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martes, 2 de septiembre de 2025

¿Por qué voy a Misa y luego digo que hay que hundir el Open Arms?



Escuchar al presidente del Gobierno afirmar en televisión que es incompatible ir a Misa y criticar a Open Arms resulta grotesco.



Es delirante plantear que la fe católica exige cerrar los ojos ante una operación que enriquece a mafias y condena a miles de personas a la muerte. No hay incoherencia en denunciar un sistema perverso; la incoherencia está en disfrazarlo de humanitarismo y en tratar de silenciar cualquier crítica tachándola de falta de caridad.

El debate sobre la inmigración irregular en el Mediterráneo se ha convertido en un terreno minado de manipulación política y confusión moral. Desde Marruecos hasta Libia, pasando por Argelia y Túnez, las mafias que operan en el norte de África conocen perfectamente cómo funciona el engranaje: cargan a decenas de personas en embarcaciones precarias, las empujan hasta el límite de aguas internacionales y las abandonan allí, sabiendo que barcos de ONG acudirán a recogerlas para trasladarlas a Europa. El negocio es redondo: las mafias cobran por cada pasajero, los traficantes multiplican su poder y las organizaciones se sostienen gracias a subvenciones y apoyos institucionales. El resultado es perverso: un sistema que convierte el mar en un campo de tránsito controlado por criminales y validado por gobiernos y entidades que prefieren mirar hacia otro lado.

Esta dinámica no salva vidas, las arriesga. Lejos de disuadir a los traficantes, los enriquece y los estimula. Cuanto más se garantiza el rescate, más embarcaciones se lanzan, aunque sean de goma y sin combustible. El incentivo está servido: no necesitan preparar un viaje seguro, basta con empujar a cientos de personas al mar porque saben que alguien terminará recogiéndolas. Así se multiplican las tragedias, y el Mediterráneo se convierte en un cementerio líquido donde miles mueren cada año. Defender este sistema como si fuese una obra de misericordia es, además de irresponsable, un insulto a la inteligencia. No hay caridad en sostener un mecanismo que produce muerte, sufrimiento y explotación.


El argumento de que se trata de un deber cristiano es aún más cínico. No es cristiano colaborar, ni siquiera indirectamente, con mafias que trafican con seres humanos. No es cristiano sostener un modelo que utiliza la desesperación de las personas como combustible para un negocio criminal. Y no es cristiano confundir el mandato de acoger al necesitado con avalar un sistema que los reduce a mercancía. La Conferencia Episcopal, con sus declaraciones ambiguas, solo contribuye a la confusión: un día habla de misericordia y otro evita condenar la maquinaria que genera muerte en el mar. La falta de claridad pastoral en un asunto tan grave alimenta la sensación de que la Iglesia en España ha cedido al discurso sentimental en vez de mantenerse firme en la defensa de la verdad y de la justicia.


Miguel Escrivá

Sobre el asesinato de García Lorca



En el aniversario de la muerte de Federico García Lorca, es necesario desmontar la gran mentira construida en torno a su figura.

La izquierda ha convertido a Lorca en un mártir del franquismo, símbolo de la represión, pieza central de la propaganda de la llamada memoria democrática. Pero esta narrativa es falsa, y quienes la repiten lo saben.

El principal arquitecto de esta farsa ha sido Ian Gibson, que durante décadas se ha lucrado presentando invenciones como certezas: inventó diálogos de la ejecución, fabuló testimonios orales y señaló fosas que resultaron falsas. No se equivocó, mintió deliberadamente, siempre en clave sectaria.

La realidad es otra: Lorca no murió por ser poeta ni por ser homosexual ni por ser republicano. Fue asesinado en medio de un conflicto entre las familias más poderosas de la Vega de Granada: los García Rodríguez (familia paterna de Lorca), los Roldán y los Alba. Décadas de disputas por tierras, cañaverales y negocios azucareros desembocaron en un ajuste de cuentas. Horacio Roldán, primo del propio Federico, era enemigo acérrimo suyo y de su hermano Francisco. Los Roldán, ligados a Acción Popular, fueron los responsables directos de su muerte.

¿Dónde estaban entonces los falangistas? Muy lejos de la caricatura que hoy se difunde. Los hermanos Rosales —Luis, José y otros—, falangistas granadinos, dieron refugio al poeta en su propia casa y trataron hasta el último momento de salvarle la vida. Lorca, cuando sintió verdadero miedo, acudió a su amigo falangista Luis Rosales. Esa es la verdad que la izquierda oculta.

Ramón Ruiz Alonso, que ejecutó la detención, nunca fue falangista: era diputado de la CEDA. En cambio, íntimos amigos de Lorca sí lo eran: el actor Miguel Pizarro Ródenas, falangista fusilado en 1936 tras entregarse para salvar a su hermano, aparece en las fotos de La Barraca junto al poeta. Pero de esto nadie habla.

Todo lo demás son mentiras fabricadas para que Lorca encaje en la narrativa progresista. Lo presentan como homosexual militante cuando, de haber vivido hoy, sería rechazado por los mismos colectivos que lo invocan, por su carácter católico, taurino y profundamente tradicional.

La izquierda manipula porque necesita símbolos. Y Lorca, convertido en estandarte, sirve a sus intereses políticos. Pero la verdad histórica es tozuda:
No lo mataron los falangistas.

No lo detuvo un falangista.

No murió por ser poeta ni homosexual.

Murió por rencillas familiares y luchas de poder en la Vega granadina.

Todo lo que te cuenten estos días sobre Lorca como mártir del franquismo es mentira. La propaganda no cambia los hechos.

La verdad prevalece sobre la manipulación.

Anónimo