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viernes, 2 de mayo de 2025

Por el honor de la Iglesia (Roberto De Mattei)



El funeral del papa Francisco en la Plaza de San Pedro y el traslado de su féretro a Santa María la Mayor, en el grandioso ambiente de la Roma antigua, la barroca y la del siglo XIX, ha constituido un momento histórico henchido de simbolismo. Soberanos, jefes de estado y de gobierno y personajes públicos de toda índole llegados de todas partes a la Ciudad Eterna no han rendido honores a Jorge Mario Bergoglio, sino a la institución que él representaba, a igual que en las exequias de Juan Pablo II. Si bien muchas de dichas personalidades profesan otras religiones o incluso son ateas, todos eran conscientes de lo que significa todavía la Iglesia de Roma, caput mundi, centro del cristianismo universal. La imagen de Donald Trump y Vladimir Zelensky frente a frente en sendos sencillos asientos en la basílica de San Pedro se veía como una expresión de su pequeñez bajo la cúpula de una basílica en la que se congrega el destino del orbe. Y daba la impresión de que los 170 dirigentes congregados en la Ciudad Eterna se interrogasen sobre el futuro del mundo, en vísperas del cónclave que dará comienzo el próximo 7 de mayo.

El cónclave que elegirá al sucesor de Francisco será, como todos, una ocasión extraordinaria en la vida de la Iglesia. Lo cierto es que, en los cónclaves, se diría que el Cielo y la Tierra se reúnen para elegir al Vicario de Cristo. Los cardenales, que constituyen el senado de la Iglesia, han de escoger al que estará destinado a guiarla y gobernarla. La ocasión es tan importante que el propio Cristo prometió a la Iglesia que la ayudaría mediante la influencia del Espíritu Santo. Como pasa con toda gracia, la que se debe a la intervención especial del Espíritu Santo presupone no obstante la correspondencia de los hombres, que, en este caso particular, son los cardenales reunidos en la Capilla Sixtina. A los cuales, en realidad, la asistencia divina no les quita la libertad humana. El Espíritu Santo les asiste, pero no determina la elección. La asistencia del Espíritu Santo no quiere decir que en el cónclave será elegido necesariamente el mejor candidato. Ahora bien, la Divina Providencia es capaz de sacar el mejor de los bienes posibles del peor de los males, como podría ser la elección de un papa malo. Porque quien siempre triunfa en la Historia es Dios, no es el Demonio. Por eso, a lo largo de la historia han sido elegidos pontífices santos, pero también papas débiles, indignos, inadecuados para su alta misión, sin perjudicar por ello en modo alguno la grandeza del Papado.

Como todos los cónclaves de la historia, también el próximo será objeto de tentativas de interferencia. En el de 1769, fue elegido Clemente XIV después de 185 escrutinios y más de tres meses de intentos, tras comprometerse con las cortes europeas a suprimir la Compañía de Jesús. En el de 1903, que eligió a San Pío X, el emperador Francisco José de Austria vetó la elección del cardenal Rampolla del Tindaro. Y también en el que eligió a Pío XII, y sobre todo en el que siguió a la muerte de este pontífice, hubo presiones políticas. En 1958 la acción política de mayor carácter invasivo fue la que ejerció Francia por medio del general De Gaulle, que ordenó a su embajador ante la Santa Sede Roland de Margerie que hiciera todo lo posible por impedir que fuesen elegidos los cardenales Ottaviani y Ruffini, considerados reaccionarios. El partido francés, emcabezado por el cardenal Eugenio Tisserant, apoyó en cambio al Patriarca de Venecia Giusseppe Roncalli, que resultó elegido y asumió el nombre de Juan XXIII. En tiempos más recientes han sido notorias las maniobras de la llamada mafia de San Galo en los cónclaves de 2005 y 2013 para evitar que fuese elegido Benedicto XVI y obtener la elección del papa Francisco. La primera vez fracasó la maniobra; la segunda sí tuvo éxito.

De todos modos, la eventual invalidez de una elección no depende de semejantes presiones. En la constitución Universi Dominici gregis del 22 de febrero de 1996, sin llegar a prohibir que durante la sede vacante pueda haber intercambio de ideas en cuanto a la elección, dice Juan Pablo II que los cardenales electores se abstendrán de «de toda forma de pactos, acuerdos, promesas u otros compromisos de cualquier género, que los puedan obligar a dar o negar el voto a uno o a algunos. Si esto sucediera en realidad, incluso bajo juramento», decreta «que tal compromiso sea nulo e inválido y nadie esté obligado a observarlo», conminando además «la excomunión latae sententiae a los transgresores de esta prohibición» (nº81-82). La mencionada constitución apostólica declara nulos los acuerdos, pero no las elecciones que se hagan a continuación. No deja de ser válida la elección aunque se hayan llevado a cabo pactos ilícitos, salvo que se dé algún vicio sustancial gravísimo que comprometa la libertad del cónclave.

Universi Dominici gregis dispone que el Pontífice debe ser elegido por una mayoría calificada de dos tercios, pero que en caso de prolongarse el cónclave por más de 30 escrutinios en 20 días los cardenales podrán elegir al nuevo papa por mayoría simple de sufragios (nº74-75). El cambio no era de poca monta, porque la mayoría absoluta hace más verosímil la hipótesis de que pueda impugnarse la elección de un papa al bastar la invalidez de una papeleta para anular la elección de un pontífice elegido con un voto mayoritario. Tal vez por esta razón, Benedicto XVI restableció con la carta apostólica De aliquibus mutationibus in normis de electione Romani Ponteficis del 11 de junio de 2007 la norma tradicional por la cual es siempre obligatoria una mayoría de dos tercios de los votos de los cardenales electores presentes. La exigencia de los dos tercios consolida la posición de una minoría, y significa que el cónclave puede prolongarse también, cosa que ha sucedido en numerosas ocasiones en tiempos modernos. Basta recordar el cónclave que eligió a Barnaba Chiaramonti (Pío VII, 1800-1823), que duró más de tres meses, desde el 30 de noviembre de 1799 al 14 de marzo de 1800, o el que eligió a Gregorio XVI (1831-1846), que se prolongó por unos cincuenta días, desde el 14 de diciembre de 1830 al 2 de febrero de 1831. Resultó elegido Bartolomeo Alberto Cappelari, monje camaldulense y prefecto de la congregación Propaganda Fide, que ni siquiera era obispo en el momento de ser elegido. Una vez elegido, fue primero creado obispo y continuación coronado.

Las exequias del papa Francisco han sido una ocasión de aparente unidad. El inminente cónclave, reflexionando sobre la verdadera situación de la Iglesia, ¿será por el contrario escenario de divisiones e impondrá a los purpurados que cumplan con su deber por el bien de la Iglesia? La púrpura, símbolo de la sangre de los mártires, recuerda a los cardenales que tienen que estar dispuestos a luchar y derramar su sangre en defensa de la Fe. Un cónclave es siempre un campo de batalla en el que combate la parte más noble del Cuerpo Místico de Cristo. El pasado 26 de abril en la Plaza de San Pedro un mundo que la combate rindió sin saberlo honores a la Iglesia. En la capilla Sixtina los cardenales, o al menos una minoría de ellos, habrán de combatir por el honor de la Iglesia, actualmente humillada por sus adversarios, sobre todo internos. Un cónclave largo y reñido abre por esa razón horizontes de esperanza más amplios de los que nos podría deparar un cónclave breve en el que desde el principio se eligiera a un candidato de conciliación.

El mejor pontífice no será el papa políticamente correcto que proponen los medios informativos, ni el papa político que, presentándose como pacificador, obtenga el pontificado mediante garantías y promesas que no cumplirá.

La Iglesia y el pueblo fiel tienen necesidad de un papa íntegro en la doctrina y en las costumbres que no haga concesiones en cuanto a lo que es en la Fe, la moral, la liturgia y la vida espiritual un derecho irrevocable de los fieles: necesitan un auténtico Vicario de Cristo que haga de la Cátedra de San Pedro un faro de luz de la verdad y la justicia. De lo contrario, si al mundo le falta esa luz, no le quedará otra cosa a la Iglesia que los méritos del sufrimiento y el recurso de la oración.

jueves, 24 de abril de 2025

La muerte del papa Francisco (2013-2025): ¿el final de una era? (Roberto De Mattei)



A las 7:35 horas del 21 de abril pasado, lunes de Pascua, el alma de Jorge Mario Bergoglio se separó de su cuerpo mortal para comparecer ante el juicio de Dios. Hasta el día del Juicio Universal no sabremos cuál habrá sido para Francisco la sentencia del tribunal supremo al que un día todos tendremos que presentarnos. Roguemos por su alma, como hace la Iglesia en sus novendiales. Y, dado que la Iglesia es una sociedad pública, unamos nuestras plegarias a una tentativa de evaluación histórica de su pontificado.

Jorge Mario Bergoglio, 266º Romano Pontífice y primero en elegir el nombre de Francisco, ha sido durante doce años el Vicario de Cristo, si bien prefirió en lugar de este el título de Obispo de Roma. Pero el Obispo de Roma se convierte en tal en el momento en que, tras la elección, acepta el cargo petrino. Al aceptar el pontificado, el Papa acepta igualmente los títulos, que se recogen en el Anuario pontificio, de Obispo de Roma, Vicario de Jesucristo, Sucesor del Príncipe de los Apóstoles, Sumo Pontífice de la Iglesia Universal, Primado de Italia, Arzobispo y Metropolitano de la Provincia Romana, Soberano de la Ciudad del Vaticano, Siervo de los siervos de Dios y Patriarca de Occidente (este último título, que había sido eliminado en 2006 por Benedicto XVI, fue recuperado en 2024).

Estos títulos ameritan unos honores especiales, sobre todo el de Vicario de Cristo, que hace del Papa no el sucesor, sino el representante en la Tierra de Jesucristo, Dios y hombre, Redentor de la humanidad. No se honra al Papa por su persona, sino por la dignidad de la misión que Cristo le encomendó a San Pedro. Del mismo modo que en los sacramentos cristianos un gesto expresa una gracia invisible, también los honores (títulos, vestiduras, ceremonias) son signos sensibles de realidad espirituales, e incluso institucionales. La autoridad es una realidad espiritual e invisible, pero para que sea reconocida, es preciso que se manifieste de un modo visible, por medio de gestos y ritos. Sin ellos, la instituciones corren el riesgo de volverse invisibles, y la sociedad religiosa, al igual que la política, se sumiría en el caos. El cristianismo se basa en este principio: que el Dios invisible ha asumido un rostro, un cuerpo y un nombre: «El Verbo se hizo carne» (Jn.1,14). «Nadie ha visto jamás a Dios; el Dios, Hijo único, que es en el seno del Padre, Ése le ha dado a conocer» (Jn.1, 18). Entre los autores del Nuevo Testamento, es San Juan Evangelista quien desarrolla más a fondo en su Evangelio –y sobre todo en el Apocalipsis– una teología de la visibilidad de lo invisible. En ella el símbolo se transforma en visión profética a fin de demostrar el accionar oculto de Dios en la historia.

El papa Francisco no ha demostrado respeto por el decoro del papado. Desde el primer «Buenas tardes, hermanos y hermanas» que dirigió desde el balcón de la logia de San Pedro el día de su elección, hasta la aparición pública del pasado 9 de este mes, cuando se presentó en la Basílica sentado en silla de ruedas vistiendo una manta a rayas que parecía una especie de poncho sin nada que indicara su dignidad pontificia. Bergoglio sustituyó el simbolismo sagrado por un simbolismo mediático a base de imágenes, palabras y encuentros, que en muchos casos llegaron a ser mensajes mucho más elocuentes que los de los documentos oficiales: del ¿quién soy yo para juzgar?, pasando por el lavado de pies de mujeres y musulmanes, hasta su participación en el Festival de Sanremo de este año a través de un videomensaje. Hay quienes han afirmado que al hacer esas cosas el papa Francisco ha humanizado el papado, pero en realidad lo que ha hecho es banalizarlo y mundanizarlo. Es la institución del papado, y no la persona de Jorge Mario Bergoglio, la que sido deshonrada con estos y muchísimos otros gestos que han secularizado el lenguaje y los signos de los que siempre se ha servido la Iglesia para expresar el misterio divino.

Ahora bien, el primero que despojó a la Iglesia de su majestad no fue Francisco sino Pablo VI, que renunció a la tiara y el 13 de noviembre de 1964 la depuso sobre el altar del Concilio, después de lo cual abolió el uso de la silla gestatoria, la guardia noble y la Casa Pontificia, que no eran pompas superfluas, sino manifestaciones de la honra que corresponde a la Iglesia Católica Romana en cuanto institución humana y divina a la vez fundada por Jesucristo. Desde esta perspectiva, el pontificado de Bergoglio no supone, como piensan algunos, una ruptura con los anteriores, sino más bien la culminación de una línea pastoral introducida por el Concilio Vaticano II, a la que apenas parcialmente Benedicto XVI intentó dar marcha atrás.

La exhortación apostólica Amoris laetitia del 19 de marzo de 2016 creó sin duda alguna desorientación en vista de su apertura hacia los divorciados vueltos a casar y parejas en situación irregular. El Documento sobre la fraternidad humana suscrito con el gran imán de la mezquita Al Azhar el 4 de febrero de 2019 inició una nueva etapa en la vía del falso ecumenismo; el fomento de la inmigración, la promoción de la agenda global, la proclamación del sinodalismo, la discriminación de los tradicionalistas y la posibilidad de bendecir a las parejas de homosexuales y la posibilidad de que laicos de ambos sexos puedan llegar a presidir un dicasterio han suscitado legítimas reacciones en el mundo católico. Gracias a esta resistencia, objetivos a los que apuntaban obispos progres, como la ordenación de diaconisas, el matrimonio para los sacerdotes o la atribución de autoridad doctrinal a las conferencias episcopales no se han alcanzado con el papa Francisco, y esto ha decepcionado a sus más ardientes partidarios. El aspecto más revolucionario de su pontificado sigue siendo con todo la larga serie de palabras y actos que han transformado, mundanizándola y debilitándola, la manera en que se entiende el primado petrino.

Se cierra una época, y nos preguntamos cuál será la nueva que se abra. El próximo papa podrá ser más conservador o más progresista que Francisco, pero no será bergogliano, porque el bergoglianismo no ha sido un proyecto ideológico, sino un estilo de gobierno pragmático, autoritario y con frecuencia improvisado. Al no dejar un legado, las grandes tensiones y polarizaciones que se han dado con Francisco podrían estallar ya desde el cónclave.

Hay que recordar que Francisco proclamó el Año de San José en 2021; consagró Rusia y Ucrania al Corazón Inmaculado de María el 25 de marzo de 2022; dedicó al su cuarta encíclica, Dilexit nos, del 24 de octubre de 2024, al culto al Sagrado Corazón de Jesús. Todas estas cosas se ajustan a la espiritualidad tradicional de la Iglesia y son muy distintas del culto pagano a la Pachamama, a la que el mismo Papa llegó a venerar en el Vaticano. Como vemos, lo que ha caracterizado a la era bergogliana han sido las contradicciones. Entre otras cosas, Francisco negó a la Virgen el título de Corredentora y la calificó de mestiza del Misterio de la Encarnación, pero escribió en su testamento que siempre había confiado su vida y su ministerio «a la Madre de Nuestro Señor, María Santísima». Por eso, pidió que sus restos mortales «descansen esperando el día de la resurrección en la Basílica Papal de Santa María la Mayor». «Deseo –añadió– que mi último viaje terrenal concluya precisamente en este antiquísimo santuario mariano, al que acudía para rezar al comienzo y al final de cada viaje apostólico, para encomendar con confianza mis intenciones a la Madre Inmaculada y darle las gracias por su dócil y maternal cuidado».

Su último viaje queda, pues, encomendado a la Santísima Virgen María mientras la Iglesia afronta un momento de extraordinaria gravedad y complejidad en su historia. Y en María también, Madre del Cuerpo Místico de Cristo, ciframos hoy todas nuestras esperanzas, con la certeza de que a los días de sufrimiento de la Iglesia sigan cuanto antes los de su resurrección y su gloria.

Roberto De Mattei

jueves, 7 de septiembre de 2023

Pastor, buen pastor lo fue efectivamente: San Pío X en el recuerdo de Pío XII (Roberto De Mattei)



Hace ciento veinte años, el 4 de agosto de 1903, dio comienzo el pontificado de uno de los más grandes santos de la época moderna. Pío X, cuyo nombre era Giusseppe Melchiorre Sarto, nació en Riese, pequeña localidad del Véneto, el 2 de junio de 1835. Antes de ascender al solio pontificio fue obispo de Mantua y cardenal patriarca de Venecia. Falleció el 20 de agosto de 1914, tras haber reinado durante once años en la Iglesia Universal. Fue beatificado el 3 de junio de 1951 y canonizado el 29 de mayo de 1954 por Pío XII, que fijó su fiesta el 3 de septiembre. Quienes siguen el calendario litúrgico antiguo celebran su festividad en dicha fecha. El nuevo calendario, sin embargo, trasladó la conmemoración al 21 de agosto, un día después del de su muerte.

En estos tiempos difíciles en que la Iglesia tiene necesidad de modelos, no nos cansaremos de exaltar su figura. Y hoy queremos hacerlo con las palabras que pronunció Pío XII durante el discurso de su beatificación en 1951:

«Nos, que en aquel momento iniciábamos nuestros sacerdocio, al servicio ya de la Santa Sede, no olvidaremos jamás nuestra honda emoción cuando, en el mensaje de aquel 4 de agosto de 1903, desde la logia de la Basílica vaticana resonó la voz del cardenal primer diácono anunciando a la multitud que aquel cónclave –¡notable en tantos aspectos!– había tenido como resultado la elección del Patriarca de Venecia, Giusseppe Sarto.

»En ese momento se pronunció por primera vez a los oídos del mundo el nombre de Pío X. ¿Qué habría de significar aquel nombre para el Papado, para la humanidad? Mientras hoy, transcurrido casi medio siglo, hacemos un repaso espiritual de los graves y complejos sucesos que han llenado ese tiempo, inclinamos la frente y doblamos la rodilla con admirada adoración de los designios divinos, cuyo misterio se revela lentamente a los humildes ojos humanos, a medida que se van cumpliendo a lo largo de la historia.

»Pastor, buen pastor, lo fue efectivamente. Parecía que hubiese nacido para ello. En todas las etapas del camino que lo fueron conduciendo desde su humilde casa natal –fue pobre en cuanto a bienes terrenos, pero rico en fe y virtudes cristianas– al vértice supremo de la Jerarquía, el hijo de Riese siempre fue el mismo: sencillo, afable, accesible a todos, tanto en la casa parroquial rural como en la sala capitular de Treviso, en el obispado de Mantua, en la sede patriarcal de Venecia o ataviado con el esplendor de la púrpura romana, y siguió siendo el mismo ejerciendo la soberana majestad, en la silla gestatoria y bajo el peso de la tiara el día en que la Providencia, previsora modeladora de las almas, inclinó el espíritu y el corazón de sus compañeros en el episcopado para que pusieran en sus manos el báculo que pasaría de las debilitadas manos del venerable anciano León XIII sobre las paternalmente firmes de Sarto. El mundo necesitaba precisamente aquellas manos.

»No pudiendo levantar de sus sienes el terrible peso del Sumo Pontificado, él, que siempre había rehuido los honores y grandezas, así como otros rehúyen una vida desapercibida y desconocida, aceptó con lágrimas el cáliz que le entregaba el Padre Celestial. Y una vez pronunciado su fiat, este hombre humilde, muerto para las cosas de la Tierra y vivamente anhelante de las del Cielo, dio muestras de su espíritu de inflexible firmeza, varonil robustez y gran valor que son prerrogativa de los héroes de la santidad.

»Desde su primera encíclica, pareció que una llama luminosa se hubiera elevado para iluminar las mentes y encender los corazones, del mismo modo que a los discípulos de Emaús les ardía el corazón mientras el Maestro les hablaba revelándoles el sentido de las Escrituras (Lc.24,32). ¿Acaso no habéis experimentado alguna vez ese ardor, amados hijos que vivís en estos tiempos, y habéis oído de sus labios un diagnóstico preciso de los males y los errores de la época, indicando al mismo tiempo los medios y remedios de curación? ¡Qué claridad de pensamiento! ¡Qué eficacia persuasora! Era ni más ni menos la ciencia y la sabiduría de un profeta inspirado, la intrépida franqueza de un Juan Bautista o un Pablo de Tarso. Era la ternura paternal del Vicario y representante de Cristo, atento a todas las necesidades, solícito a todos los intereses y miserias de sus hijos. Su palabra era trueno, espada, bálsamo que transmitía en abundancia a toda la Iglesia y llegaba eficazmente más allá todavía. Tenía un vigor irresistible no sólo por la sustancia del contenido, sino por su íntima y penetrante calidez. Se sentía la ebullición del alma de un pastor que vivía en Dios y de Dios, sin más objetivo que conducir a Él las ovejas y los corderos. Por eso, si siendo fiel a las venerables tradiciones seculares de sus antecesores conservó sustancialmente todas las formas solemnes exteriores (no ostentosas) del ceremonial pontificio, en ese momento su mirada levemente triste, fija en un punto invisible, indicaba que todos los honores no iban dirigidos a él sino a Dios.

»El mundo, que hoy lo aclama entre los bienaventurados, sabe que recorrió el camino que le había señalado la Divina Providencia con una fe capaz de mover montañas, con una esperanza a toda prueba, aun en los momentos más oscuros e inciertos, y con una caridad que lo motivaba a no escatimar sacrificios en pro del servicio a Dios y las salvación de los hombres.

»Por estas virtudes teológicas, que se podría decir que constituían la urdimbre de su vida y que practicó en grado de perfección, superando incomparablemente toda excelencia puramente natural, su pontificado refulgió como en los edades gloriosas de la Iglesia.»

De Mattei
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

viernes, 27 de enero de 2023

El libro testamento de Benedicto XVI: una confirmación (Roberto De Mattei)



La publicación de algunos libros aparecidos tras el fallecimiento de Benedicto XVI ha estado acompañada de gran resonancia mediática. Al libro-entrevista de monseñor Georg Gänswein (Nada más que la verdad: mi vida junto a Benedicto XVI) y el del cardenal Gerhard Müller (In buona fede. La religione nel XXI secolo) se ha sumado en los últimos días ¿Qué es el cristianismo?, editado por Elio Guerriero y Georg Gänswein, en el que se recogen textos, unos publicados y otros inéditos, redactados por Benedicto XVI a lo largo de sus diez años de pontificado.

Sin duda, estos libros resultan útiles para entender la personalidad de sus autores, todos ellos protagonistas directos de lo que sucede en la Iglesia, y en ese sentido son un aporte histórico útil, pero es dudoso que sirvan para orientar en la confusión actual. En particular, la figura de Benedicto está envuelta en un halo de ambigüedad, pues es presentado como punto de referencia de un frente conservador que se opondría a la deriva doctrinal de los obispos progresistas alemanes. A pesar de ello, es sabido que Benedicto procede de ese mismo ambiente. ¿Cómo y cuándo fue su conversión?

En una entrevista concedida en 1993, el entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe Josef Ratzinger afirmó: «No veo que a lo largo de los años haya cambiado de perspectiva teológica» (Richard N. Ostling, John Moody y Nomi Morris, Keeper of the Straight and Narrow, en Time, 6 de diciembre de 1993). No hubo cambio de mentalidad entre el doctorando, acusado de peligroso modernismo por su profesor Michael Schmaus, y el audaz asesor teológico del cardenal Josef Frings durante el Concilio (1962-1965). Como tampoco lo hubo entre el cofundador de Communio (1972) y el catedrático de las universidades de Tubinga y Ratisbona (1966-1977). Ni entre el arzobispo de Múnich (1977-1981) y el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1981-2005) Ni entre el papa nº 265 de la Iglesia Católica (2005-2013) y el papa emérito que siguió trabajando hasta su muerte en el monasterio de Santa Marta (2013-2022). Aunque su pensamiento teológico se enriquece y perfecciona, el hilo conductor mantiene la tentativa de encontrar una vía media entre las posturas de la teología tradicional, a las cuales nunca se adhirió, y el modernismo radical del que siempre se distanció. Lo que ha cambiado en la larga vida de Benedicto no son las ideas, sino su juicio sobre la situación de la Iglesia, sobre todo después del Concilio y de la revolución del 68.

A Josef Ratzinger lo afectó mucho, casi lo traumatizó, el colapso moral de la sociedad occidental y de la Iglesia postconciliar. En su último libro recuerda: «En diversos seminarios se organizaron clubes homosexuales que actuaban más o menos abiertamente y transformaban de forma patente el ambiente en dichos centros docentes. En un seminario de Alemania meridional, los aspirantes al sacerdocio y los aspirantes al cargo laico de pastoral vivían juntos. Durante las comidas, los seminaristas estaban con los laicos casados. Algunos de estos estaban acompañados de sus esposas, y en algunos casos de sus novias». En Estados Unidos, «un obispo que había sido rector tenía autorización para proyectar películas pornográficas a los seminaristas, presumiblemente con el fin de hacerlos capaces de resistir un comportamiento tan contrario a la fe».

Cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Benedicto habría podido intervenir con mano dura para poner fin a tal fenómeno. Si no lo hizo, ¿fue sólo porque siempre fue más profesor que gobernante, o por la debilidad que suponía una postura teológica incapaz de identificar los errores del Concilio y del postconcilio?

La nueva moral que se difundió por los seminarios y universidades católicas era fruto de la constitución Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, documento que evidencia ser un manifiesto de conversión de la Iglesia al mundo moderno. Pero si la Iglesia renuncia a evangelizar el mundo será inevitable que el mundo mundanice a la Iglesia. El debate sobre la correcta interpretación de Gaudium et Spes no tiene mucha importancia, porque para contener un proceso revolucionario no bastan los meros instrumentos de la hermenéutica si ese proceso de disolución no se contrarresta con un proyecto de reconquista y recristianización de la sociedad.

Los diez años de pontificado emérito de Josef Ratzinger han coincidido con los diez del pontificado de Francisco, que han estado marcados por la exhortación apostólica Amoris laetitia del 19 de marzo de 2016, pero también por las controversias suscitadas por ésta, entre ellas los dubia del 16 de septiembre del mismo año, suscritos por cuatro eminentes cardenales (Walter Brandmüller, Raymond Leo Burke, Carlo Caffarra, Joachim Meisner) y la Corrección filial del 11 de agosto de 2017, firmada por más de doscientos teólogos y especialistas de diversas disciplinas. Benedicto no podía desconocer estos documentos han pasado a la historia por la importancia teológica y moral de los temas tratados y la autoridad de los firmantes, y sin embargo no hay constancia de ello en las reflexiones contenidas en su libro. Y sobre todo, el papa emérito nunca consideró importante explicar los motivos de su abdicación; se limitó a señalar en su último libro: «El 11 de febrero de 2013, cuando anuncié mi dimisión del ministerio de la sucesión petrina, no tenía pensado qué iba a hacer en mi nueva situación. Estaba demasiado agotado para planificar otras tareas».

Diríase que ha llegado la hora de que se dejen de buscar tantas razones ocultas. La abdicación del Pontífice no se debió a misteriosas presiones, sino al agotamiento físico y mental, como explica con todo lujo de detalles monseñor Gänswein en las páginas que en su libro dedica a lo que llama histórica renuncia. Ese agotamiento fue además una confesión de impotencia ante una crisis moral que habría encontrado una nueva expresión en la Amoris laetitia del papa Francisco. En dicho documento, la moral queda reducida a depender de las circunstancias históricas y las intenciones objetivas de quien realiza un acto humano. Ese relativismo tiene su raíz primigenia en el abandono de la metafísica que tiene lugar cuando se sustituye la tradicional categoría filosófica de sustancia por la moderna de relación. Esto dice el papa Benedicto en su último libro: «A medida que se desarrollaban el pensamiento filosófico y las ciencias naturales, el concepto de sustancia se alteró radicalmente, y lo mismo pasó con el concepto de lo que en la filosofía aristotélica se denominaban accidentes. El concepto de sustancia, que antes se había aplicado a toda realidad en sí consistente, se fue aplicando cada vez más a lo que es físicamente inasible, como las moléculas, los átomos y partículas elementales. Actualmente se sabe que tampoco estas cosas son sustancias últimas, sino una estructura de relaciones. Ello ha traído consigo un nuevo cometido para la filosofía cristiana. La categoría fundamental de todo lo real ya no es en general la sustancia, sino la relación. En este sentido, los cristianos sólo podemos decir que, para nuestra fe, Dios es una relación, relatio subsistens». Tiene razón Benedicto cuando afirma que «una sociedad en la que Dios está ausente –es decir, que no lo conoce y lo trata como si no existiese– es una sociedad que pierde su criterio. (…) En la sociedad occidental Dios está ausente en la esfera pública y ya no tiene nada que decir». Pero Dios no es una relación; es el Ser perfectísimo, y por tanto el Sumo Bien y la Verdad Infinita. Se llama precisamente Ser, el que es (Éx. 3,14). Todo desciende de Dios, y todo conduce a Él. Él y nadie más que Él, Ser por esencia, podrá resolver la crisis religiosa y moral de nuestro tiempo.

Roberto De Mattei

sábado, 1 de octubre de 2022

Perspectivas sobre las elecciones italianas (Roberto De Mattei)



Los resultados de las recientes elecciones confirman que Italia es un país básicamente conservador, con sus raíces en la derecha, a pesar de los repetidos intentos de la izquierda por hacerse con el control del gobierno sobrepasando los resultados en las urnas. La única ganadora fue la líder de la coalición de centro-derecha, Giorgia Meloni, y el principal perdedor fue el líder del bloque de izquierdas, Enrico Letta.

La victoria de la centro-derecha fue de proporciones históricas, con 235 diputados de 400 y al menos 112 senadores de 200 que ganaron sus carreras. Pero faltó el ambiente de triunfalismo que había caracterizado las anteriores victorias de la derecha en 1994, 2001 y 2008. ¿Fue una estrategia política de Giorgia Meloni, que quería presentarse de forma sobria para tranquilizar a los mercados internacionales?

Puede que fuera eso también, pero fue sobre todo la conciencia, tanto en la cúpula como en la base de la centro-derecha, de una situación preocupante para nuestro país, que se enfrenta a una grave crisis económica en los próximos meses, con el telón de fondo de un contexto internacional tormentoso.

Desde su victoria, Giorgia Meloni ha mantenido contactos informales con el presidente Sergio Mattarella y con el primer ministro Mario Draghi, que le entregará las riendas políticas y económicas del anterior gobierno. Draghi ha sido presentado a menudo como la encarnación de los intereses financieros internacionales, y ciertamente lo es. Pero más que como la ideología de las grandes potencias, el «draghismo» es en realidad una forma de neopragmatismo.

Giorgia Meloni sabe perfectamente la influencia que tuvo la presión internacional en el fin del gobierno de Berlusconi en 2011 y en el del gobierno de la Lega-Cinque Stelle en 2018. Y también entiende que, si la Unión Europea es una entidad más bien débil, aunque molesta, Estados Unidos sigue siendo, con China, la primera potencia mundial. En este sentido, los observadores que la ven como una «atlantista» más que como una europeísta están en lo cierto; y le resultaría difícil romper con esta postura.

La primera ministra francesa, Elisabeth Borne, tras la victoria de Giorgia Meloni, declaró que Francia estará «atenta» al «respeto» del derecho al aborto en Italia, reavivando una polémica totalmente interesada sobre las posiciones antiabortistas de la líder de los Hermanos de Italia. El aborto no es un derecho humano fundamental, sino un crimen contra el que se están volviendo millones de hombres y mujeres en todo el mundo, como han demostrado los hechos en las elecciones.

El símbolo más notable de ese cambio en las recientes elecciones tuvo lugar en el amplio distrito senatorial de Roma 1, un bastión de la izquierda, donde -después de 46 años en el parlamento- la ícono proabortista Emma Bonino fue derrotada por una candidata de los Hermanos de Italia, Lavinia Mennuni, que definió como prioridad de su plataforma «la protección del no nacido desde el momento de la concepción». La derrota de Emma Bonino -que fue escandalosamente elogiada por el Papa Francisco en 2016 como una de las «grandes olvidadas» de Italia- demuestra que la cultura de la muerte puede ser derrotada.

El aborto, y el asesinato sistemático de Occidente, siempre han formado parte de la plataforma de la izquierda, desde el que puede considerarse como su primer manifiesto político, Franceses: un esfuerzo más, del «ciudadano» Donatien-Alphonse-François de Sade (1740-1814), secretario de la infame jacobina Section des Piques durante la Revolución Francesa. Pero si a principios del siglo XX un líder político de izquierdas hubiera incluido el aborto entre sus promesas de campaña, su carrera habría terminado inmediatamente.

Esto demuestra hasta qué punto ha avanzado el proceso de secularización de la sociedad y cómo el camino a seguir hoy en día no es el de establecer un partido político antiabortista, sino el de actuar sobre la opinión pública, como se ha hecho en Estados Unidos, cuyo resultado ha sido la anulación del caso Roe vs Wade.

Los resultados de las elecciones italianas también confirmaron que es inútil albergar la ilusión de crear un partido «antisistema» dentro del sistema. Algunos activistas esperaban un aumento de los partidos «antivacunas» y «pro-Putin», pero ninguno de ellos logró alcanzar el umbral del 3% necesario para entrar en el Parlamento. Se ha argumentado que los resultados habrían sido diferentes si estos partidos hubieran unido sus fuerzas, superando sus diferencias personales. Pero una galaxia de partidos, cada uno nacido en oposición a algo, sin ninguna cohesión intelectual que los respalde, está inevitablemente destinada a la fragmentación.

Sin embargo, las diatribas internas del mundo «antisistema» tienen poca importancia. La batalla de los próximos meses se desarrollará sobre todo en el ámbito internacional, donde se ciernen en el horizonte nubes cada vez más oscuras.

Las elecciones italianas coincidieron con los referendos ilegales celebrados en los territorios de Ucrania ocupados por los rusos, mientras que el 27 de septiembre llegaron noticias de explosiones y fugas de gas del Nord Stream en el Mar Báltico, casi con toda seguridad tras actos de sabotaje.

En estas circunstancias, Giorgia Meloni está llamada a ser una de las voces del Occidente que no se rinde: no el Occidente de los pseudo derechos civiles, sino el que defiende las raíces cristianas de una civilización amenazada.

En el partido internacional que se disputa entre Washington, por un lado, y Moscú y Pekín, por otro, los acontecimientos suelen escapar al control de quienes los inician, como ocurrió en la Revolución Francesa y en las dos guerras mundiales. Pero pase lo que pase, sabemos que nada escapa a Aquel que ordena y regula todos los acontecimientos, desde la eternidad: La Divina Providencia, que es el único director y poder mayor de la historia.

Acerca del autor:

Roberto de Mattei, un distinguido historiador italiano, es el autor de Saint Pius V: The Legendary Pope Who Excommunicated Queen Elizabeth, Standardized the Mass, and Defeated the Ottoman Empire (Sophia Institute, 2021).

lunes, 1 de agosto de 2022

San Vicente de Lerins, el papa Francisco y la Iglesia Católica (COMENTARIOS PERSONALES)


JOSÉ MARTÍ


En Secretum Meum Mihi aparece una entrada del 30 de julio de 2022, titulada:

- La extraña respuesta de Francisco sobre repensar la doctrina sobre los anticonceptivos, y vuelve otra vez a cargar contra los “tradicionalistas”




Está tomada de la página web de Vatican News, en el link siguiente:


Reproduzco a continuación la entrada de  Secretum Meum Mihi

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San Vicente de Lerins, el progresista, poco más o menos así lo ha pintado Francisco en una respuesta sobre repensar la doctrina sobre los anticonceptivos durante la rueda de prensa en el vuelo que lo llevó de Canadá de regreso a Roma, de paso cargando otra vez contra los “tradicionalistas”. En esta ocasión ha pronto aparecido la transcripción de dicha rueda de prensa en Vatican News, medio de comunicación del Vaticano, cosa que no suele ocurrir porque son los medios de comunicación seculares los que suelen llevar la delantera al hacer esas transcripciones.

Esta es la respuesta de Francisco (repetimos, según Vatican News) en español.


[Claire Giangrave (RELIGION NEWS SERVICE):] Muchos católicos, pero también muchos teólogos, creen que es necesaria una evolución de la doctrina de la Iglesia respecto a los anticonceptivos. Al parecer, incluso su predecesor, Juan Pablo I, pensó que la prohibición total quizás debía ser reconsiderada. ¿Qué opina al respecto, es decir, está abierto a una reevaluación en este sentido? ¿O existe la posibilidad de que una pareja considere los anticonceptivos?

[Francisco:] Se trata de algo muy puntual. Pero sabed que el dogma, la moral, está siempre en vías de desarrollo, pero en un desarrollo en el mismo sentido. Para utilizar algo que está claro, creo que lo he dicho aquí antes: para el desarrollo teológico de una cuestión moral o dogmática, hay una regla que es muy clara y esclarecedora. Esto es lo que hizo Vicente de Lerins en el siglo X más o menos (*). Dice que la verdadera doctrina para avanzar, para desarrollarse, no debe ser tranquila, se desarrolla ut annis consolidetur, dilatetur tempore, sublimetur aetate. Es decir, se consolida con el tiempo, se expande y se consolida y se hace más firme pero siempre progresando. Por eso el deber de los teólogos es la investigación, la reflexión teológica, no se puede hacer teología con un "no" por delante (**). Luego será el Magisterio el que diga que no, que fuisteis más allá, que volváis, pero el desarrollo teológico debe ser abierto, los teólogos (ahí) están para eso. Y el Magisterio debe ayudar a comprender los límites. 

Sobre el tema de la anticoncepción, sé que ha salido una publicación sobre éste y otros temas matrimoniales. Estos son las actas de un congreso (***) y en un congreso hay ponencias, luego discuten entre ellos y hacen propuestas. Hay que ser claros: los que han hecho este congreso han cumplido con su deber, porque han tratado de avanzar en la doctrina, pero en sentido eclesial, no fuera, como dije con aquella regla de San Vicente de Lerins. Entonces el Magisterio dirá si es bueno o no es bueno. Pero muchas cosas se llaman. Pensemos, por ejemplo, en las armas atómicas: hoy he declarado oficialmente que el uso y la posesión de armas atómicas es inmoral. Piensa en la pena de muerte: hoy puedo decir que ahí estamos cerca de la inmoralidad, porque la conciencia moral se ha desarrollado bien. Para ser claros: cuando se desarrolla el dogma o la moral, está bien, pero en esa dirección, con las tres reglas de Vicente de Lerins. 

Creo que esto es muy claro: una Iglesia que no desarrolla su pensamiento en sentido eclesial (1) es una Iglesia que va hacia atrás, y este es el problema hoy, de tantos que se llaman tradicionales. No, no, no son tradicionales, son 'indietristas' (2), van hacia atrás, sin raíces: siempre se ha hecho así, en el siglo pasado se hizo así. Y el 'indietrismo' es un pecado porque no va con la Iglesia. En cambio, la tradición la dijo alguien -creo que lo dije en una de las intervenciones- la tradición es la fe viva de los muertos, en cambio estos "indietristas" que se llaman tradicionalistas, es la fe muerta de los vivos. La tradición es precisamente la raíz, la inspiración para avanzar en la Iglesia, y siempre ésta es vertical. Y el 'indietrismo' va hacia atrás, siempre está cerrado. Es importante entender bien el papel de la tradición, que siempre está abierta, como las raíces del árbol, y el árbol crece... Un músico tenía una frase muy bonita: Gustav Mahler, dijo que la tradición en este sentido es la garantía del futuro, no es una pieza de museo. Si concibes la tradición cerrada, esa no es la tradición cristiana (3) ... siempre es el jugo de las raíces el que te lleva hacia adelante, hacia adelante, hacia adelante. Por eso, por lo que dices, pensar y llevar la fe y la moral hacia adelante, pero mientras vaya en la dirección de las raíces, del jugo, está bien. Con estas tres reglas de Vicente de Lerins que he mencionado.

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(*) Lapsus: Fue en el siglo V (año 434)
(**) Cierto, pero no se puede hacer buena Teología si no es desde la fe. Un teólogo no creyente no puede hacer una verdadera Teología (será otra cosa).
(***) No indica a qué congreso se refiere, aunque eso, de momento, sea irrelevante.

(1) ¿Qué significa para Francisco "sentido eclesial"? No está claro. Como sabemos, no puede haber ruptura, sino continuidad entre el Magisterio anterior de la Iglesia, de casi dos mil años de duración y el "Magisterio" actual de poco más de 50 años, a contar desde el concilio número 21, el concilio vaticano II (un concilio, de dudoso origen, como se sabe, y que ha inducido a confusión en muchos puntos fundamentales de la Doctrina Católica, cuales son los relativos al Ecumenismo, al "diálogo" entre religiones y a la libertad religiosa. Todo esto está en estudio. Tenemos, entre otros, dos libros muy importantes, que lo explican: "Concilio Vaticano II, una explicación pendiente", de Brunero Gherardini; y "Concilio Vaticano II: una historia nunca escrita" de Roberto De Mattei. La Iglesia Católica no ha comenzado en 1962, con el Concilio Vaticano II. Este Concilio es uno más que no puede contradecir a los anteriores concilios y apareció como meramente pastoral, sin pretender ningún cambio en el Dogma; aunque los hechos posteriores a este Concilio no son halagüelos, precisamente.

(2) Indietrista es una palabra inventada, que no se encuentra en el diccionario. Lo más parecido es indiestro: "el que no es diestro o hábil para algo", pero nada tiene que ver esta acepción con lo que Francisco pretende decir. Él habla de una Iglesia que va hacia atrás. Éste es el sentido que quiere dar a esa palabra, porque no le gusta que a los tradicionales les llamen tradicionales, sino indietristas. Y añade que "el indietrismo es un pecado porque no va con la Iglesia" (¿?). 

En primer lugar, los llamados tradicionalistas, aquellos que aman la Tradición viva de la Iglesia no son los que dicen "siempre se ha hecho así". Sencillamente se muestran fieles a la Tradición Perenne de la Iglesia, que quiere lo mejor para sus hijos. Se muestran, por lo tanto, como hijos obedientes de la Iglesia de siempre, de 2000 años, obedientes pues al mandato de Jesús: El que a vosotros oye, a Mí me oye. Jesucristo es, para ellos, el fundamento de todo. Y la voluntad de su Maestro le llega a través de la Iglesia que es Una, Santa, Católica y Apostólica. No se trata del "siempre se ha hecho así" sino de ser fieles a sus raíces: la Iglesia católica no ha nacido con el Concilio Vaticano II, al cual se le quiere canonizar. Eso es un grave error. 

(3) La Tradición no es una tradición cerrada, en absoluto. Es una tradición viva, en la que Jesucristo está siempre presente. Y existe un progreso, ciertamente, pero, como decía san Vicente de Lerins, al que Francisco nombra 4 veces, sobre el progreso: se trata de decir con palabras nuevas la doctrina de siempre, pero no de cambiar la doctrina. Este matiz es muy importante, pero no se lo señala, lo cual lleva a error o confusión al cristiano de a pie. Aunque el Papa dijera que 2 + 2 = 5, no por ello sería verdad esa igualdad, claramente falsa puesto que 2 + 2 = 4. Y esto es así aunque lo dijera un analfabeto. El valor absoluto de la verdad es lo que está aquí en juego. Se pueden decir las cosas con más sencillez, haciendo el Mensaje más accesible a todos ... ¡pero sin cambiar el Mensaje! 

Entradas personales sobre san Vicente de Lerins 

Recordando el Conmonitorio: ¿Cómo  puede Francisco hablar de san Vicente de Lerins, citándolo como maestro en materia de tradición y progreso en la Iglesia, cuando dice todo lo contrario de lo que este santo afirmó?




Entradas personales sobre el rumbo que está tomando la Iglesia




José Martí

martes, 19 de julio de 2022

¿Qué es la Tradición? Una respuesta católica (Roberto De Mattei)



Adelantamos una parte de la conferencia ¿Qué es la Tradición?, que pronunció el profesor Roberto de Mattei el 15 de julio en los cursos de verano de la Université Renaissance Catholique, en el castillo de Termelles en Abilly (Francia).

La crisis que atraviesa actualmente la Iglesia es inédita por sus características, pero ni es la primera ni será la última de la historia. Pensemos, por ejemplo, en el brusco ataque al Papado que supuso la Revolución Francesa.

En 1799 el ejército jacobino del general Bonaparte invadió Roma. Pío VI fue hecho prisionero en Valence, donde falleció el 29 de agosto consumido por los sufrimientos. Las autoridades municipales notificaron al Directorio la muerte de Pío VI, afirmando que acababan de sepultar al último papa de la historia. Diez años más tarde, en 1809, su sucesor Pío VII, también anciano y enfermo, fue detenido y tras dos años de prisión en Savona fue conducido a Fontainebleau, donde permaneció hasta la caída de Napoleón. Jamás se había mostrado el Papado tan débil a los ojos del mundo. Pero diez años después, en 1819, Napoleón había desaparecido de la escena y Pío VII estaba de vuelta en el trono pontificio, reconocido como autoridad moral suprema de los europeos. En aquel año de 1819 se publicaría Del Papa, obra maestra de Joseph de Maistre (1753-1821), obra que conocería centenares de reimpresiones y anticiparía el dogma de la infalibilidad pontificia, más tarde definida por el Concilio Vaticano I.

Joseph de Maistre es un gran defensor del Papado, pero se equivocaría quien quisiese hacer de él un apologista del pontífice déspota o dictador. Hay algunos tradicionalistas hoy que atribuyen la responsabilidad de los abusos de poder de los eclesiásticos a los católicos intransigentes del siglo XIX. Los ultramontanos y contrarrevolucionarios habrían atribuido una autoridad excesiva al Papa, dejándose arrebatar por el dogma de la infalibilidad. De esta errónea convicción se deriva la simpatía hacia los católicos galicanos que negaban la infalibilidad y el primado universal del Papa, y hacia los católicos liberales o semiliberales que aunque en principio no negaban el dogma de la infalibilidad consideraban inoportuna su definición. Entre ellos figuraba el arzobispo de Perugia, monseñor Gioacchino Pecci, que más tarde reinaría como papa con el nombre de León XIII, el cual una vez elegido fue el primer papa moderno que gobernó de un modo centralizador, imponiendo como poco menos que infalible la opción política del ralliement o entendimiento con la III República Francesa.

El dogma de la infalibilidad proclamado por Pío IX define con precisión los límites de ese extraordinario carisma que ninguna religión posee fuera de la católica.
El Papa no puede hacer en la Iglesia lo que le venga en gana, porque su voluntad no emana de su autoridad. La misión del Sumo Pontífice consiste en transmitir y defender mediante su Magisterio la Tradición de la Iglesia. Además del Magisterio extraordinario del Papa, que procede de la definición ex cathedra, existe una enseñanza infalible que se basa en la conformidad del magisterio ordinario de todos los papas con la Tradición Apostólica. Sólo creyendo con la Iglesia y con su Tradición ininterrumpida puede el Santo Padre confirmar en la fe a sus hermanos. La Iglesia no es infalible porque ejerza una autoridad, sino porque transmite una doctrina.
A veces son objeto de escándalo las palabras de Pío IX: «Yo soy la Tradición». Pero estas palabras hay que entenderlas en su recto sentido. Lo que quiere decir el Papa no es que su persona sea la fuente de la Tradición, sino que fuera de él no hay Tradición, del mismo modo que no existe una sola Scriptura fuera del Magisterio de la Iglesia. La Iglesia se asienta sobre la Tradición, pero no puede prescindir del Papa, cuya autoridad es intransferible: no la puede ejercer ni un concilio, ni el episcopado de un país ni un sínodo permanente.

Hay una frase de Joseph de Maistre que puede causar tanto estupor como la de Pío IX: «Si estuviese permitido establecer grados de importancia entre las cosas de institución divina, yo encabezaría la jerarquía con el dogma, por ser indispensable para la pervivencia de la Fe» (Joseph de Maistre, Lettre à une dame russe sur la nature et les effets du schisme et sur l’unité catholique, en Lettres et opuscules inédits, A. Vaton, París 1863, vol. II, pp. 267-268).

Esta frase resume el problema capital de la regula fidei en la Iglesia. El padre Giovanni Perrone (1794-1876), fundador de la escuela teológica romana, desarrolla este tema en los tres volúmenes de su obra Il protestantesimo e la regola di fede. Las dos fuentes de la Revelación son la Tradición y la Sagrada Escritura. La primera es divinamente asistida; la segunda, divinamente inspirada. «Escritura y Tradición se fecundan, ilustran y consolidan entre sí y completan el depósito siempre uno e idéntico de la revelación divina» Il protestantesimo e la regola di fede, Civiltà Cattolica, Roma 1953, 3 vol., vol. I, p. 15).

Pero para conservar este hilo, siempre uno e idéntico hasta el final de los siglos, Cristo lo ha confiado a una autoridad perennemente viva y hablante: la autoridad de la Iglesia, que consiste en el cuerpo universal de obispos unido con la cabeza visible de la Iglesia, el Romano Pontífice, a quien Cristo confirió plena potestad sobre la Iglesia universal.

La Sagrada Escritura y la Tradición son las normas remotas de nuestra Fe, pero la regula fidei próxima está representada por la autoridad docente y arbitradora de la Iglesia, que culmina en el Papa. En este sentido, la autoridad está por encima del dogma. Pero aunque quisiéramos atribuir al dogma prioridad en la jerarquía, no debemos olvidar que entre todos los dogmas, el que en cierto sentido sustenta a todos los demás es precisamente el de la autoridad infalible de la Iglesia. La Iglesia goza del carisma de la infalibilidad, aunque sólo de manera intermitente lo ejerza de forma extraordinaria. Pero la Iglesia es siempre infalible, y no desde 1870, sino desde que Nuestro Señor transmitió a su Vicario en la Tierra San Pedro potestad para confirmar en la Fe a sus hermanos.

La sucesión apostólica en la que se basa la autoridad de la Iglesia es un elemento fundamental de su divina constitución. El Concilio de Trento, al definir la verdad y las reglas de la Fe católica, afirma que éstas «se contiene en los libros escritos y en las tradiciones no escritas que, transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros de los Apóstoles, quienes las recibieron o bien de labios del mismo Cristo, o por inspiración del Espíritu Santo» (Denz-H, nº 783). «Es verdadera únicamente la Tradición que se apoya en la Tradición apostólica», subraya la teología romana contemporánea con monseñor Brunero Gherardini (1925-2017) (Quod et tradidi vobis, La Tradizione vita e giovinezza della chiesa, Casa Mariana, Frigento 2010, p. 405). Esto significa que el Romano Pontífice, sucesor de San Pedro el príncipe de los Apóstoles, es el garante por excelencia de la Tradición de la Iglesia. Pero significa igualmente que en ningún caso puede el objeto de la Fe salirse del testimonio que nos dieron los Apóstoles.

Sola Scriptura y sola Traditio

Los protestantes han negado la autoridad de la Iglesia en nombre de la sola Scriptura. Este error lleva de Lutero al socinianismo, que es la religión de los relativistas modernos. Ahora bien, la autoridad de la Iglesia no puede negarse ni siquiera en nombre de la sola Tradición, como hacen los ortodoxos y como corren el riesgo de hacer algunos tradicionalistas. Separar la Tradición de la autoridad de la Iglesia conduce en este caso a la autocefalia, que caracteriza a quienes están desprovistos de una autoridad visible e infalible a la que remitirse.

Los protestantes partidarios de la sola Scriptura y los ortodoxos griegos de la sola Traditio tienen en común el rechazo de la infalibilidad del Papa y de su primado universal; el rechazo de la cátedra de Roma. Por eso, según Joseph de Maistre, no hay diferencia radical entre el cisma de Oriente y el protestantismo occidental. «Es una verdad fundamental en toda cuestión religiosa que toda iglesia que no es católica es protestante. En vano se ha tratado de establecer una distinción entre iglesias cismáticas y heréticas. Entiendo bien lo que se quiere decir, pero al final toda diferencia queda en las palabras, y todo cristiano que rechaza la comunión con el Santo Padre es protestante o no tardará en serlo. ¿Y qué es un protestante? Alguien que protesta; ¿qué más da que proteste contra uno o más dogmas, contra éste o aquél? Será más o menos protestante, pero no deja de protestar (Du Pape, H. Pélagaud, Lyon-Paris 1878, p. 401). «Una vez roto el vínculo de la unidad, ya no hay un tribunal común, ni por tanto una regla invariable de fe. Todo queda al arbitrio del juicio particular y la supremacía civil que constituyen la esencia del protestantismo» (Íbid. p. 405).

En la Iglesia Católica, la autenticidad de la Tradición está garantizada por la infalibilidad del Magisterio. Sin infalibilidad no habría la menor garantía de que lo que enseña la Iglesia es cierto. Entender la Palabra de Dios quedaría a la merced de la investigación crítica individual y se abrirían de par en par las puertas al relativismo, como pasó con Lutero y sus seguidores. Al negar la autoridad pontificia, la revolución protestante quedó condenada a padecer variaciones continuas en una caótica evolución doctrinal. Por su parte, después del cisma de 1054, la Iglesia Ortodoxa de Oriente, que en nombre de la sola Traditio acepta únicamente los siete primeros concilios de la Iglesia, quedó condenada a un estéril inmovilismo.

A quienes se dejan seducir por la ortodoxia convendría recordarles las palabras de Joseph de Maistre: «Todas las iglesias que se separaron de la Santa Sede a comienzos del siglo XII pueden compararse con cadáveres congelados cuya forma ha quedado preservada por el hielo» (Íbid., p.406).

Un teólogo agustino de la Anunciación, el P. Martin Jugie (1878-1954), desarrolló este tema en un libro que se publicó en 1923 titulado Joseph de Maistre et l’Eglise greco-russe, cuya lectura aconsejo: «Oriente se ha habituado desde hace muchos siglos a considerar la doctrina revelada como un tesoro que se debe custodiar, no disfrutar; como un conjunto de fórmulas inmutables en vez de como una verdad viva e infinitamente rica que el espíritu del creyente trata de entender y asimilar cada vez mejor» (Martin Jugie, Joseph de Maistre et l’Eglise greco-russe, Maison de la bonne presse, París 1923, pp. 97-98).

La Iglesia no fue fundada por Cristo como una institución rígida e irrevocablemente construida, sino como un organismo vivo que –al igual que el cuerpo, que es imagen de la Iglesia– tiene que desarrollarse. Este desarrollo de la Iglesia, su crecimiento en la historia, se ha dado por medio de contradicciones y luchas, combatiendo ante todo las grandes herejías que la atacaban desde adentro. «Si tenemos en cuenta las pruebas que ha atravesado la Iglesia Romana a través de la herejía y el maremágnum de naciones bárbaras que la atacaban en su interior –añade De Maistre– nos maravilla observar que en medio de tan terribles revoluciones todos sus atributos se han mantenido intactos y se remontan a los Apóstoles. Si la Iglesia ha cambiado algunas cosas en su forma externa, demuestra con ello que vive, porque cuanto vive en el universo se transforma según las circunstancias en todo lo que no tenga que ver con su esencia. Dios, que se las ha reservado, ha dado las formas al tiempo para que disponga de ellas conforme a determinadas reglas. La variación a la que me refiero es por otra parte señal indispensable de vida, pues la inmovilidad absoluto sólo es propia de la muerte» (Du Pape, p. 410).

Citando a San Vicente de Lerins, el Concilio Vaticano I explica que entender las verdades de fe es algo que debe crecer y progresar a lo largo de la vida y de los siglos con inteligencia, ciencia y sabiduría, si bien sólo dentro del propio dogma, en el mismo sentido y en la misma expresión» (Conmonitorio, cap.23,3). Progreso en la fe no significa necesariamente alteración de la fe. La condena a las alteraciones de la fe no significa el rechazo del desarrollo orgánico de los dogmas, que se realiza mediante el Magisterio de la Iglesia con la inspiración del Espíritu Santo y garantizado por el carisma de la infalibilidad. Y si la Iglesia es infalible es necesario que haya una persona que ejerza dicho carisma. Esa persona es el Papa y no puede haber otra. En la fe en la infalibilidad del Sumo Pontífice se afianzan las raíces de la fe en la infalibilidad de toda la Iglesia (Michael Schmaus, Dogmatica cattolica, Marietti, Casale Monferrato 1963, vol. III/1, p. 696).

La constitución Pastor Aeternus del Concilio Vaticano I establece claramente las condiciones de la infalibilidad pontificia. La infalibilidad del Papa no significa en modo alguno que en cuestiones de gobierno y magisterio goce de autoridad ilimitada y arbitraria. Al definir un privilegio supremo, el dogma de la infalibilidad fija sus límites precisos admitiendo la posibilidad de infidelidad, error y traición.

Para los papólatras e hiperpapalistas, el Papa no es el Vicario de Cristo en la Tierra al que se ha encomendado la misión de transmitir íntegra y pura la doctrina que ha recibido, sino un sucesor de Cristo que perfecciona la doctrina de sus antecesores adaptándola con arreglo a las situaciones que vayan surgiendo. La doctrina del Evangelio está en perfecta evolución, porque coincide con el magisterio del pontífice reinante. De ese modo, el magisterio perenne queda sustituido por un magisterio vivo expresado en una enseñanza pastoral que se transforma de día en día y tiene su regula fidei en el sujeto de la autoridad en lugar de en el objeto de la verdad transmitida.

No hay que ser teólogo para entender que en el deplorable caso de que haya disparidad –verdadera o aparente– entre el magisterio vivo y la Tradición, la primacía no se puede atribuir a la Tradición por una razón muy sencilla: la Tradición, que es el Magisterio vivo considerado en su universalidad y continuidad, es de por sí infalible, mientras que el llamado Magisterio vivo, entendido como la predicación actual de la jerarquía, sólo lo es en unas condiciones determinadas ( cf.R. de Mattei, Apologia della Tradizione, Lindau, Turín 2011).
De hecho, en tiempos de apostasía la regla de fe para la Iglesia es, en últimas, no el Magisterio vivo contemporáneo en lo que tiene de no definitorio, sino la Tradición, que constituye junto con las Sagradas Escrituras una de las dos fuentes de la Palabra de Dios.
¿Qué pasa cuando quien gobierna la Iglesia deja de custodiar y transmitir la Tradición, y en vez de confirmar a sus hermanos en la Fe les causa confusión y suscita amargura y resentimientos?

Cuando suceden estas cosas es hora de incrementar el amor a la Iglesia y al Papa. La solución al hiperpapalismo no está en el neogalicanismo de ciertos tradicionalistas ni en la sola Traditio de los cismáticos griegos y rusos. El tradicionalista no es un anarcotradicionalista sino un católico que repite con Joseph de Maistre: «Santa Iglesia de Roma, en tanto que tenga voz la emplearé en encomiarte. ¡Te saludo, Madre inmortal de la ciencia y la santidad! ¡Salve, magna parens!» (Du Pape, p.482). «En medio de todos los trastornos que quepa imaginar, Dios siempre ha velado por ti, Ciudad Eterna. Todo cuanto podía destruirte te ha sitiado y has permanecido en pie. Y así como hubo un tiempo en que fuiste centro del error, desde hace dieciocho siglos eres centro de la verdad» (Íbid., p.483).

El amor al Romano Pontífice, a sus prerrogativas y derechos, ha distinguido a lo largo de veinte siglos de historia a los espíritus verdaderamente católicos, porque, como afirma Plínio Corrêa de Oliveira, «ése es, después del amor a Dios, el más elevado que nos enseña la religión» (en R. de Mattei, Il crociato del secolo XX. Plinio Correa de Oliveira, Piemme, Casale Monferrato 1996, p. 309).

Eso sí, no hay que confundir el primado romano con la persona del pontífice reinante, del mismo modo que no se debe confundir el magisterio vivo con el magisterio perenne, ni las enseñanzas privadas y no infalibles del Papa con la Tradición de la Iglesia. Como bien ha destacdo el estudioso chileno José Antonio Ureta (Defending Ultramontanism en OnePeterFive, 20 de junio de 2022), el error no está en el ultramontanismo, sino en el neogalicanismo, que actualmente se presenta en dos versiones: la de los sinodalistas alemanes y la de algunos neotradicionalistas, sobre todo del mundo anglosajón.

La única esperanza para el futuro no está en hacer menguar el Papado, sino en que éste ejerza su autoridad suprema para condenar de modo solemne e infalible los errores teológicos, morales, litúrgicos y sociales de nuestro tiempo. Es absurdo discutir quién será el próximo papa. Lo importante es hablar de lo que tendrá que hacer el próximo pontífice, y rezar para que lo haga.

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

martes, 7 de junio de 2022

Los únicos medios de evitar la catástrofe (Roberto De Mattei)



El papa Francisco ha concluido el mes de mayo rezando un Rosario por la paz ante la imagen de María Regina Pacis en la basílica de Santa María la Mayor, en unidad con algunos de los más importantes santuarios del mundo. El tradicional himno a la Salus populi romani, interpretado por el coro de la Capilla Liberiana, «Oh María, Madre santa, eres salvación, luz y guía del pueblo romano», resonó ante el monumento que realizó el escultor Guido Galli a pedido de Benedicto XV para implorar el fin de la Primera Guerra Mundial, mientras una multitud de fieles seguía la ceremonia en directo.

Sin duda alguna, el rezo del Santo Rosario es más eficaz que los viajes a Moscú o Kiev o las conversaciones por teléfono o por Skype entre dirigentes políticos mundiales. La situación surgida a raíz de la invasión de Ucrania por parte de Rusia es tan dramática y compleja que sólo se puede resolver por medios sobrenaturales. Y entre las armas espirituales que el hombre tiene a su disposición el Rosario es indudablemente la más eficaz. La devoción al Rosario es un instrumento de intercesión recomendado por los papas, practicado por los santos y solicitado por la Madre de Dios como fuente de innumerables beneficios para las almas y para el mundo.
La devoción al Santo Rosario se suele considerar apenas en su aspecto puramente individual. Pero eso no quita que tenga también una importante proyección social. De hecho, el hábito de rezarlo no sólo ayuda a resolver a los problemas y las dificultades que uno mismo encuentra en su vida material y espiritual; tiene además un alcance social que se extiende a la vida de los pueblos y las naciones.
Durante la Primera Guerra Mundial, Benedicto XV decretó mediante una carta del 5 de mayo de 1917 que en las Letanías Lauretanas se incluyese la invocación «Reina de la paz, ruega por nosotros». Pocos días más tarde, el 13 de mayo, se aparecía en Portugal a tres pastorcitos que jugaban en la Cova de Iría «una Señora vestida de blanco más radiante que el sol» que portaba un rosario en la mano derecha. En la breve conversación que sostuvo con los tres zagales les dijo que rezasen el Rosario todos los días por la paz del mundo y para que acabara la guerra.

En su segunda aparición, la bienaventurada Virgen María pidió que se rezara el Santo Rosario y anunció que Jesús quería instaurar en el mundo la devoción al corazón inmaculado de Ella. En la tercera aparición, el 13 de julio, les pidió que siguiesen rezando el Rosario cada día en honor a la Virgen del Rosario para obtener la paz del mundo y el fin de la guerra, porque sólo Ella podría alcanzar ese mérito. Durante esa aparición les hizo ver el Infierno y anunció un castigo divino por los pecados en que estaba inmersa la humanidad. «Para impedirlo –dijo–, pediré la consagración de Rusia a mi corazón inmaculado y la comunión reparadora los primeros sábados de mes»

Nuestra Señora también les enseñó la oración que debían rezar después de cada misterio: «Jesús mío, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno y conduce a todas las almas al Cielo, especialmente a las más necesitadas de tu misericordia».

La cuarta, quinta y sexta apariciones empezaron también por la petición del rezo cotidiano del Santo Rosario. En la sexta y última aparición, la Virgen pidió que se construyese una capilla en honor a la Reina del Rosario, y así apareció gloriosa en el Cielo junto a San José y el Niño Jesús.

El 10 de diciembre de 1925 la Virgen se apareció nuevamente a Sor Lucía en su celda del convento de las doroteas en Pontevedra (España) para explicarle cómo se debía aunar el rezo y la meditación del Rosario con la práctica de la comunión reparadora los primeros sábados de mes. Poniéndole una mano en el hombro, le mostró un corazón circundado de espinas que tenía en la otra mano, y le dijo: «Mira, hija mía, mi corazón rodeado de espinas, que los hombres ingratos me clavan en todo momento con blasfemias e ingratitudes. Procura tú al menos consolarme. A todos los que durante cinco meses seguidos cada primer sábado se confiesen, reciban la Sagrada Comunión y me hagan compañía durante quince minutos meditando los quince misterios del Rosario con la intención de aliviar mi pena, prometo asistirles en la hora de la muerte con todas las gracias necesarias para su salvación».

El 15 de febrero de 1926 se le apareció a la hermana Lucía el Niño Jesús y le preguntó si había difundido ya la devoción a su Santísima Madre. Le respondió que la madre superiora estaba dispuesta a hacerlo, pero que el confesor había dicho que no podía hacer nada por sí sola. Jesús repuso: «Es verdad que tu superiora no puede hacer nada por sí misma, pero con mi gracia lo puede todo». Lucía le explicó la dificultad que tenían algunos para confesar los sábados, y pidió que la confesión fuera válida durante ocho días. «Sí –respondió Jesús–, pueden ser incluso muchos días más, siempre que cuando me reciban estén en gracia y tengan intención de reparar el Corazón Inmaculado de María». Lucía le preguntó: «¡Jesús mío! ¿Y los que se olviden de expresar esa intención?» «Podrán hacerlo en otra confesión –respondió Jesús–, aprovechando la primera oportunidad que tengan de confesarse».

Cuatro años más tarde, en la madrugada del 29 al 30 de mayo de 1930, el Señor reveló interiormente a Sor Lucía más detalles sobre la comunión reparadora de los cinco primeros sábados. «Quien no pueda cumplir todas las condiciones el sábado –preguntó Lucía–, ¿podrá hacerlo el domingo?» Jesús respondió: «Se aceptará también la práctica de esta devoción el domingo siguiente al primer sábado si, por un buen motivo, mis sacerdotes se lo conceden a las almas».

No nos cansemos de repetirlo: la Virgen ha pedido que el Rosario cotidiano se acompañe de la devoción de los primeros sábados de mes. Dios quiere instaurar en el mundo la devoción al Corazón Inmaculado de María, y los dos pilares de esta devoción son la consagración de Rusia al Corazón Inmaculado y la práctica de los primeros cinco sábados de mes.

El 25 de marzo pasado, el papa Francisco consagró Rusia y Ucrania al Corazón Inmaculado de María, pero todavía no ha dicho nada de la devoción de los primeros sábados del mes, que fue la otra petición importante del Cielo. El Rosario del pasado 31 de mayo en Santa María la Mayor fue, en ese sentido, una oportunidad desaprovechada. Pero aunque la consagración sólo podía hacerla él, la devoción de los primeros sábados ha quedado a la discreción de los obispos, sacerdotes y fieles de a pie. La devoción de los primeros sábados es fervorosamente practicada en todo el mundo por familias y grupos de fieles, pero para que surja un gran movimiento mariano es preciso que la iniciativa parta de arriba, probablemente de Roma.

El papa Francisco ha anunciado un importante acontecimiento para fines del próximo mes de agosto: El 27 de ese mes tendrá lugar en Roma un consistorio en el que creará 21 nuevos cardenales, 16 de ellos electores. El Colegio Cardenalicio, actualmente integrado por 208 purpurados, pasará a tener 229 cardenales, 131 de ellos electores. El 29 y el 30 de agosto celebrará una reunión con todos los cardenales para reflexionar sobre la nueva constitución apostólica Predicate Evangelium. Será la primera vez desde 2014 en que los cardenales podrán expresarse con libertad ante el Sumo Pontífice en un consistorio. Una gran asamblea plenaria de la Iglesia. El mundo entero ya está a la expectativa.

¿Habrá algún cardenal que pida en dicha ocasión al papa Francisco que promueva públicamente la devoción de los primeros sábados de mes a fin de cumplir plenamente lo que pidió la Virgen? ¿Sería posible de aquí a entonces ejercer presión sobre los cardenales para que entiendan que no es un tema marginal, sino un punto central en la historia del mundo contemporáneo?

Si la paz es un regalo de Dios, la guerra, como todo flagelo social, es siempre un castigo por los pecados de las naciones. La Virgen nos ha indicado los medios para evitar la catástrofe. Es hora de rezar, de reflexionar y de arrepentirse.

Roberto De Mattei
(Traducido por Bruno de la Inmaculada)

miércoles, 1 de junio de 2022

¿Qué pasa en el mundo? (Roberto De Mattei)



¿Qué pasa en el mundo? El pasado 24 de marzo el diario italiano La Reppublica publicó un suplemento de 16 páginas titulado El mes que transformó el mundo. Se refería a las consecuencias de la invasión rusa de Ucrania el pasado 24 de febrero.

Aunque el verdadero terremoto que sacude el mundo se remonta a al menos dos años, cuando la pandemia de coronavirus alteró los hábitos cotidianos de la población mundial y echó a pique el mito de la globalización feliz. Cuando todavía no está controlada, se cierne el peligro de una guerra nuclear y una crisis económica de alcance mundial.

En Italia, comisiones nombradas por el Ministerio de Asuntos Exteriores y el Instituto Superior de Sanidad se ocupan de afrontar estos peligros planetarios. Y ahora se añade un nuevo espectro al de la guerra y la enfermedad: el hambre.

Durante bastantes años ha habido mucha retórica sobre el hambre en el mundo, pero siempre referida a países lejanos. Parecía imposible que pudiese afectar a los países ricos de Occidente. Pero ya está sucediendo. Tanto Rusia como Ucrania se cuentan entre los mayores productores de trigo y maíz del planeta, necesarios para saciar el hambre de la humanidad. En concreto, Ucrania es el granero del mundo, y produce más de la mitad del trigo al Programa Mundial de Alimentos de la ONU.

Debido a los bombardeos, Ucrania no puede sembrar, ni tampoco exportar por tener bloqueados los puertos, y por su parte Rusia ha decidido cortar las exportaciones. No sólo está el peligro de la escasez de trigo, sino que éste está también estrechamente ligado al bloqueo del comercio de fertilizantes, que puede afectar a los agricultores de todo el mundo y arrastrar consigo un desplome general de la manufactura de productos alimentarios, no sólo el trigo. Téngase en cuenta que el 50% de los fertilizantes que consume Europa proceden de Rusia.

Por otra parte, la guerra de Ucrania ha provocado una violenta escalada de la crisis energética. Si de un día para otro se interrumpiera el suministro procedente de Rusia, probablemente las reservas almacenadas de gas se agotarían antes de fin de año dejando a Europa expuesta a un invierno brutal.

O sea: trigo, fertilizantes y energía. Es posible que Europa consiga organizarse, pero de continuar la guerra el impacto será mucho más grave para las naciones que dependen de productos provenientes de Rusia y Ucrania, como los países del Magreb, Líbano, Egipto, Siria o Libia, que compran a Rusia y Ucrania la mayoría de los cereales que consumen. Europa busca en muchos países el gas que no puede adquirir a Rusia, pero no se puede garantizar su estabilidad, dado que esos países también dependen de los recursos alimentarios que vienen de Rusia y Ucrania. En esos y otros países de África y del Tercer Mundo ya devastados por el covid podría desencadenarse el hambre, provocando oleadas inmigratorias incontenibles hacia Italia y otros países europeos.

Los historiadores Ruggero Romano y Alberto Tenenti (Los fundamentos del mundo moderno: Edad Media tardía, Reforma, Renacimiento, Siglo XXI de Editores, Madrid, 2016), han explicado que la crisis del siglo XIV, que señaló el fin de la civilización medieval, surgió precisamente del entrelazamiento entre carestías, epidemias, guerras y revueltas sociales. La gente interpretó aquellas desgracias como castigos divinos. Desde entonces se hacen rogativas en el campo: a peste, fame et bello libera nos Domine: líbranos, Señor, de la peste, el hambre y la guerra.

En aquel tiempo los hombres eran capaces de entender el sentido sobrenatural de lo que pasaba, la relación entre la conducta de los hombres en cuestiones de fe y de costumbres y las consecuencias de sus actos. Pero el nacimiento del mundo moderno vino acompañado de un proceso de alejamiento de Dios y del orden natural. Y así, en 1917, durante la espantosa Primera Guerra Mundial, la Virgen se apareció en Fátima para hacer un llamamiento sobrenatural a la humanidad que corría desbocada hacia el abismo. Si el mundo no se arrepentía de sus pecados, nuevos castigos aguardaban a la humanidad: guerra, hambre y persecución de la Iglesia y del Santo Padre.

Ahora bien, los castigos de Dios siempre son misericordiosos. Dios nos castiga porque quiere salvarnos de las penas eternas que nos merecemos por las culpas contraídas en este mundo. Nos castiga en el tiempo para salvarnos en la eternidad. El mundo no entiende esta lógica sobrenatural. ¿Y qué pasa cuando esta lógica no es comprendida ni por el clero ni por los fieles católicos más devotos, los que conocen las profecías de Fátima, como los habitantes de Jerusalén, que conociendo las profecías que anunciaban al Salvador no las tuvieron en cuenta?

Al igual que entonces, hoy tampoco se eleva la mirada al Cielo, y en vez de ver en nuestras culpas la causa de los males que nos afligen la achacamos a malvados que conspiran contra la humanidad. Nos dicen que estos dramáticos sucesos que azotan el mundo tienen su origen en la globalización, la interconexión del mundo, que hacen que toda crisis, ya sea sanitaria, política o económica, se expande de manera incontrolable, o quizás controlada.

Sin embargo, olvidamos que junto a la interconexión horizontal del mundo globalizado existe otra conexión vertical entre el Cielo y la Tierra, hilos invisibles que sólo se entrelazan en los actos de adoración y oración que el hombre frágil e impotente debe dirigir a Dios para implorarle ayuda. En Fátima, el ángel enviado por el Señor exhortó a los tres pastorcitos a rezar con estas palabras: «Dios mío, creo, te adoro, espero en Ti y te amo. Perdona a todos los que no creen, no te adoran, no esperan en Ti ni te aman».

(Traducido por Bruno de la Inmaculada)