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viernes, 10 de julio de 2020

Actualidad comentada: El futuro es el pasado. Padre Santiago Martín


Duración 7:29 minutos

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Selección por José Martí

El cardenal Pell relata su estancia en prisión: “Nunca me he sentido abandonado”



“La vida de prisión me quitó cualquier excusa de estar demasiado ocupado para rezar, y mi vida diaria de oración me sostuvo. He tenido un breviario desde la primera noche y he comulgado cada semana”.


(First Things)- Hay mucha bondad en las cárceles. Y estoy seguro que, en ocasiones, pueden ser el infierno en la tierra. Yo he tenido la suerte de ser mantenido a salvo y de que me trataran bien. Me ha impresionado la profesionalidad de los guardias, la fe de los prisioneros y la existencia de un sentido moral en el más oscuro de los lugares.

He pasado trece meses en aislamiento: diez en una cárcel de Melbourne y tres en la de Barwon. En Melbourne, el color del uniforme de preso es verde, pero en Barwon es rojo cardenalicio. En diciembre de 2018 me condenaron por antiguos abusos sexuales contra niños, a pesar de mi inocencia y de la incoherencia del caso presentado por la Fiscalía de la Corona contra mí. Pero en abril de este año, el Tribunal Supremo de Australia ha anulado mi condena por unanimidad. Mientras esto sucedía, yo había empezado a cumplir mi condena de seis años.

En Melbourne vivía en la celda número 11, unidad 8, quinto piso. Mi celda medía unos siete-ocho metros de largo por unos dos de ancho, lo suficiente para la cama, que tenía una base firme, un colchón no demasiado grueso y dos mantas. Entrando a la izquierda había unas estanterías bajas con una tetera, una televisión y un espacio para poder comer. Al otro lado del angosto espacio había un lavabo con agua fría y caliente y un hueco para la ducha, con agradable agua caliente. A diferencia de muchos hoteles pijos, había una lámpara de lectura eficiente en el muro, encima de la cama. Al haber sido operado de ambas rodillas un par de meses antes de entrar en prisión, al principio utilizaba un bastón para caminar. Sin embargo, luego me dieron una silla alta de hospital, lo que fue una bendición. Las normas sanitarias exigían que cada prisionero pasara una hora diaria al aire libre, y a mí me permitieron dividir esa hora en dos ratos de media hora cada uno. En ningún lugar de la unidad 8 había cristales transparentes, por lo que desde mi celda lo único que podía distinguir era la noche del día, nada más. Nunca vi a los otros once prisioneros.

Pero sí que los oía. La unidad 8 estaba formada por doce pequeñas celdas a lo largo de un muro exterior, y los prisioneros “ruidosos” estaban en un extremo. Mi celda estaba en el extremo “Toorak”, llamado así por un suburbio rico de Melbourne, pero que era exactamente igual que el extremo ruidoso, aunque generalmente sin el estruendo y los gritos de esos prisioneros angustiados y enfadados, a menudo destrozados por las drogas, sobre todo cristal. Solía asombrarme del tiempo que podían pasar dando puñetazos, y un guardia me explicó que pateaban como caballos. Algunos inundaban sus celdas, o las ensuciaban. De vez en cuando tenían que llamar a la unidad canina, o tenían que controlarlos con gas. La primera noche me pareció oír a una mujer llorando; otro prisionero llamaba a su madre.

Estuve aislado por protección, porque los condenados por abusos sexuales contra niños, sobre todo si son sacerdotes, son objeto de ataques físicos y violencia. Sólo me amenazaron en una ocasión, cuando estaba en una de las dos zonas adyacentes de ejercicio separados por un muro alto, con una apertura a la altura de la cabeza. Mientras caminaba a lo largo del perímetro, alguien me escupió a través de la red que cubría el espacio abierto, y empezó a lanzarme improperios. Me cogió de sorpresa y me giré furioso para enfrentarme a mi asaltante y reprenderle. Salió huyendo de mi vista, pero siguió insultándome, llamándome “araña negra” y otros epítetos nada halagadores. Tras mi reprimenda inicial, permanecí en silencio, aunque después me quejé y dije que no saldría a hacer ejercicio si ese tipo seguía estando al otro lado del muro. Un día o dos más tarde, el supervisor de la unidad me dijo que ese joven criminal había sido trasladado porque había hecho “algo peor” a otro prisionero.

Hubo otras ocasiones, pocas, en que el resto de prisioneros de la unidad 8 me criticaron e insultaron durante las largas horas de confinamiento -desde las 16:30 hasta las 7:15 de la mañana siguiente. Una tarde, oí un fuerte debate sobre mi culpabilidad. Uno de los prisioneros me defendió anunciando que estaba dispuesto a apoyar al hombre que había sido defendido públicamente por dos primeros ministros. La opinión entre los prisioneros sobre mi inocencia o culpabilidad estaba dividida, como en muchos sectores de la sociedad australiana; en cambio, los medios de comunicación, con alguna honrada excepción, era abiertamente hostiles. Una persona que ha pasado décadas en la cárcel me escribió para decirme que era el primer sacerdote condenado del que había oído que tenía algo de apoyo entre los prisioneros. De mis tres compañeros prisioneros en la unidad 3 de Barwon no recibí más que amabilidad y amistad. La mayoría de los guardias de ambas cárceles reconocieron que yo era inocente.

La antipatía entre los prisioneros por quienes son acusados de abusar sexualmente contra niños y jóvenes es universal en el mundo anglófono, un ejemplo interesante de la ley natural abriéndose paso a través de la oscuridad. Todos nosotros sentimos la tentación de despreciar a quienes definimos peor que nosotros mismos. Incluso los asesinos comparten el desprecio por quienes violan a los jóvenes. Por muy irónico que sea, este desprecio no es malo del todo, porque expresa una creencia en la existencia del bien y el mal, una creencia que a veces surge en las cárceles por vías sorprendentes.

Muchas mañanas, en la unidad 8, podía oír el canto de los musulmanes llamando a la oración; en cambio, otras se sentían vagos y no llamaban, pero tal vez rezaban en silencio. El lenguaje, en la cárcel, es grosero y repetitivo, pero raramente se oyen maldiciones o blasfemias. El prisionero al que le pregunté sobre este hecho me respondió que pensaba que era un signo de fe en Dios, no una señal de su ausencia. Sospecho que tampoco los prisioneros musulmanes toleraban la blasfemia.

Me escribieron prisioneros de muchas cárceles; algunos de ellos lo hacían con regularidad. Uno de los que me escribió fue el hombre que preparó el altar en el que celebré la última Misa de Navidad en la cárcel de Pentridge en 1996, antes de que la cerraran. Otro me escribió que se sentía perdido en la oscuridad, y me preguntaba si le podía sugerir algún libro. Le aconsejé que leyera el Evangelio de Lucas y empezara la Primera Epístola de Juan. Otro era un hombre de fe profunda y devoto del Padre Pío de Pietrelcina. Había soñado que me liberarían. Su sueño se demostró prematuro. Otro me escribió que los criminales de carrera estaban de acuerdo en que yo era inocente y me habían colgado el marrón; añadió que era extraño que los criminales pudieran ver la verdad, y no los jueces.

Como a la mayoría de los sacerdotes, mi trabajo me había hecho entrar en contacto con una gran variedad de personas, por lo que los prisioneros no me sorprendieron demasiado. Pero sí lo hicieron los guardias, y fue una sorpresa placentera. Algunos eran amables, uno o dos eran inclines a la hostilidad, pero todos eran profesionales. Si hubieran permanecido resueltamente en silencio, como hicieron durante meses los guardias del cardenal Van Thuận cuando este estaba en aislamiento total en Vietnam, la vida hubiera sido mucho más difícil. La hermana Mary O’Shannassy, la religiosa responsable de la capellanía penitenciaria de Melbourne, con veinticinco años de experiencia, que lleva a cabo un trabajo increíble -un hombre condenado por asesinato me dijo ¡que le tenía miedo!-, hablaba bien del personal de la unidad 8. Después de perder mi apelación ante el Tribunal Supremo de Victoria, pensé en no apelar al Tribunal Supremo de Australia, puesto que si los jueces iban a cerrar filas entre ellos, no quería colaborar en esa costosa farsa. El alcaide de la prisión de Melbourne, un hombre más corpulento que yo y muy directo, me instó a perseverar. Me animó y le estoy muy agradecido por ello.

La mañana del 7 de abril, una cadena de televisión nacional anunció el veredicto del Tribunal Supremo sobre mi caso. Desde mi celda vi a un asombrado y joven reportero del Canal 7 informando al país que había sido exonerado; y lo que le dejó aún más perplejo es la unanimidad de los siete jueces. Los otros tres prisioneros de mi unidad me felicitaron y pronto me vi libre en un mundo confinado por el coronavirus. Mi viaje fue extraño. Dos helicópteros de la prensa me siguieron desde Barwon al convento carmelita, en Melbourne; al día siguiente, dos coches de prensa me acompañaron durante los 880 kilómetros que duró mi viaje a Sydney.

Para muchos, el tiempo en la cárcel es una oportunidad para reflexionar y enfrentarse a las verdades fundamentales. La vida de prisión me quitó cualquier excusa de estar demasiado ocupado para rezar, y mi vida diaria de oración me sostuvo. He tenido un breviario desde la primera noche y he comulgado cada semana. En cinco ocasiones he ido a misa, aunque no he podido celebrarla, un hecho que me entristeció particularmente en Navidad y Pascua.

Mi fe católica me ha sostenido, especialmente porque me ha hecho comprender que mi sufrimiento no tenía por qué ser inútil, sino que podía unirse al de Cristo Nuestro Señor. Nunca me he sentido abandonado, sabiendo que el Señor estaba conmigo, a pesar de que no comprendía que hacía Él durante la mayor parte de esos trece meses. Durante muchos años he hablado del sufrimiento e insistido que el Hijo de Dios también había tenido pruebas en esta tierra, y ese hecho me ha consolado en este tiempo. Así que he rezado por mis amigos y enemigos, por mis defensores y mi familia, por las víctimas de abuso sexual y por mis compañeros de cárcel y los guardias.

Publicado por el cardenal George Pell en First Things.

Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana.