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jueves, 6 de noviembre de 2014

Razones de la Encarnación (1 de 10)

De todos los misterios del Cristianismo, el más misterioso, por así decirlo, el más incomprensible e inconcebible, al menos para mí, es el de la Encarnación del Hijo de Dios. En este misterio se pone de manifiesto, de una manera palpable y visible, en Jesucristo, el Amor que Dios ha tenido y sigue teniendo a los hombres. Un amor que no es genérico (el mismo para todos); cada uno es amado por Dios de un modo personalísimo y único; y por supuesto, total: "Me amó y se entregó a Sí mismo por mí" (Gal 2, 20) dice San Pablo. Me permito hacer mías también las palabras que se leen en el Salmo ocho: "¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él; y el hijo de Adán para que cuides de él?" (Sal 8, 5). Aunque mi asombro, en realidad, es mayor que el del salmista, pues cuando fueron escritas estas palabras aún no había venido Jesucristo a este mundo.



La esencia de este misterio queda expresada muy bien en el comienzo del Evangelio de San Juan, cuando dice: "Y el Verbo se hizo carne. Y habitó entre nosotros" (Jn 1, 14). El Verbo es la Palabra de Dios, el Hijo de Dios, Dios mismo, Aquél "por quien todo fue hecho y sin el que nada se hizo de cuanto ha sido hecho" (Jn 1, 3).  1,3). 


También lo podemos leer en algunas de las cartas del apóstol Pablo; por ejemplo cuando, hablando del Verbo, dice:  "Teniendo  la forma de Dios, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a Sí mismo, tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres; y, en su condición de hombre, se humilló a Sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Fil 2, 6-8). Y dice en otro lugar que fue "probado en todo igual que nosotros, menos en el pecado" (Heb 4, 15). 


Dios, en la Persona de su Hijo, se hizo realmente hombre, sin dejar de ser Dios, actuando por obra y gracia del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María. Al niño, que nació en un pesebre, porque no había sitio para Él en ningún otro lugar, le fue puesto por nombre Jesús; y aun siendo Dios, como realmente lo era, en cuanto hombre "crecía en sabiduría, en edad y en gracia, delante de Dios y de los hombres" (Lc 2, 52) y a sus padres "les estaba sujeto" (Lc 2, 51).  Así se lee en el Credo, que es la profesión de fe de todos los cristianos: 

"Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos: Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho; que por nosotros los hombres, y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María, la Virgen, y se hizo hombre". 


Dos son, pues, las razones por las que se hizo hombre: Una de ellas es "nuestra salvación", la cual era imposible debido al pecado original. Tal fue la gravedad del pecado de nuestros primeros padres que afectó a toda la naturaleza humana; una naturaleza que, en aquel momento, estaba representada sólo por ellos dos; pero que se transmitió a todos sus descendientes, hasta llegar a nosotros y a los que vayan a nacer en el futuro, cuando nazcan. Se habla así de que el hombre nace en un estado de "naturaleza caída".  

Por eso san Pablo llama al pecado "misterio de iniquidad" (2 Tes 2, 7). Es realmente un misterio que el pecado de nuestros primeros padres haya tenido estos efectos. Eso nos hace entrever algo acerca de la gravedad del pecado. Aunque no acabemos de comprenderlo, puesto que es un misterio, lo cierto es que todos nacemos con el pecado original. No se trata de un pecado personal. Sólo lo fue para nuestros primeros padres. Pero afectó a toda la naturaleza humana. Por eso se dice que es un pecado de naturaleza. "En Adán todos murieron" (1 Cor 15, 22), dice san Pablo [y pues morir es estar sin Vida, siendo Dios la Vida, la muerte, en este contexto, es estar separados de Dios, que no otra cosa es el pecado. Por eso se dice también que "en Adán todos pecaron", que viene a ser lo mismo].


Quien muriese sin haber sido bautizado, y no hubiese cometido ningún pecado personal (normalmente esto es lo que ocurre con los niños muy pequeños) no iría al Infierno, lógicamente, pues Dios, que es justo y misericordioso, no lo permitiría. Sin embargo, tampoco podría ir al cielo. No debe olvidarse que el cielo es concedido gratuitamente. Se trata de un don de carácter sobrenatural, que requiere de la gracia santificante. Y ésta se recibe, ordinariamente, en el sacramento del bautismo. Jesús habla de la necesidad del bautismo para salvarse "Quien crea y sea bautizado se salvará" (Mc 16, 16) [no obstante, debe de tenerse en cuenta que existen también el bautismo de sangre y el bautismo de deseo, pero se trata de situaciones extraordinarias, que sólo Dios conoce. Lo propio y lo sensato es bautizar al niño lo más pronto posible, desde que nace]. 


La palabra salvación se refiere a la visión beatífica, es decir, a la visión de Dios en el cielo. Ésta es un regalo, y no es exigible por la naturaleza humana, en cuanto tal; de manera que si, por las razones que sean, Dios no la concede a todos, eso no supone ninguna injusticia para con ellos, quienes, por otra parte, disfrutarían de un estado de felicidad natural, que satisfaría a su naturaleza humana. Se suele hablar del limbo, como del lugar adonde irían. (Sobre este tema ya he escrito en otras entradas de este mismo blog)



(Continuará)