papa.

domingo, 6 de septiembre de 2020

Viganò: Francisco es a la vez el sostenedor y el demoledor del papado



El arzobispo Viganò defendió su crítica al Vaticano II contra los ataques de los padres Thomas Weinandy y Raymond J. De Souza, quienes lo acusan de estar promoviendo un “cisma”, según informa el 3 de setiembre el sitio web CatholicFamilyNews.com.

Viganò pregunta si los dos se atreverían también a hablar de “cismas” y “herejías” donde realmente existen: entre los cardenales y obispos liberales.

Él observa que los que critican al Vaticano II no reciben respuestas: “La única respuesta es la deslegitimación del interlocutor, su ostracismo, y la acusación genérica de querer atacar la unidad de la Iglesia”. La conclusión de Viganò es que el “martillo de herejes” es arrojado contra los que defienden el catolicismo.

Las doctrinas heterodoxas y los ritos secularizados fueron impuestos en la Iglesia con la ayuda de una obediencia distorsionada y mediante la introducción de novedades ad experimentum, advierte Viganò. Él enfatiza que muchas proposiciones del Vaticano II habría sido condenadas por el Vaticano si  hubiesen sido presentadas por algunos obispos alemanes u holandeses, sin el manto de un Concilio.

Viganò llama al Vaticano II un “golpe de los modernistas”, mientras los católicos ingenuos creían que Dios “impediría” esto. Sobre Francisco, Viganò escribe que él es “a la vez, el sostenedor y el demoledor del papado”.

jueves, 2 de julio de 2020

Incógnitas sobre el final de un pontificado (Roberto De Mattei)




La abdicación de Benedicto XVI pasará a la historia como uno de los sucesos más catastróficos de nuestro siglo, porque no sólo dio paso a un pontificado desastroso, sino ante todo a una situación de creciente caos en la Iglesia. Más de siete años después del desdichado 11 de febrero de 2013, la vida de Benedicto XVI y el pontificado de Francisco se acercan inexorablemente a su fin. No sabemos cuál de las dos cosas tendrá lugar primero, pero en ambos casos hay peligro de que el humo de Satanás envuelva el Cuerpo de Cristo de un modo que no tendrá precedentes en la historia.

El pontificado de Bergoglio ha llegado a su fin. Si no desde el punto de vista cronológico, al menos desde la perspectiva de su impacto revolucionario. El Sínodo para la Amazonía ha fracasado, y la exhortación Querida Amazonia del pasado 2 de febrero ha resultado ser una lápida para muchas esperanzas en el mundo progresista, sobre todo en la zona germánica. El coronarivus Covid-19 ha sepultado definitivamente los ambiciosos proyectos pontificios para 2020, presentándonos la imagen de un papa derrotado y solo en medio del vacío espectral de una Plaza de San Pedro sin gente. Por otra parte, la Divina Providencia, que siempre regula todas las vicisitudes humanas, ha permitido a Benedicto asistir a la debacle que siguió a su abdicación. Pero probablemente lo peor aún esté por venir.

Era previsible que con dos pontífices conviviendo en el Vaticano, un sector del mundo conservador descontento con Francisco dirigiese la mirada a Benedicto considerándolo el verdadero Papa enfrentado al falso profeta. Aun estando convencidos de que Francisco había cometido errores, esos conservadores no quisieron seguir el camino abierto por la Correctio filialis dirigida al papa Francisco el 11 de agosto de 2016. Probablemente esto se deba a que la Correctio pone de relieve que las desviaciones bergoglianas tienen su raíz en los pontificados de Benedicto XVI y Juan Pablo II e incluso antes, en el Concilio Vaticano II. Para muchos conservadores, por el contrario, la hermenéutica de la continuidad de Juan Pablo II y Benedicto XVI no admite rupturas, y dado que el pontificado de Bergoglio representa al parecer la negación de dicha hermenéutica, la única solución al problema es perder de vista a Francisco.

El propio Benedicto, al atribuirse el título de papa emérito y seguir vistiendo de blanco e impartiendo la bendición apostólica ha realizado gestos que parecen fomentar esta impracticable obra de sustitución del papa antiguo por otro nuevo. Con todo, el argumento principal es la distinción entre munus y ministerium, por la que Benedicto parece querer conservar para sí una especie de pontificado místico dejando el ejercicio del gobierno en manos de Francisco. El origen de esta tesis se remonta a un discurso que pronunció monseñor Georg Gänswein el 20 de mayo de 2016 en la Pontificia Universidad Gregoriana, en el cual sostenía que Benedicto no había abandonado su oficio, sino que le habría dado una nueva dimensión colegiada convirtiendo en un ministerio casi compartido. De nada ha servido que en una declaración a LifeSiteNews publicada el 14 de febrero de 2019 el propio monseñor Gänswein corroborase la validez de la renuncia al ministerio petrino, afirmando: «Sólo hay un papa legítimamente elegido: Francisco». La idea de una posible redefinición del munus petrino ya estaba lanzada. Ante la objeción de que el papado es uno e indivisible y no tolera divisiones internas, los mencionados conservadores responden que eso demuestra precisamente la invalidez de la dimisión de Benedicto XVI. La intención de éste –dicen– era conservar el pontificado, suponiendo que dicho oficio pudiera dividirse en dos. Pero esto es un error sustancial, ya que la naturaleza monárquica y unitaria del pontificado es de derecho divino. Por tanto, la renuncia de Benedicto XVI sería inválida.

Es fácil refutarlo afirmando que en caso de demostrarse que Benedicto XVI hubiera tenido intención de dividir el pontificado, modificando así la constitución de la Iglesia, habría incurrido en herejía. Y como ese concepto herético del papado habría sido desde luego anterior a su elección, la elección de Benedicto debería considerarse nula por el mismo motivo por el que se considera nula la abdicación. En ningún caso sería papa. Pero estos son discursos abstractos, porque sólo Dios juzga las intenciones, mientras que el derecho canónico se limita a evaluar el comportamiento externo de los bautizados. Una célebre sentencia del derecho romano, recordada tanto por el cardenal Walter Brandmüller como por el cardenal Raymond Leo Burke, afirma: De internis non iudicat praetor: un juez no juzga cuestiones internas. Por otra parte, el canon 1526 § 1 del nuevo Código de Derecho Canónico recuerda que «onus probandi incumbit ei cui asserit» (la carga de la prueba incumbe al que afirma). No es lo mismo indicio que prueba. El indicio indica la posibilidad de un hecho, en tanto que la prueba demuestra la certeza en cuanto al mismo. La regla de Agatha Christie según la cual tres indicios equivalen a una prueba sirve en la literatura, pero no tiene validez ante un tribunal civil o eclesiástico.

Es más, si el papa legítimo es Benedicto XVI, ¿qué pasaría si se muriera de un día para otro o si, antes de morirse, faltara el papa Francisco? Teniendo en cuenta que muchos de los actuales purpurados han sido creados por Francisco y que ninguno de los cardenales electores lo considera antipapa, la sucesión apostólica quedaría interrumpida, lo cual perjudicaría la visibilidad de la Iglesia. La paradoja está en que para demostrar la nulidad de la renuncia de Benedicto se valen de sofismas jurídicos, pero luego, para resolver el problema de la sucesión de Benedicto o de Francisco sería necesario recurrir a soluciones extracanónicas. La tesis del visionario franciscano Jean de la Roquetaillade (Giovanni di Rupescissa, 1310-1365), según la cual cuando sea inminente el final de los tiempos aparecerá un papa angélico a la cabeza de la Iglesia invisible es un mito difundido por muchos falsos profetas que jamás ha sido aceptado por la Iglesia. ¿Será ése el camino que siga un sector del mundo conservador? Sería más lógico sostener que los cardenales reunidos en cónclave, después de la muerte o renuncia de Francisco al pontificado contarían con la asistencia del Espíritu Santo. Y si es cierto que los cardenales podrían rechazar la influencia divina eligiendo a un papa peor que Francisco, también es cierto que la Providencia podría reservarnos sorpresas inesperadas, como pasó con la elección de Pío X y otros grandes pontífices de la historia.

Lo que necesitamos es un papa santo y, antes aún, un próximo papa. Con el título de The Next Pope, ha aparecido hace pocos días un excelente libro del periodista inglés Edward Pentin publicado por Sophia Institute Press (The Next Pope: The Leading Cardinal Candidates). Lo más meritorio de esta obra de más de 700 páginas es que nos recuerda que habrá un próximo papa y nos brinda, aportando descripciones de 19 papables, toda la información necesaria para entrar en la época posfranciscana.

Es necesario convencerse de que la hermenéutica de la continuidad ha fracasado, porque atravesamos una crisis en la que se deben evaluar los hechos, no sus interpretaciones. «Lo inaceptable de tal actitud –señala Peter Kwaskniewski– lo demuestra entre otras cosas el insignificante éxito de los conservadores en lo que respecta a invertir reformas desastrosas, tendencias, actitudes e instituciones establecidas a raíz y en nombre del último concilio con aprobación o tolerancia pontificia».

El papa Francisco nunca ha teorizado sobre la hermenéutica de la discontinuidad, sino que ha querido llevar el Concilio a la práctica, y la única respuesta que puede superar esa praxis está en la realidad concreta de los hechos teológicos, litúrgicos, canónicos y morales, no en un estéril debate hermenéutico. Según esta perspectiva, el verdadero problema no será la continuidad o discontinuidad entre el próximo pontífice y el papa Francisco, sino su relación con el núcleo histórico del Concilio Vaticano II. Algunos conservadores desean eliminar a Francisco mediante sofismas en nombre de la hermenéutica de la continuidad. Pero si es posible acusar a un papa de discontinuidad con su predecesor, ¿por qué no admitir la posibilidad de la solución de continuidad entre un concilio y los que lo precedieron? En este contexto, son dignas de aprecio las recientes intervenciones sobre el Concilio Vaticano II del arzobispo Carlo Maria Viganò y el obispo auxiliar de Astaná Athanasius Schneider, que han tenido el valor de afrontar un debate teológico y cultural ineludible. Esta labor de revisión histórica y teológica del Concilio es necesaria para disipar las sombras que se espesan sobre el fin del pontificado, así como para evitar una división que podría obligar a los buenos católicos a elegir entre un papa malo pero legítimo y otro de mejor doctrina o místico aunque desgraciadamente ilegítimo.

Roberto De Mattei

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

domingo, 8 de marzo de 2020

Si Benedicto sigue siendo papa, entonces el papado muere con él (Dan Millete en 1Peter5)



Para bien o para mal, todas las decisiones serias de la vida tienen efectos palpables. Las ideas, las palabras, las omisiones y las acciones pueden tener consecuencias catastróficas. Muchos, en la Iglesia católica, están tomando decisiones graves. La elección es creer que Benedicto, un hombre que -es innegable- aún vive en el Vaticano y viste de un blanco ominoso, permanece como el papa Benedicto XVI. 

Esta elección puede fundarse en una serie de factores, a saber: la distinción según la cual renunciar al “ministerio” versus el “oficio” es insuficiente para la renuncia; que Benedicto secretamente engañó a su grey con una falsa renuncia; o que fue presionado para que renunciara al papado, invalidando así su renuncia, aunque esta afirmación no se puede demostrar en absoluto. El propósito de escribir este artículo no es indagar en los argumentos actuales sobre la denominada no renuncia de Benedicto. Ya se ha intentado, es tedioso hacerlo y se lo dejo a quienes aún quieren debatir por nimiedades. La Iglesia ya ha sufrido bastante. Más bien, el intento aquí es examinar los efectos lógicos de adherirse a la hipótesis de que Benedicto sigue siendo el papa. Lo admito, es tentador pensar que Benedicto sigue siendo el papa. Si bien hay verdad en la paradoja de que el papa Francisco ha sacado a la luz la corrupción en la Iglesia, ¿cómo no comprender que un católico desee volver a los días del amable Benedicto? Si solo pudiéramos hacer clic sobre los zapatos rojo rubí de Benedicto, repetir que no hay lugar como Roma y tener a Benedicto como papa, el alivio sería asombroso. Desaparecerían las notas a pie de página de Amoris Laetitia, los halagos de Jeffrey Sachs a la Laudato si’ o las estupideces litúrgicas de la Amazonia de Querida Amazonia; y tampoco estaríamos apretando los puños, enojados, ante la afirmación de que Dios desea una pluralidad de religiones. No se habría dejado a la Iglesia china a merced de los caprichos del régimen comunista y, tal vez, y es lo mejor de todo, Austen Ivereigh tendría un aspecto sombrío de terror mezclado con pánico. Desde luego, es tentador. Los problemas reales se resolverían si Benedicto siguiera siendo el papa. 

Los problemas surgen, también, cuando se invoca la realidad de estar atrapados entre la roca y la pared [en inglés la expresión es “between the rock and the hard place”, que sería “entre la espada y la pared”; pero para darle el sentido que el autor le da al final del artículo, hemos sustituido “espada” por “roca”, ndt]. 

Si se considera que Benedicto sigue siendo el papa los efectos son catastróficos. Algunos son menos graves, si se puede considerar menos grave el hecho de que el 99,9% de la Iglesia católica estaría siguiendo a un antipapa. Me refiero, sobre todo, a la desunión del Sagrado Sacrificio de la misa. Si Benedicto sigue siendo el papa, el 99.9% de las misas invocan a un antipapa en el Te igitur. El Sacrificio de la Unidad sería ofrecido para nuestra propia condena. El Catecismo del Concilio de Trento, citando el Optatio de Milevi, advierte que “fuese ya cismático y prevaricador, el que contra la única Cátedra [de Pedro] colocase otra” (Artículo IX). La idea del 99.9% de la Iglesia católica invocando a un antipapa en la misa es inimaginable. A este respecto, ¿es el obispo real de la diócesis el que es nombrado en la misa? Si Benedicto sigue siendo el papa, el nombramiento de obispos por parte de Francisco es nulo. ¿Sigue siendo el cardenal Donald Wuerl arzobispo de Washington? Apuesto a que le gustaría. ¿Sigue siendo el cardenal (presumiblemente no-cardenal) Blase Cupich el obispo, en una posición precaria, de Spokane, y sigue estando vacante la archidiócesis de Chicago? Muchas diócesis tendrían a un pseudopastor como su máxima autoridad. ¿Y cuántos nuevos obispos habrían sido ordenados desde 2013 sin la aprobación expresa del papa? Si Benedicto sigue siendo el papa, entonces tenemos cientos de ordenaciones episcopales ilícitas. Uno de estos obispo sería el muy amado por los medios de comunicación Robert Barron – aunque dudo que la condición cismática pudiera disuadir al Congreso de Educación Religiosa de Los Ángeles a rechazarle. Aun así, la autoridad de los obispos ordenados y nombrados durante el reinado del papa Francisco se vería severamente comprometida. 

Consideraciones de este tipo traicionan a una Iglesia que está en el caos, y atacan a su organización y gobierno. Pero se puede poner remedio a estas nociones. Tal vez otro papa, en un futuro, declare, con carácter retroactivo, que todos los nombramientos y ordenaciones del pasado fueron legítimas. Incluso a los obispos ordenados por Marcel Lefebvre en 1988, y que fueron excomulgados, se les levantó la excomunión en 2009. Y fue Benedicto XVI quien lo hizo. Un papa puede hacerlo. Un papa puede hacerlo, pero ¿qué papa? Debemos considerar no solo lo que está sucediendo si Benedicto sigue siendo el papa, sino también qué sucederá cuando muera. Tenemos que ser realistas. Cuando Benedicto muera, los cardenales no se reunirán en Roma para elegir a un nuevo papa. No harán el recuento de votos, anunciarán Habemus Papam o declararán su obediencia a un nuevo hombre vestido de blanco. Más bien, celebrarán un funeral por Benedicto; posiblemente dirán algunas palabras vacías en su honor y seguirán adelante con la Iglesia, libres por fin de su presencia. En otras palabras, cuando Benedicto muera, la Iglesia seguirá adelante como si nada, con Francisco como papa. Para quienes creen que Benedicto sigue siendo el papa, la sede estará vacante. Y lo que es más importante: ¿qué sucederá cuando Francisco muera? Los mismos cardenales se reunirán en Roma para elegir a un nuevo papa, porque esto es lo que siempre han hecho. Serán 124 cardenales con derecho a voto; 66 de estos han sido nombrados por Francisco. Los votos de los cardenales nombrados en fecha anterior a 2013 y los cardenales “inválidos” de Francisco se mezclarán, no será posible distinguir los unos de los otros. Después se declarará Habemus Papam y un nuevo papa tomará un nuevo nombre. Y él llevará adelante la Iglesia, independientemente de lo feliz o dañino que sea su camino

¿Qué quedará de la teoría de Benedicto-como-papa? Poco a poco desaparecerá. Los cardenales nombrados antes de 2013 fallecerán. Se nombrarán nuevos cardenales. Tal vez se realicen intentos inútiles de nombrar papas tal como hicieron algunos sedevacantistas del pasado. Pienso en el grupo de católicos que, en 1998, “eligió” a Lucian Pulvermacher como pontífice de la Iglesia. Pulvermacher “reinó” como Pío XIII desde el país de Dios en Montana. Desde luego, no hay lugar como Roma. 

¿Qué queremos decir con todo esto? Si mantenemos que Benedicto XVI sigue siendo el verdadero papa de la Iglesia católica, es necesario que algo pase. Y pronto. Tal vez ello implique que Benedicto rompa su silencio y que, contradiciendo sus palabras pasadas, explique que le obligaron a renunciar a su oficio (¿o debería decir a su ministerio?) contra su voluntad. Y tal vez ello implique también que salga a la luz nueva documentación o nuevas revelaciones que sacudan los cimientos de la Iglesia, lo que lleve a un cónclave en el que no esté presente Francisco. Tal vez. Pero sea lo “que sea”, debe cambiar profundamente a la Iglesia universal, y debe hacerlo pronto. Respecto a Benedicto, no parece tener prisa en lanzar un bombazo. En una carta fechada 7 de febrero de 2018 explicó: “Puedo solo decir que con el disminuir progresivo de mis fuerzas físicas, interiormente estoy peregrinando hacia mi Casa. Es una enorme gracia para mí estar rodeado en este último tramo del camino, a veces fatigoso, por tanto amor y tanta bondad, inimaginables… Con mis mejores deseos”. En otras palabras, con mis mejores deseos y no esperemos que él “salve” la situación. 

La realidad es ésta: si creemos que Benedicto sigue siendo el papa, esto puede significar que él tal vez sea el último papa. ¿”El poder del infierno no la derrotará”?

Termino diciendo que sí, que el papa Francisco está causando gran sufrimiento y confusión. Una mente racional no puede negar esta evidencia. Sin embargo, un día él pasará de este mundo al Padre. Tal vez en un futuro otro papa condene algunos o todos los errores de nuestro tiempo. Dios lo quiera

Pero por esto ahora necesitamos realmente un papa, al que podamos preguntar: ¿es mejor tener un papa futuro que condene a un papa pasado, o no tener papa en absoluto? Cuando nos enfrentamos a decisiones graves, tenemos que considerar las consecuencias. Y cuando estemos atrapados entre la roca y la pared, elijamos siempre la Roca. 

Publicado por Dan Millete en 1Peter5. Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana

sábado, 4 de enero de 2020

Tu es Petrus: la verdadera devoción a la cátedra de San Pedro (Roberto de Mattei)



Asistimos a uno de los momentos más críticos que haya conocido la Iglesia a lo largo de su historia. Sin embargo, estoy convencido de que la verdadera devoción a la cátedra de San Pedro nos puede facilitar las armas para salir victoriosos de esta crisis.
Verdadera devoción. Porque hay falsas devociones a la cátedra de San Pedro, del mismo modo que, según San Luis María Griñón de Monfort, existe una verdadera devoción y falsas devociones a la bienaventurada Virgen María.
La promesa Jesús a Simón Pedro en Cesarea de Filipo es clara: Tu es Petrus, et super hanc petram aedificabo Ecclesiam meam, et portae inferi non praevalebunt adversus eam (Mt 16, 15-19).
Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.
El primado de San Pedro es el cimiento sobre el que Jesucristo ha instituido su Iglesia, y sobre el cual ésta permanecerá hasta el final de los tiempos. La promesa de la victoria de la Iglesia es, no obstante, el anuncio de una guerra. Una guerra que, hasta el fin de los tiempos, llevará a cabo el infierno contra la Iglesia. En el centro de esta rabiosa guerra se encuentra el Papado. A lo largo de la Historia, los enemigos de la Iglesia han intentado siempre acabar con el primado de San Pedro, porque han comprendido que constituía el cimiento visible del Cuerpo Místico. Cimiento visible, porque la Iglesia tiene un cimiento primario e invisible que es Jesucristo, cuyo vicario es Pedro.
La verdadera devoción a la cátedra de San Pedro es, desde esta perspectiva, la devoción a la visibilidad de la Iglesia, y constituye, como señala el P. Faber, una parte esencial de la vida espiritual cristiana.(1)
Ataques contra el Papado a lo largo de la Historia
Uno de los ataques más violentos que ha sufrido el Papado en la Historia tuvo lugar en los años inmediatamente anteriores a la Revolución Francesa, bajo el pontificado de Gianangelo Braschi, Pío VI (1775-1799). En Alemania, el teólogo Johann Nikolaus von Hontheim, conocido por el pseudonónimo de Justino Febronio, negaba el primado de gobierno de Pedro y era partidario de una organización eclesiástica cuya potestad suprema radicaba en la colegialidad de los obispos. Febronio afirmaba que no quería combatir al Papa, sino el centralismo de la Curia Romana, a la cual quería contraponer los sínodos episcopales, nacionales y provinciales. Pío VI condenó sus tesis mediante el decreto Super soliditate Petrae del 28 de noviembre de 1786.
En Italia, ideas análogas eran expresadas por Scipione de’ Ricci, obispo jansenista de Pistoia, que en 1786 convocó un sínodo diocesano con miras a reformar la Iglesia, reduciendo al Papa a cabeza ministerial de la comunidad de pastores de Cristo. Entre tanto estalló la Revolución Francesa, y Pío VI, por la carta Quod aliquantum del 10 de marzo de 1791 condenó la Constitución Civil del Clero, la cual afirmaba que si los obispos son independientes  del Papa, los sacerdotes son superiores a los obispos y los párrocos deben ser elegidos por los fieles. Por la bula Auctorem fidei del 28 de agosto de 1794 se condenaron también los errores eclesiológicos del Sínodo de Pistoia.(2)
Pío Vi quedó muy afectado por la Revolución. En 1796, el ejército de Napoleón invadió la península itálica, ocupó Roma y el 15 de febrero de 1798 proclamó la República Romana. El Sumo Pontífice fue hecho prisionero y conducido a Francia, a la ciudad de Valence, donde el 29 de agosto de 1799 falleció agotado por los sufrimientos. La Revolución parecía haber triunfado sobre la Iglesia. El cadáver de Pío VI permaneció insepulto durante varios meses, hasta que fue inhumado en el cementerio de la ciudad, en una caja de las reservadas a los pobres, sobre la que estaba escrita la leyenda: «Ciudadano Gianangenlo Braschi, aliás Papa». La municipalidad de Valence notificó al Directorio la muerte de Pio VI, añadiendo que se había dado sepultura al último pontífice de la Historia.
Diez años más tarde, en 1809, también Pío VII (1800-1823), sucesor del anterior, anciano y enfermo, fue hecho prisionero, y tras dos años encarcelado en Savona  fue llevado a Fontainebleau, donde permaneció hasta la caída de Napoleón, obligado a plegarse a la voluntad de éste. Nunca se había visto al Papado tan débil a los ojos del mundo. Pero diez años más tarde, en 1819, Napeleón había desaparecido de la escena y Pío VII estaba de vuelta en el solio pontificio y era reconocido como suprema autoridad moral por los soberanos europeos. Aquel año de 1819 se publicó en Lyon Del Papa, obra maestra del conde Joseph de Maistre, que alcanzaría centenares de reimpresiones y fue precursora del dogma de la infalibilidad pontificia que más tarde definiría el Concilio Vaticano I.
El libro Del Papa está considerado un manifiesto del pensamiento contrarrevolucionario, que se opone al liberalismo católico de los siglos XIX y XX. Quisiera hoy hacerme eco de esta escuela de pensamiento católica.(3)
Cuando en 1869 se inauguró el Concilio Vaticano I, se enfrentaron dos partidos: por una parte, los católicos ultramontanos o contrarrevolucionarios, apoyados por Pío IX, que defendían la aprobación del dogma del Primado Petrino y la infalibilidad pontificia. Entre ellos figuraban ilustres prelados, como el cardenal Henry Edward Manning, arzobispo de Westminster; monseñor Louis Pie, obispo de Poitiers; monseñor Konrad Martin, obispo de Paderborn, arropados por los mejores teólogos de la época, como los padres Juan Bautista Franzelin, Joseph Kleutgen o Henri Ramiere. En el bando opuesto, los católicos liberales estaban capitaneados por monseñor Maret, decano de la facultad de teología de París, y por Ignaz von Döllinger, rector de la Universidad de Munich.
Los liberales, haciéndose eco de las tesis conciliaristas y galicanas, sostenían que la autoridad de la Iglesia no reside sólo en el Sumo Pontífice, sino en el Papa unido a los obispos, y consideraban erróneo, o al menos inoportuno, el dogma de la infalibilidad. El 8 de diciembre de 1870, Pío IX definió mediante la constitución Pastor Aeternus los dogmas del primado petrino y de la infalibilidad pontificia.(4) Hoy en día dichos dogmas constituyen para nosotros un precioso punto de referencia en que basar la verdadera devoción a la Cátedra de San Pedro.
El Concilio Vaticano II y el nuevo concepto del Papado
Aunque los católicos liberales fueron derrotados en el Concilio Vaticano I, un siglo más tarde serían los protagonistas y vencedores del Concilio Vaticano II.
Galicanos, jansenistas y febronianos sostenían abiertamente que la estructura de la Iglesia debía ser democrática, guiada desde abajo por los sacerdotes y obispos, de quienes el Papa sería un mero representante. La constitución Lumen gentium, promulgada el 21 de noviembre de 1964 por el Concilio Vaticano II, fue, como todos los documentos emanados de este concilio, una constitución ambigua influida por estas tendencias, si bien no las llevó a sus últimas consecuencias.
La Nota explicativa previa, incluida a petición de Pablo VI para salvaguardar la ortodoxia del documento, fue un arreglo para conciliar el principio del primado de San Pedro y el de la colegialidad episcopal. Con Lumen gentiumsucedió lo mismo que con la constitución conciliar Gaudium et Spes, que puso en pie de igualdad los dos fines del matrimonio, el procreativo y el unitivo. En la naturaleza la igualdad no existe. Uno de los dos principios está destinado irremisiblemente a imponerse sobre el otro. Y así como en el caso del matrimonio el principio unitivo se impuso sobre el procreativo, en el de la constitución de la Iglesia se está imponiendo el principio de colegialidad sobre el del primado del Romano Pontífice.
Sinodalidad, colegialidad y descentralización son las palabras que expresan actualmente la tentativa de transformar la constitución monárquica y jerárquica de la Iglesia en una estructura democrática y parlamentaria.
Un manifiesto programático de esta nueva eclesiología lo podemos ver en el discurso pronunciado por el papa Francisco el 17 de octubre de 2015 durante la ceremonia de conmemoración del quincuagésimo aniversario de la institución del sínodo de los obispos. En aquel discurso Francisco puso como comparación una pirámide invertida para representar la conversión del Papado propuesta en la exhortación Evangelii Gaudium de 2013 (nº32). Parece que el Papa quiere sustituir la iglesia centralizada en Roma por una Iglesia policéntrica o poliédrica, según la imagen frecuentemente empleada por él. Un Pontificado renovado, concebido como una especie de ministerio al servicio de las demás iglesias, renunciando al primado jurídico o de autoridad de Pedro.
Para democratizar la Iglesia, los innovadores tratan de despojarla de su aspecto institucional y reducirla a una dimensión puramente sacramental. Es el paso de la Iglesia jurídica a la Iglesia sacramental o de comunión. ¿Y cuáles son las consecuencias? En el plano sacramental, el Papa, como obispo, es igual a todos los demás prelados. Lo que lo sitúa por encima de todos ellos y le confiere un poder supremo, pleno e inmediato sobre toda la Iglesia es su oficio jurídico. El munus específico del Sumo Pontífice no consiste en su potestad de orden, que comparte con todos los demás obispos del mundo, sino en su potestad de jurisdicción, o de gobierno, que lo distingue de todos los demás prelados. El cargo cuya titularidad ostenta el Papa no supone un cuarto nivel en las órdenes sagradas por encima del diaconado, el sacerdocio y el episcopado. El ministerio petrino no es un sacramento, sino un oficio, porque el Papa es el vicario visible de Jesucristo. La Iglesia-sacramento disuelve, por la propia visibilidad de la Iglesia, el Primado Petrino.
La visibilidad de la Iglesia
Jesucristo confió la misión de Gobierno a San Pedro después de la Resurrección, cuando le dijo: «Apacienta mis corderos, pastorea mis ovejas» (Jn. 21, 15-17). Con estas palabras el Señor confirma la promesa hecha al Príncipe de los Apóstoles en Cesarea de Filipo cuando lo nombró su Vicario en la Tierra, con potestad de Jefe supremo de la Iglesia y Pastor universal. La verdadera devoción a la Cátedra de San Pedro no es el culto al hombre que ocupa esa cátedra, sino amor y veneración a la misión que Jesucristo confió a San Pedro y a sus sucesores. Se trata de una misión visible y perceptible para los sentidos, como explicaron León XII en la encíclica Satis cognitum (1896) y Pío XII en la encíclica Mystici Corporis (1943.)
Al igual que su Fundador, la Iglesia consta de un elemento humano, visible y externo, y de un elemento divino, espiritual e invisible. Es una sociedad al mismo tiempo visible y espiritual, temporal y eterna, humana por los miembros de los que está compuesta y divina por sus orígenes, sus fines y sus medios sobrenaturales. La Iglesia es visible en primer lugar porque no es ni una corriente espiritual ni un movimiento de ideas, sino una verdadera sociedad, dotada de una estructura jurídica como las otras sociedades humanas. Y es visible también como sociedad sobrenatural, porque se la puede reconocer por sus notas externas al ser siempre una, católica, apostólica y romana.(5)
Es en el Papa en quien se se concentra y condensa dicha visibilidad. Ése es el sentido de la frase pronunciada por San Ambrosio: «Ubi Petrus ibi Ecclesia»(6) (donde está Pedro, allí está la Iglesia), que presupone que remite a otro dicho, atribuido a San Ignacio de Antioquía, «Ubi Christus ibi Ecclesia» (7)No hay verdadera Iglesia fuera de la fundada por Jesucristo, que continúa a guiarla y asistirla de modo invisible mientras su Vicario la gobierna visiblemente en la Tierra.
En la actualidad se ha infiltrado el modernismo en la Iglesia, pero no hay dos iglesias. Ésa es la razón por la que el P. Gleize considera impropio hablar de Iglesia conciliar (8), y ése es también el motivo por el que debemos tener cuidado con expresiones como Iglesia bergogliana o neoiglesia. La Iglesia de hoy está ocupada por hombres de la Iglesia que traicionan o deforman el mensaje de Cristo, pero no ha sido sustituida por otra Iglesia. Solamente hay una Iglesia católica en la que conviven, de modo confuso y fragmentario, teologías y filosofías diversas y contrapuestas. Es más correcto hablar de una teología bergogliana, de una filosofía bergogliana, de una moral bergogliana y, si se quiere, de una religión bergogliana, pero sin llegar a definir como Iglesia bergogliana a la que comprendería, junto al papa Bergoglio y los cardenales, la Curia y los obispos de todo el mundo. Porque en caso de imaginar que el Papa, los cardenales, la Curia y los prelados de todo el mundo constituyen en su conjunto una nueva Iglesia, deberíamos preguntarnos legítimamente: ¿Dónde está la Iglesia de Cristo? ¿Dónde está su visibilidad social y sobrenatural?
Éste es el argumento principal contra el sedevacantismo. Pero también es un argumento contra ese tradicionalismo exagerado que aunque no declare vacante la sede de San Pedro se cree autorizado a expulsar de la Iglesia a papas, cardenales y obispos, y reduce en la práctica el Cuerpo Místico de Cristo a una realidad puramente espiritual e invisible.
El error de la papolatría
La Iglesia, como sociedad visible, tiene necesidad de una jerarquía visible, de un Vicario de Cristo que la gobierne visiblemente. La visibilidad es, ante todo, la de la Cátedra de San Pedro, sobre la que se han sentado hasta hoy 266 pontífices.
El Papa es una persona que ocupa una cátedra. No es la cátedra en persona, pero existe el peligro de que la persona haga olvidar la existencia de la cátedra, es decir, la institución jurídica que antecede a la persona.
La papolatría es la falsa devoción de quien no ve en el papa reinante a uno de los sucesores de San Pedro, sino que lo considera un nuevo Cristo en la Tierra, personalizando, reinterpretando, reinventado, imponiendo el Magisterio de sus predecesores, acrecentando, mejorando y perfeccionando la doctrina de Cristo.
Antes que un error teológico, la papolatría es una actitud psicológica y moral deformada. Los papólatras suelen ser conservadores o moderados que se engañan creyendo que pueden lograr buenos resultados en la vida sin lucha y sin esfuerzo. El secreto de su vida está en adaptarse continuamente a fin de sacar el mejor partido a toda situación. Su lema es que no pasa nada y no hay motivo de preocupación. Para ellos, la realidad no es jamás un drama. Los moderados no quieren que la vida sea un drama, porque los obligaría a asumir responsabilidades de las que no quieren hacerse cargo. Pero como la vida es con frecuencia dramática, su sentido de la realidad está trastornado y caen en un irrealismo total. Ante la crisis actual de la Iglesia, el moderado reacciona negándola instintivamente. Y la manera más eficaz de tranquilizar la propia conciencia es afirmar que el Papa nunca se equivoca, aun cuando se contradiga a sí mismo o contradiga a sus predecesores. A estas alturas, el error pasa inevitablemente del plano psicológico al doctrinal y se transforma en papolatría, o sea, en la mentalidad de que siempre hay que obedecer al Papa independientemente de lo que haga o diga, porque el Santo Padre es la regla única y siempre infalible de la fe católica.
En el plano doctrinal, la papolatría hunde sus raíces en el voluntarismo de Guillermo de Occam (1285-1347), que, paradójicamente, fue un rabioso adversario del Papado. Mientras Santo Tomás de Aquino afirma que Dios, Verdad absoluta y Sumo Bien, no puede querer ni hacer nada contradictorio, Occam sostiene que Dios puede querer y hacer cualquier cosa, incluso –qué paradoja– el mal, ya que el mal y el bien no existen en sí, sino que Dios hace que sean tales. Para Santo Tomás, una cosa se ordena o se prohíbe porque ontológicamente es buena o mala. Para los seguidores de Occam, es todo lo contrario: una cosa es buena o mala dependiendo de que Dios la haya mandado o prohibido. El adulterio, el asesinato o el robo son malos solamente porque Dios los ha prohibido. En cuanto se admite ese principio, no sólo la moral se vuelve relativa, sino que el representante de Dios en la Tierra, el Vicario de Cristo, podrá a su vez ejercer su autoridad suprema de modo absoluto y arbitrario, y los fieles no podrán hacer otra cosa que tributarle obediencia incondicional.
En realidad, la obediencia en la Iglesia supone para el súbdito el deber de cumplir, no sólo la voluntad del superior, sino únicamente la de Dios. Por esta razón, la obediencia no es nunca ciega ni incondicional. Tiene límites fijados por la ley natural y divina y por la Tradición de la Iglesia, de la cual el Pontífice es custodio y no creador.
Para el papólatra, el Papa no es el Vicario de Cristo en la Tierra, que tiene el cometido de transmitir íntegra y pura la doctrina que ha recibido, sino un sucesor de Cristo que perfecciona la doctrina de sus predecesores adaptándola con el paso de los tiempos. La doctrina del Evangelio está para él en perpetua evolución porque coincide con el Magisterio del pontífice en ese momento reinante. El Magisterio perenne es sustituido por un magisterio viviente expresado en una enseñanza temporal que cambia a diario y tiene su regula fidei en el sujeto de la autoridad en vez de en el objeto de la verdad transmitida.
Una consecuencia de la papolatría es la pretensión de canonizar a todos y cada uno de los papas para que toda palabra y todo acto de gobierno de ellos adquiera retroactivamente carácter infalible. Eso sí, esto sólo se hace con los pontífices posteriores al Concilio Vaticano II, no con los que precedieron tal concilio.
Llegados a este punto deberíamos plantearnos lo siguiente: la época dorada de la Iglesia fue la Edad Media. Y sin embargo, los únicos papas medievales canonizados por la Iglesia son Gregorio VII y Celestino V. En los siglos XII y XIII vivieron grandes pontífices, y ninguno de ellos ha sido canonizado. Durante siete siglos, entre el XIV y el XX, sólo se canonizó a Pío V y a Pío X. ¿Es que los otros fueron papas indignos y pecadores? Desde luego que no. Pero la virtud heroica en el gobierno de la Iglesia es la excepción, no la regla, y si todos los papas son santos, ninguno lo es. La santidad lo es cuando es excepcional, pero pierde sentido cuando se convierte en la regla. Hay quien sospecha que actualmente se quiere canonizar a todos los pontífices precisamente porque ya no se cree en la santidad de ninguno. Quien quiera ahondar en este problema encontrará provechosa la lectura del artículo que dedicó Christopher Ferrara en The Remnant a The canonisations crisis (9).
¿Es posible una diarquía pontificia?
La papolatría no existe en sentido abstracto: hoy en día se debería hablar con más precisión de, por ejemplo, franciscolatría, y también de benedictolatría, como bien ha señalado Miguel Ángel Yáñez en Adelante la Fe (10).  Esa papolatría puede llegar a contraponer un pontífice a otro. Por ejemplo, los seguidores del papa Francisco a los de Benedicto, pero también puede conducir a intentar la armonía y convivencia de ambos papas imaginando una posible división de funciones. Es significativo e inquietante lo sucedido con ocasión del quinto aniversario de la elección del papa Francisco. Toda la atención de los medios se ha concentrado en el caso de la carta de Benedicto XVI a Francisco: una carta que resultó haber sido manipulada y que ha causado la dimisión del encargado de comunicación en el Vaticano, monseñor Dario Viganò. Con todo, el debate reveló la existencia de una falsa premisa aceptada por todos: que hay una especie de diarquía pontificia, según la cual hay uno que es papa en el ejercicio de sus funciones, Francisco, y otro, Benedicto, que sirve a la Cátedra de San Pedro con la oración  y, en caso necesario, orientando. La existencia de dos pontífices se admite como un hecho consumado; sólo se discute la naturaleza de su relación, Pero la verdad es que es imposible que haya dos papas. El papado es indivisible: sólo puede haber un Vicario de Cristo.
Benedicto XVI tenía la facultad de renunciar al pontificado, pero habría debido, en consecuencia, renunciar al nombre de Benedicto XVI, a la sotana blanca y al título de papa emérito. En resumidas cuentas, tendría que haber dejado definitivamente de ser papa, e incluso haber dejado de residir en el Vaticano. ¿Por qué no lo ha hecho? Porque parece que Benedicto XVI está convencido de que todavía es papa, aunque sea un papa que ha renunciado al ejercicio de su ministerio petrino. Esta convicción nace de una eclesiología profundamente errónea, fundada en un concepto sacramental y no jurídico del Papado. Si el munus petrino es un sacramento y no un cargo jurídico, imprime carácter, pero en ese caso sería imposible renunciar al cargo. La renuncia presupone la revocabilidad del cargo, y es por tanto irreconciliable con un concepto sacramental del pontificado.
Con toda razón el cardenal Brandmüller encuentra incomprensible la tentativa de establecer una especie de paralelismo contemporáneo entre un papa reinante y un papa orante: «Un papado bicéfalo sería una monstruosidad»(11), ha afirmado. «El derecho canónico no reconoce la figura de un papa emérito.»  «El dimisionario, en consecuencia, ya no es obispo de Roma ni papa, ni siquiera cardenal».(12)
Por lo que se refiere a las dudas en cuanto a la elección del papa Francisco, la profesora Geraldina Boni (13) señala que el Derecho Canónico siempre ha enseñado que una serena universalis ecclesiae adhaesio es señal y efecto infalible de una elección válida y un pontificado legítimo, y la adhesión del pueblo de Dios al papa Francisco no ha sido puesta en duda hasta el momento por ninguno de los cardenales que participaron en el cónclave. Esto también es consecuencia del carácter visible de la Iglesia y del Papado.
A nemine est judicandus, nisi a fide devius…
El carácter jurídico del cargo petrino ha sido descrito con bastante acierto por un canonista libre de toda sospecha, ex rector de la Universidad Gregoriana: el jesuita Gianfranco Ghirlanda, que durante el periodo de transición entre ambos pontificados publicó en La Civiltà Cattolica un explícito artículo titulado La vacancia de la Sede Romana, en el que dijo:
«La Sede Romana está vacante en el caso de que el Romano Pontífice cese en el ejercicio de sus funciones, y esto se verifica por cuatro motivos: 1) fallecimiento; 2) locura cierta e incurable o enfermedad mental total; 3) notoria apostasía, herejía o cisma; y 4) dimisión».
El padre Ghirlanda explica: «En el primer caso, la Sede Apostólica queda vacante desde el momento de la muerte del Romano Pontífice; en el segundo y tercero, desde el momento de la declaración por parte de los cardenales; y en el cuarto, desde el momento de la renuncia. En este caso, el criterio a seguir es la salvaguarda de la propia comunión eclesial. Si ésta no correspondiese ya al Papa, el pontífice ya no tendría ya ninguna potestad, porque ipso iure perdería su cargo primado.»
En este punto el padre Ghirlanda se centra en el tema del papa hereje. No hace la menor alusión a un pontífice que en febrero de 2013 no había sido elegido aún. El padre Ghirlanda pone un ejemplo teórico: «En la doctrina está admitido el caso de notoria apostasía, herejía o cisma en que podría incurrir el Sumo Pontífice, pero como doctor privado que no requiere la aceptación por parte de los fieles, ya que por la fe en la infalibilidad personal que tiene el Santo Padre en el ejercicio de su cargo, y por tanto con la asistencia del Espíritu Santo, debemos decir que no puede hacer afirmaciones heréticas empeñando su autoridad primada, ya que si lo hiciere perdería ipso iure el cargo. Sin embargo, en tal caso, como la sede primada no puede ser juzgada por nadie (cf. 1404), nadie podría deponer al Romano Pontífice. Ahora bien, se tendría tan sólo una declaración del hecho, y tendrían que hacerla los cardenales, al menos los que estuviesen presentes en Roma. Con todo, tal eventualidad, si bien está prevista en la doctrina, se considera totalmente improbable por la intervención de la Divina Providencia en favor de la Iglesia».(14)
En su exposición, el padre Ghirlanda no adopta una postura tradicionalista ni progresista, sino la de un estudioso que compila miles de años de tradición canónica.
Si, en el terreno de la filosofía y la teología, el vértice indiscutible del pensamiento cristiano está representado por Santo Tomás de Aquino, en el del Derecho Canónico el equivalente sería la Escolástica y está representado por el maestro Graciano y sus discípulos.
Evocando una afirmación de San Bonifacio, obispo de Maguncia, Graciano dice que el Papa «a nemine est iudicandus, nisi deprehendatur a fide devius».(15) Este principio es reafirmado en la Summa decretorum de Hugo de Pisa,(16) considerado el más grande de los magister decretorum del siglo XII.
El padre Salvatore Vacca, que ha esbozado la historia del axioma Prima Sedes a nemine iudicatur, recuerda que «la tesis de la posibilidad del papa hereje será tenida en cuenta […] durante todo el Medioevo hasta la llegada del Cisma de Occidente (1379-1417)».(17)
En el caso de un papa hereje, el principio Prima Sedes a nemine iudicatur no es vulnerado, en primer lugar porque, según la tradición canónica, este principio admite como única excepción el caso de herejía; y en segundo lugar, los cardenales se limitarían a constatar el hecho de la herejía, como sucedería en el caso de la pérdida de las facultades mentales, sin ejercer en modo alguno la deposición del Romano Pontífice. El cese del cargo oficial simplemente sería constatado y declarado por ellos.
Los teólogos discuten si la pérdida del pontificado se da en el momento en que el Papa incurre en herejía o sólo en el caso de que la herejía se haga manifiesta o notoria y se divulgue públicamente.
Arnaldo Xavier da Silveira (18) sostiene que aun habiendo incopatibilidad de raíz entre la herejía y la jurisdicción pontificia, el Papa no pierde su cargo hasta que se herejía es puesta de manifiesto. Dado que la Iglesia es una sociedad visible y perfecta, la pérdida de la fe por parte de su Cabeza visible tiene que ser hecho público, claramente reconocido por los fieles comunes. Así como un árbol puede vivir cierto tiempo después de que se le han cortado las raíces, la jurisdicción también puede mantenerse aunque sea precariamente después de que el titular de ella caiga en herejía. Jesucristo mantiene provisionalmente la persona del pontífice hereje en el ejercicio de su jurisdicción hasta que la Iglesia constate que está depuesto.
Lo que es cierto es que reconocer la posibilidad de que un papa incurra en herejía no significa en modo alguno que disminuyan el amor y la devoción al Papado. Significa admitir que el Papa es el Vicario, no siempre impecable ni siempre infalible, de Jesucristo, única Cabeza del Cuerpo Místico de la Iglesia.
Contra el catacumbismo
El tema de la visibilidad de la Iglesia es un argumento válido para combatir otra tentación actualmente muy extendida: el catacumbismo. El catacumbismo es la actitud de quien se retira del campo de batalla y se esconde, creyendo ilusamente que podrá sobrevivir sin combatir. El catacumbismo es el rechazo del concepto combativo del cristianismo.
El catacumbista no quiere combatir porque está convencido de que ya ha perdido la batalla. Acepta como un hecho la situación de inferioridad de los católicos sin remontarse a las causas que la han determinado. Pero si los católicos son minoritarios hoy en día es porque han perdido una serie de batallas. Han perdido esta batalla porque no la han combatido. Y no la han combatido porque han perdido la idea misma de que hay enemigos. Han vuelto la espalda al concepto agustiniano de las dos ciudades que luchan en la Historia, único que puede brindar la explicación de todo lo que ha sucedido. Rechazar esa mentalidad combativa es aceptar como principio la irreversibilidad del proceso histórico y del catacumbismo se pasa inevitablemente al progresismo y el modernismo.
Los catacumbistas oponen la Iglesia constantiniana a la Iglesia minoritaria y perseguida de los tres primeros siglos. Pero Pío XII, en su discurso a los jóvenes de Acción Católica del 8 de diciembre de 1947, refuta esa tesis, y explica que los católicos de los tres primeros siglos no se refugiaron en las catacumbas, sino que fueron vencedores:
«Con frecuencia, la Iglesia de los primeros siglos ha sido presentada como la Iglesia de las catacumbas, como si los cristianos de entonces acostumbraran vivir escondidos en ellas. Nada más inexacto: aquellas necrópolis subterráneas, destinada principalmente a la sepultura de los fieles difuntos, no servían de refugio, salvo quizás en momentos de violenta persecución. La vida de los cristianos en aquellos siglos marcados por el derramamiento de sangre, se desenvolvía en las calles y las casas, abiertamente. No vivían apartados del mundo; frecuentaban, como los demás, los baños, los talleres, las tiendas, mercados y plazas públicas; ejercían profesiones como marineros, soldados, agricultores y comerciantes” (Tertuliano, Apologeticum, c. 42). Querer convertir a aquella Iglesia valerosa, dispuesta siempre a vivir al pie del cañón, en una sociedad de cobardes que viven escondidos por vergüenza o por pusilanimidad, sería un ultraje a su virtud. Eran plenamente conscientes de su deber de conquistar el mundo para Cristo, de transformar según la doctrina y la ley del Divino Salvador la vida privada y la pública, donde debía nacer una nueva civilización, surgir otra Roma sobre los sepulcros de los dos Príncipes de los Apóstoles. Y lograron su objetivo. Roma y el Imperio Romano se hicieron cristianos.»
Antes se decía que el sacramento de la Confirmación nos hace soldados de Cristo, y Pío XII, dirigiéndose a los obispos de los Estados Unidos, les dijo: «El cristiano digno de tal nombre siempre es apóstol; es indecoroso para el soldado de Cristo alejarse de la batalla, porque sólo la muerte pone fin a su milicia».(19) Es preciso recuperar esta percepción militar de la vida cristiana.
La fuerza del silencio y la fuerza de la palabra
Hay quienes dicen que hace falta renunciar a la acción y a la lucha porque en el plano humano ya no es posible hacer nada. Que es preciso esperar una intervención extraordinaria de la Divina Providencia. Es cierto que Dios, y sólo Dios, es quien dirige y transforma la Historia. Pero Dios exige la colaboración de los hombres, y si los hombres dejan de actuar, deja también de actuar la gracia divina. Es más, como señala San Ambrosio, «Dios no manda su bendición a quien se duerme, sino a quien vela».(20)
Hay también quien dice que no hay que renunciar sólo a la acción, sino también a la palabra. Cada tanto nos topamos con alguien que con el dedo ante la boca y los ojos alzados al Cielo nos dice que es necesario callar y rezar. Nada más. Pero sería un error hacer del silencio una regla de comportamiento, porque el Día del Juicio no sólo daremos cuenta de las palabras ociosas, sino también de los silencios culpables.
Hay vocaciones al silencio, como las de tantos religiosos contemplativos; pero los católicos, desde los pastores al último de los fieles, tienen el deber de dar testimonio de su fe con la palabra y con el ejemplo. Por medio de la Palabra los apóstoles conquistaron el mundo y se difundió el Evangelio de un extremo a otro de la Tierra.
No callaron San Atanasio ni San Hilario ante los arrianos, ni San Pedro Damián ante los prelados corruptos de su tiempo. Tampoco calló Santa Catalina de Siena ante los papas de su época, ni San Vicente Ferrer, que además se presentó como el Ángel del Apocalipsis.
Ni callaron, sino hablaron, en tiempos recientes, Clemens August von Galen, obispo de Münster, ante el nazismo, ni el cardenal Josef Mindszenty, primado de Hungría, ante el comunismo.
Por otro lado, hoy en día el silencio no se vive como un momento de recogimiento y reflexión que prepara para la lucha, sino como una estrategia política alternativa a la misma. Un silencio que predispone al disimulo, la hipocresía y la rendición final. Día tras día, mes tras mes y año tras año, la política del silencio se ha convertido en una jaula que encierra a muchos conservadores. En este sentido, el silencio no es sólo una culpa de hoy, sino también el castigo por las culpas de ayer. Hoy son prisioneros del silencio los que han callado durante demasiados años. Y en cambio, es libre quien a lo largo de los últimos cincuenta años no ha guardado silencio, sino que ha hablado abiertamente y sin transigir, porque sólo la Verdad nos hace libres (Jn.8, 32).

Tempus est tacendi, tempus loquendi.
 Hay tiempo de callar y tiempo de  hablar, dice el Eclesiastés (3,7). Hay momentos en que se debe callar, pero también hay un momento para hablar. Y hoy es el momento de hablar.
Hablar significa ante todo dar testimonio público de fidelidad al Evangelio y a las inmutables verdades católicas, denunciando los errores que se contraponen a éstas. En épocas de crisis, la regla a seguir es la que proclamó Benedicto XV en la encíclica Ad beatissimi Apostolorum Principis del 1 de noviembre de 1914 contra los modernistas. «Queremos, por tanto, que sea respetada aquella ley de Nuestros mayores: Nihil innovetur nisi quod traditum est, Nada se innove sino lo que se ha trasmitido». La Sagrada Tradición sigue siendo el criterio para discernir lo católico de lo que no es católico y poner de manifiesto las notas visibles de la Iglesia. La Tradición es la Fe de la Iglesia que los pontífices han mantenido y transmitido a lo largo de los siglos. Pero la Tradición tiene preeminencia sobre el Papa, y no el Papa sobre la Tradición.
Por tanto, no basta con hacer una denuncia genérica de los errores que se oponen a la Tradición de la Iglesia. Es preciso que demos a conocer el nombre de quienes en el seno de la Iglesia profesan una teología, una filosofía, una moral o una espiritualidad que se opongan al Magisterio perenne de la Iglesia, sea cual sea el cargo que ocupen. Y hoy en día debemos reconocer que el propio Papa promueve y difunda errores y herejías dentro de la Iglesia. Necesitamos el valor para decirlo, con toda la veneración debida al Sumo Pontífice. La verdadera devoción al Papado se manifiesta en una actitud de resistencia filial, como la de la Corrección filial que se elevó al papa Francisco en 2017.
Pero no sólo hay un tempus loquendi. Hay también un modus loquendi con el que se expresa el católico. La corrección debe ser filial, como se ha hecho; respetuosa, devota, sin sarcasmo, sin irreverencia, sin desprecio, sin celos amargos, sin complacencia, sin orgullo, con profundo espíritu de caridad, que es amor a Dios y a la Iglesia.
En la actual crisis, a toda profesión de fe y declaración de fidelidad que no tenga en cuenta la responsabilidad del papa Francisco le falta fuerza, claridad y sinceridad. Necesitamos el valor para decir: Santo Padre, vuestra santidad es responsable de la confusión que reina hoy en la Iglesia; Santo Padre, vuestra santidad es el primer responsable de las herejías que circulan actualmente en la Iglesia. Los cardenales que callan, y que al callar incumplen su cometido de ser consejeros y colaboradores del Papa, al que deberían dirigir públicamente palabras de amonestación y corrección fraterna, no dejan de ser responsables.
Pero no basta con denunciar a los pastores que demuelen o que promueven la demolición de la Iglesia. Es necesario reducir al mínimo indispensable la convivencia con esos, como en el caso de una separación matrimonial. Si un padre ejerce la violencia física contra su mujer o sus hijos, la esposa, aunque reconozca la validez del matrimonio y no pida la anulación, puede solicitar la separación a fin de protegerse y proteger a sus hijos. La Iglesia lo permite. Dejar de vivir juntos habitualmente significa en este caso distanciarse de las enseñanzas y prácticas de los malos pastores, negarse a participar en los programas y actividades que promueven.
No debemos olvidar, sin embargo, que la Iglesia no puede desaparecer. Por consiguiente, es necesario apoyar el apostolado de los pastores que se mantengan fieles a las enseñanzas tradicionales de la Iglesia, participar en sus iniciativas y animarlos a hablar, actuar, y guiar a la desorientada grey.
Es hora de apartarnos de los malos pastores y asociarnos a los buenos, dentro de la única Iglesia en la que también conviven, en un mismo terreno, el trigo y la cizaña (Mt. 13,24-30). Y tener presente que la Iglesia es visible y no se puede salvar sola apartada de sus legítimos pastores.
La Iglesia es visible y se salvará con el Papa, no sin el Papa. Es preciso renovar el vínculo de amor y de veneración que nos une al sucesor de San Pedro, principalmente con la oración, para que Jesucristo les dé a él y a todos los pastores la fuerza necesaria para no traicionarel sagrado depósito de la Fe, y si eso sucediera, de retomar la dirección de la grey abandonada.
Sólo una voz suprema y solemne puede poner al proceso de autodemolición que está en acto: la del Romano Pontífice, única persona a quien ha sido garantizada la posibilidad de definir la Palabra de Cristo, haciéndose portavoz infalible de la Tradición.
Y si aun así el Vicario de Cristo es infiel a su misión, el Espíritu Santo no dejará de asistir ni por un momento a su Iglesia, en la que, en momentos de apartamiento de la Fe, un resto, aunque pequeño, de pastores y fieles seguirá siempre observando y transmitiendo la Tradición, confiando en la divina promesa: «Yo con vosotros estoy todos los días, hasta la consumación del mundo (Mt. 28,20).
En la encíclica Fulgens radiator del 21 de marzo de 1947, con motivo del XIV centenario de la muerte de San Benito, Pío XII dijo: «Todo el que examine su ilustre vida e investigue a la luz verdadera de la historia la época tormentosa en que vivió, comprobará sin duda la verdad de aquella divina promesa, hecha por Jesucristo a sus Apóstoles y a la sociedad que fundaba: «Ego vobiscum sum omnibus diebus, usque ad consummationem saeculi»; Yo mismo estaré continuamente con vosotros, hasta la consumación de los siglos (Mt. 27,20). Promesa que no pierde su valor en ningún tiempo, sino que alcanza al curso todo de los siglos, regido por el imperio de Dios. Más aún, cuando con más encarnizamiento los enemigos acometen al nombre cristiano, cuando la nave de Pedro, dirigida por la providencia, es zarandeada por olas cada vez más violentas, cuando todo parece que está para desplomarse y no hay esperanza ninguna de humano auxilio, entonces aparece Jesucristo cumpliendo su palabra, consolando y dispensando aquella fuerza que viene de lo alto, con lo que suscita nuevos atletas, defensores de la causa católica, que le devuelvan su antiguo esplendor, y que, con la ayuda de las gracias celestiales, le comuniquen todavía un mayor perfeccionamiento.»
El modelo para quienes permanecen fieles a la Tradición en tiempos de crisis es la Santísima Virgen María, que mantuvo sola la fe el sábado previo a la Resurrección, y que después de la Ascensión de Jesús al Cielo no calló, sino que sostuvo a la Iglesia naciente con la firmeza y claridad de su palabra. Su corazón fue, y sigue siendo, cofre del tesoro de la Tradición de la Iglesia.(22)
Los verdaderos devotos de María de los que habla San Luis María Griñón de Monfort son también los verdaderos devotos del Papado, que en tiempos de dejación de funciones por parte de la autoridad y de entenebrecimiento de la fe no vacilan en empuñar la espada de dos filos de la Palabra de Dios (Heb. 4,12) con la que atravesarán por la vida o por la muerte a aquellos a quienes los envíe el Altísimo.(23)
Su batalla contra los enemigos de Dios acercará la hora del triunfo del Inmaculado Corazón de María, que será también la del triunfo del Papado y de la Iglesia restaurada.
1 FREDERICK WILLIAM FABER, La devozione e fedeltà al Papa, en AA. VV., Il Papa nel pensiero degli scrittori religiosi e politici, La Civiltà Cattolica, Roma 1927, II, pp. 231-238.
2 DENZ-H, 2601-2612.
3 Para una síntesis de este pensamiento, cfr. PLINIO CORRȆA DE OLIVEIRA, Revolución y contrarrevolución.
4 DENZ-H, 3050-3075.
5 LOUIS BILLOT, De Ecclesia Christi,I, Prati, Giachetti, 1909, pp. 49-51
6 SAN AMBROSIO, Expositio in Psalmos, 40.
7 S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Epístola a los discípulos de Esmirna, 8, 2.
8 ABBÉ JEAN-MICHEL GLEIZE FSPX, Angelus, julio de 2013.
11 WALTER BRANDMÜLLER, Renuntiatio Papae. Alcune riflessioni storico-canonistiche, en Archivio Giuridico, 3-4
(2016), p. 660.
12 ivi, pp. 661, 660.
13 GERALDINA BONI, Sopra una rinuncia. La decisione di papa Benedetto XVI e il diritto, Bononia University Press,
Bolonia 2015
14 GIANFRANCO GHIRLANDA, Cessazione dall’ufficio di Romano Pontefice, “La Civiltà Cattolica cuaderno nº 3905 del 2 de marzo de 2013 “, pp. 445-462., p. 445
15 GRAcIANO, Decreto, Pars I, Dist. XL.
16 HUGO DE PISA, Summa Decretorum, Pars I, Dist.. XL, c. 6.
17 SALVATORE VACCA, Prima Sedes a nemine judicatur. Genesi e sviluppo storico dell’assioma fino al Decreto di
Graziano, 
Pontificia Universidad Gregoriana, Roma 1993, p. 254.
18 ARNALDO XAVEIR DA SILVEIRA, Ipotesi teologica di un Papa eretico,Solfanelli, Chieti 2016.
19 PÍO XII, Discurso a los obispos de los Estados Unidos del 1 novembre 1939.
20 S. AMBROSIO, Expos. Evang. sec. Luc., IV, 49.
21 S. ESTEBN I,Carta a San Cipriano, en DENZ-H, 110. 4
22 SAN BONAVENTURA, De Nativitate B. Virginis Mariae Sermo V, Op., cit., IX, p. 717).
23 SAN LUÍSI MAÍA GRIÑÓN DE MONTFORT, TrataDo de la verdadera devoción a la Santísima Virgen María, nº 57.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe)

jueves, 27 de septiembre de 2018

El primado romano desfigurado por el sucesor de San Pedro (De Mattei)



La impresionante rapidez con que se suceden los acontecimientos al interior de la Iglesia hace pensar que no sólo se deba a una dinámica de aceleración histórica, sino a una deliberada decisión de los agentes del caos para aumentar la desorientación y paralizar las fuerzas de quienes intentan contener la marea que avanza.
El pasado 22 de septiembre la Santa Sede y la República Popular China emitieron un comunicado conjunto en el que daban a conocer que han firmado un acuerdo provisional sobre la manera de nombrar obispos católicos chinos. No obstante, el texto en sí no se ha publicado y se ignora su contenido.
El arzobispo emérito de Hong Kong, cardenal Joseph Zen, ha hecho llegar a Asia News la siguiente declaración: «El esperadísimo comunicado de la Santa Sede es una obra maestra de imaginación para no decir nada con muchas palabras. Dice que el acuerdo es provisional, pero no especifica cuándo expira; dice que prevé evaluaciones periódicas, sin decir cuándo será la primera fecha de caducidad. Al fin y al cabo, cualquier acuerdo puede calificarse de provisional, porque una de las dos partes siempre podrá tener motivos para pedir una modificación o incluso la anulación del acuerdo. Pero lo que importa es que si nadie pide modificar ni anular el acuerdo, aunque sea provisional, el acuerdo está en vigor. La palabra provisional no dice nada. El acuerdo “trata del nombramiento de los obispos.” Eso ya lo había dicho bastantes veces la Santa Sede, desde hace mucho. Entonces, ¿cuál es el fruto de tanto esfuerzo? ¿Cómo se responde a nuestra larga espera? ¿No se dice nada? ¡¿Es que es secreto?! El comunicado se reduce a decir que se ha firmado un acuerdo entre la Santa Sede y la República Popular China sobre el nombramiento de los obispos. Todo lo demás son palabras vacías de contenido. Y bien, ¿cuál es el mensaje que quiere transmitir la Santa Sede a los fieles de China con este comunicado? ¿”Confiad en nosotros, aceptad lo que ya hemos decidido”? ¿Y qué dirá el Gobierno a los católicos chinos? ¿”Obedecednos, que la Santa Sede ya está de acuerdo con nosotros”? ¿Aceptar y obedecer sin saber qué se debe aceptar y en qué obedecer?»
En sustancia, el acuerdo consistiría en los siguiente: a los candidatos al episcopado los nombra la iglesia oficial china, que está en manos de la Asociación Patriótica, que tiene su origen directo en el Partido Comunista. Los departamentos pertinentes del Gobierno chino propondrán a la Santa Sede un candidato que sea del agrado del Partido Comunista.
¿Y qué pasaría si el Papa no estuviera de acuerdo? El pasado 24 de septiembre, el padre Bernardo Cervellera comentó en Asia News esta hipótesis de la siguiente manera: «Hasta ahora se decía que el Papa tenía derecho de veto temporal: es decir, que el Sumo Pontífice tenía un plazo de tres meses para exponer las razones de su oposición, pero si las autoridades consideraban infundados los motivos del Santo Padre nombraban y ordenaban de todos modos a su candidato. Al no conocer el texto del acuerdo, ignoramos si se mantiene esa cláusula, si realmente el Pontífice tendrá la última palabra en los nombramientos y ordenaciones, o si por el contrario sólo se reconoce formalmente su autoridad».
En caso de que el veto fuese temporal y la última palabra correspondiera a las autoridades chinas, se incurriría en un grave error condenado por la Iglesia. Por citar un ejemplo, Pío VII revocó el concordato de Fontainebleu, estipulado con Napoleón el 25 de enero de 1813, precisamente porque preveía que si no llegaba la ratificación del Papa en el plazo de seis meses, el candidato del Imperio Francés sería confirmado  por las autoridades en el cargo de obispo.
Pero aun en el caso de que el veto fuera permanente, el papel del Pontífice se reduce a hacer de una especie de notario. Se limita a ratificar el nombramiento, y si quiere evitar un tira y afloja con las autoridades políticas con las que ha intentado espasmódicamente llegar a un acuerdo, el veto podría ser la excepción, no la regla. En todo caso, asistimos a una repetición de la Ostpolitik de Pablo VI, que tanto daño hizo a los católicos del Este europeo.
Desgraciadamente, hay una estrecha coherencia entre el funesto acuerdo con China y la constitución apostólica Episcopalis communio sobre la estructura del Sínodo de Obispos firmada por Francisco el pasado 15 de septiembre y dada a conocer el día 18. Mediante este documento, explica Stefania Farlasca en el Avvenire del 18 de septiembre, «queda normativamente establecida la práctica de la sinodalidad como procedimiento para la Iglesia, y con ella el principio que regula las etapas de dicho proceso: la escucha. Pueblo de Dios, Colegio Episcopal, Obispo de Roma: cada uno escucha a los otros, y todos al Espíritu Santo.»
¿De qué forma concluye este proceso de escucha carismática? Lo explican los artículos 17 y 18 de la constitución apostólica. Las conclusiones de la asamblea se recogen en un documento final que, tras su aprobación por parte de una comisión ad hoc, «se presenta al Romano Pontífice, que decide si se publica. En caso de aprobarlo expresamente, el documento final participa del magisterio ordinario del Sucesor de San Pedro» (art. 18, § 2). Si más adelante el Santo Padre concede a la asamblea del Sínodo poderes deliberativos, de conformidad con el canon 343 del Código de Derecho Canónico, el documento final participará del magisterio ordinario del Sucesor de San Pedro una vez ratificado y promulgado. En ese caso el documento final se publica con la firma del Romano Pontífice junto a la de los miembros (art.18, § 3).
En cualquier caso, el documento sinodal «participa del magisterio ordinario del Sucesor de San Pedro». El alcance magisterial de documentos como Amoris laetitia y las conclusiones de sínodos a celebrarse próximamente, como el de los jóvenes y el de la Amazonía, queda confirmado. ¿Y cuál es la misión de San Pedro en la elaboración de documentos sinodales? Pues, como en el caso del nombramiento de obispos chinos, la de hacer de mero notario, cuya firma es necesaria para hacer efectivo el acto, sin necesidad de que sea autor del texto.
La Iglesia está a punto de convertirse en una república, no presidencial sino parlamentaria, cuyo Jefe de Estado cumple en la práctica la misión garante de las fuerzas políticas y de representante de la unidad nacional, renunciando a la de monarca absoluto y legislador supremo que le corresponde como Romano Pontífice. Ahora bien, para llevar a cabo este proyecto democrático, el Sucesor de San Pedro se vale de poderes dictatoriales que no tienen nada que ver con la tradición de gobierno de la Iglesia.
Durante la conferencia de prensa en que se presentó el documento del Papa, el cardenal Lorenzo Baldisseri, secretario general del Sínodo de los Obispos, afirmó que «la constitución apostólica Episcopalis communio del papa Francisco representa una auténtica refundación del organismo sinodal», y que «en una Iglesia sinodal, también podrá tener mayor relevo el ejercicio del primado petrino. El Papa no está solo por encima de la Iglesia; está dentro de ella como bautizado entre los bautizados, en el Colegio Episcopal como obispo entre los obispos, con la misión simultánea como sucesor del apóstol San Pedro de guiar a la Iglesia de Roma que preside en el amor a todas las iglesias» (Vatican Insider, 18 de septiembre de 2018).
Los teólogos ortodoxos pueden evaluar la gravedad de estas afirmaciones que pretenden refundar y reformar el munus petrino. Nunca había sido negado y desfigurado como ahora el Primado Romano, y para colmo en un momento en que una ola de fango parece anegar a la Esposa de Cristo.
Quien ame verdaderamente al Papado tiene el deber de gritarlo desde los tejados. Pero parece que la consigna del silencio no sólo afecta al papa Francisco. También los obispos y cardenales que guían la Iglesia parecen repetir ante los escándalos y errores que la golpean en la actualidad: «No diré una palabra sobre esto».
(Traducido por Bruno de la Inmaculada /Adelante la Fe)
Roberto de Mattei