El funeral del papa Francisco en la Plaza de San Pedro y el traslado de su féretro a Santa María la Mayor, en el grandioso ambiente de la Roma antigua, la barroca y la del siglo XIX, ha constituido un momento histórico henchido de simbolismo. Soberanos, jefes de estado y de gobierno y personajes públicos de toda índole llegados de todas partes a la Ciudad Eterna no han rendido honores a Jorge Mario Bergoglio, sino a la institución que él representaba, a igual que en las exequias de Juan Pablo II. Si bien muchas de dichas personalidades profesan otras religiones o incluso son ateas, todos eran conscientes de lo que significa todavía la Iglesia de Roma, caput mundi, centro del cristianismo universal. La imagen de Donald Trump y Vladimir Zelensky frente a frente en sendos sencillos asientos en la basílica de San Pedro se veía como una expresión de su pequeñez bajo la cúpula de una basílica en la que se congrega el destino del orbe. Y daba la impresión de que los 170 dirigentes congregados en la Ciudad Eterna se interrogasen sobre el futuro del mundo, en vísperas del cónclave que dará comienzo el próximo 7 de mayo.
El cónclave que elegirá al sucesor de Francisco será, como todos, una ocasión extraordinaria en la vida de la Iglesia. Lo cierto es que, en los cónclaves, se diría que el Cielo y la Tierra se reúnen para elegir al Vicario de Cristo. Los cardenales, que constituyen el senado de la Iglesia, han de escoger al que estará destinado a guiarla y gobernarla. La ocasión es tan importante que el propio Cristo prometió a la Iglesia que la ayudaría mediante la influencia del Espíritu Santo. Como pasa con toda gracia, la que se debe a la intervención especial del Espíritu Santo presupone no obstante la correspondencia de los hombres, que, en este caso particular, son los cardenales reunidos en la Capilla Sixtina. A los cuales, en realidad, la asistencia divina no les quita la libertad humana. El Espíritu Santo les asiste, pero no determina la elección. La asistencia del Espíritu Santo no quiere decir que en el cónclave será elegido necesariamente el mejor candidato. Ahora bien, la Divina Providencia es capaz de sacar el mejor de los bienes posibles del peor de los males, como podría ser la elección de un papa malo. Porque quien siempre triunfa en la Historia es Dios, no es el Demonio. Por eso, a lo largo de la historia han sido elegidos pontífices santos, pero también papas débiles, indignos, inadecuados para su alta misión, sin perjudicar por ello en modo alguno la grandeza del Papado.
Como todos los cónclaves de la historia, también el próximo será objeto de tentativas de interferencia. En el de 1769, fue elegido Clemente XIV después de 185 escrutinios y más de tres meses de intentos, tras comprometerse con las cortes europeas a suprimir la Compañía de Jesús. En el de 1903, que eligió a San Pío X, el emperador Francisco José de Austria vetó la elección del cardenal Rampolla del Tindaro. Y también en el que eligió a Pío XII, y sobre todo en el que siguió a la muerte de este pontífice, hubo presiones políticas. En 1958 la acción política de mayor carácter invasivo fue la que ejerció Francia por medio del general De Gaulle, que ordenó a su embajador ante la Santa Sede Roland de Margerie que hiciera todo lo posible por impedir que fuesen elegidos los cardenales Ottaviani y Ruffini, considerados reaccionarios. El partido francés, emcabezado por el cardenal Eugenio Tisserant, apoyó en cambio al Patriarca de Venecia Giusseppe Roncalli, que resultó elegido y asumió el nombre de Juan XXIII. En tiempos más recientes han sido notorias las maniobras de la llamada mafia de San Galo en los cónclaves de 2005 y 2013 para evitar que fuese elegido Benedicto XVI y obtener la elección del papa Francisco. La primera vez fracasó la maniobra; la segunda sí tuvo éxito.
De todos modos, la eventual invalidez de una elección no depende de semejantes presiones. En la constitución Universi Dominici gregis del 22 de febrero de 1996, sin llegar a prohibir que durante la sede vacante pueda haber intercambio de ideas en cuanto a la elección, dice Juan Pablo II que los cardenales electores se abstendrán de «de toda forma de pactos, acuerdos, promesas u otros compromisos de cualquier género, que los puedan obligar a dar o negar el voto a uno o a algunos. Si esto sucediera en realidad, incluso bajo juramento», decreta «que tal compromiso sea nulo e inválido y nadie esté obligado a observarlo», conminando además «la excomunión latae sententiae a los transgresores de esta prohibición» (nº81-82). La mencionada constitución apostólica declara nulos los acuerdos, pero no las elecciones que se hagan a continuación. No deja de ser válida la elección aunque se hayan llevado a cabo pactos ilícitos, salvo que se dé algún vicio sustancial gravísimo que comprometa la libertad del cónclave.
Universi Dominici gregis dispone que el Pontífice debe ser elegido por una mayoría calificada de dos tercios, pero que en caso de prolongarse el cónclave por más de 30 escrutinios en 20 días los cardenales podrán elegir al nuevo papa por mayoría simple de sufragios (nº74-75). El cambio no era de poca monta, porque la mayoría absoluta hace más verosímil la hipótesis de que pueda impugnarse la elección de un papa al bastar la invalidez de una papeleta para anular la elección de un pontífice elegido con un voto mayoritario. Tal vez por esta razón, Benedicto XVI restableció con la carta apostólica De aliquibus mutationibus in normis de electione Romani Ponteficis del 11 de junio de 2007 la norma tradicional por la cual es siempre obligatoria una mayoría de dos tercios de los votos de los cardenales electores presentes. La exigencia de los dos tercios consolida la posición de una minoría, y significa que el cónclave puede prolongarse también, cosa que ha sucedido en numerosas ocasiones en tiempos modernos. Basta recordar el cónclave que eligió a Barnaba Chiaramonti (Pío VII, 1800-1823), que duró más de tres meses, desde el 30 de noviembre de 1799 al 14 de marzo de 1800, o el que eligió a Gregorio XVI (1831-1846), que se prolongó por unos cincuenta días, desde el 14 de diciembre de 1830 al 2 de febrero de 1831. Resultó elegido Bartolomeo Alberto Cappelari, monje camaldulense y prefecto de la congregación Propaganda Fide, que ni siquiera era obispo en el momento de ser elegido. Una vez elegido, fue primero creado obispo y continuación coronado.
Las exequias del papa Francisco han sido una ocasión de aparente unidad. El inminente cónclave, reflexionando sobre la verdadera situación de la Iglesia, ¿será por el contrario escenario de divisiones e impondrá a los purpurados que cumplan con su deber por el bien de la Iglesia? La púrpura, símbolo de la sangre de los mártires, recuerda a los cardenales que tienen que estar dispuestos a luchar y derramar su sangre en defensa de la Fe. Un cónclave es siempre un campo de batalla en el que combate la parte más noble del Cuerpo Místico de Cristo. El pasado 26 de abril en la Plaza de San Pedro un mundo que la combate rindió sin saberlo honores a la Iglesia. En la capilla Sixtina los cardenales, o al menos una minoría de ellos, habrán de combatir por el honor de la Iglesia, actualmente humillada por sus adversarios, sobre todo internos. Un cónclave largo y reñido abre por esa razón horizontes de esperanza más amplios de los que nos podría deparar un cónclave breve en el que desde el principio se eligiera a un candidato de conciliación.
El mejor pontífice no será el papa políticamente correcto que proponen los medios informativos, ni el papa político que, presentándose como pacificador, obtenga el pontificado mediante garantías y promesas que no cumplirá.
La Iglesia y el pueblo fiel tienen necesidad de un papa íntegro en la doctrina y en las costumbres que no haga concesiones en cuanto a lo que es en la Fe, la moral, la liturgia y la vida espiritual un derecho irrevocable de los fieles: necesitan un auténtico Vicario de Cristo que haga de la Cátedra de San Pedro un faro de luz de la verdad y la justicia. De lo contrario, si al mundo le falta esa luz, no le quedará otra cosa a la Iglesia que los méritos del sufrimiento y el recurso de la oración.