Escuchar al presidente del Gobierno afirmar en televisión que es incompatible ir a Misa y criticar a Open Arms resulta grotesco.
Es delirante plantear que la fe católica exige cerrar los ojos ante una operación que enriquece a mafias y condena a miles de personas a la muerte. No hay incoherencia en denunciar un sistema perverso; la incoherencia está en disfrazarlo de humanitarismo y en tratar de silenciar cualquier crítica tachándola de falta de caridad.
El debate sobre la inmigración irregular en el Mediterráneo se ha convertido en un terreno minado de manipulación política y confusión moral. Desde Marruecos hasta Libia, pasando por Argelia y Túnez, las mafias que operan en el norte de África conocen perfectamente cómo funciona el engranaje: cargan a decenas de personas en embarcaciones precarias, las empujan hasta el límite de aguas internacionales y las abandonan allí, sabiendo que barcos de ONG acudirán a recogerlas para trasladarlas a Europa. El negocio es redondo: las mafias cobran por cada pasajero, los traficantes multiplican su poder y las organizaciones se sostienen gracias a subvenciones y apoyos institucionales. El resultado es perverso: un sistema que convierte el mar en un campo de tránsito controlado por criminales y validado por gobiernos y entidades que prefieren mirar hacia otro lado.
Esta dinámica no salva vidas, las arriesga. Lejos de disuadir a los traficantes, los enriquece y los estimula. Cuanto más se garantiza el rescate, más embarcaciones se lanzan, aunque sean de goma y sin combustible. El incentivo está servido: no necesitan preparar un viaje seguro, basta con empujar a cientos de personas al mar porque saben que alguien terminará recogiéndolas. Así se multiplican las tragedias, y el Mediterráneo se convierte en un cementerio líquido donde miles mueren cada año. Defender este sistema como si fuese una obra de misericordia es, además de irresponsable, un insulto a la inteligencia. No hay caridad en sostener un mecanismo que produce muerte, sufrimiento y explotación.
El argumento de que se trata de un deber cristiano es aún más cínico. No es cristiano colaborar, ni siquiera indirectamente, con mafias que trafican con seres humanos. No es cristiano sostener un modelo que utiliza la desesperación de las personas como combustible para un negocio criminal. Y no es cristiano confundir el mandato de acoger al necesitado con avalar un sistema que los reduce a mercancía. La Conferencia Episcopal, con sus declaraciones ambiguas, solo contribuye a la confusión: un día habla de misericordia y otro evita condenar la maquinaria que genera muerte en el mar. La falta de claridad pastoral en un asunto tan grave alimenta la sensación de que la Iglesia en España ha cedido al discurso sentimental en vez de mantenerse firme en la defensa de la verdad y de la justicia.
Miguel Escrivá